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Ensayos

Félix María de Samaniego


Edición de Emilio Palacios Fernández


Nota introductoria: Samaniego escribió diversos textos de carácter ensayístico que dejó impresos o manuscritos con vida independiente, al hilo de las polémicas. Se agrupan aquí siguiendo el orden y la lectura que ya presenté en Obras completas (Madrid, Fundación José Antonio de Castro, 2001, pp. 583-656).




ArribaAbajoDe tema literario


ArribaAbajoObservaciones sobre las Fábulas literarias, originales de don Tomás de Iriarte


«Cobardes son y traidores
ciertos críticos que esperan,
para impugnar, a que mueran
los infelices autores,
porque, vivos, respondieran.»


(Iriarte, fáb. XXII y XXIII, p. 48).                


Es muy antigua la queja contra la charlatanería de los títulos de libros, y no poco risible la afectación del mayor número de los autores, que casi siempre nos prometen grandes cosas, para dejarnos burlados; bien sea que sus obras puedan decirse buenas o deban calificarse de pésimas, a lo menos no suelen ignorar el arte mecánico de iluminarlas con un nombre significativo sobre el cual dice desde luego el lector de buen olfato y gusto: «ya te entiendo». No sucede así con las fábulas del señor Iriarte. Sin más que ver su frontispicio queda uno suspenso y, como fuera de sí, se pregunta a sí mismo: ¿Qué cosa vendrá a ser esto de Fábulas literarias? Si quiso decir el autor que las que ha publicado deben llamarse por antonomasia la «obra máxima de la literatura», todo se aclara; pero ¿quién será el que tenga valor para detenerse ni un solo momento en esta idea? Todo el mundo conoce la modestia del señor don Tomás, y quizá se ofendería. Por fortuna se encuentra un «Aviso al lector», y en esta especie de prefacio, en el que ni aun siquiera se deja de prevenir el juicio que debe formarse de la obra y aun el grado de consideración y reconocimiento que se debe al autor, era preciso que se hallase una palabrita para aclarar y justificar el título. El editor ha cuidado de hacernos saber que estas fábulas se denominan literarias, porque todas ellas se refieren a materias de literatura. Nosotros habíamos pensado buenamente hasta ahora que el único objeto del apólogo se reducía a formar las costumbres. A este fin, dedicaron sus tareas Esopo, Locman, Fedro y otros muchos; pero todo un Iriarte (¡que es buen decir!) ha juzgado de otro modo, y cree que el ponernos por profesores de las bellas letras a aquellos mismos animales que hasta aquí han sido maestros nuestros de moral, es una novedad, una dificultad, por la cual las sabias naciones deben diputarle un personaje que sepa darle las más rendidas gracias. Por lo que toca a la novedad, es ciertamente muy grande; pero por lo que mira a la dificultad, apenas atino en qué la supone. Los animales ni hablan ni escriben; pues si se les ha supuesto el arte de la habla, ¿por qué no se les ha de suponer el de fijarla por escrito? Y si a pesar de todas las ventajas que tenemos sobre ellos, y de lo perfecto y sublime de nuestra razón, han podido hacernos sobrellevar que aquellos irracionales, guiados por solo el instinto y sojuzgados por la costumbre, nos enseñasen a moderar nuestras pasiones y a arreglar nuestra conducta, ¿qué mayor talento ni sagacidad se requiere para hacernos dóciles a sus lecciones en las materias literarias?

