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Ética general

Tomo I

Prudencio Conde y Riballo



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Prólogo

[V]

     Las páginas que hoy publicamos forman parte de un tratado completo de Ética, estudiada a la luz de los principios de la filosofía escolástico-tomista y acomodada, en cuanto ha sido posible a nuestras pobres fuerzas, a las exigencias científicas de nuestro tiempo.

     De la multitud de opiniones y teorías, que el pensamiento contemporáneo ofrece acerca de los gravísimos problemas ético-jurídicos, hemos examinado sólo aquellas que hemos creído merecer más atención por su valor intrínseco o por la influencia que ejercen en las ideas de los que en nuestra patria cultivan esos estudios, si bien no tenemos seguridad del acierto en esta selección, pues no es fácil conocer lo que apenas se exterioriza sino en los pocos libros y revistas que se publican entre nosotros; esta dificultad es mayor para los que vivimos lejos de los grandes Centros Universitarios y no tenemos otros medios de información que los escasos que puede proporcionar el esfuerzo individual.

     Otro defecto salta a la vista en este libro, que es lo desproporcionado de algunas partes con otras y tal cual desorden en la distribución de las materias.

     Para disculparnos, en lo que cabe, diremos que al empezar a escribir nos propusimos dos fines: que sirviera de texto para alumnos de segunda enseñanza, [VI] pues a invitación de un Catedrático de Ética y Derecho usual en nuestros Institutos generales y técnicos lo íbamos a hacer, y, al par, que fuera una guía suficiente de vulgarización científica para algunas personas aficionadas, simplemente aficionadas, a cuestiones que mucho preocupan y suelen tratarse, más que en las mismas obras de Ética, en las Revistas, sin hallar luego cabida en aquéllas, a no ser incidentalmente, pero sirviendo de base a muchas e importantes conclusiones, que por lo mismo no tienen otro valor que el de sus premisas; sirva de ejemplo el evolucionismo.

     Ahora bien; pronto nos convencimos de que era imposible armonizar esos dos fines en un mismo libro, al menos sin haberlo antes madurado mucho y escrito en otras circunstancias de tranquilidad y tiempo que las puestas a nuestro alcance; mas como se iba imprimiendo a medida que se componía, cuando hubimos de optar por un partido u otro, creímos deber preferir el segundo al primero y, conservando las proporciones con que habían salido los capítulos preliminares, dejamos correr la pluma con más libertad en los sucesivos, hasta el punto de tener que dividir la sola Ética general en dos tomos, de los que éste, el primero, contiene lo que hemos llamado elementos subjetivos de la moralidad, para estudiar en el segundo el bien, la ley, el deber y el derecho, el mérito y la sanción, que integran a aquéllos dándoles el valor objetivo, que la vida moral reclama.

     Sólo esperamos, para continuar, el auxilio divino y saber que la crítica de los doctos no halla del todo insuficiente lo que hoy sometemos a su juicio, dispuestos a corregir los defectos que nos descubra y que habrán pasado inadvertidos para nosotros.

EL AUTOR [1]



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Preliminares

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Capítulo primero

Concepto general de la ética

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- I -

     Las Ciencias morales y sociales y la Ética. -Por el valor etimológico de la palabra Ética y por la índole de las materias que históricamente desde Aristóteles ha comprendido su estudio, la Ética pertenece a las ciencias morales y sociales.

     Moral significa, por oposición a lo «físico», todo aquello que en algún modo cae bajo la acción de nuestra libertad. En este sentido se llaman Ciencias morales las que investigan las leyes de la actividad humana; y por esto, aunque la naturaleza propia y específica de ésta se constituya por la racionalidad, califícanse las acciones de humanas en cuanto el hombre es dueño de ellas por su libre albedrío.

     En razón de lo dicho, cae también bajo el dominio de las ciencias morales el estudio de aquellos otros elementos integrantes del todo humano, que, aun sin ser de suyo racionales y no gozando de libertad, participan en algún modo de ese doble carácter, al menos por su ordenación, pues, como dice Santo Tomás del apetito concupiscible, aunque lo propio de él sea tender [2] a la delectación sensible, en cuanto es apetito humano ha de tender a su objeto bajo el régimen de la razón, y lo contrario, lejos de serle natural, sería contra la naturaleza humana, a la que pertenece (1).

     Por extensión se incluye entre las ciencias morales, como la primera de ellas, la Psicología en toda su amplitud, aunque en ella se estudien funciones que no están dentro de la esfera de acción de la libertad; y, en general toda ciencia que tenga por objeto el hombre, o alguna de sus actividades racionales, aunque sean en gran parte automáticas, por ejemplo, la Filología, cuyas leyes fundamentales son las del automatismo psicológico (2).

     Se llaman también sociales o políticas las ciencias morales, porque el hombre en su libre actividad no es un ser aislado, que se forme a sí propio, ni se desenvuelva independientemente del concurso de los otros seres racionales, ni aun del de los puramente naturales, sino que forma parte del todo social y a él le inclina su misma condición.

     Aristóteles decía que la sociedad política es superior en perfección y anterior en orden de naturaleza (aunque no en el orden de la generación) a la familia y al individuo, como el todo lo es respecto de las partes; y comentándolo el Angélico Doctor escribe que cada hombre, comparado a la sociedad, es como cada una de sus partes respecto del hombre completo, que, separadas de él, ni pueden subsistir ni aun llamarse propiamente humanas (3). En suma: no hay [3] vida moral completa que no sea social; de ahí que se tomen indistintamente los dos términos, o se unan frecuentemente para expresar mejor el carácter de estas ciencias; por eso llamamos nosotros a la Ética filosofía moral y social.

     Ciencias morales positivas, -Las ciencias morales pueden ser positivas o reales y filosóficas o ideales. Las primeras investigan la actividad real, de hecho, con que en la vida social han tratado los hombres de realizar los fines de la convivencia humana, deduciendo de ahí las leyes a que obedece aquella actividad. Son ciencias puramente explicativas y su punto de vista es el de la causalidad eficiente, productora de los hechos sociales, más que el del fin por el cual se realizan, aunque éste no sea excluido, pero sin juzgar de su valor.

     Un ejemplo podrá servir para aclarar estas nociones.

     Es un hecho comprobado repetidas veces en la historia que los excesos de la demagogia traen como consecuencia el despotismo; si no queremos contentarnos con una generalización empírica, descubriremos que la relación de esos dos hechos se funda en un tercero, a saber, la coalición de los intereses [4] amenazados por el triunfo de la demagogia, o el interés mismo de ésta de darse un jefe, que haga más eficaz su triunfo, pero que acaba por convertirse en dueño y señor de todos.

     Cualquiera de estas alternativas reconoce una causa superior, que podemos considerar como ley de la actividad humana, explicativa de la regularidad con que se producen enlazados los dos hechos arriba citados: «todo ser tiende a conservarse»; por eso es ley, de la naturaleza humana que se coaliguen los intereses amenazados en común y busquen alguien que los proteja contra quien los amenaza. Y por eso mismo es ley de nuestra naturaleza que el desorden representado por la demagogia trate de organizarse, de ordenarse, si es posible esta contradicción, aunque no sea más que para alcanzar mayor poderío, y, por consiguiente, sufre la condición primera de todo lo que se organiza: tener una cabeza.

     Ciencias sociales filosóficas. -Las ciencias sociales filosóficas o ideales estudian al hombre en sus fines necesarios, o sea en las razones últimas de su existencia y, por consiguiente, en las normas imperativas o leyes ideales a que ha de ajustar, su conducta. Estas ciencias son llamadas normativas y teleológicas, porque tratan de dirigir la actividad humana a un fin, a un término ideal, que sirve de punto de partida a la voluntad, para concentrar alrededor del mismo los distintos motivos a que ella puede obedecer, según las condiciones de su existencia.

     La Ética, como nosotros la estudiamos, pertenece a este grupo de ciencias morales, las filosóficas, y, ocupa el lugar supremo entre ellas, porque indaga las razones últimas del obrar humano en relación con su naturaleza racional y el fin último de la vida (4). [5]

     Relaciones entre las ciencias morales positivas y las filosóficas. -Las ciencias morales filosóficas son distintas, pero no opuestas ni incompatibles con las positivas, antes bien, éstas son exigidas para la más acertada construcción de aquéllas, aunque hasta cierto punto sea posible estudiarlas aisladamente. En la práctica, sin embargo, ni los que hacen la historia del derecho o de la moral, por ejemplo, suelen limitarse a formular la ley que encadena los fenómenos jurídicos o morales entre sí, ni los que buscan la razón de ser, el fundamento ideal de las costumbres humanas, prescinden de buscar en la experiencia como la noción vivida del derecho y de la moral. Esto no obstante, el punto de vista de cada ciencia es distinto.

     Así, al ejemplo arriba puesto de las relaciones entre la demagogia y el despotismo, se puede añadir otra investigación: ¿son legítimos uno u otro? ¿son justos? el criterio para apreciarlo no se ha de buscar en la ley positiva, a que obedecen ya los demagogos, ya la sociedad para ir al despotismo; ni menos en el mero hecho de la existencia de aquéllos o de ésta; como tales hechos se equivalen; y aquella ley es natural en un caso y en otro: igualmente se aplica para defender intereses justos que injustos.

     Preciso es, pues, buscar la ley ideal [6] que se impone a la sociedad para juzgar si a ella se conforman los elementos que la constituyen, ya en su existencia, ya en los medios que emplean para conseguir sus fines; el valor de éstos depende de su conformidad con aquella ley ideal.



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- II -

     Juicios de valor. -Las precedentes consideraciones sobre las dos clases de ciencias morales encuentran su explicación en las siguientes palabras de James: «Se está hoy de acuerdo para distinguir dos clases de investigaciones sobre cualquier objeto. De una parte, cuál es su naturaleza, su origen, su historia; de otra, cuál es su importancia, su dignidad, su valor. La respuesta a la primera cuestión es un juicio de existencia o de comprobación; la respuesta a la segunda es un juicio de valor o de apreciación. Estos dos juicios no pueden deducirse inmediatamente el uno del otro; proceden de dos preocupaciones distintas; el espíritu debe formarlos separadamente antes de poder agregar el uno al otro» (5).

     Por muy admitida que esta diversidad de juicios se halle entre los filósofos contemporáneos, no es cosa fácil precisar el sentido que tienen los llamados de valor, tanto por las aplicaciones que de ellos se hace a distintos ramos del saber, pues se habla de juicios de valor sensible (placer), de valor económico, estético, intelectual, moral y religioso (6), como por el diverso concepto que las escuelas filosóficas se forman de ellos.

     Concretándonos a lo que más puede esclarecer las [7] cuestiones de la moral, en que los modernos emplean frecuentemente esa terminología, diremos que ante todo se han de tener como irreductibles a los juicios de existencia, que podemos llamar de hecho, porque aquéllos son de derecho; la fórmula de los primeros es: «A es B»; la de los segundos: «A es lo que debe ser», o «no es lo que debe ser», o «A es lo que no debe ser».

     En la antigua filosofía eran llamados éstos «juicios de esencia», que podían ser especulativos o prácticos, según que juzgaban las cosas desde el punto de vista de su ser o de su obrar, pues éste seguía a aquél; la cosa cambiaba de estado y no de naturaleza; nosotros no podemos decir qué se debe hacer sin conocer quién lo ha de hacer, cuál es su naturaleza (7).

     Diversas actitudes del espíritu a que corresponden los juicios de existencia y de valor. -Estas dos clases de juicios corresponden a distinciones que existen en la conciencia humana y que no son en modo alguno artificiales, sino naturales e inconfundibles en toda la vida moral; de un lado, los actos particulares, que cada día producimos; de otro, la razón natural, que los domina y a cuya luz los juzgamos; de una parte, la libertad real con que los cumplimos, y de otra, el límite moral en que los contemplamos encerrados, o mejor dicho, la norma que los mide y regula, produciendo en nuestra conciencia un contraste entre lo que es y lo que debe ser, que repercute en nuestra afectividad, sintiéndonos satisfechos o humillados; pues, o ya, venciendo una repugnancia sensible, que nos quería apartar del dolor, del sacrificio, nos abrazamos a uno y otro, o ya reprobamos aquellos mismos actos, que deliberadamente y complaciendo al atractivo del placer, o del interés, habríamos preferido.

     De este modo mi yo racional se abstrae de mi yo empírico, se eleva sobre él, sobre mi propia experiencia, para criticarla y juzgarla; el juicio de existencia es sometido al juicio de valor, lo cual exige traspasar el fenómeno para entrar en la esencia de donde emana, haber concebido previamente a la emisión del juicio un ideal comprensivo de la «Vida», porque, si abarcara sólo un momento o un aspecto de ella, carecería del valor supremo y universal, inmanente y trascendente, que debe tener el Ideal para juzgar a su medida todos los actos particulares (8).

     De lo expuesto se infiere que la Ética, como ciencia moral filosófica, es ciencia de los valores humanos, en cuanto tales; ella estudiará los juicios y sentimientos de aprobación o desaprobación absolutos, que el [9] hombre ha de formular respecto de la conducta de la vida.

     Objetividad del valor. -No obstante los diferentes sentidos en que pueden interpretarse los juicios de valor, hay un punto de contacto entre ellos, que es la importancia atribuida al sujeto que juzga; una cosa no tiene igual valor para todas las personas, ni aun para una misma en diversas circunstancias.

     Y por otra parte, no es menos cierto que en el juicio no pensamos expresar una mera situación subjetiva respecto del objeto, sino que a éste le atribuimos un valor real; de él decimos que es bueno o malo, bello o feo e independientemente de nuestra actitud para con él (9).

     Preciso es armonizar esta aparente antítesis.

     Por lo mismo que sólo el bien tiene valor, el concepto de éste implica el de aquél, pues en el fondo significan lo mismo; y así como el bien se llama bien en relación a la voluntad, al apetito en general, y en este sentido es un concepto relativo, también el valor de un objeto, de una acción, está ordenado a satisfacer una aspiración, una tendencia, sin que por eso sea algo meramente subjetivo; es necesario que en la cosa a que se atribuye el valor haya algo capaz de producir esa satisfacción.

     Se dice que el valor consiste en la aptitud de un objeto para suscitar un interés (10); mas esa aptitud no puede estar sino en alguna condición del objeto, que [10] no se encuentra en otro objeto cualquiera, porque, de lo contrario, éste podría suscitar idéntico interés; interés que se revelaría por el aprecio y estima que hiciéramos de él, aunque también podríamos contrariar estos sentimientos y aun formular un juicio opuesto por la superioridad en que tuviéramos otro objeto, otro valor. La vida moral se caracteriza precisamente por la preferencia racional que se concede a lo que merece ser preferido a los distintos bienes o valores, lo cual implica el reconocimiento de un valor ideal, que sirve de norma a nuestra elección y no nos deja abandonados a las distintas situaciones afectivas en que podemos encontrarnos en presencia de un bien.

     De aquí se deduce que la estimación actual y efectiva del valor no entra en su concepto, pero sí entra la aptitud a producirla, y, además, la propiedad en que se funda el valor dice relación a un ideal más o menos absoluto, que al fin ha de fundarse en el absoluto supremo.

     Podemos, pues, definir el valor en abstracto: «La cualidad de ser una cosa susceptible o digna de aprecio y estimación a causa de sus propiedades o perfecciones objetivas, que están en armonía con algún ideal, inclinación o propósito»; y en concreto, puede decirse que «el valor de una cosa consiste en su grado de apreciabilidad» (11).

     Se podrá argüir en contra de la objetividad de los juicios de valor, entendiendo que la ponemos en la realidad concreta, individual de la cosa; como si se dijera: «La bandera es un pedazo de tela y el soldado se deja matar por salvar su bandera; un ídolo no es [11] más que una pieza de madera que por sí no tiene valor, y, sin embargo, la tienen algunos por cosa muy santa y venerable, por el mayor valor humano» (12).

     Las siguientes palabras compendian la respuesta más completa a esta objeción y lo principal que debemos decir aquí sobre la doctrina de los valores: «Al decir que el valor es una propiedad objetiva del bien, no se quiere, sin embargo, significar que sea una propiedad absoluta, perteneciente en cierto modo al mismo ser físico de las cosas, como el peso, las dimensiones y otros semejantes. El concepto de valor aprehende la perfección objetiva de la cosa de que se trate, pero no en absoluto, sino más bien en su relación, objetiva también, con un cierto ideal, fin, destino, etc., y con la posible apreciación o estimación de la cosa, atendida aquella relación. Una obra de arte es valiosa o apreciable en tanto que corresponde al ideal estético; lo es un recuerdo o memoria de los difuntos padres a causa de la relación que tiene con su persona; lo son los alimentos por su utilidad en orden al fin de la nutrición a que se destinan» (13).



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- III -

     La Ética ciencia práctica. -El fin de las ciencias especulativas, dicen los escolásticos, es conocer la verdad; el de las prácticas, el obrar; no porque el entendimiento, principio productor de toda ciencia, sea también principio motor de ese obrar, sino únicamente director; intellectus practicus est motivus, [12] non quasi exequens motum, sed quasi dirigens ad motum (D. Thom, I, q. LXXIX, art. 11, ad 1 m). La ciencia no está encargada de hacer cosa alguna, pero nada impide que tenga un fin fuera de sí misma, que todo su objeto no quede agotado en la contemplación de la verdad. Esto y no otra cosa querían decir los escolásticos llamando a la Ética una ciencia práctica, independientemente de que hubiera quien hiciese aplicación de ella; bástale la aplicación posible de sus normas. Carácter científico reconocen todos a la jurisprudencia, sin que deje de tener un fin extrínseco: servir al Magistrado en la práctica judicial; en este sentido bien puede llamarse ciencia práctica como la Moral.