A más de que, ¿cómo el señor don Tomás y su editor pueden ignorar que todos los fabulistas, contando desde Esopo [hasta] acá, han pulsado la misma tecla que se figura nuestro autor ser el primero que la maneja? La única diferencia que hay entre ellos es la de que éste se anuncia gratuitamente acreedor a la palma de la invención y aquellos, sin vanas pretensiones, con sola la natural aplicación de la moralidad de sus fábulas, nos han dado todos los grandes preceptos, los preceptos más positivos del arte de escribir. La montaña que pare un ratoncillo, ¿qué otra cosa es sino la crítica de aquellos escritores que se nos presentan con un género de énfasis, que hace mucho más ridículo lo huero de sus obras? En la rana que revienta por igualarse al buey, ¿no estamos viendo la imagen de aquellos que, emprendiendo obras superiores a sus fuerzas, no consiguen en premio de sus imprudentes tareas otra recompensa que un eterno olvido? ¿Dónde pueden verse pintados con más claridad los plagiarios que en la fábula del grajo que se viste con las plumas del pavón? Cuando remanece algún mal escritor que reviste su libro de todo aquel fasto tipográfico, y de aquella especie de lujo que sólo corresponde a las obras inmortales, ¿no se nos recuerda inmediatamente el burro vestido con la piel del león? Pero, a pesar de la brillantez de su traje, asómase la puntita de la oreja, y cate vuestra merced a nuestro asno descubierto. No quiera Dios que yo me tome la licencia de hacer aplicaciones; pero, aunque puedo responder por mí, no puedo responder igualmente por todos los malsines que lean las fábulas del señor don Tomás. Cuando vean en su primera que se dirige no sólo a la española, sino a otras «mil naciones»; cuando vean que se anuncia (esto es, sin detenerse en chilindrinas) como juez y árbitro supremo de la literatura universal, ¿faltará algún maligno que le compare a la mosca de Fedro, que porque se puso ya sobre la lanza del coche, ya sobre los caballos, y tal vez susurrando a las orejas del cochero, se jactaba de ser la conductora de toda aquella máquina? Por lo que a mí corresponde, sin faltar al profundo respeto que le debo, y con toda la desconfianza que es inevitable cuando uno combate con un atleta de sus fuerzas, me contentaré con insinuar algunas reflexiones, que someto a su propio juicio.

No me detendré en examinar si (como se supone en el aviso del editor) todas estas fábulas son originales, o dejan de serlo: lo cierto es que, sin tener que recorrer muchas hojas del librito, esto es en la segunda y tercera, se nos presentan dos, que evidentemente vemos ser copiadas de dos epigramas antiguos, repetidas veces imitados por los modernos. Se reconoce que este título pudiera no cuadrarle perfectamente, y que sin duda alguna se ha tomado esta licencia el señor editor sin participárselo al autor. Convendrá mucho más, si no me engaño, ver cómo el susodicho don Tomás desempeña el objeto y el título de su obra. Empiezo preguntándole desde luego, ¿en qué la fábula séptima «La campana y el esquilón» se refiere a la literatura? Es cierto que muchas veces se adquiere la reputación de hombre prudente y de pensador profundo, hablando poco, en tono grave y aire de respeto; pero jamás se consigue por este término la de literato. Los que pasan por tales sin merecerlo, son precisamente unas gentes que a un incesante charlar, y sobre todo a su muchísima osadía, unen la ciencia de los nombres, las anécdotas del día, algunas particularidades biográficas y, en fin, todos aquellos conocimientos de que se llena la memoria, sin que tenga la más pequeña parte el entendimiento ni el juicio.