     Hay otra razón para llamarla así: propónese ésta ordenar nuestra vida y la facultad reguladora de ella es la voluntad, facultad operativa por excelencia, en cuanto le toca elegir y determinar nuestras acciones; de nada valdría la contemplación especulativa del orden de nuestra conducta si no era actuado por la voluntad. Ahora bien; la Moral no pretende sólo descubrir ese orden que se ha de actuar, sino que por el carácter mismo de las ideas que escudriña trata de influir en las libres determinaciones de la voluntad, de producir el orden interno en nuestra actividad práctica.

     El Angélico Doctor, comentando a Aristóteles, decía: «En esta ciencia no investigamos qué es la virtud sólo para saber la verdad de ello, sino para que, adquiriéndola, nos hagamos buenos; y da la razón Aristóteles: porque sería poco útil esta ciencia, si sus investigaciones no se propusieran más que el conocimiento de la verdad. No es cosa grande, ni toca mucho a la perfección del entendimiento el saber esa verdad variable de las operaciones contingentes, que son objeto de la virtud. Y siendo así, concluye que es necesario escudriñar [13] qué actos hemos de realizar, porque ellos tienen el poder de producir en nosotros los hábitos del bien y del mal» (14).

     Pero en la ciencia práctica de los escolásticos la razón no habla, como en la filosofía kantiana, por medio de imperativos categóricos indemostrados e indemostrables; su oficio práctico no la dispensa de fundarse en los mismos principios especulativos, que rigen a las demás ciencias y que hacen inteligible el orden moral; las normas y reglas que éste impone se deducen del conocimiento (siempre teórico en cuanto conocimiento) de la naturaleza del hombre, como es en su intrínseca realidad, y en las relaciones que le ligan con los demás seres. De suerte que, aun al tratar de justificar una norma o regla (no al aplicarla a un caso particular, que eso no toca a la ciencia), procede por demostración, por raciocinio; y así, bien puede afirmarse que aun entonces es una ciencia especulativo-práctica. Con mucha razón dice un escolástico moderno que «el problema moral no es ante todo práctico, sino que primero es teórico. Las proposiciones de orden moral no forman una clase aparte, distinta de las proposiciones de orden teórico. Antes de ser práctica y practicada, la moral debe ser conocida y el problema moral depende de la razón, lo mismo que la geometría» (15). Estas palabras se aplican con todo rigor a esa parte de la Ética [14] que suele llamarse General y que otros llaman Metamoral, porque en ella se discuten las bases primeras de toda ciencia práctica, y sin su inteligencia no pasarían de ser más que generalizaciones empíricas los preceptos o normas que prescribiera.

     La Ética ciencia normativa. -Trasponiendo al lenguaje moderno el concepto de los escolásticos al decir que la Ética es ciencia práctica, pudiéramos llamarla normativa, por lo que no se entiende simplemente la determinación de reglas como medio para conseguir un fin dado, que esto es a lo que hoy se suele denominar ciencia práctica; por ejemplo, la higiene no tanto se propone definir el ideal de la perfecta salud, cuanto sugerir los medios más aptos para evitar las enfermedades y corroborar el organismo.

     La verdadera ciencia normativa sólo se refiere a los actos del hombre sujetos a su querer, y en cuanto han de ordenarse a un término ideal, cuya naturaleza importa en el mayor grado conocer. Y aun existe una diferencia capital entre algunas ciencias normativas (la lógica y la estética) y la moral; aquéllas no tienen la actuación del fin como implícita en su naturaleza esencial; mientras que el fin de la Ética no se presenta como algo que puede ser aceptado o rechazado libremente por nuestra voluntad, sino que aparece a la inteligencia como ideal necesario de la conducta humana.

     En rigor, las leyes lógicas y estéticas no representan más que una necesidad intrínseca del ejercicio de ciertas funciones, y en tal concepto no son verdaderas normas, pues no estamos obligados a cultivar las reglas de aquellas ciencias; sólo cuando éstas entran a formar parte de la conducta, reciben de la Ética el carácter [15] imperativo de fines y entonces se hacen verdaderas normas (16).

     La ciencia de las costumbres y el arte moral racional. -Contra esta concepción de la Ética, ciencia normativa, se ha levantado el positivismo filosófico, defendiendo, como única posible y verdaderamente científica, una moral histórica en la que se estudie la moralidad existente, dada en los hechos considerados como «cosas», y se descubran las leyes reales a que obedece su aparición; cuando se conozca bien ese aspecto teórico, se podrá formar un arte moral, no empírico, sino racional, para mejorar la realidad dada.

     Así como la medicina estuvo reducida a ser un arte empírico mientras, independientemente de la práctica, no se formaron y desarrollaron las ciencias biológicas y naturales, en especial la anatomía comparada y la fisiología general, del mismo modo, dicen, la moral debe estudiar teóricamente, sin preocupación alguna práctica, la organización y funcionamiento de la vida social en que se da la moral, y no confundir el punto de vista de la especulación con el de la aplicación, como lo hace la Ética normativa, que, aun pretendiendo ser teórica, es esencialmente legisladora (17).

     Empecemos por decir que el negar carácter científico a la Moral filosófica es un prejuicio del positivismo, que restringe el concepto de ciencia a lo puramente [16] fenomenal; mas ateniéndonos al espíritu aristotélico, que deja a la humana razón desenvolver sus fuerzas hasta llegar al fondo mismo de las cosas, sostenemos la posibilidad de un conocimiento cierto, fundado en evidencia y sistemático del objeto de la Ética, tal como la hemos definido al incluirla entre las ciencias morales filosóficas o ideales.

     Argüir de la existencia de la Moral, como un hecho real en la vida de las sociedades, contra el que nada pueden las teorías, así como a ellas nada le deben, que éstas son inútiles, es atribuir a los filósofos un pensamiento que nunca han tenido: el de formar las costumbres; pero es negar también la influencia que la actividad racional ejerce sobre la realidad moral dada.

     Es verdad que toda ciencia tiene por objeto lo existente; pero al decir que la Ética no trata de lo que es, sino de lo que debe ser, no se significa que su objeto sea lo posible, lo futuro, alguna anticipación, fantástica de lo que el filósofo quiere o piensa que será la sociedad. Si no han faltado ideólogos que se han lanzado por ese camino, quizá sean en mayor número los que pertenecen a las escuelas positivistas y materialistas, que a las espiritualistas (18). [17]

     Existentes son, en efecto, los axiomas, los principios fundamentales que representan las condiciones esenciales de la vida moral; y el pensamiento reflexivo los examina para descubrir su intrínseca verdad y su acción en las contingencias particulares de la vida práctica, demostrando su fecundidad y aplicabilidad a nuevos casos, sin que sea ningún imposible anticiparse a la experiencia futura, traspasando la actual; porque a través de la historia de las costumbres el filósofo observará que no siempre han sido rectamente interpretados esos principios, ni aplicados con fidelidad; escudriñará las causas de este fenómeno y al descubrirlas aparecerán indicados los medios para evitar los errores de juicio y los extravíos de la voluntad.

     Sólo con esa doble condición es posible el progreso moral; sacando a clara luz las fuerzas espirituales que obran en la profundidad de la conciencia, desde los albores de la vida psíquica, para ofrecerlos como ideales que actuar, como fines que conseguir, y conociendo su modo de realizarse en la medida en que han podido serlo, y esto, en gran parte, lo deberemos a la Sociología, a la ciencia de las costumbres (19).

     Insuficiencia del conocimiento de las leyes sociológicas para ordenar la vida moral. -Pero ¿no es suficiente el conocimiento que la Sociología nos dará de las leyes que rigen los fenómenos [18] sociales, para que el arte racional se aplique a mejorar la sociedad? La ciencia puede descubrir las imperfecciones que en ésta existan, los impedimentos que sirven de obstáculo a su vida y las supervivencias de instituciones anticuadas, que no se adaptan a ella.

     Lo primero que se ha de notar es la diferencia entre la ley de hecho, que investigan los sociólogos, y la ley de derecho, ley normativa a que los hechos han de sujetarse, que es la buscada por los moralistas; son dos problemas distintos, y a priori no es lícito confundirlos o eliminarlos. Sin recurrir a esa norma, ¿quién puede hablar, ni menos determinar las imperfecciones supuestas en la sociedad? La idea de lo imperfecto supone la de lo perfecto; éste es el ideal según el cual se miden las cosas que están dentro de su género.

     Lo que se llama impedimento, supervivencia, es una costumbre real, coexistente con otra respecto de la cual se califica así; las dos, sin embargo, son dadas en la experiencia; sin un principio superior a ésta, ¿cómo sabremos cuál es la mejor y cuál debe ser suprimida?; porque, en realidad, cada una es impedimento respecto de la otra. El criterio de la antigüedad no basta para calificar de supervivencia inútil una costumbre, pues, como dice Faguet, el hábito de nutrir a sus hijos es tan antiguo que debería entonces ser tenido por anticuado (20). [19]

     El ejemplo que se toma de la biología cuando declara inútil un órgano (no siempre con acierto, por lo demás), sólo puede tener algún valor al ser aplicado al arte moral, si éste supone como aquélla que la vida es la norma para juzgar de los órganos que existen en un cuerpo; y, en realidad, los sociólogos a quienes criticamos apelan también a postular ciertos «fines de tal modo universales e instintivos que sin ellos no podría haber cuestión de una realidad moral, ni de una ciencia de ella, ni de aplicaciones de esa ciencia. Se toma por concedido que los individuos y las sociedades quieren vivir, y vivir lo mejor posible, en el sentido más general de la palabra» (21).

     Pero «si no es absurdo sostener que las sociedades y los individuos harían mejor en no quererlo» (22), ¿con qué derecho se excluye esta investigación sólo porque sea metafísica?; de ella depende que la Moral sea lo que quieren los positivistas o lo que defienden los racionalistas; la cuestión de los fines es fundamental en nuestra ciencia y no puede ser excluida sin condenar a la esterilidad el arte moral racional en su misión de dirigir la vida moral del hombre; o se demuestra que éste tiene un fin que realizar, correspondiente a su naturaleza, o no podrá interesarse por aquello que tal vez le sea contrario y de lo que le importaría huir, como trata de probar el pesimismo. Con razón dice Faguet: «El arte moral racional tendrá su principio propio o no existirá; será autónomo o no será; racional, precisamente, o no existirá. Y si tiene su principio [20] propio, si es autónomo, si es racional y no únicamente experimental, será una moral teórica como todas a las que estamos acostumbrados» (23).

     Los dos aspectos de la investigación moral los expone Santo Tomás en sus Comentarios a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, diciendo: «Cuando se trata de ciencias especulativas, en las que no se busca más que el conocimiento de la verdad, basta descubrir cuál es la causa de un efecto. Pero en las prácticas, cuyo fin es el obrar, conviene conocer porqué procedimientos u operaciones tal efecto se sigue de tal causa...

     »Mas se ha de suponer como algo común acerca de la cualidad de las operaciones que causan la virtud; el que sean según la recta razón; porque el bien de cada cosa está en que su operación sea conforme a su naturaleza, y la naturaleza propia del hombre es la que le hace ser animal racional; luego es necesario, para que su obrar sea bueno, que esté conforme con la recta razón, pues la perversidad de ésta repugna a su naturaleza» (24). [21]



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Capítulo II

Las costumbres y su origen

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- I -

     Las costumbres objeto de la Ética. -Suele defínirse la Ética diciendo que es la ciencia de las costumbres; porque proponiéndose estudiar las leyes de la conducta humana, éstas se expresan en las costumbres como reflejo espontáneo de nuestras ideas morales, al par que las costumbres se convierten en norma, que se impone a la conducta. Las instituciones sociales, jurídicas y políticas (por ejemplo, la familia, la propiedad, el Estado) son un producto de la actividad ética, pero a la vez se convierten en regla para los seres racionales que vienen a la vida social, y su desarrollo histórico suele suscitar nuevos problemas morales, cuya solución engendra nuevos modos de conducta.

     Para comprender esta mutua acción necesario es que determinemos el concepto de costumbre.

     Sentidos metafórico e impropio. -Excluimos de la Ética el sentido metafórico de la palabra, como cuando se habla de costumbres de los animales; es cierto que observan éstos una regularidad y constancia en sus actos que permite aplicarles el nombre aquel; y aun el instinto, que los determina a obrar por impulso interno con la consiguiente repugnancia a [22] resistirle, se parece a la costumbre, que forma en nosotros como una segunda naturaleza, a la que obedecemos espontáneamente y con dificultad la quebrantamos; sin embargo, lo hacemos, y no sin relativa frecuencia, por una reacción de nuestra libre actividad, que no puede confundirse con la pasividad a que se somete el animal, cuando el medio ambiente se opone a la realización de su tendencia instintiva.

     Ésta, además, es hereditaria fisiológicamente, mientras que las costumbres humanas no lo son; la hipótesis que lo afirma ha podido ser calificada muy bien por Wundt de «pura novela científica»; preciso, en efecto, era, para sostenerlo, probar que las representaciones ideales de que dependen las costumbres se transmiten por generación; y, si esto fuera posible, todavía sería preciso excluir semejante explicación, porque hay un hecho comprobado con el cual no se concilia: que las mismas costumbres se conservan como actos exteriores, pero con fines diversos, o sea obedeciendo a representaciones ideales distintas de aquellas a que debieron su origen, y ese elemento interno es el que determina su sentido y valor. La ley de heterogenia de los fines no es aplicable a los animales (25).

     Por análogas razones, tampoco entendemos aquí por costumbre las inclinaciones naturales del hombre o los usos que éstas engendran; impropiamente se llaman así, sin embargo, algunas veces.

     Los hábitos. -Como el concepto genérico de costumbre es el de ser hábito, suele hablarse de hábitos buenos o malos, o indiferentemente de costumbres buenas o malas, y entonces se toman las dos palabras [23] como sinónimas; pero todavía cabe dar a la de hábito un sentido que la distingue mucho, en cuanto al valor moral, del de la costumbre.

     En efecto, hablamos de los hábitos de una persona significando una regla puramente individual, tomada como tal voluntariamente por un individuo determinado; y aunque la hagan común otros varios, no se sienten ligados entre sí por ella; por ejemplo, un individuo que ha contraído el hábito de pasear por un sitio determinado, a tal hora, etc.; así se dice que los habitantes de Koenisberg ponían los relojes en hora cuando salía a pasear el Filósofo; también se diría lo mismo de tres o cuatro individuos que se reunieran a jugar una partida de tresillo a una misma hora en un mismo lugar.

     Los hábitos así entendidos, lejos de causar coacción alguna moral ni social que los imponga, pueden producir una reacción del mismo orden que mueva a abandonarlos, como ocurriría si, variando las circunstancias personales de quien los ha contraído, resultaran contrarios a la conservación de su decoro, dignidad, etc. Pero producen la coacción psicológica, propia de toda repetición regular de actos, y contra ella tiene que luchar el individuo (tanto más cuanto que suelen ser los hábitos expresión del carácter personal), si quiere hacerlos entrar bajo el dominio completo de su libre determinación. Por esta causa, aunque la materia o contenido de los hábitos quede, por decirlo así, dentro de la zona de los actos moralmente indiferentes, la intención con que se realizan les confiere bondad o malicia y los pone en contacto con la zona de las costumbres, pero sin hacerles perder el carácter de indiferencia intrínseca.

     Los usos. -Son formas de obrar comunes a una sociedad y tomadas como reglas, no por los individuos [24] singularmente considerados, sino en cuanto pertenecen a una colectividad. Por esto ella ejerce coacción psicológica (aunque venga de fuera a dentro, al contrario de la que produce el hábito), para imponerlas, ya por ley de imitación, ya por el temor que causa en los individuos del cuerpo social la crítica de los demás, a cuya convivencia no se adaptan.

     Los usos representan el conformismo social, puramente exterior, que la colectividad impone casi en todos los instantes, regulando los actos, las palabras, los vestidos, los gestos. Se ha de recibir una visita como se recibe; saludar como se saluda; escribir como y cuando se escribe; vestir como se viste, etc. Y mientras que para dejar un hábito el individuo no tiene que luchar sino consigo mismo, aunque la victoria resulte muy difícil, para rebelarse contra un cierto uso es necesario superar la resistencia que pueden oponer, y de hecho oponen algunas veces, los otros individuos del grupo; cuando no la repulsa del medio social, se recibe por lo menos el ataque del ridículo, y el ridículo, se dice, mata (26); de ahí la sumisión al uso, no obstante la disconformidad interna del individuo.

     Lo que hemos dicho de los hábitos, cuyo contenido pertenece a la zona de lo indiferente moral, pero que por la intención pueden recibir el carácter de buenos o malos, se aplica con igual razón a los usos que son [25] a manera de hábitos sociales; pero como en éstos hay una fuerza coactiva externa que no tienen aquéllos, para quien no conoce otra fuente de sus obligaciones que el medio social, los usos fácilmente se convierten en una norma falsa de conducta, que ahoga la rectitud moral.

     Con razón se ha dicho que es «absolutamente indiferente llevar un pardessus largo o corto, mangas anchas o estrechas, ofrecer la mano de un modo o de otro, pronunciar tal o cual forma de saludo; pero no podrá ser del todo indiferente para la moralidad que una mujer descubra su garganta y sus espaldas para ir al baile; que se esté, o poco menos, obligado a ir al teatro a sufrir evocaciones dudosas, excitaciones malsanas» (27).