La fábula XI no tiene más de literaria que la precedente: pruébase en ella con el ejemplo de los dos conejos el peligro a que se expone el que emplea lo preciso del tiempo en inútiles tareas; pero esto habla tanto con los literatos como con todos los hombres en general; y sobre todo, ésta es una de aquellas verdades tan conocidas y trilladas que ciertamente no merecía el trabajo de que por ella se nos espetase un pobre cuento. Entre las otras piezas de esta colección, bien que todas tengan los mismos defectos, no citaré sino una, que es «La discordia de los relojes». Se prueba en ella que, sin embargo de la diversidad de opiniones y preocupaciones, la verdad es una entre los hombres. Esto es innegable; pero para que esta fábula encerrase una lección útil a los literatos, era preciso decir que no obstante sus juicios tan distintos, y muchas veces tan opuestos, «el gusto no es más que uno», lo que, aunque muy cierto, no deja de ser muy difícil de probar. El gusto está sujeto a mil particularidades de tiempo y lugar, las cuales, sin que precisamente muden su naturaleza, alteran y modifican sus formas con tal extremo, que algunas veces lo desfiguran hasta hacer que sea desconocido. Así pues, aunque se admira siempre a Homero y a Virgilio, estoy bien asegurado de que nuestra admiración hacia estos dos poetas es muy distinta de la que causaron a los antiguos, y no por razón de la diferencia de principios que nunca han variado, sino es por la de los tiempos y costumbres, que están bien lejos de ser los mismos. ¿Cuántas cosas emboban en Londres que se desprecian en París? Lo que es excelente en el norte de la Europa se considera medianía a la parte del sur, ¿y quién sabe si en este instante mismo en que me atrevo a criticar estas fábulas desde un rincón del mundo, están colocándolas sobre las de Fedro y La Fontaine en alguna de las extremidades de nuestra España, y quizá en su centro?

Ya que el señor Iriarte ha querido darnos una especie de poética en apólogo, y consagrar la colección de sus fábulas al único fin de descubrir y emplear útilmente los talentos, debía a lo menos haber cuidado muchísimo de que no se hallasen en ella aquellos principios que, o por falsos o por ambiguos, pueden descaminar o acobardar a los jóvenes que se proponen seguir la carrera de las letras. Sin embargo, de esta clase son los que se deducen de las fábulas XIV, XIX, XX, etc., etc. En la primera, intitulada «El manguito, el abanico y el quitasol», decide el autor a favor de este último, sin detenerse en concederle la preferencia sobre los otros dos, por la razón de que sirve para dos usos; y de esto concluye que el adquirir dos ciencias vale más que poseer una sola. Precisamente se debe decir todo lo contrario cuando se habla con gentes de letras. Ateniéndose a una sola materia y profundizándola debidamente, se sirve al público, y aun a sí mismo; pero si se abrazan diferentes, será muy raro el que salga del término de la medianía. ¿Y en qué término pondremos a un autor, que en su fábula antecedente, que es la XIII, contradice el pensamiento que desaprobamos en ésta?

En la fábula XIX «La cabra y el caballo» se intenta probar que los malos autores son siempre los que apelan a la posteridad del juicio de sus contemporáneos. ¿Cómo es posible que haya quien suponga que en los Zoilos y los Mevios los mismos motivos que tuvieron Homero y Virgilio para consolarse de la injusticia de su siglo? Para la turba de los escritores no hay más tiempo que el presente; pero el hombre de ingenio extiende sus miras a los más remotos tiempos, y transfiere a ellos la época de su gloria.

¿Cómo ha de librarse del concepto de herejía literaria la suposición del autor, que en la fábula XX nos dice que hay obras destinadas solamente a la diversión y al gusto, esto es, sin el más mínimo objeto de utilidad, y escritas únicamente para entretener el ocio? El utile dulci de Horacio comprende a todos los escritores sin excepción alguna. No debiera yo recordárselo a un autor, que supongo ha meditado profundamente el Arte Poética, si no me pareciese que ha dejado olvidar más de uno de los preceptos de esta inmortal obra, y desfigurado otros muchos. Por ejemplo, el poeta filósofo dijo: Sumite materiam vestris, qui scribitis, aequam viribus... (vv. 38-39).

Nuestro fabulador se ha persuadido (yo no sé por qué), que era preciso hacer una fábula para reforzar este precepto, que a la verdad podía muy bien hacer su papel sin el peso de la autoridad de don Tomás. Sobre esto, supone un perro (fábula XXIX) que, cansado de dar vueltas a un asador, huye de la casa de su amo, y se va resuelto a encargarse de dárselas a una noria hasta que lo disuade un mulo, encargado de esta comisión. ¿Si pensará el señor Iriarte que con semejantes invenciones podía esperar verse colocado en igual trono que Horacio? En vez de desfigurar de esta suerte a los grandes maestros por la ansia de codearse con ellos, le permitiría yo que echase el resto de su raciocinio, para probarnos que los libros más abultados, ni los que más prometen son los mejores (fábulas L y XL), antes se le pudiera perdonar el que hiciese una copla de este proverbio trivial, de este dicharacho popular: «¿Quién es tu enemigo? El de tu oficio» (fáb. XXXV); o bien de estotro: «Cobra buena fama y échate a dormir», de que trata en su fábula XXXII, cuyo asunto (dígolo de paso) es el más flojo y uno de los más miserables que pueda hallarse en fábula alguna. Es un mozo galán, un joven conocido por sus profusiones; por la multiplicidad de sus alhajas y la riqueza de su vestuario, que celebra los días de su dama, presentándose a ella con hebillas de estaño, que pasan por de plata. De este cuento trillado y pueril se saca una conclusión que comprende mucho menos a los autores que al público, sobre el cual recae un error, que a más de esto no es tan general. Es cierto, que engañado éste por cierta reputación o fama, se ha obstinado algunas veces en apreciar como buenas unas obras muy malas; pero es una ceguera pasajera. La razón y la justa crítica acuden a descubrir la verdad y poner en claro el mérito real de cada cosa. No se engañe el señor don Tomás; aún hay entre nosotros bastante número de personas, entre las cuales el buen gusto es la única regla de sus decisiones. La reputación de Iriarte no los deslumbra: han juzgado de sus fábulas según su mérito, y sin consideración a ella, ni a las pasmarotadas de ciertas gentes, que todo lo admiran, porque esto es más fácil que el atarearse a un examen. De este mismo modo han pensado de sus otras obras anteriormente publicadas. Han visto, y lo probarán en caso necesario, que su Arte Poética, anunciado con tanto énfasis, tanto tiempo, y tan altamente ensalzado, es una de las copias más débiles de uno de los más bellos originales que nos ha dejado la Antigüedad. Las notas que acompañan a esta traducción les han parecido ridículas por sus muchas menudencias, y las respuestas críticas que ha dado («donde las dan las toman») son en su concepto, tanto en la forma como en el fondo, un malísimo modelo en el género polémico. Finalmente saben (y también lo probarán) que a excepción de las particularidades técnicas, a las cuales no se las puede negar el mérito de la dificultad vencida, no hay en el Poema de la música ni plan, ni invención, ni interés. En vano se buscarían en él aquellos episodios agradables e interesantes, tan ajustados a un asunto cuya belleza y amenidad parece que debieran proponérselos a la más tibia y menos ejercitada imaginación.

Pero me desmando del principal asunto. Vuelvo, pues, a las fábulas. Permítaseme que examine aún una, que es la XXI. Elíjola precisamente porque su autor la juzga bastante buena; pues se persuade que pudiera pasar por de Esopo: ¿pero qué lector perspicaz podrá padecer este engaño, ni siquiera un momento? ¿Qué hombre de buen gusto ha de ir a suponer que Esopo, sin ton ni son pondría el elogio de la fidelidad en boca de un ratón, de un animal glotón y perturbador, que a cada paso quebranta esta virtud y a cada instante olvida las leyes de la hospitalidad? Éste es un disparate, que ofende, y en que seguramente era incapaz de incurrir el padre de la fábula. Si éste hubiera querido tratar el mismo asunto, no hubiera elegido por sus personajes a dos animales a poco más o menos igualmente malignos: hubiera opuesto a un injusto y malhechor otro apacible y tranquilo, y el primero de éstos hubiera aborrecido las amables virtudes del segundo. Por este medio, la injusticia y los efectos del odio harían más impresión y serían más chocantes; pero en el cuento del señor don Tomás, en vez de hacer este efecto, está uno tentado de perdonar al ratón el que abomine de las buenas calidades de su eterno enemigo, si es que se le puede suponer alguna. Haré también otra observación sobre esta fabulita. Es falso el que se pueda aborrecer la virtud sólo porque alguno de nuestros enemigos esté dotado de ella. Es verdad que cuanto más virtuosos sean, tanto más los odiamos; pero en este mismo hecho rendimos un homenaje secreto a la virtud, precisándonos a estimar interiormente a los que sólo quisiéramos aborrecer, y esto es lo que nos hace implacables para con ellos. Lo mismo, ni más ni menos, sucede con los literatos: nadie aborrece su ciencia, pero se les mira con envidia; y al que más sobresale entre ellos, se le considera como a un rival, a quien es lícito perseguir sin más razón que la de no poder sufrir su superioridad.