     Cuando los usos no invaden el terreno de la moral tienen su razón de ser y se justifican. Ellos obedecen a la ley que rige todo acto humano: la ley del menor esfuerzo. Éste, que siempre es costoso para nuestra actividad, tan necesitada de extenderse a los múltiples fines de la vida, se facilita cuando ha de ejercitarse uniformemente en las circunstancias diversas del medio social, si en éste se encuentra, por decirlo así, hecho lo que, de otro modo, tuviera que inventar cada individuo al ponerse en relación con los demás; como aguda e irónicamente se ha dicho, «siendo común es como se merece frecuentemente ser llamado distinguido». Una fórmula usual de cortesía tiene además la ventaja de no molestar a aquel a quien se dirige, aunque tampoco pueda servirle de placer, por su misma banalidad; y por esto la observación de los usos, aparte de que hayan tenido algunos valor de costumbres, y así han pasado de la Ética a la etiqueta, podemos considerarla no sólo como una manifestación de educación, sino de verdadera caridad, en cuanto queremos no ofender a aquellos con quienes convivimos.

     Si nosotros los vaciamos de ese contenido de amor, que los hace verdaderamente dignos del hombre, ser social, se convierten en la fórmula hipócrita que cualquier pasión vehemente o una circunstancia imprevista descubren; pero los usos en sí mismos continúan siendo una economía de esfuerzo y un medio de estrechar los vínculos de la vida y esto basta para justificarlos (28).

     Las costumbres en sentido propio. -Como los hábitos, suponen una repetición regular de actos; como los usos, se extienden a toda la sociedad y en gran parte son impuestas por ella; pero no se ha de creer que sean un hecho pura y simplemente social, como pretenden muchos sociólogos (29); en tal sentido no significarían más que el conjunto de juicios y aspiraciones comunes de un pueblo dado, traducidos en prácticas e instituciones hechas respetar por la coacción social, que se hace efectiva por la opinión pública, por la reprensión y censura de los conciudadanos y aun por los castigos de la autoridad social. Aparece así la costumbre como un mero producto humano, sujeto a todos los cambios que la invención creadora del grupo quiera introducir, y, se confunde el poder coercitivo de la sociedad con el sentimiento de la obligación, que nace al reconocer la bondad intrínseca de las costumbres, su valor moral. [27]

     Las costumbres en el sentido restringido que la Ética, como ciencia moral filosófica distinta de la moral positiva, da a esta palabra, son los actos humanos sujetos a reglas permanentes, que se fundan en la relación necesaria de nuestra naturaleza con su fin último.

     No significa esto que en todos los tiempos y lugares hayan existido las mismas normas de vida moral; una e idéntica es la naturaleza humana y una misma relación de dependencia tiene con su fin supremo; pero su desarrollo, las manifestaciones de su actividad es lo que en cada momento de la historia ha de regularse; y no se ha de creer, por consiguiente, que el hombre de las primitivas civilizaciones tenga una moral tan completa como el de la nuestra; fáltale materia en que actuarse.

     A medida que aumenta el dominio humano sobre la naturaleza y sobre sí mismo, que crecen las relaciones sociales, que se multiplica la especie y se dispersa sobre la tierra, que varían sus necesidades materiales o intelectuales, etc., etc., surgirán nuevas normas para regular su actividad moral, para subordinar los nuevos fines al fin único que los ha de dominar a todos.

     Las costumbres así entendidas tienden a orientar la vida, para que no se disperse y disminuya, en un solo sentido, en el sentido de la razón; a establecer la jerarquía entre las distintas facultades humanas; a formar, en una palabra, la persona moral, el carácter, por el imperio de la voluntad racional sobre ellas. El hombre, que es mezcla de materia y espíritu, se ve solicitado en todas direcciones por los bienes que le rodean: la verdad, la belleza, el ideal moral seducen la parte superior de su ser, pero las potencias inferiores tampoco resisten el atractivo del placer sensible; pues bien, a la voluntad interesa todo lo que nos satisface; [28] ella es la proveedora universal del bien humano; tócale aplicar nuestras potencias a su bien respectivo, pero sin que puedan apartar al hombre de su fin racional (30).

     En los hábitos se suele expresar nuestro carácter natural, psicológico; en los usos, el del pueblo a que pertenecemos; las costumbres, como norma de vida ética, representan lo que el hombre puede y debe hacer de sí mismo, dirigiendo toda su energía a transformar su carácter y hacerle verdaderamente moral.

     El motivo de nuestros hábitos suele ser el placer; el de los usos sociales, el placer y la utilidad; y determinan nuestras costumbres motivos de dignidad personal; de ahí el imperio soberano que en los caracteres morales ejerce ésta sobre todos los otros motivos; el progreso de la vida moral se realiza, en parte, a costa de la lucha que en el interior del hombre se entabla entre sus hábitos, que pueden apartarle del cumplimiento del deber, y los usos sociales, que no dejan de ser alguna vez contrarios a él con la norma de las costumbres, que es superior a [29] unos y otros.



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- II -

     Origen de las costumbres. -Dos soluciones distintas recibe este problema; para los sociólogos y filósofos positivistas el hombre primitivo ha sido un salvaje, que sólo de la sociedad recibió la inteligencia y con ella las normas de vida moral; para otros, la moralidad es un carácter esencialmente derivado de la naturaleza específica del hombre, por lo cual éste ha reconocido siempre una ley de sus actos superior a toda prescripción colectiva. De ahí los dos conceptos distintos de las costumbres, a que antes nos referimos.

     Para fijar el objeto de la Ética conviene que discutamos aquí este problema, que más adelante habremos de renovar al tratar del origen de la conciencia moral. Y al defender con argumentos filosóficos la segunda de las soluciones indicadas, queremos advertir al lector de la legitimidad de esta prueba por el testimonio mismo de los adversarios, que aparentemente no se fundan más que en demostraciones científicas e históricas. Nada más lejos de la verdad cuando aquéllos invocan en su favor, como suelen hacer, la hipótesis evolucionista.

     «Reconozco sin trabajo, dice Yves Delage, que jamás se ha visto una especie engendrar otra especie, ni transformarse en otra, y que no existe ninguna observación absolutamente formal que demuestre que esto ha tenido jamás lugar... Estoy absolutamente convencido de que se es o no transformista, no por razones sacadas de la historia natural, sino en razón a sus opiniones filosóficas» (31). El notable historiador De Morgan, hablando de los supuestos predecesores del hombre, declaraba que «estas hipótesis, lo gratuito de las cuales no ofrece duda ninguna, han tomado, sin embargo, en el pensamiento de muchos el valor de axiomas, sobre los cuales se han construido en estos últimos años multitud de teorías en que la fantasía ocupa el lugar del razonamiento científico. No faltan sabios, o que se dicen tales, que tienen al Pithecanthropus como nuestro antepasado, cuando nada lo prueba; ningún dato permite afirmar que este ser fuera una forma [30] ancestral del hombre; que esté emparentado, ni aun remotísimamente, con nuestra especie» (32).

     Aunque admitiéramos como probada la evolución física de todo organismo, incluyendo el de nuestro cuerpo, cuyo antecesor inmediato fuera conocido, éste para llegar a ser hombre ha tenido que poseer inteligencia y voluntad libre, como carácter distintivo del bruto.

     De Quatrefages, aunque antievolucionista, creyó que si bien «los fenómenos intelectuales toman en el hombre un desarrollo tal, que a veces se elevan casi al rango de atributos, y merecen por ese título ser colocados no lejos de los fenómenos puramente humanos» (33), «no separan al hombre de los animales», pues «los atributos de nuestra especie son los fenómenos morales y religiosos» (34); mas «cualquiera que haya sido la causa determinante de la aparición del hombre en la superficie del globo, ha estado desde el principio en posesión de su naturaleza específica; ha tenido de golpe su inteligencia y sus aptitudes, aunque entorpecidas» (35)

     El relegar al dominio filosófico el estudio de las causas ha producido esta observación superficial, que no distingue lo característico de cada hecho y diferencia otros que no son más que aspectos de una misma actividad. Sólo el hombre es un ser moral y religioso; mas los conceptos abstractos de la vida moral y religiosa son producto de la inteligencia, que trasciende [31] todo el alcance de las facultades de conocer propias del bruto; por eso no es éste religioso ni moral; una actividad sensible pertenece al orden de la materia y no puede causar nada inmaterial, como son las ideas abstractas, que se refieren a Dios y a la moralidad. En los conceptos de ser, de substancia, de causa, aun formados sobre los datos de la experiencia sensible, lo mismo que en los conceptos morales de bien, justicia, virtud, derecho, deber, no se encuentra huella alguna de materia. Es preciso, pues, una facultad inmaterial.

     Y la inteligencia, que es esta facultad, haciéndonos conocer el bien abstracto, hace posible la libertad. Alrededor nuestro sólo encontramos bienes particulares y fragmentarios; aun Dios mismo, que es el Bien absoluto, no es contemplado por nosotros en su esencia y por eso no atrae irresistiblemente nuestra voluntad; gracias, pues, a la inteligencia comparamos los bienes particulares con el bien ideal, y con nuestra libre elección entramos en el dominio de la vida moral. No juzgamos solamente del curso que en una época y pueblo dados llevan las costumbres, sino del que deben llevar; y como al juicio abstracto y universal sigue la libertad, influimos en el cambio que ese juicio nos señala, si se trata de la evolución social, y lo realizamos cuando se trata de la nuestra individual.

     Si el bruto tuviera inteligencia habría de reconocérsele este doble poder, del que ninguna señal nos ofrece en la inmutabilidad de su vida (36).

     La «psicología» del primitivo. -Entre las primeras generaciones y aquellas adonde nos conducen [32] los descubrimientos de la prehistoria y la etnología hay una distancia que no podemos calcular (37). Cuando hablamos del hombre primitivo no entendemos por esta palabra designar más que las generaciones que han precedido a la historia; de ningún modo a los primeros padres del género humano (38). Y no es fácil, quizá ni posible, demostrar, como algunos pretenden, que el salvaje actual represente a los llamados hombres primitivos, ni si éstos corresponderían a un solo tipo, pues etnólogos y sociólogos como Ratzel y Gumplowicz admiten la existencia de grupos humanos originariamente diversos.

     Es cierto que casi todo lo que se ha descubierto del hombre prehistórico se encuentra en los pueblos no civilizados que todavía subsisten; por lo que fácilmente nos inclinamos a pensar que éstos son representantes de aquéllos, y aunque no falten ejemplos que dan valor a la hipótesis de que algunos salvajes actuales son verdaderos degenerados de otra civilización más elevada, en general se puede considerar a la mayoría como retrasados, inmovilizados en una etapa del progreso humano (39).

     Ahora bien, si tomamos a éstos como primitivos no es muy difícil señalar los rasgos que caracterizan su [33] actividad psicológica y, por consiguiente, el grado de moralidad de que son susceptibles.

     Es indudable su adhesión espontánea a toda enseñanza tradicional; pero no es lícito representársele como un ser meramente pasivo que nada pone de suyo al recibir las excitaciones del mundo exterior físico o social; si es verdad que no tiene las iniciativas propias de los espíritus reflexivos y críticos, también es cierto que su alma, como toda alma humana, reacciona ante la presencia de la verdad y del bien y no ha perdido la capacidad de discernir el error y rechazar el mal; ni aun le es extraño ese estado enfermizo de nuestra refinada cultura que se llama el escepticismo; en el fondo la causa de éste es una contradicción insoluble para el que piensa; el primitivo no la ve siempre donde nosotros, pues admite algunas que para él no lo son; pero cuando la encuentra, su asentimiento es imposible; luego veremos algún caso en que así le ocurre.

     Son hombres-niños, cuya voluntad débil se deja imponer fácilmente las modificaciones del medio en que viven; fáltales equilibrio y constancia, y esa armonía que resulta del conocimiento de un fin determinado al que dirigirse y que pudiera servirles de orientación.

     Es crédulo; aunque pregunte muchos por qué, se da pronto por satisfecho; pero su credulidad tiene tan poca consistencia como su voluntad; aunque fácil de ser engañado, es al par desconfiado, y tanto más cuanto que sus generalizaciones son menos fundadas. Sujeto a la explotación de los civilizados, él sabe tomar su partido para convertirla en provecho propio; en el fondo, dice un agudo observador de sus costumbres, el más explotado de los dos no lo es siempre el que se piensa...

     Y si estas cualidades que tanto te asemejan a nuestros [34] sencillos, pero maliciosos y socarrones lugareños, echan por tierra la pasividad, idiotez y aun animalidad que algunos les atribuyen, a fortiori quedan éstas desmentidas, si se observa que son profundamente sensibles al trato que se les da; y el mismo concepto de superioridad que forman de los europeos les hace estimar como de mayor gravedad las injurias que de ellos reciben.

     Sería poco acertado creer que el juicio personal no existe donde no se discuten las doctrinas, como en nuestra vida contemporánea suele hacerse; es un hecho desmentido por la experiencia de todos los tiempos. Mas lo abona entre los no civilizados una condición que no debe olvidarse: la carencia de símbolos doctrinales y códigos de moral fijados en fórmulas precisas; por lo cual a la invención personal, le queda necesariamente una parte, muy compatible con el respeto a las costumbres recibidas de los antepasados.

     Esas costumbres serán indiscutidas, pero no irreformables; buena prueba de ello son las conversiones obtenidas por los misioneros en esos pueblos no civilizados; aunque ciertos hechos de los europeos tiendan a corromperlos y hacerles perder toda creencia (40). [35]

     Pero las conversiones se realizan, y en los niños y jóvenes se alcanza una vida moral tan elevada que puede competir con la de los mejores colegios de Europa; en muchos convertidos de todo sexo, edad y condición la sinceridad de su fe les lleva hasta el martirio. Y todo esto se ha conseguido sin ese tiempo que reclama la evolución para que poco a poco se transformen los hábitos y con la herencia se fijen los nuevos; así tampoco es preciso trastornar esas naturalezas de primitivos, sino desterrar prejuicios, corregir errores y dejar incólume la moral natural, cuyos principios poseían, para completarla y sublimarla con la cristiana.

     Explicación sociológica del origen de las costumbres. -Si se concede de buen grado que en las épocas históricas de la humanidad aparece ésta siempre, regida por normas de moralidad, más o menos perfectas, pero comunes fundamentalmente a todos los pueblos, muchos sociólogos lo niegan del período prehistórico de nuestra especie, y aun después mientras no sale del estado salvaje. La ferocidad de costumbres, dicen, las formas brutales de vida, su estado gregario más bien que social, nos ponen en presencia de seres que apenas tienen con nosotros más semejanza que la exterior física; como el bruto, lucha el salvaje con el medio ambiente, y las necesidades materiales únicamente provocan en él algún esfuerzo para adaptarse a él y poderlas satisfacer; cuando lo alcanza ha terminado su preocupación. Si a esto se añade, agregan, que el hombre primitivo está representado por el salvaje actual, queda hecha la demostración del inmoralismo, mejor, amoralismo congénito de nuestra especie, el nombre es moral por la sociedad; las costumbres tienen un origen puramente social. No es preciso buscar la evolución de la especie para comprobarlo; basta [36] examinar la evolución del individuo que hoy nace en los pueblos civilizados, porque «es necesario que por las vías más rápidas al ser egoísta y asocial, que acaba de nacer, la sociedad añada otro capaz de llevar una vida moral y social» (41).

     Es necesario prevenirse contra el modo de exponer los pocos hechos ciertos que la etnología puede aún suministrar acerca de la vida moral de esas civilizaciones. La idea preconcebida de una evolución necesariamente ascensional hace colocar al principio de ella todo lo que se encuentre de más inferior y grosero entre los salvajes, sin pensar que una gran parte de todo ello se encuentra en las civilizaciones actuales y en los mismos centros superiores de cultura, en que se hermanan a maravilla los más admirables progresos materiales con las mayores aberraciones morales.

     Olvidando esto se ha querido rebajar el estado y condición del hombre salvaje hasta el punto de suponerle incapaz de distinguir su propia personalidad de la horda a que pertenezca. Engels nos lo representa viviendo encima de los árboles, como único modo de explicar que pudiera continuar existiendo en presencia de las grandes fieras (42). Y no sabemos por virtud de qué poder el grupo ha conferido a sus miembros pensamientos, [37] afectos y modos de obrar que los convierten en seres morales.

     Porque ese grupo ¿era una asociación de agentes enteramente irracionales? ¿estaba compuesto de antropopitecos extraños a toda especie de conciencia moral, de seres puramente instintivos? Entonces la Sociología pone por base esta fórmula misteriosa: 0 X 0= 1. Si los miembros de un grupo social no son el bruto simplemente, si tienen un mínimun de razón, se comprende que el comercio social sea necesario para que la desarrollen y no quede en estado potencial; pero la sociedad no la crea, ella existe independientemente de la sociedad.

     Hay correspondencia entre el desarrollo mental del individuo y el grado de cultura social; pero no se ha de transformar esa correlación en una dependencia causal, en la que todo estuviera en la sociedad, como principio activo, y nada en cada uno de sus miembros, sino lo recibido de ella. Los individuos forman la sociedad y ésta es de la misma cualidad que aquéllos.

     Por eso de una reunión de seres puramente instintivos, gregaria, como la que forman muchos animales, ninguno de ellos sale con inteligencia o razón. Aun en los casos en que la horda se subordina a un jefe, que la vigila y dirige en su defensa, como ocurre entre los elefantes, búfalos y otros animales, aquél no debe su superioridad a la influencia ejercida sobre él por el grupo, sino a su experiencia individual, pues el jefe es uno de los más viejos (43).

     La censura que dirigió M Durkheim a Wundt por defender éste el origen sociológico de la moralidad, [38] deprimiendo al individuo, conserva hoy todo su valor contra el primero: «Si los árboles, decía, no deben ocultarnos la selva, tampoco ésta ha de ocultarnos los árboles»; ahora hay más: según Durkheim, es la selva la que produce los árboles.