Desde que el gran número de obras buenas, y la declinación del mal gusto en algunas partes de la Europa han inspirado a tantos escritores el proyecto de ser leídos a fuerza de extravagancias, es preciso confesar que nada se ha imaginado tan raro como el poner en fábulas el Arte Poética de Horacio, la Oratoria de Cicerón, y a Quintiliano. Esta idea es, sobre poco más o menos, la misma que tuvo aquel buen hombre que quiso poner en madrigales la Historia Romana. ¿Cómo no ha percibido el señor don Tomás que las lecciones de literatura, que deben unir la claridad a una cierta extensión, y siempre el precepto al ejemplo, no podían escribirse en el estilo sencillo y conciso del apólogo, que por su naturaleza excluye la forma didáctica y todo lo que tenga visos de una instrucción meditada? A más de esto, hay reglas de convención para toda clase de composiciones; hay cierto tono proporcionado, así a las cosas de que se trata, como a los hombres a quienes se habla. Permítese que la serpiente dé al hombre lecciones de prudencia, la abeja y el castor de industria, y la hormiga de previsión. Se supone, por las ideas generalmente adoptadas, que estos animales poseen estas calidades en grado superior a aquel en que nosotros mismos las poseemos: pero ¿a qué título han de venir los osos, los monos y los marranos a enseñarnos a hacer un poema épico, una oda o un discurso oratorio?, ¿qué conexión tiene la literatura con una criada y su escoba (fáb. LVI), el volatín y su maestro (fáb. LX), los perros y el trapero (fáb. XXIII...)? Éstos son, no obstante, los nobles órganos de que se sirve el señor Iriarte para hablar a las personas dedicadas a las letras; éstos son los distinguidos maestros a quienes coloca por regentes del Parnaso.

Por lo que toca al estilo, es sobradamente proporcionado a la dignidad de los personajes: ya parece una jácara de ciego, ya una relación de cómico de la legua, y casi siempre arrastrado, pesado y flojo:


Un oso, con que la vida
ganaba un piamontés,
la no muy bien aprendida
danza ensayaba en dos pies.


(Fáb. III)                


Y en la fábula VI:


El fidedigno padre Valdecebro,
que en discurrir historias de animales
se calentó el celebro
pintándolos con pelos y señales [...]


Pregunto al señor Iriarte, no quiero tener más juez que él mismo: ¿es esta poesía?, ¿y de qué otro modo se hacen los versos cuando todos se tienen por buenos, con tal que se halle en ellos el metro?

Si se lee la fábula XXII se verá que


... Un día en un convento
entró una lechuza... ¡miento!,
que no debió ser un día.
Fue, sin duda, estando el sol
ya muy lejos del ocaso...
...........................................
Una lámpara o farol,
que es lo mismo para el caso,
y volviendo a la trasera,
exclamó de esta manera:
Lámpara...


¡Qué idea!, ¡qué dicción! ¿Es esto lo que algunos llaman talento y finura? Si puede escribirse cosa más ridícula es la descripción del asador (fáb. XXIX), o bien el principio a la fábula LIX, que propondré gustoso por modelo del estilo insípido:


Ciertos animalitos,
todos de cuatro pies [...]