     Es todo lo contrario; sin el pensamiento individual reaccionando sobre las formas del pensamiento colectivo no podría explicarse la substitución de éste, ni las crisis y progresos sociales, ni aun hubiera empezado nunca a existir aquel pensamiento colectivo, que por el mero hecho de serlo, sin proceder de un sujeto que sea algo distinto y separado de los individuos, denota en éstos una idéntica naturaleza, con facultades y fines comunes, pero no la supuesta homogeneidad de las asociaciones primitivas y la ausencia de personalidad del salvaje, contra lo cual protestan hechos bien comprobados: «Nuevas observaciones etnográficas, dice Gastón Richard (44), han destruido la hipótesis sobre la cual se apoyaban Engels y aun M. Durkheim. Vierkandt, etnologista bien conocido de Berlín, consagraba recientemente en una revista sociológica alemana un estudio profundo a los iniciadores y a los grandes hombres en los pueblos salvajes. Allí combate enérgicamente la opinión que rehúsa una personalidad al salvaje. Cita, entre otras, las observaciones de Stephen sobre seis indígenas de la Nueva Pomerania, que él llevaba como marineros a bordo; cada uno de ellos presentaba un carácter propio y disposiciones personales bien marcadas, lo que contradice netamente la teoría de la masa homogénea.»

     Es cierto que las leyes impuestas regulan y forman en gran parte las costumbres individuales; pero ha sido [39] necesario que existan legisladores que han concebido la bondad y utilidad de sus prescripciones; porque ¿de dónde, si no, hubieran éstas venido? El individuo encuentra en su razón una regla interior por medio de la cual juzga los productos sociales, y cuando éstos le contradicen abiertamente, se resiste y rebela; así han acabado los caprichos y las violencias de los tiranos, por inertes que se suponga a los más sumisos salvajes (45).

     Por último, hablar de hordas humanas en el sentido de Engels, Durkheim o Letourneau, como si fueran aglomeraciones acéfalas, en que todos los individuos se sintieran absorbidos en la Comunidad, sin leyes, sin jerarquía, es hablar de lo que no ha existido en parte alguna. El término mismo es desacertado. «Horda viene del turco ordú, designando un campamento de ordinario muy jerarquizado. La historia de Rusia nos habla de los tártaros de la Horda de oro, que era un verdadero Estado» (46).

     El testimonio de los hechos. -Pero, en suma, los hechos que se atribuyen a los salvajes ¿son reales? -Con las reservas consiguientes al valor de la palabra primitivos, podemos asegurar que se conocen pueblos de éstos que tienen costumbres suaves y son casi ajenos a la guerra y a toda violencia, en los límites en que sus condiciones de vida se lo permiten, ni más ni menos que en los pueblos más civilizados de [40] nuestros días; al par que podemos atribuir a esas mismas condiciones la causa que impide el desarrollo de la congénita disposición a una vida moral cada vez más perfecta, disposición de que participa todo hombre.

     Entre esos pueblos se encuentran las tribus de pigmeos negros del Centro de África, los semang de Malaca, negritos de Filipinas y bosquimanos; como las tribus del Sudeste australiano y los tasmanianos, que parecen ser el más antiguo principio del grupo de pueblos australianos, que es antiquísimo. Hasta hoy no se puede pasar más atrás en el estudio de las antiguas sociedades humanas.

     Pues bien; no sólo son raras entre ellos las riñas y muertes, sino que al principio no parece conocieron las armas de combate a corta distancia. No existe la antropofagia, y se desconocen las mutilaciones legales, la tortura y los sacrificios humanos; desconocida es también la esclavitud, pues se estima la libertad como el don preferido entre todos los bienes del individuo. El altruismo por la tribu los conduce a compartir los medios de subsistencia y asegurar la vida de los menos favorecidos, aun a costa del sacrificio de sí mismos. En la familia los padres cuidan con amor y solicitud de los hijos y éstos les prestan obediencia y amor. No se practica la muerte de los padres ancianos, ni el infanticidio. Se inculca a los hijos el deber de asistir a los viejos, débiles, huérfanos y viudas, aun fuera de la tribu, así como la benevolencia, la amistad, la cortesía y hospitalidad.

     No sólo reconocen el derecho de propiedad, sino que todo nos permite tenerlos como de probidad ejemplar, siendo casi desconocidos la rapiña y el robo. Renombrados son por su amor a la verdad, su lealtad [41] y la seguridad de su comercio; aborrecen la mentira y la duplicidad.

     Ignoran las depravaciones sexuales, tan frecuentes en otros pueblos de cultura más avanzada y aun entre civilizados; conservan el sentimiento del pudor en un grado bastante elevado, y aunque reine cierta libertad de costumbres en muchas tribus antes del matrimonio, en otras es obligatoria la castidad y son castigados los delincuentes; pero, además, en la vida conyugal se impone al marido lo mismo que a la mujer la fidelidad, castigándose con penas severas a los adúlteros; la monogamia es casi universal y el divorcio muy raro. La igualdad de consideraciones y de derechos entre el hombre y la mujer se muestra en toda una serie de instituciones sociales, sin atacar la preeminencia debida al padre en el seno de la familia (47).

     Un sabio que ha vivido veinte años entre las tribus salvajes de las razas bantúas del África describe la moral de esos pueblos relacionándola con los fundamentos en que se apoya, y hace ver las aplicaciones, no siempre acertadas, en verdad, de principios, que son los mismos que rigen toda vida moral: distinción del bien y del mal moral; responsabilidad individual del hombre adulto, libre y sano de espíritu; sentimiento de la justicia, en cuyas determinaciones podemos hoy ver nosotros extravíos de la vida moral, pero que no destruyen el concepto general de aquella virtud, rectora de toda vida social; pero, ¿acaso, en medio de nuestra civilización, se ha podido precisar sin error todo lo que aquélla abarca y se han cumplido todas sus exigencias? El cuadro moral de los bantús ofrece [42] más sombras que el de otras tribus tenidas también como primitivas; pero de ningún modo puede afirmarse que son seres amorales, ni que sus costumbres los coloquen en la esfera de la animalidad (48).

     Es innegable el carácter social de la mayor parte de la vida moral de los primitivos, y nos es muy difícil apreciar hasta qué punto imperan en su conciencia las normas de vida individual, por la falta de sanción externa que las acompaña; pero siendo innegable la existencia en ellos del sentido moral, distinto de todo concepto utilitario, no puede faltarles algún conocimiento y estima de las virtudes privadas. Además, hay algunos códigos en que se prohíbe el deseo de lo que no es propio, cultivando de ese modo la moralidad interior; y en muchos pueblos salvajes se estima el pudor, la veracidad y el honor individual hasta el heroísmo (49).

     Advertencias críticas sobre la interpretación de las costumbres. -Dos cosas hay que tener presentes cuando se trata de estas cuestiones: 1ª, la dificultad de penetrar en la vida de pueblos cuya lengua y usos son tan distintos de los que los viajeros, más o menos cultos, poseen, y a quienes los salvajes, si no como a enemigos, han de mirar como sospechosos: la religión, que se enlaza íntimamente con sus prácticas morales, es tenida como sagrada, misteriosa, incomunicable a los extraños; 2.ª, que no se ha de juzgar por los hechos exteriores de la apreciación mental que hace el que los realiza, que suele ser superior [43] a éstos. El dudar de la existencia de esa apreciación mental en el salvaje supone un error, que no deja de ser general: que todo principio explicativo de una manifestación del espíritu ha de ser algo explícito, de que se tenga conciencia refleja y represente el punto de partida de todo proceso espiritual.

     Nada hay más falso. Realiza el hombre muchas operaciones de orden lógico, de apreciación estética y ética, sin tener presentes las leyes o principios últimos, irreductibles, que sirven de base real a aquéllas y por las que pueden ser explicadas y tener un significado racional. Sólo cuando adquiere el hombre un desarrollo superior, esos principios se convierten en objeto de estudio, y se forman las ciencias: la lógica, la estética, la ética, y éstas pueden contribuir a su vez a impulsar la evolución y perfeccionamiento de las formas de actividad en que, por decirlo así, se encarnan, se hacen vivientes. Los principios obran a manera de exigencias naturales, son operativos en algún modo y a través de las imperfecciones de sus productos la inteligencia descubre su existencia y actividad; antes que Aristóteles escribiese su Organon, los hombres discurrían aplicando las leyes del pensamiento; su genio penetró en el mecanismo del raciocinio, distinguió el que se conformaba con las normas de la inteligencia, de aquellos otros en que, por apartarse de ellas, la verdad se escapaba de la investigación humana; él enseñó a saber que se sabía; pero antes que él, se sabía.

     De un modo semejante, el conocimiento reflexivo de las normas morales empezó a alcanzarse mucho tiempo después que los hombres se regían y gobernaban por ellas; no sólo eso; antes que se formularan éstas en máximas o sentencias, que recibieran la sanción social, la voluntad humana era atraída hacia el [44] bien ofrecido por la inteligencia; y si la invención moral de los espíritus que sobresalían en las primitivas sociedades pudo anticipar nuevas reglas de conducta, así como dio molde al pensamiento común en aquellas máximas y sentencias, la apreciación individual, más o menos acertada, ni podía desaparecer, ni pudo dejar de ser el criterio de la moralidad, en el grado mismo que hoy lo es en las personas incultas (50). [45]



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Capítulo III

Moral, religión y metafísica

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- I -

     La Moral y la Religión.- Dos cuestiones surgen al poner en relación estos dos términos: si hay moral sin religión y si hay religión sin moral. Pero la primera puede significar dos cosas distintas: ya si la moral es completa sin incluir los deberes religiosos, ya si los deberes que prescribe se fundan en la religión, se proponen o imponen en nombre de la religión, lo que en último término significa: si se reconoce a Dios como ordenador de nuestra vida moral y remunerador de nuestros actos.

     Preguntar si hay religión sin moral es querer saber si el concepto de religión implica una exigencia moral de cumplir ciertos deberes, o no es más que el reconocimiento de seres superiores al hombre, con los cuales no le ligue el vínculo de ninguna obligación, aunque por otra parte trate de sostener con ellos ciertas relaciones que, más que un servicio prestado a dichos seres, sean un medio de ponerlos a disposición del hombre (51).

     Magia y Religión. -Evidentemente resulta de esto que la palabra religión tiene un sentido equívoco, [46] por lo cual pueden sostenerse las más opuestas opiniones al determinar sus relaciones con la moral; frecuentemente se la confunde con la magia, y entonces resultan igualmente confundidas las prácticas rituales más absurdas con las prescripciones de la ley moral natural. Para evitar estos inconvenientes necesario es, pues, distinguir en los conceptos lo que tal vez en la realidad ha sido muchas veces inseparable, pero no indistinto.

     Oigamos el testimonio, no de un filósofo al que pudiera acusarse de imponer ideas apriorísticas sin fundamento en los hechos, sino de un cultivador de estudios históricos tan reputado como Andrew Lang: «En las concepciones más antiguas, lo mismo que en las más racionales de la divinidad, dice, es posible descubrir dos elementos principales que se pueden estudiar aparte el uno del otro: el elemento mitológico y el religioso, que existen en las razas más primitivas como en las más civilizadas. El factor racional, o al menos, el que nos parece tal, se descubre en la religión; el elemento irracional predomina en el mito. En la hora del peligro el australiano, el bosquimano como el natural de las islas Salomón, se dirigen hacia los dioses, y todos ellos tienen en el corazón la idea de un padre y de un amigo; éste es el elemento religioso.

     »Pero este mismo hombre, cuando busque la razón de ciertos fenómenos naturales, o se deje llevar por su imaginación, rebajará este padre y este amigo espiritual al nivel de las bestias y hará de él un héroe de aventuras cómicas o repugnantes; éste es el elemento mítico o irracional. La religión, bajo su aspecto moral, puede siempre reducirse a la creencia en un poder que es bueno y que trabaja por el reinado de la justicia. La mitología al contrario, aun en Homero y en el [47] Rig-Veda, deja siempre caer a los dioses en sus viejas aventuras inmorales y absurdas» (52).

     Lo que Lang llama trabajar por el reinado de la justicia incluye esa exigencia moral que todo creyente reconoce en la religión que practica y que es independiente de su libre elección; la divinidad reclama la ejecución de ciertos actos con que el hombre la ha de honrar, en testimonio de la soberanía que es propia del principio, de quien se reconoce dependiente la criatura; las relaciones así establecidas y que se traducirán por la oración, los sacrificios, la piedad, el temor (pero no tal temor servil), etc., constituyen propiamente la religión.

     Un carácter muy distinto y aun opuesto se encuentra en la magia. Ésta procura reducir al servicio del hombre, por ciertas prácticas ocultas y en apariencia más o menos religiosas, ya las fuerzas de la naturaleza, ya los poderes del mundo invisible, del mundo de los espíritus (53); si de un lado puede reconocerse en ella un pensamiento que no es falso, la existencia de productos naturales que tienen poder de curar las enfermedades, y un deseo justo, el de hallarlos; por otro, no debe sorprender que la falta de crítica y aun de experiencia lanzara al hombre no civilizado por un camino erizado de peligros, que él trata de salvar con medios desproporcionados y verdaderamente ridículos.

     Pero, si desde este punto de vista la magia no se opone más que al espíritu científico, tiene otro, el de la utilidad, que corrompe las costumbres, pues no [48] tiene por bueno sino lo que sirve para algo o lo que agrada. La moral mágica es egoísta y cruel; los crímenes que inspira obscurecen los actos buenos, que no escasean entre los pueblos primitivos. Y cuando de la magia natural se pasa a la sobrenatural, la que pretende arrebatar los poderes del mundo invisible a las almas de los muertos, a los espíritus malos, se desarrollan esas horribles costumbres de la antropofagia y de los sacrificios humanos, que amenazan con acabar la existencia de algunas razas humanas del África.

     Podemos deducir de lo dicho que, lejos de confundirse la magia con la religión, es la adulteración consciente de ésta y su mayor enemiga; ella pretende llegar a sus fines por opuestos que sean a los de la religión. En el mundo quizá hayan seguido una marcha paralela, «si se puede dar ese nombre a la rivalidad de los mejores sentimientos y de los más bajos instintos del corazón del hombre» (54); pero, si no se las [49] distingue, es imposible evitar los múltiples errores que algunos defienden al tratar de las relaciones de la moral y la religión.

     Los datos históricos acerca del fundamento religioso de la Moral. -Es una opinión, aun bastante seguida, que la moral, tal como la comprendemos en nuestros días, se desprendió de un modo muy lento de los instintos de ferocidad primitiva.

     Y acúsase a los ministros de los diferentes cultos en Occidente de haberse arrogado la representación de la divinidad para imponer en su nombre los preceptos de la vida moral, «innovación, dicen, de los tiempos modernos, que extrañaría mucho a ciertos pueblos orientales que creen a sus dioses demasiado elevados sobre nosotros para ocuparse de nuestra conducta». «En las civilizaciones inferiores, escribe a su vez Tylor, la moral y la religión no tienen relación alguna, o a lo más las tienen rudimentales.» (Citado por Le Roy, págs. 210 y 211.)

     Estas afirmaciones no se fundan en los hechos. Reconozcamos que hay muchas obscuridades acerca de la vida de los pueblos no civilizados, y tal vez nunca se llegue a hacerlas desaparecer por completo; pero, como advierte un sabio historiador de las religiones semíticas, mientras más se penetra en el estudio de las sociedades primitivas, más profunda es la convicción de que en ellas el motivo religioso hace con mucha frecuencia las veces de un principio racional en la dirección de la vida; sin que se pueda atribuir esto a superstición; antes bien, el instinto racional mismo es el que busca espontáneamente en el freno religioso la protección necesaria contra los impulsos del instinto animal (55).

     Por eso ha podido muy bien decir S. Reinach que «la humanidad cree instintivamente que existe una relación íntima entre la moral y la religión, no obstante los filósofos, que querrían constituir la moral como si fuera una simple creación de la inteligencia. Esa relación ha existido siempre y no puede decirse que se haya debilitado» (56).

     A la autoridad de hombre tan poco sospechoso de parcialidad a favor de la religión debemos añadir la del etnólogo P. Schmidt, director del Anthropos, que penetrando en los detalles de la vida religiosa y moral de los primitivos, resume así los hechos adquiridos respecto de los pigmeos de África y de Asia: «En el dominio religioso encontramos el conocimiento de un Ser supremo que ha creado el mundo, que le gobierna y es el custodio de la moralidad. Este conocimiento va acompañado de obediencia y de temor reverencial y se manifiesta exteriormente en un cierto culto que lleva consigo por lo menos la oración, sin que hasta [51] el presente se haya comprobado la existencia de sacrificios.»

     En cuanto a las tribus del Sudeste de la Australia, sintetiza los hechos en estos términos: «Encuéntranse en todo este territorio señales muy claras de la creencia en un Ser supremo... que es al mismo tiempo legislador, guardián, remunerador o vengador de la conducta moral de los hombres, y esto, no solamente en esta vida, sino en la otra. Él es clemente y benévolo; en otro tiempo habitaba en la tierra, pero ahora vive más allá del cielo, en otro mundo, desde donde ve todo lo que pasa en la tierra» (57).

     Entre algunas tribus africanas de la gran familia bantúa, entre algunos pueblos sudaneses y en los indios de la América del Norte se observa igualmente que la moral es religiosa en su origen, en su autoridad y en sus sanciones, cualesquiera que sean las incertidumbres que aun subsisten acerca de sus creencias en un Ser supremo.

     Entre los pigmeos de las islas Andamán el gran dios (Puluga) prohíbe la falsedad, el robo, las agresiones, el adulterio, etc. Entre los kurnai, las prescripciones morales dadas a los jóvenes en el curso de las fiestas de la pubertad se les presentan como impuestas por el Ser supremo (Nuestro Padre). El dios supremo de los indígenas de la isla Nias (archipiélago de la Sonda) castiga al malvado, cuya conducta no escapa a su ciencia sin límites. El gran dios de los batak de Sumatra cumple ciertas funciones que le señalan como [52] custodio y protector de la moralidad, y así le toman por testigo en los juramentos y él decide sobre la culpabilidad o la inocencia del acusado en los juicios de Dios (58).

     Los bavili de Luango, tan bien estudiados por M. Dennett, poseen una idea muy elevada de Dios, juntamente con una noción clarísima de la ley moral y natural, a la que atribuyen un origen y autoridad religiosos. Los pecados (prohibiciones) contra la ley natural reciben el nombre de palabras de Dios, por oposición a las palabras del hombre, que son las cosas prohibidas por la ley civil y criminal; en algunos preceptos de esta moral se ataca hasta ciertos pensamientos y deseos, y la infracción de lo prohibido es castigada por Dios (59).

     Concluiremos con las observaciones personales hechas por Mons. Le Roy entre los bantús, a los que nunca ha producido extrañeza la exposición de la doctrina cristiana sobre Dios; y aunque, según dice, no tenga sobre la conducta de esos primitivos sino influencia limitada la idea de Dios, añade: «Pero es no menos incontestable que su religión, en cuanto tal y en nombre de los seres invisibles que ella representa, impone a sus adherentes, como un deber, ciertos preceptos y ciertas prohibiciones, con sanción que hiere a los individuos responsables. Ahora bien, ahí está en gran parte la moralidad de los primitivos, y esta moralidad [53] depende de tal modo de la religión, que se confunde, por decirlo así, con ella» (60).

     Tabús (61), Religión y Moral. -El evolucionismo radical cree no poder admitir una distinción de naturaleza entre el hombre y el animal; pero, reconociendo que la religión y la moral se compenetran en la vida humana, y considerando que son manifestaciones demasiado elevadas para atribuirlas a la vida animal, ha buscado un origen que, precediéndolas, explique su aparición progresiva a partir de un punto en [54] que las dos vidas lleguen a confundirse. A esto obedece la teoría de Salomón Reinach acerca del fundamento de la religión y de la moral; veamos lo que dice de ésta:

     «La moral es la disciplina de las costumbres. Quien dice disciplina dice coacción, influencia ejercida sobre los hombres para restringir, en un interés sui generis (que es la moralidad), su libertad de acción, tanto respecto de los demás como de sí mismos. Una restricción de esta índole entra en la clase de los tabús, cuyas prohibiciones, que tienen un carácter de moralidad permanente, no son más que un caso particular... Por lejos que remontemos en el curso de las edades, el hombre sufre, al lado de coacciones exteriores, una coacción interior; no sólo experimenta resistencias, sino que se las crea a sí mismo, bajo la forma de temores o de escrúpulos. Estos temores y estos escrúpulos han tomado con el tiempo nombres diferentes: son las leyes morales, las leyes políticas, las leyes religiosas.

     »La religión, constituida y jerarquizada, primera emancipadora del hombre, ha redactado en Códigos aquellas prescripciones y proscripciones que, merced a variadas supersticiones, habían encontrado crédito.» (Cultes, Mythes et Religions, t. II, págs. 6, 18-22.)

     Al empezar dijimos cuál era el principio inspirador de esta doctrina: identificar la psicología humana con la animal; si cupiera alguna duda después de leer estos textos, se disipará viendo lo que posteriormente, en su célebre libro Orpheus, ha escrito. En él define la religión: «un conjunto de escrúpulos que sirven de obstáculo al libre ejercicio de nuestras facultades» (pág. 4); por extraña que sea esta definición (62), podría [55] creerse que no atribuiría escrúpulo alguno a los animales, y de este modo quedaba marcada nuestra diferencia respecto de ellos. Pero no ocurre así; «los animales superiores, escribe (pág. 6), por no hablar sino de éstos, obedecen lo menos a un escrúpulo, puesto que, con raras excepciones casi, ellos no se comen entre sí, ni a sus pequeñuelos. Una especie de mamíferos a quienes estos escrúpulos no detuvieran, es no sólo imposible de descubrir, sino aun de concebir». Vemos aquí el instinto convertido en escrúpulo, significando una repugnancia fisiológica invencible a cumplir ciertos actos. Después el tiempo se encarga de hacer al hombre capaz de formar conceptos abstractos, y este primate de sistema nervioso más perfecto se convierte en un ser religioso y moral; pero, como el bruto, ha tenido que empezar por sentir el «escrúpulo» de la sangre, convertido luego en el precepto: «no matarás». Estos escrúpulos o temores, indebidamente generalizados, fueron constituyendo el código de las costumbres; de ellos han nacido éstas, por medio de un trabajo de selección hecho por los hombres influyentes de la tribu, por los ancianos, jefes o sacerdotes.

     Crítica de la doctrina de S. Reinach. -Hemos dicho lo suficiente en las páginas anteriores contra el supuesto fundamento del evolucionismo, y eso basta para destruir la base de la teoría de Reinach. El sistema nervioso más complicado y perfecto no pasa de ser un órgano de orden sensible, incapaz de producir un acto de orden espiritual, como es la abstracción (63); [56] el tiempo, de suyo, no explica nada; las cosas duran desarrollando su naturaleza propia, o declinando en su actividad hasta morir, si son corruptibles; pero no se transforman, como la historia y todos los documentos de la prehistoria lo comprueban.

     Además, la misma intervención de la inteligencia que dirige los instintos para, si se quiere decirlo así, transformarlos por el carácter racional que al ser aplicados a un acto particular toman, denota que son de naturaleza diversa del poder que los dirige; no cabe mayor oposición que la existente entre dirigir y ser dirigido; por eso en el hombre pueden llegar a una perversión que es desconocida entre los animales. El ejemplo mismo del escrúpulo de la sangre lo demuestra; hay animales carniceros, pero no se devoran los de la misma especie, ni se comen a sus hijos; en cambio, la antropofagia no es una excepción tan singular que no contraste con la ausencia de algo análogo entre los brutos; y sobre todo el precepto «no matarás» va más allá que la simple prohibición de la antropofagia, sin que por eso se vea más reducida su infracción; antes al contrario, en todas las razas, por civilizadas que sean, los crímenes de sangre subsisten y se multiplican en forma tal que destruye el carácter fundamental del instinto puramente animal: necesidad y utilidad; sólo el hombre es, además, suicida.

     Vicio radical también de la teoría que refutamos es el entender la evolución de los sentimientos (en el caso presente, la repugnancia invencible a hacer algo, el escrúpulo o temor de la sangre), como un simple pasaje de lo homogéneo a lo heterogéneo por acumulación cuantitativa, y no cualitativa, de nuevos fenómenos [57] que vienen a coagularse con los precedentes, pero conservando unos y otros su propio carácter y sin tener más unidad que su integración misma.

     Nosotros, en cambio, admitimos un progreso interno de los sentimientos por virtud de la perfección de las causas que son su razón de ser; por esto el precepto «no matarás», al imponerse a nuestra conciencia, toma un carácter muy distinto de una mera repugnancia fisiológica a verter la sangre, o de un acto puramente utilitario; aunque de hecho el cumplimiento de esa ley corresponda a la utilidad de la especie, y de infringirla nos aparte también una sensación fisiológica, que puede llamarse de temor; pero ningún hombre de sana afectividad moral consentiría en que se confundieran los móviles de sus actos racionales con esos impulsos instintivos (64).

     Y aquí tocamos la causa de la confusión que establece también S. Reinach entre la coacción externa o interna con la obligación moral, de cuyas diferencias radicales hemos tratado ya en páginas anteriores. El tabú es una prohibición de carácter social; pero entre los diversos actos a que se extiende, si el fundamento del respeto a la ley es en muchos casos el temor de los castigos que la sociedad impone, no faltan otros en que el temor como sentimiento moral de desagradar a su dios mueva a los no civilizados a abstenerse de realizar una acción o a ejecutar otra; y nadie dirá, a menos de no creer en Dios, que no sea racional el complacerle en sus voluntades supuestas (reales o no). Para el hombre primitivo, lo mismo que para el civilizado, [58] Dios es el dueño de la Naturaleza (65), respetar sus derechos es un deber; el principio moral queda a salvo, sea cualquiera el error que en las aplicaciones se cometa. Por donde se ve que el tabú, lejos de ser el principio de la Religión y por ello de la Moral, no [59] tiene razón de ser en el orden de las costumbres sino por virtud de un principio racional.

     No negamos la existencia de tabús que se deban a la influencia de la Magia; antes bien, creemos que éstos son en mayor número; tampoco negamos que en el no civilizado tengan frecuentemente éstos el mismo valor que aquéllos, o sea, que en su conciencia él no distinga entre Religión y Magia; pero esto que se ha querido oponer a los autores que las distinguen, como si careciera de valor su distinción, nos parece que en nada se lo hace perder para el fin que se proponen los que la establecen, que es: demostrar la existencia de vida verdaderamente moral entre los pueblos, que algunos quieren presentar casi confundidos con los animales, fijándose para ello únicamente en las aberraciones monstruosas y absurdas en que viven dichos pueblos. Entre ellas, y a pesar de ellas, sobrenada el carácter específico del hombre, la razón, que es siempre capaz de elevarse al conocimiento de una causa soberana, aunque no lo sea de determinar su naturaleza y muchos de sus atributos; pero de ella se reconoce dependiente, y, con más o menos perfección, prácticamente lo demuestra por los actos de su vida moral.

     Una advertencia final conviene hacer sobre el concepto de la ley moral, que indica S. Reinach; identificada con el tabú, tiene un sentido de límite, de restricción a nuestra libre actividad; el nombre mismo de disciplina dado a la regla de las costumbres, parece abonar ese mismo significado. En realidad, nada hay más falso; la libertad verdadera no consiste en hacer lo que se quiere por un impulso del momento, sino en poder preferir la ejecución de ciertos actos, a los que se ha atribuido más valor moral, en relación con otros que se ofrecieron a la elección de la voluntad. [60]

     Cuando el hombre adquiere ese dominio sobre sus varias tendencias, lo que no parecía sino un freno se convierte en un estimulante, en contra de lo que pretende Reinach; entonces se verifica la servidumbre de la bestia, bajo el poder de la razón; y sólo entonces la vida social puede ser un elemento de progreso moral, pues aunque los vínculos sociales enriquecen el contenido de la vida psíquica individual, esto no basta para el desenvolvimiento de la moralidad verdadera, porque ésta no existe sin la conciencia de la preferibilidad; y esto hace el no civilizado cuando se abstiene de tomar un fruto, por ejemplo, por respeto al dios, al espíritu, que supone haberlo prohibido; pero se hace más evidente la existencia en él de esa noción de lo preferible en los actos positivos, que su moral, por muy rudimentaria que sea, le impone, y de los que hemos citado ya varios ejemplos. En las observaciones hechas sobre el Orpheas, dice muy bien el P. Lagrange: «el tabú indica a qué objetos se aplica la noción de lo prohibido; pero él no la ha creado; mucho menos podía dar origen a la piedad, puesto que su carácter es puramente restrictivo. Sobre este punto, M. Reinach hubiera podido leer en Robertson Smith, a quien él admira tanto, las páginas sobre ese elemento esencial de la religión, que es la afección hacia el Dios» (66). Es imposible, pues, hacer derivar la Moral del tabú.



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- II -

     La Moral y las Religiones Orientales. -No podemos entrar en un estudio detallado de cada una de las religiones orientales, aun dentro de los límites [61] que los conocimientos actuales permiten, sin dar a este trabajo un carácter que no puede ni debe tener.

     Nuestro propósito no es otro que recordar algunas manifestaciones, entre las más notorias y generales, de la relación estrecha en que han vivido la religión y la moral en todos los tiempos; de modo que aparezca falsa la aserción que copiábamos arriba acerca de la época relativamente reciente en que los vínculos entre ellas se habían establecido.

     No es tarea fácil demostrar que en algunas religiones orientales siempre existieran; pero tampoco creemos se pueda demostrar lo contrario; y desde luego tenemos por absolutamente falso que haya existido una religión, sin dar a sus actos el carácter de exigencia moral, de obligatorios; de ahí el cuidado con que los pueblos han mantenido su sacerdocio, ya como institución especial, ya atribuido a los ancianos, a los padres o a los jefes; y de ahí también el ritualismo, las formalidades no menos cuidadosamente observadas para no ofender al dios, a los espíritus o a las almas de los muertos, que recibían, no rara vez, culto religioso. Es imposible que el hombre haya rendido culto a un objeto, si no le consideraba como investido, de un modo cualquiera, de cualidades superiores a las suyas, mayormente en cuanto al poder; de ahí la reverencia, el temor y la esperanza de que se penetra el espíritu humano en presencia de lo divino. En dondequiera, pues, que exista religión, y apenas habrá un antropólogo que no la tenga por un hecho general en la humanidad, se ha de reconocer un principio de vida moral.

     Religión y Moral en la China. -Después de lo dicho, lo que tratamos demostrar ahora es: que en los pueblos orientales se ha tenido a Dios [62] como ordenador de nuestra vida moral y término de nuestro destino por las sanciones que la impone.

     En la China, el Cielo, Dios supremo, es un poder moral, un ser viviente que quiere el bien y le recompensa, que prohíbe el mal y le castiga; en la bóveda celeste ve el chino ya el cuerpo, ya el vestido de ese Ser supremo, y por eso cuando se realiza un eclipse, o cualquier otro meteoro extraordinario, dice que el Cielo está irritado contra las faltas de los hombres y se apresura a ofrecerle expiaciones. No es evidente que crea en la inmortalidad del alma, aunque el culto de los antepasados, el cuidado grande que presta a las sepulturas, son indicios de una creencia más o menos vaga en la supervivencia de los muertos; pero, al menos, según los libros sagrados de los chinos, el hombre es castigado en su posteridad; el hombre malvado ve desaparecer su descendencia, así como el justo tiene hijos piadosos y felices; y aquel cuya raza se extingue es privado de los honores domésticos, recayendo así sobre él los castigos de la posteridad.

     En el período histórico de la China, Lao-Tseu, gran metafísico y moralista, hace residir la perfección en imitar a Dios, del que tiene ideas elevadas, aunque mezcladas con otras de carácter panteísta.

     Suelen tener muchos por vulgar la moral de Confucio; mas, en realidad, ni carece de máximas elevadas, ni aun deja de reposar en principios metafísicos; pero lo que ha hecho que el confucionismo se generalizara más en la China es, precisamente, su espíritu tradicional, eminentemente religioso; la vida, según él, debe regularse por las órdenes del Cielo y el ejemplo de los sabios antiguos. Mal interpretado quizá, falseado sin duda alguna por Tchou-hi y sus adeptos, produjo en las almas un vacío que vino a llenar el budismo; pero [63] el pueblo chino, con gran sentido, no aceptó el ateísmo, más o menos franco de este sistema, sino que fundió la moral elevada de Buda con el antiguo dogma teísta nacional y dirigió sus preces al Dios de la conciencia, al Venerable Señor del Cielo, al que ve y juzga, castiga y recompensa.

     Por último, no olvidemos que el pueblo chino, como todos los pueblos, como la India al seguir a Buda, elevó a Confucio al rango de una divinidad, tributándole honores religiosos; tan arraigada está en el alma la tendencia a poner bajo la garantía de un Ser superior las normas de su vida (67).

     Religión y Moral en la India. -En la India la idea de otra vida y de otro mundo se impone con tal fuerza a los espíritus, que casi hace olvidar el mundo en que vivimos. La rama de la antigua raza de los arias, que se estableció en las márgenes del Indus y del Ganges, se distingue por su carácter eminentemente religioso; y esto nos indica ya que su moral no ha de tener otro origen que Dios, como poder soberano del que todo depende, ni otro fin que las sanciones en una o varias existencias futuras. Esta inspiración religiosa se descubre en sus hermosos himnos al Dios del Cielo, Varuna. «¿Cómo puedo yo elevarme hasta Varuna? ¿Querrá aceptar mi ofrenda sin desagrado? Yo me dirijo a Varuna, queriendo conocer mis pecados. Voy a interrogar a los sabios; todos me dicen la misma cosa. Varuna está irritado contra ti.» (Rig Veda, VII, 86.)

     «El gran soberano de estos mundos ve como si estuviera muy cerca; lo que dos personas dicen muy [64] bajo, sentadas la una junto a la otra, Varuna lo sabe y él está allí el tercero. El que huyera más allá de los cielos no escaparía por esto al rey Varuna. El hombre que haya cometido la injusticia caerá en las redes mortíferas de Varuna.» (Ibíd., IV, 16.)

     «Los justos irán a un lugar de delicias, a una región luminosa. Yama, jefe de nuestra raza, el primer hombre que murió, es rey de este imperio; alrededor de él las almas de los buenos se juntan bajo un árbol misterioso para vivir allí en una paz perfecta. Los malos son lanzados a una sima profunda; allí se precipitan los que no obedecen ninguna ley, los que no ofrecen sacrificios, los que violan los mandamientos de Varuna, los que engañan a su prójimo.»

     Modificadas con el tiempo estas creencias por las nuevas doctrinas de los brahmanes, la moral no perdió su carácter religioso, ni se debilitó la idea de la retribución futura. La ley revelada del Veda, ley divina, infalible, eterna, es la base de la nueva religión; en una serie indefinida de existencias se expían con terribles castigos las menores faltas; para las graves hay lugares de torturas, los infiernos, en donde se sufren horrorosos suplicios durante largos siglos; o son condenadas las almas a errar por miles de años en la atmósfera, soportando las torturas del hambre.

     En los múltiples ritos purificadores y prácticas de penitencia que prescriben los libros sagrados de los brahmanes no han querido ver algunos más que un puro formalismo. Sin negar los abusos a que podían dar lugar, es también cierto que la intención era penetrar el espíritu de sentimientos sinceros de dolor por la culpa; así en Las leyes de Manú se dice: «El hombre se despoja de sus faltas, como una serpiente de su piel, en la medida en que él confiesa el mal que ha [65] cometido. El cuerpo del hombre se libra de la culpabilidad en la medida en que su corazón siente sus malas acciones. El que ha cometido un pecado y se ha arrepentido de él es libertado de ese pecado; pero no se purifica sino por el firme propósito de no pecar más, y por la voluntad bien firme de no obrar así en lo futuro. Habiendo considerado en su espíritu qué consecuencias resultarán de sus acciones después de la muerte, sea él siempre bueno en pensamientos, en palabras y en actos» (68).

     En cuanto al budismo, nos contentaremos aquí con citar las palabras siguientes, que creemos expresar bien la verdad: «No hay moral más dogmática, más religiosa en su esencia, que la moral fundada por este ateo (el Buda)...

     »Esta moral no depende, es verdad, de los dioses brahmánicos; pero tiene por principio una ley necesaria y fatal, superior al hombre, superior al Buda mismo. Según esta ley, todas las faltas deben ser castigadas rigurosamente en existencias sucesivas. El Buda ha suprimido la felicidad futura y la ha reducido al nirvana, es decir, a un reposo vecino del aniquilamiento; pero ha conservado la metempsicosis como castigo de [66] las almas, y ha mantenido, sin atenuarla, la doctrina de los infiernos del brahmanismo» (69).

     Además, aunque nieguen a Dios, no niegan la existencia de los dioses; a la cosmología de los indos alían la de los semicivilizados en general; dioses morales y benévolos, juntamente con trasgos, vampiros y demonios. Por último, como observa un historiador de las religiones, «el budismo goza de una ventaja inestimable; en lo más alto se encuentra una personalidad, modelo de la virtud y objeto de la devoción, a saber, el Buda mismo, primero como hombre y como maestro, más tarde como santo y como dios. El budismo, por ateo que fuera, ha podido ofrecer a sus creyentes la confianza en una persona ideal, que posee y representa la perfección y que pertenece a aquellos que la veneran... El pueblo aprendió a creer en Buda y se dejó llevar hasta hacer descansar su vida en esta creencia» (70). [67]

     Religión y Moral en Persia. -Son numerosas las concepciones religiosas comunes a la India y a la Persia; en una y otra los dioses supremos son los custodios del orden moral. Ormuz, el gran Dios, el más grande de todos, da a los reyes el poder; conforme a su nombre es el dios que sabe todo y lo ve; los reyes le invocan para que proteja a su persona, su reino, su familia, su pueblo; él ha establecido los preceptos morales, y el hombre debe seguir el buen camino; condena a los usurpadores u hombres injustos y a los tiranos, e inspira profundo horror a la mentira.

     Las recompensas de las buenas obras se anuncian unas veces para esta vida, otras para la futura; su obtención supone, no sólo la práctica del bien en palabras, pensamientos y acciones, sino una prueba final, una gran crisis. El espíritu del bien, de santidad, de Ormuz, debe reinar también en sus fieles. Las culpas son expiadas por penitencias, o por oraciones y ofrendas que se hacen a los sacerdotes. Después de la muerte el alma comparece ante el tribunal divino y los méritos y deméritos son pesados en una balanza, para destinar al alma al paraíso, a la condenación o al «equilibrio», donde no sufrirá sino frío y calor.

     El historiador antes citado resume así las relaciones de la moral con la religión en Persia: «La mano fuerte de la religión eleva todo un pueblo por cima de la barbarie del estado nómada; y por la fórmula de bendición que sigue vemos hasta dónde alcanzó de hecho y [68] a qué nivel se alzaba la conciencia moral: «que en esta casa la obediencia triunfe de la desobediencia, la verdad de la mentira, la paz de la discordia, la generosidad de la avaricia, la humildad del orgullo, la justicia de la injusticia» (71).

     La Moral y la Religión en Egipto. -Pueblo religiosísimo entre todos fue el Egipto; la idea de Dios y la de la vida futura lo han dominado todo; testigo de ello sus grandiosos templos y sus renombradas tumbas, para el culto de los dioses y para el culto de los muertos; los restos de escritura que de los egipcios han llegado hasta nosotros, en su gran mayoría no tratan más que de asuntos religiosos, leyendas divinas, himnos, instrucciones sobre la vida futura, fórmulas, preces para uso de los difuntos, que eran enterrados llevando sobre el pecho el Libro de los muertos, para poder librarse de los castigos de ultratumba.

     Es cierto que la intervención de la magia obscurece la relación que existiera entre las obras de la vida presente y la recompensa o penas que por ellas habían de recibir; pero desde los más antiguos tiempos se tenía por seguro que la conducta moral del hombre ejercía gran influencia sobre la suerte que le estaba reservada después de morir; y si los justos eran destinados a la bienaventuranza, ninguno entraba en ella sin expiar antes con grandes tormentos las faltas de que resultase culpable en el juicio que sufría en el tribunal de Osiris.

     Muchos egiptólogos sostienen, sin embargo, que ni [69] aun después del mito de Osiris, al que tienen como el fundamento de las creencias en la vida futura, los egipcios asociaban la idea moral a la idea religiosa; prescindiendo de otras muchas razones, creemos que basta para destruir esa opinión considerar que el hecho de justificarse en ese juicio final (llámase confesión negativa) era el reconocimiento implícito de que los preceptos habían sido impuestos o dependían en algún modo de aquel ante quien se comparecía y en cuyo poder estaba salvar o condenar.

     He aquí un trozo de la confesión:

     «¡Homenaje a ti, gran Dios, señor de justicia!...

     »Yo traigo ante ti la justicia; me he apartado de toda falta; yo no he cometido iniquidad con los hombres; no he matado a mis parientes; no he dicho la mentira en vez de la verdad; yo no tengo conciencia de ninguna traición; no he hecho ningún mal... Yo no he traspasado las voluntades divinas; no soy un chismoso, ni un detractor; no he hecho lo que detestan los dioses; no he indispuesto a nadie contra un superior; yo no he hecho sufrir hambre a ninguna persona, ni la he hecho derramar lágrimas; ni he matado, ni he ordenado matar; no he robado las ofrendas de los templos, de los dioses, ni de los muertos; yo no soy adúltero, ni he hecho nada impuro en el Santuario del dios local... yo soy puro, yo soy puro, yo soy puro.

     »¡Vosotros, dioses, sed alabados! Os conozco y sé vuestros nombres; que yo no caiga bajo Vuestra espada; no digáis nada contra mí al Señor de todo lo que es, porque yo he hecho en Egipto lo que es justo; yo no he injuriado al dios, ni el rey actual ha tenido que ocuparse en mi...» (72) [70]

     El que algunos tratados de moral presenten un carácter positivo y práctico, sin preocuparse apenas de los deberes para con Dios o de inspirar motivos religiosos de conducta, no destruye la creencia general del pueblo, y puede explicarse por los fines que se propusieran sus autores, o por las tendencias menos religiosas de éstos.

     La Moral y la Religión asiro-babiloniana. -Vamos a dar fin con esto al estudio de las relaciones entre la moral y las religiones orientales, siguiendo las huellas de uno de los últimos historiadores de la religión de Asiria y de Babilonia, que ha recogido los datos más importantes de los descubrimientos científicos sobre esta materia (73).

     Dominando a todo otro concepto de la divinidad, y anterior a todo naturismo y astralismo, encuéntrase en las religiones semíticas, a la que pertenece la asirobabiloniana, la idea de que los dioses son señores de todas las cosas, y los hombres se complacían en decirse servidores de los dioses; prueba evidente de que se tenían por obligados para con ellos a cumplir ciertos actos.

     El primero era temerlos; el mismo Nabucodonosor [71] II ponía al principio de su gran inscripción: «Con todo mi corazón fiel yo amo el temor de la divinidad; yo tiemblo ante su dominación»; carecer de ese temor es una de las mayores faltas y caer en el abandono de los dioses y en sus castigos; tenerle, hace alcanzar sus recompensas.

     Consiguientemente a ese deber, el hombre rendía a la divinidad honores y adoración, y de no tributarlos, incurría en las mismas penas.

     Ese temor no excluía el amor confiado, consecuencia natural del afecto y misericordia con que eran atendidos los babilonios por sus dioses; de estos sentimientos nació toda una teología de la paternidad divina; los hombres se complacían en llamarse hijos de Dios, y las mujeres llamaban madres a las diosas; bajo el dulce atractivo del amor filial se practicaban los deberes religiosos.

     Los deberes para con los hombres eran igualmente impuestos en nombre de la religión. En efecto, las relaciones sociales se fundan principalmente en la justicia, y para el pueblo babilonio o asirio los dioses determinan lo que es justo e injusto; los reyes, como vicarios de los dioses, imponían las leyes a los hombres, invocando la autoridad de lo alto. Hammurabi expresaba en estas palabras el objeto de su misión: crear el derecho en el país, confundir al malvado y al perverso, impedir que el fuerte oprima al débil; y si él se complace en llamarse «rey del derecho», reconoce a la vez que, gracias al cielo, puede tomar ese título; «cuando Marduk, dice, me delegó para hacer marchar rectas a las gentes, para hacer comprender la ley al mundo, yo colocaba en la boca del pueblo la justicia y el derecho». Por último, los dioses juzgarán a los hombres de haber cumplido o no el derecho y a los testigos [72] que deponen en los juicios, e impondrán los castigos merecidos.

     La importancia de esa estrecha unión de la moral con la religión en el pueblo asiro-babilonio, reflejada en el célebre Código de Hammurabi, es tanto mayor cuanto el contenido de su moral es tanto más elevado, y su derecho, como dice un sabio comentador, sobrepuja grandemente al formalista de Roma, que no alcanzó la altura de aquél hasta los Antoninos (74).

     Moral y Religión en Grecia y Roma. -Es un hecho evidente, pues, que, durante muchos siglos de la vida de la humanidad en Oriente, la moral y la religión han estado íntimamente enlazadas y aun confundidas; no han sido, como pretendía Gustavo Le Bon, arriba citado, los ministros de los cultos en Occidente los que han querido hacerse pasar por enviados del Cielo para estrechar vínculos que no se hubieran antes reconocido.

     Precisamente los sacerdotes griegos y romanos han tenido sólo por misión cumplir los ritos, la parte más exterior de la religión, y no han asumido la carga de conservar o interpretar las enseñanzas dogmáticas y morales; eran meros serviciarios del Estado.

     No negamos que esto ha hecho más indecisos los vínculos de la moral y de la religión en esos pueblos; pero tampoco ha impedido que, frente a ese aspecto ritual de la religión, haya subsistido otro más hondo en el que se unían la vida religiosa y la vida moral; la familia y la ciudad debían su origen y conservación, [73] como entidades morales y sociales, a la religión. Baste recordar los estudios de Fustel de Coulanges en su obra La Cité antique.

     Con mucha razón ha podido decirse que es un prejuicio oponer en globo la «racionalidad» o el «naturalismo» helénico al fundamento religioso de la moralidad cristiana, porque «es difícil negar que la idea religiosa correspondiente a la organización también religiosa de la ciudad haya sido, en los tiempos del vigor helénico, el centro de la vida moral individual, la fuente intelectual de las virtudes heroicas, la base orgánica de las costumbres» (75).

     Lo mismo puede afirmarse de Roma; no es preciso llegar a los tiempos de Octavio, el primer Augusto. nombre que en la vieja lengua latina designaba al que estaba consagrado al servicio divino; él buscó la unidad del Imperio en el vínculo religioso; la patria era la divinidad suprema, concreta y viviente, que se encarnaba en el emperador; por eso todo crimen de esa patria era un sacrilegio. En tiempo de la República, en plena degeneración religiosa, se renovó una antigua tendencia, siempre más o menos activa entre los romanos: la de divinizar sus virtudes favoritas, elevando templos en su honor; por ejemplo, a la Buena Fe, al Valor, a la Concordia, al Honor; la vida religioso-moral refluía de la familia al Estado y de éste a la familia, sin intervención de los sacerdotes.

     La Moral y la Religión en la vida contemporánea. [74] -No hemos creído necesario hablar del pueblo judío, porque no sabemos que se haya puesto en duda la inseparable unión que en él tuvo la ley moral con Dios, legislador supremo en el Sinaí y vengador terrible de los pecados de su pueblo.

     En cuanto al Cristianismo, bien sabido es que Jesús dijo no venía a quebrantar la ley, sino a cumplirla, y completarla, dejando subsistentes las mismas bases.

     Siendo esto así, ¿podrá afirmarse con verdad que esa unión sea accidental y que esté destinada a desaparecer con el progreso científico? Según Belot (76), sólo por virtud de la ley de simbiosis, o de parasitismo de las ideas, se ha establecido la conexión entre la moralidad y las representaciones religiosas; S. Reinach espera que poco a poco desaparecerá la religión, al eliminarse los escrúpulos, que son su contenido, según él, y sólo se conservarán aquellas leyes que se tengan por útiles socialmente.

     La observación, por superficial que sea, de lo que pasa ante nosotros no confirma estas aseveraciones; es evidente un despertar del sentimiento religioso en todos los pueblos, precisamente a la vista de la degradación moral de las sociedades. La experiencia, aunque no muy larga, de Francia, en donde con más perseverancia se trata de imponer la separación de la moral de los principios religiosos, ha parecido ya suficiente a muchos para poder juzgar de lo que sería una ruptura definitiva, si eso fuera posible.

     Creemos muy acertadas estas palabras de Durkheim, que con tanto empeño se consagra a estos estudios: «Durante siglos la vida moral y la vida religiosa han estado íntimamente enlazadas y aun absolutamente [75] confundidas; hoy mismo estamos obligados a comprobar que esa unión estrecha subsiste en la mayor parte de las conciencias. Es, pues, evidente que la vida moral no ha podido ni podrá jamás despojarse de todos los caracteres que le han sido comunes con la vida religiosa. Cuando dos órdenes de hechos han estado tan profundamente enlazados y durante tanto tiempo, cuando entre ellos ha existido tan constantemente un parentesco tan estrecho, es imposible que se disocien absolutamente y se hagan extraños el uno al otro» (77).

     Es cierto que no piensa el distinguido sociólogo que la religión haya de influir en las sociedades actuales como otras veces (78), o que este fondo de religiosidad no haya de transformarse, dejando de ser teológico (79), quizá para ser sociolátrico; pero podíamos oponerle, no sólo la permanencia doctrinal de la Iglesia católica, sino la de los grandes modelos de vida religiosa que en los pueblos protestantes sostienen las viejas tradiciones, aquellos que, como Washington y sus ilustres compañeros, siguen pensando que la antigua ley moral, apoyada en la vieja fe cristiana, es la base insubstituible de toda vida social.

     Y esos modelos existen en todos los medios sociales: dirigen la política, las industrias, el comercio, las fábricas; pero no se contentan con dirigir noblemente su propia actividad moral, sino que buscan a los demás para hacerles participar de sus mismos sentimientos; en algunas familias se transmiten esas tradiciones de propagandistas, de verdadero apostolado. Un testigo [76] experimentado de ello nos dice así: «Yo no olvidaré jamás una reunión a la cual asistía, hace unos años, en Londres. Muchos millares de dockers (80) estaban allí, y Ben Tillett, su leader, les arengaba con un lenguaje del que no sabré yo reproducir aquí la crudeza vigorosa. ¿Pensáis, les decía, que si nosotros luchamos con el ardor que conocéis, si hacemos tales esfuerzos para agruparos, si libramos tales batallas contra los contratistas, es únicamente para haceros ganar treinta o cuarenta céntimos más al día? ¿Para qué serviría esto si continuáis apostando en las carreras, embriagándoos en las tabernas, degradándoos con la destemplanza? No, amigos míos; sabedlo bien: lo que nosotros queremos, lo que es necesario obtener, es que os elevéis a una vida mejor, más conforme a la dignidad de la especie humana...» (81)

     Y después de recordar varios nombres bien conocidos de verdaderos reformadores de costumbres, se propone, como cuestión capital, saber cuál es el resorte de esa vida tan elevada, de esas iniciativas tan fecundas: la observación serena de los hechos le obliga a contestar que es el sentimiento religioso, las convicciones religiosas intensas y firmes. «En la inmensa mayoría, dice, de los que se encuentran en Inglaterra y en los Estados Unidos, este sentimiento religioso, que reconoce expresamente a Dios como su objeto, reviste una forma explícitamente confesional y llega hasta la adhesión a dogmas precisos, a lo menos hasta la creencia en la inspiración divina de los libros bíblicos y en la divinidad del Cristo Redentor» (82). [77]



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- III -

     La historia de las costumbres y la Metafísica.- Hemos bosquejado la historia de los fundamentos de la moral en la mayor parte de los pueblos conocidos; y aunque hemos hecho resaltar el fondo común en que éstos vienen a coincidir, es también cierto que no en todos ellos revisten la misma forma, alcanzan la misma exactitud, ni han aparecido a la vez en cada uno de ellos las ideas fundamentales a que hemos reducido las bases religiosas de la moral.

     Si en vez de estudiar éstas hubiéramos intentado hacer la historia de las diversas leyes morales por las que esos pueblos se han regido, las diferencias entre ellos, y dentro de cada uno en sus distintas épocas, habrían sido mucho mayores; para reconocerlo así, no era preciso llegar a la Edad Moderna, en que el pasado de la humanidad va conociéndose de un modo incomparablemente más perfecto que como era conocido un la Edad Media y en la Antigua.

     Sin embargo, si antes se creyó que estas variaciones, o, como hoy se dice, esta evolución, no impedía el que la moral recibiera un carácter metafísico para ser una ciencia verdadera, los modernos positivistas piensan que lo uno es incompatible con lo otro, que «la historia ha desposeído a la metafísica».

     «La exegesis, dice uno de ellos, sin pasión, sin elocuencia, hace ver con la fría imparcialidad científica que tal creencia, tal práctica han aparecido en una sociedad [78] dada, en un cierto momento y por efecto de un conjunto de circunstancias determinadas» y «el estudio de otras sociedades aporta otros ejemplos de hechos semejantes». «¿Cómo lo que está así situado, incorporado a la realidad histórica, conservará un carácter sobrenatural y trascendente y permanecerá siendo objeto de una veneración casi religiosa? Al buscar en la historia la justificación de lo que es tradicional, no se ha advertido que esta justificación misma llevaba consigo su relatividad» (83).

     Crítica de esta opinión.- No dejamos de reconocer que hay para nosotros, y creemos que, en buena lógica, para todo hombre, un indicio de verdad en todo consentimiento común del género humano, cuando se trata de cosas sin las que él no podría subsistir física o moralmente (84). En esta materia, además, hay razones de orden psicológico para tener como un testimonio favorable a la verdad el que dan todos los hombres admitiendo un orden moral del que es custodio y vengador un Ser superior a ellos, a pesar de que en todo tiempo las pasiones hayan tratado de libertarse de toda ley.

     Pero se ha de advertir que, si las indagaciones históricas sirven para darnos a conocer los conceptos originarios y más universales sobre el valor de la vida, sobre el orden moral, y confirman así los que la conciencia actual se forma, desmintiendo el evolucionismo absoluto de ciertos sabios, esto no quiere decir que nuestro criterio supremo dependa de las apreciaciones más o menos comunes de los otros hombres; precisamente [79] esto sería atribuirnos el criterio que sustenta el positivismo, para el cual la moral verdadera es la moral existente en cada lugar y tiempo; y como no descubre el fondo común que hay en medio de la aparente diversidad de costumbres, declara que en moral no tiene razón de ser la metafísica, ciencia de lo inmutable y universal.

     Para nosotros la justificación de los principios o normas de moralidad está en su intrínseca evidencia, lo mismo que la de los principios especulativos; a su luz juzgamos los hechos morales de la historia, y en éstos, no obstante su aparente o real diversidad de tiempo, de lugar, de circunstancias externas más o menos determinantes, descubrimos la idea que los informó, la comparamos con la que da vida a nuestras acciones, reguladas por nuestra conciencia, y juzgamos de su conformidad u oposición con ella, dándoles el mismo valor que a las nuestras.

     El mero historicismo que practican los positivistas les hace olvidar que las condiciones sociales en que aparece la vida moral no expresan todo lo que en ésta hay, el fondo permanente de nuestra humana condición, que es una e idéntica a través de las diversas formas o modalidades en que se revela (85).

     El que no tiene esto en cuenta «se parecería a un hombre que, visitando una antigua catedral, creyera tener la comprensión total de los pensamientos que ella expresa, porque era capaz de apreciar exactamente el peso y la composición química de los materiales utilizados [80] e indicar las razones que han hecho preferir la ojiva al arco macizo, o tal diseño de arquitectura a tal otra línea. Este visitador podría así explicar relaciones que escapaban tal vez a la conciencia misma de los constructores.

     »Pero no resultaría de ahí menos verdad que éstos habían tenido la intención de expresar pensamientos profundos y poderosos, que el análisis incompleto de este sabio no señala» (86): reconocer la soberanía de Dios, hacer al hombre acercarse a Él viviendo en su misma morada, etc.

     ¿Podría siquiera hablarse de arquitectura religiosa si no se estudiaran más que las distintas formas que han revestido los templos desde la humilde pagoda a la grandiosa basílica? Pues así como esta diversidad no destruye el que se clasifiquen dentro de una misma especie de construcciones, enteramente distinta de la arquitectura, por ejemplo, de los palacios, en que habitan o habitaron los reyes, tampoco la diversidad de formas en que el pensamiento de lo divino y de las relaciones que con él ha querido sostener el hombre, impide la unidad fundamental de su vida religiosa y moral. Así vemos cómo se armoniza el estudio de lo variable y contingente con lo de lo permanente y eterno: la historia con la metafísica.

     Moral religiosa y Moral filosófica. -Hemos visto que la alianza entre la moral y la religión data de los orígenes conocidos de la humanidad y que en la mayor parte de las conciencias subsiste todavía. Pero así como en la Edad Moderna, al perder sobre muchas almas gran parte de su fuerza la religión católica, volvieron los ojos los hombres a la filosofía para buscar [81] los fundamentos de la vida moral (87), así también, cuando el progreso de la civilización deshizo los errores de las mitologías antiguas, arrastrando en su ruina el fondo de verdad que ellas encubrían, se buscó en las investigaciones racionales la norma de la vida.

     Aun conservando la religión sus merecidos prestigios, era natural que se llegara a echar las bases de una moral filosófica. Las máximas morales estaban mezcladas con otras exclusivamente utilitarias, que eran tenidas por normas de las relaciones sociales, y las prescripciones religiosas, aun en aquello que contenían digno de tal nombre, como se imponían invocando unos dioses cuya existencia llegaba por lo menos a ser discutible, perdían mucha fuerza y autoridad sobre las conciencias. Es muy justo que la razón investigue los títulos de quien pretende exigirla acatamiento, antes de rendírselo.

     Por último, la tendencia invencible a sistematizar nuestros conocimientos era un motivo más para que la moral se desprendiese de los vínculos que la habían unido a una religión determinada y llegara a constituirse como una ciencia independiente de los dogmas. Éstos están por cima del alcance natural de nuestras facultades, y cuando la teología los expone, fúndase en las nociones analógicas que de ellos podemos tener, lo que ya indica que no pueden oponerse a los principios racionales; son como una ampliación de ellos, aunque pertenezcan a otra esfera; son patrimonio de la ciencia de Dios sobre su vida misma; pero también los axiomas racionales son una participación o impresión de la luz divina en nuestras inteligencias. La moral, [82] pues, que emana de los dogmas no es opuesta a la que naturalmente podemos conocer, antes bien la confirma y la supone; pero ésta no necesita de aquélla para constituirse y sostenerse. (88)

     De este modo queda deshecha la inculpación dirigida a la filosofía moral que defienden los católicos, llamándola teológica; aquélla se funda simplemente en principios racionales; ésta en la revelación divina, y aunque en su integridad comprende a la ley natural, abarca además otros preceptos, al par que propone motivos de orden superior para el cumplimiento de ésta.

     Con razón dice un sabio dominico que «si la religión ha parecido absorber a la filosofía en ciertas épocas, no por eso ha desconocido sus derechos; sólo ha negado su eficacia sobre las masas... Pero no es ésa al presente la cuestión... Si el concurso de la moral religiosa, o, por decirlo mejor, del motivo religioso en moral, es útil; si, por otra parte, se impone al creyente, [83] no es ésta una razón para que el creyente confunda indebidamente dos puntos de vista y rehúse a priori su concurso a los que se esfuerzan por «enlazar la ley moral a las leyes de la naturaleza». Un trabajo de este género es preciso a los ojos de su fe misma, porque le trae una confirmación de sus motivos, una justificación de su decálogo, y porque tiende a substituir siempre más a la obediencia pura y, simple de las masas, una obediencia ilustrada, segura de su marcha y de sus resultados» (89).

     Mas si por religión se entiende simplemente un sentimiento de dependencia respecto de Dios y una aspiración a unirnos con Él cumpliendo sus preceptos, entonces pensamos que la moral es inseparable de ella, según las palabras que de Durkheim citábamos poco ha, y como lo expresaba Boutroux en éstas (90): «Mi opinión es que la conciencia llamada moral, si se entiende como conciencia de un deber, de un destino, de una responsabilidad, es un dato religioso en sus orígenes, sus principios y sus condiciones, como lo ha advertido frecuentemente Renán, como lo sostienen hoy mismo los que se proponen abolir todas las huellas de la educación religiosa de la humanidad...

     »Quien no se satisfaga con la explicación del innatismo de la conciencia moral -explicación perezosa que nada explica,- ni con la empírica, la que destruye lo que pretende explicar, y trate filosóficamente de darse cuenta de sus fuentes, hallará que éstas no son otras sino la aspiración y la vida propiamente religiosas.»

     Concebir así la moral tiene, además, la ventaja de [84] que no se subordina a ella, como muchos pretenden erróneamente, la religión, lo que sería convertir a ésta en puro medio cuando debe ser fin; el bien supremo se identifica con Dios, y no se le ha de servir para hacerse moralmente bueno, sino que se ha de cultivar la virtud moral para elevarnos por ella al amor de Dios por sí mismo (91).

     Moral y Metafísica. -Este es el problema filosófico de la hora presente; en realidad, lo ha sido y lo será siempre que el hombre trate de justificar a sus propios ojos la razón de ser de su vida, porque equivale a preguntarse: ¿Mi vida tiene razón de ser? ¿La adoptaré sólo por virtud del impulso recibido y me acomodaré como mejor pueda a ella en cada uno de los momentos del tiempo, o tengo que imprimir a su actividad una orientación fija, inmutable, a la que se adaptará la relatividad inseparable de las manifestaciones de mi ser limitado, que no puede actuarse sino sucesivamente? ¿Encontraré en la experiencia la norma que dirija mi vida o he de traspasarla para entrar en la metafísica?

     Imposible tratar en una obra del carácter elemental de la nuestra una cuestión tan ardua y compleja con la extensión que ella admite; hemos de atenernos a las indicaciones más precisas, ya que en los capítulos precedentes ha sido en parte contestada, y en el desarrollo de los problemas morales hemos de hacer intervenir las nociones metafísicas fundamentales. Nuestro criterio es, pues, conocido en favor de una estrecha relación de la moral con la metafísica, y en parte creemos haberlo suficientemente justificado (92). [85]

     El concepto poco preciso de la palabra metafísica es un motivo de confusión, que trataremos de evitar dando los diversos sentidos que entre los modernos tiene aquélla.

     A) Suele entenderse por metafísica toda teoría del conocimiento; y, en este sentido la moral supone una metafísica, de la que depende tan estrechamente que los positivistas mismos contemporáneos no lo negarán. Imposible que el hombre no intente hacer inteligible su propia actividad, porque sería resignarse a obrar a ciegas perpetuamente; si desconfía de las fuerzas de su razón para llegar al fondo de las cosas, tratará de justificar su conformidad con las costumbres de la época; para él no serán nunca el bien y el mal otra cosa que conceptos variables y relativos al tiempo, al lugar, etc.

     Declaración explícita hace de esa dependencia Lévy-Bruhl diciendo: «Así como la relatividad del conocimiento puede ser admitida sin que éste se despoje de todo valor lógico; igualmente, admitir la relatividad de la moral, o, por decirlo mejor, de las morales, no les quita ipso facto toda autoridad y toda legitimidad; pero esta autoridad y esta legitimidad devienen ellas mismas relativas» (93).

     Fouillée hace del principio de la relatividad de la ciencia la base de una moral igualmente relativa, señalando la contradicción del imperativo categórico de Kant con una regla que está fundada precisamente en la relatividad del conocimiento (94); en vano [86] trata de asegurar que esa duda metafísica no puede engendrar el escepticismo moral; en uno de sus últimos libros escribía: «Yo no sé si, en definitiva, la abnegación y el amor son superiores de hecho al egoísmo, porque yo no sé si, en el mundo real, el amor no es finalmente una ilusión» (95).

     Nosotros profesamos una metafísica opuesta. Es ley de la razón que solamente lo absoluto tiene en sí su razón de ser, y lo relativo presupone lo absoluto, porque nada es sin razón de ser; lo relativo es lo que deviene, lo que evoluciona, aquello que llega a ser lo que no era; si lo contuviese en sí, ya sería, lo que implica contradicción; y nuestra inteligencia no se resigna a ese estado. Lo que hay es que se toma lo relativo por absoluto; y por eso los partidarios de la ciencia de las costumbres no se conforman con defender los derechos a existir que ella tiene, sino que pretenden suplantarla a la filosofía moral.

     Pero cuando hablamos de absoluto, ya en el orden del conocer, ya en el de la moralidad, no queremos decir que la mente humana, puesta, como se ha dicho muy bien, en la periferia del universo y no en el centro, pueda agotar completa y definitivamente el contenido de la realidad absoluta; pero lo que una vez ha sido conquistado al enigma del mundo y de la vida es una adquisición definitiva e inmutable. Tipo de esas verdades son las matemáticas, pues nadie pensará que 2 X 2 puedan ser 5 en otros mundos o en otras circunstancias; pero no son las únicas y ellas descansan [87] en los principios generales de todo conocimiento, el de identidad y el de contradicción, principios que se fundan en el concepto objetivo de ser.

     «En el orden moral, quien no tenga un concepto de lo que es valor por sí, que es lo que constituye el absoluto ético, no podrá afirmar, por ejemplo, que la sociedad inglesa está más adelantada que la de los esquimales; aquélla alcanza más estima porque se ve que ofrece mayor número de caracteres constitutivos del ideal moral, pues evidentemente se tiende a valorar como mejor lo que se presenta cual actuación más perfecta del tipo ideal.» Si el esquimal pensara lo contrario, se parecería al niño que, no entendiendo un problema de matemáticas puras, prefiriera quedarse con sus rudimentos de numeración; «en estos casos no es lo absoluto del bien y de la verdad lo que está en causa, sino la mayor o menor capacidad de entender y, por consiguiente, de apreciar».

     Es verdad que «para decir si una acción es buena o mala no debemos simplemente aplicar una norma fija dada, inmutable; sino que, de una parte, debemos tener cuenta de todos los elementos que han contribuido al cumplimiento de dicha acción y, de la otra, aplicar la norma en la forma que ella ha tomado en un cierto período de tiempo. De donde se deduce que el absoluto ético no se presenta como algo simple, sino que está mezclado a una cantidad de elementos contingentes o relativos. No falta, pues, razón para afirmar la verdad absoluta y la moralidad absoluta; sino para creer que lo absoluto en ambas formas pueda actuarse completamente en el mundo» (96). [88]

     Ciertamente que no pueden ser idénticas las obligaciones morales en sociedades diferentes por su organización política, económica o social, porque ésta forma el cuadro en que han de actuarse aquéllas, prestándole materia distinta. Así no puede haber los mismos deberes en un régimen de gobierno absoluto que en uno representativo y en otro parlamentario, que se funde en el sufragio universal; pero el acatamiento del poder constituido, el sacrificio del interés individual al colectivo, el sostenimiento de las cargas públicas, etc., son en todos indispensables, como condición de existencia de todos ellos.

     Tampoco serán las mismas obligaciones las que imperen entre patronos y obreros en el régimen de la grande industria y en el de la pequeña; pero que aquéllos han de respetar en éstos la dignidad personal, que han de atender a las necesidades de su existencia en relación con el trabajo prestado, que éste, por parte de los obreros, ha de ser inteligente, completo, de modo que deliberadamente no perjudique los intereses del patrono ni por la calidad de los productos, ni por la cantidad que debe rendir, etc., todo en correlación con los deberes que cerca del que trabaja tiene el que lo remunera, son verdades que no pueden negarse sin destruir las relaciones económico-morales que en la actual organización social son necesarias. Pero es indudable que si desapareciera el régimen patronal no subsistirían aquellos deberes; y quizá los que más preconicen la relatividad de toda moral juzguen que es esencialmente opuesto a las normas de la justicia aquel régimen y crean desligados a los obreros de sus deberes; se equivocan, sin duda, pero darán testimonio de que hay para ellos una norma suprema de justicia, ante la que deben ceder las formas contingentes actuales. [89]

     Debemos, pues, admitir que hay una moralidad relativa al tiempo en que se vive (97); pero sería erróneo pensar por eso que la moralidad es una simple derivación y dependencia del tiempo mismo; éste nada produce; es el hombre quien en su continuo luchar con la naturaleza y consigo mismo, llevando por faro la conciencia, trata de actuar el ideal de perfección que le espolea, y, mientras va realizándolo, descubre mejor las deficiencias que le acompañan y lo depura más y más, con una confianza indefectible en su verdad y en su bondad; cuando esta confianza se pierde, llegan las horas del eclipse de los ideales, que lanza a los pueblos en la sima de las más profundas degradaciones; con la vida moral se ausentan las fuerzas que los hacen viriles y grandes.

     En vano se querrá entonces conservar la autoridad y legitimidad de la moral; sin confundir los móviles de la acción con la regla, bien se puede afirmar que entre los unos y la otra existe la misma relación que entre la voluntad y la inteligencia; son distintas, pero no separadas e incomunicables; la primera no se mueve más que a la presencia de un bien real o aparente, verdadero o falso; el mismo bien sensible ha de ser convertido en motivo racional, aprobado por la inteligencia, para que la voluntad lo abrace. Y esto no es un efecto de educación y hábito, sino tendencia radical [90] de nuestra actividad voluntaria, contra la cual y sin la cual nada pueden los artificios externos de la educación para producir un hábito, como no sería posible habituar al hombre a que volase, porque le falta la disposición natural para ello (98).

     Resulta, pues, que la primera relación de la moral con la metafísica es tan fundamental, que sin resolverla acertadamente queda la moral entera suspendida en el aire; es preciso reconocer el valor objetivo de los juicios morales, para tener una ciencia de las costumbres sólida e indefectible por su verdad intrínseca, y eficaz en su influencia sobre la voluntad.

     B) Del reconocimiento del valor objetivo de los conceptos se pasa fácilmente a admitir una metafísica realista, en el sentido de que Dios, el alma espiritual, libre e inmortal, la ley eterna, el deber, no son puras ideas a las que no sepamos si corresponde una realidad noumenal, porque trasciendan a la experiencia, no dejan de ser objeto de conocimiento cierto, legítimamente adquirido por demostración rigurosa.

     Íntimamente enlazadas con esas doctrinas eminentemente metafísicas están las que no lo son menos acerca del orden y fin del universo, y su solución es inseparable también de la del valor de nuestros conceptos. Abarcándolas todas, suele entenderse por metafísica una explicación racional del conjunto de todas las cosas por sus causas o razones últimas, y del lugar que ocupa el hombre respecto de ellas.

     El escienticismo, que tanto privó en el siglo pasado y del que tal vez no se han curado aún algunos, teniendo por pura invención de la fantasía toda explicación [91] metafísica, atribuyó a la ciencia el papel de resolver esos elevados problemas; «yo no conozco, decía Renán, sino un solo resultado para la ciencia; resolver el enigma, decir definitivamente al hombre el secreto de las cosas, darle la explicación de sí mismo»; está demostrado que eso era imposible, porque era salir de los límites que a sí misma se había trazado la ciencia positiva. No sólo se habló por esto de bancarrota de la ciencia, sino que se la acusó de inmoral, porque, decían, al conceder lugar excesivo a la materia, al descorrer el velo del mundo, nos quita el sentido del respeto con que nos acercamos a lo desconocido.

     «¿Qué debemos pensar de las esperanzas de los unos y de los temores de los otros?, se preguntaba un hombre de ciencia; yo no dudo responder que son igualmente vanos. Ni puede haber moral científica ni ciencia inmoral, y la razón es sencilla, diría puramente gramatical; si las premisas de un silogismo están ambas en indicativo, la conclusión será también indicativa; para que pueda estar en imperativo será necesario que una de las premisas, por lo menos, estuviera ella misma en imperativo. Ahora bien, los principios de la ciencia, los postulados de la geometría están y no pueden estar sino en indicativo; en el mismo modo están las verdades experimentales, y en la base de las ciencias no hay ni puede haber otra cosa» (99). [92]

     No pretendemos negar la parte que a la ciencia toca en la solución de los problemas morales; nuestra vida se desarrolla en el mundo de los fenómenos, en el que está sujeta a leyes fijas, que pueden ser determinadas, con subordinación a aquella superior a las otras, que es la ley de adaptación o unificación; y a la ciencia toca estudiar las condiciones que nos permiten realizar en nuestra vida la unidad más perfecta (100); pensar que basta el solo querer, es una ilusión que, al disiparse, traería el abandono completo del ideal ante los impulsos de los apetitos.

     Mas antes de tratar de subordinar éstos a aquél, ¿no se preguntará el hombre si debe aspirar a esa unificación de sus tendencias? Y éste es el problema de la metafísica, ante el cual la ciencia se declara impotente, por estar fuera de su competencia; ella podrá reconocer que hay en nosotros un querer-vivir fundamental, tendencia viva que nos dirige y atrae como nuestro mayor bien; pero nada puede enseñarnos sobre si se ha de erigir en ley obligatoria, porque nada nos dice acerca de su origen y, por lo mismo, acerca de su fin. La experiencia interna descubrirá que nos sentimos impelidos por esa inclinación a vivir, y vivir del mejor modo posible; pero también nos da testimonio de nuestro poder libre para reprimir y dirigir esa tendencia, y entonces se pregunta la razón qué uso debe hacer de su libertad, si ésta no se hallará sujeta a ley ninguna ideal; puesto que la inteligencia ofrécele diversas representaciones de bienes que seguir, de fines que buscar, cuál será su verdadero bien, su verdadero fin; de la elección que haga, qué consecuencias se seguirán; y ¿tiene que responder ante alguien de esas libres determinaciones? Por todas estas cuestiones la moral [93] se encuentra ligada a la metafísica en la segunda acepción arriba señalada (101).

     Por esto fácilmente se colegirá cuán sin razón M. Belot declara que los problemas de la existencia de Dios y de la vida futura no tocan a la moral sino de un modo enteramente accidental, que no emanan de la vida y no tienen sobre ella influencia alguna apreciable (102); el hombre no sólo necesita conocer las reglas de conducta que una colectividad dada sigue y pretende imponerle, sino la razón de ser de ellas y por qué le han de obligar; la crisis de la moral contemporánea radica en haber dejado sin fundamento racional los deberes de la vieja tradición y aquellos con que se los ha querido substituir; en realidad, cuando se desconocen los vínculos de la moral con la metafísica, o a ésta no se le concede valor real, teniendo por insolubles sus problemas, se acaba por negar también el valor del deber y se escriben libros como el de Guyau, que tuvo el gran mérito, entre otros, de la franqueza, al titular el suyo: Ensayo de una moral sin obligación ni sanción (103). [94]

     Las citas se pudieran multiplicar; no es necesario, porque para los adversarios de la metafísica es cosa resuelta que las viejas nociones del deber, del bien, del mérito, etc., son ideas muertas; la moral no tiene otra misión que la de aconsejar, no puede mandar (104).

     Nosotros pretendemos conservarles el fondo imperecedero de verdad que los hombres les han reconocido siempre y esa recusación de nuestros modernos positivistas o agnósticos es una prueba más a posteriori de la tesis que sostenemos y cuyas aplicaciones particulares iremos haciendo en el curso de la obra.

     Pero conviene prevenir una confusión, que quizá se nos atribuya, cuando hablamos de fundar la moral en la metafísica. Para Höffding (105), como para otros muchos, fundar parece que equivale a deducir, como si nosotros pretendiéramos formular un sistema de deberes derivados del reconocimiento de la existencia de Dios, como criador y último fin nuestro, del de la libertad e inmortalidad de nuestra alma, de la idea de orden o de finalidad, etc.; y nada hay más falso; no ocupan esas ideas el mismo lugar en nuestra construcción filosófica de la moral, ni se consideran desde el mismo punto de vista en la Ética general, llamada hoy Metamoral, y en la especial, como explicaremos en el capítulo siguiente; bástenos aquí decir que el orden ontológico no se identifica con el lógico, y que si para nosotros Dios es el fundamento último de toda moralidad [95] y de todo deber, no deduciremos del concepto de Dios la materia de la moral (106).

     Por eso tampoco obsta a dar un fundamento metafísico a la moral el que nuestras acciones hayan precedido a la formación de la metafísica; para que esas acciones merezcan el nombre de morales ha sido preciso que el hombre haya concebido antes, siquiera confusamente, los conceptos metafísicos que después el pensamiento reflexivo, filosófico, escudriña y pone en clara luz revelando el enlace que tienen con las determinaciones libres de la voluntad en presencia del deber; en la práctica el pensamiento y la acción forman un todo, pero aquél es como la forma que da a ésta su ser de moral (107).

     Algunas dificultades contra la Metafísica como base de la Moral. -a) Pudiera creerse que algunos argumentos en contra de la base metafísica de la moral, se volvían a favor de ella; así el intento de aplicar al dominio de la Ética la ley de los tres estados de Augusto Comte, para hacer ver la necesaria substitución de una moral metafísica por una positiva, ha resultado hasta ahora tan estéril, que pudiéramos [96] con fundamento pensar que es imposible, aun sin tener otras razones, que a nuestro juicio las hay, como hemos demostrado ya.

     Contentémonos con ver lo que dice Mr. Belot. Hace constar que los esfuerzos por hallar una moral positiva están enlazados con el trabajo de laicización que se persigue, mayormente en Francia, desde hace algunas décadas; pero que sus resultados son tan imprecisos, que, si acusan un anhelo, no han podido llegar ni a la clara definición de su objeto. «No sólo se está lejos aún de formular una moral positiva que responda, valga lo que valga, a nuestra aspiración, sino que el examen del asunto hace descubrir que no es cosa fácil determinar, ni aun formalmente, lo que podría ser una tal moral, ni entenderse sobre los caracteres que le merecieran la calificación de positiva» (108).

     Si el autor citado hubiese llegado a iluminar algo esas tinieblas, podía concebirse alguna esperanza sobre la posibilidad de las pretensiones positivistas, pues este nombre hay que darles desde el momento que no se trata de aumentar los conocimientos morales con otras investigaciones más o menos afines, sino de substituir lo uno a lo otro por estimar que sólo uno de ellos, el estudio positivo, es válido, y lo metafísico, ilusorio; pero, lejos de hacer adelantar la cuestión, hay en la obra de Mr. Belot la requisitoria más eficaz contra los anhelos de que nos habla; porque él reconoce que se sabe lo que es o debe ser una ciencia positiva, que por lo menos será verdadera, aun no teniendo de la verdad otro concepto que el de ser aquello que tiene éxito, que da resultado; «pero, ¿qué es, añade, una moral que da resultado? ¿Qué resultado debe dar [97] y cuándo se dirá que lo ha dado? Una hipótesis o una teoría se verifican; ¿qué es verificar una moral, y, todavía más, se la había de condenar porque no fuese verificada? Todo lo que puede verificarse, en el dominio de la práctica, es la apropiación del medio al fin; pero éste, como tal fin, no puede ser verificado. Se podrá decir que un precepto da resultado, porque se supone admitida la voluntad de un cierto resultado; mas esta voluntad misma, ¿de qué naturaleza puede ser su justificación? Esta palabra no tiene aquí ni sentido» (109).

     El autor de estas palabras no admite, pues, la posibilidad de una moral a la que se llame verdadera, y para explicar su actitud recurre a establecer una heterogeneidad entre el pensamiento y la acción, entre el entendimiento y la voluntad, que se confunde con la separación de las dos facultades, y a afirmar la impenetrabilidad de la idea y del acto; la psicología demuestra lo absurdo de esta doctrina y nuestra cotidiana experiencia la contradice; eso es una exigencia del apriorismo positivista, no puede ser una prueba de la legitimidad de una moral positiva; es preciso recurrir a la metafísica para justificar nuestra conducta a los ojos de la razón; la ley de los tres estados no puede aplicarse a la moral (110).

     b) Pero arguyen nuestros adversarios: por diversos que sean los principios metafísicos de donde parten las diversas morales teóricas, todas concuerdan en las conclusiones prácticas, que se supone reclama la conciencia; luego entre aquéllos y éstas no hay relación lógica; por eso los pueblos no se han preocupado de [98] las teorías por extrañas que hayan parecido, a no ser que pretendieran alterar las costumbres o las leyes (111).

     Que todas las morales, al menos en cada época histórica, convengan en sostener algunos mismos preceptos, es muy cierto; no siempre es preciso remontarse a las últimas causas para descubrir las exigencias racionales de nuestra naturaleza; y por eso pueden coincidir la moral del deber, del placer o del interés, porque todo ello se encuentra, por ejemplo, en la ley que prescribe honrar a su padre y a su madre, y desde cualquiera de aquellos puntos de vista se puede mostrar su conformidad con nuestras tendencias naturales.

     Pero no tienen esas diversas morales la pretensión de tomar por formalmente idéntica esa prescripción, y ante la conciencia de todos los tiempos y civilizaciones no puede significar lo mismo amar a sus padres por egoísmo, por el placer que de ello resulta o por deber; éste deriva del bien honesto, del bien racional, y no de ningún otro, aunque materialmente coincidan en el sujeto que toma su regla en aquél.

     Además no se olvide que, como hemos dicho, la base metafísica de la moral no implica el que de ella se han de deducir los deberes particulares; es, sí, la razón de ser última de la moralidad, y, en cuanto la informa, se compenetra con la materia de la Ética; pero no es esa materia, sino cuando se considera desde otro punto de vista; así en la moral especial, nuestra naturaleza es objeto de deberes, y Dios igualmente; mientras que en la general son la razón de ser de todo deber.

     Su influencia es, por lo mismo, tan grande en el contenido [99] de la moral que, cuando de las discusiones filosóficas pasa al dominio de la sociedad, ésta no puede menos de conmoverse y sacar las consecuencias. La que se quiere presentar como excepción es la regla general; la inversión de los valores es una consecuencia constante de los principios filosóficos, como la historia demuestra.

     Por eso cuando impera la anarquía en esos principios, como hoy ocurre, el conformismo social queda en la mayor parte reducido a los usos, y casi desaparece en los preceptos morales; los pensadores no temen ya chocar con una conciencia pública, que tiene perdida su unidad moral; la defensa del suicidio, del divorcio y del amor libre, la mentira como arma de combate, la ruina de las instituciones políticas y sociales, el desprecio del hombre por el hombre o por el superhomo, ¡todo ello tiene sus moralistas!

     c) De esta divergencia misma se toma un argumento contra la metafísica como base de la moral, y, por igual razón, contra la moral religiosa. Puesto que ninguna metafísica, dicen, ha logrado hacerse aceptar universalmente y muchos niegan hasta la posibilidad misma de una metafísica, es del mayor interés apartar la moral de dificultades tan graves que parecen insolubles, como las que los metafísicos suscitan (112). Si la moral hubiese de esperar a que se llegara a estar de acuerdo sobre las cuestiones dogmáticas y metafísicas, correría el riesgo de esperar mucho tiempo; merece la pena de examinar si en el dominio de las costumbres no podría haber una conformidad mayor que en la religión y la metafísica (113). [100]

     Esta objeción es extrínseca a la materia de que se trata, y, por lo tanto, nos parece de ningún valor, a pesar de lo mucho que se repite; la mayor o menor dificultad para ponerse de acuerdo en una discusión de orden especulativo no es nunca un motivo para resolver en favor de uno de los contendientes; hay quien sostiene que la moral está vinculada a la metafísica precisamente en aquello que es su razón de ser; defienden otros que, o no existe la metafísica, o no se sabe cuál es la verdadera; lo lógico es asentir a las razones que convenzan, o continuar indagando hasta hallarlas; pero no en manera alguna exigir que los primeros cedan a los segundos para estar de acuerdo; lo mismo podrían así exigir aquéllos de éstos, puesto que para ellos hay una metafísica y saben que es verdadera. Si el número fuera un argumento valedero para resolver estas cuestiones, podríamos añadir que la humanidad no está reducida a Kant, Comte y sus discípulos respectivos; que, aun después de ellos, hay grandes filósofos que no han renunciado al pensamiento metafísico de Aristóteles y Platón, de Tomás de Aquino y la pléyade de pensadores del florecimiento de la Escolástica, de los Suárez y Vives en pleno Renacimiento, del enciclopédico Leibnitz, sosteniendo lo que éste llamaba la perennis philosophia; y lo que esos hombres han creado merece alguna consideración profunda, antes de desecharlo livianamente como producto de una razón apenas salida de la infancia; esos hombres, a los que se puede llamar genios sin pecar contra la verdad, supieron ponerse de acuerdo sobre lo que muchos de nuestros contemporáneos no pueden entenderse. Este argumento exterior, lo reconocemos, al fondo de la verdad discutida, nos parece que tiene por lo menos tanto peso en pro de los vínculos de la moral [101] con la metafísica, como el del actual desacuerdo de muchos en contra.

     Además, prácticamente habría que ver si es posible que se remedie la anarquía moral renunciando a las bases metafísicas y religiosas; a primera vista, lo que se descubre es que la desaparición del conformismo ético ha venido después de la del metafísico y religioso; no sería difícil mostrar que este fenómeno se ha repetido otras veces en la historia de la humanidad; y así no dejaría de carecer de fundamento una inducción histórica por la que concluyéramos que el post hoc puede completarse sin sofisma por el propter hoc. La consecuencia sería entonces que para lograr la unidad moral se ha de volver a la de la metafísica; ¿cómo? reanudando el pensamiento filosófico-aristotélico, completándolo y ampliándolo con todo lo que un espíritu crítico sea capaz de aportar a ese legado de la historia, que no puede renunciarse sin empobrecimiento y ruina de la verdad.

     d) No menos sorprendente es otra objeción que presenta uno de los filósofos arriba citados (114): «La moral es cosa esencialmente humana y conviene constituirla sin apelar a consideraciones trascendentales. Debe bastarse a sí misma, no estar suspendida de otra doctrina que le sea exterior.»

     Esta objeción recuerda la doctrina de Comte sobre el fin de nuestra inteligencia, que, según él, no era otro que satisfacer las necesidades afectivas del hombre, de lo que se apartó ésta en las épocas teológicas y metafísicas hasta el punto de caer «en una especie de idiotismo trascendental» (115). Según Comte, preguntarse: [102] ¿qué somos? ¿de dónde venimos? ¿adónde vamos? son cuestiones que no nos interesan, que no son humanas, que nada dicen al corazón; pero ellas han sido siempre las que más le han preocupado, el problema supremo, porque de su solución pende el curso entero de nuestra vida, y no hay filosofía que no trate de resolverlas; la sociología de Comte no tenía otro fin, puesto que, pensando que la historia es la proyección detallada de nuestra alma en el tiempo, en la historia encontraríamos el sentido, el valor de nuestra propia vida; así, pues, estudiar el desarrollo de la sociedad es proponerse descubrir lo que somos y adónde vamos. Se equivocaba creyendo que así lograría la solución del enigma, pero no dejó de intentarlo; ningún hombre que piense puede dejar de hacerlo. Es absurdo, pues, decir que las nociones trascendentales sean algo extraño a nuestra condición humana, y, por consiguiente, absurdo también que sean algo exterior a la moral, ni como doctrina ni como vida (116).

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