Para hacerse cargo de la belleza con que describe hasta las menudencias, léanse las fábulas XLII y XLVII. Esta última, sobre todo, nos ofrece la más curiosa descripción; como por ejemplo, la lista de los efectos que componen el arreo de Doña Urraca.


Una liga
colorada,
un tontillo
de casaca,
una hebilla,
dos medallas,
la contera
de una espada,
medio peine
y una vaina
de tijeras [...]


Cuando en la fábula XVIII se lee:


Ni por esas... ¡voto a quién!
Barrabás que la sujete...


¿No dirá uno que está oyendo hablar a un mozo de mulas? ¡Hola! ¿Conque, porque se trata de un mulo, se ha de usar del lenguaje de su arriero? Al pintor le es permitido copiar los objetos más viles y displicentes con toda la fealdad que en sí mismos manifiestan: a trueque de la perfecta imitación, todo gusta en una pintura. Quizá nuestro Murillo nunca fue tan digno de admiración como cuando pintó figuras andrajosas, bien sean los «Pillos de Sevilla» o bien ciertos pasajes de la taberna. No sucede así en la poesía, y cualquiera que citase contra mí el ut pictura poesis de Horacio, lo entendería de manera demasiadamente vaga o, por mejor decir, muy distintamente que Horacio mismo. El poeta debe ennoblecerlo todo: sea el que fuere el asunto que trate, su expresión debe ser pura, ella es, digámoslo así, el velo del gusto; porque también el gusto tiene su velo así como el pudor. Si hubiese seguido este principio el señor don Tomás, no hubiera puesto en boca del pavo, que habla al cuervo:


Quita allá que me das asco
grandísimo puerco;
sí, que tienes por regalo
comer cuerpos muertos.


Quítese el metro, y nos queda la jerigonza de las majas de Lavapiés.

Al que escribe en este estilo, ¿de qué le sirve el aparato de la versificación, aquella variedad de metros de que quiere el autor que se haga tan grande aprecio? No es lo arduo hacer cuarenta géneros de versos, sino hacer buenos versos. A más de que en la poesía hay una cierta correspondencia entre el pensamiento y (por explicarme así) el movimiento del metro, como la hay en la música entre el afecto y el sonido. Si la variedad de la medida es independiente de las ideas, y no señala aquella correspondencia, sólo logra demostrar el versificante sus esfuerzos y hacer una ostentación fútil de la ciencia de las reglas y del mecanismo de la versificación, que no suponen ningún talento y sólo puede embaucar a los tontos.

Pudiera extenderme mucho más en el examen de estas fábulas y multiplicar infinitamente las observaciones, de las cuales confieso que muy pocas serían en elogio del autor. Como se ha dicho que no hay obra que sea absolutamente mala, quiero, por complacer a los que son tan buenos que lo creen, citar «El eslabón y el pedernal» (fáb. LIV), «El naturalista y las lagartijas» (fáb. LVII), «El burro del aceitero» (fáb. LXII), «El tordo y la marica» (fáb. XXIV). El estilo de estas fábulas es sobre poco más o menos como el de las otras, pero, a lo menos, hay algún género de invención en ellas y contienen alguna leccioncilla.

Pero acabo ya, pues no quiero que se juzgue que afecto la severidad; y si ha parecido que exijo demasiado del señor don Tomás, es únicamente porque me prometía mucho de él. Mas, por fin y postre, ¿qué es lo que yo he probado? Nada, sino que el talento de hacer fábulas no es el de este caballero. Este género de composición requiere no tanto un gran talento cuanto un genio adaptado a ella. Si del poeta se dice que nace, con mucha más razón debe decirse del poeta fabulador, pues este nace tal y casi nada tiene que aprender. Aunque el señor don Pablo Segarra «en su luenga prefación» al sesudo poema de El Asno erudito afirma «que el que forme buenas letrillas, etc., formará, si quiere, apólogos igualmente buenos» (p. 13) se debe suponer que este buen señor habla de los apólogos, que sobre poco más o menos sean como el que publica y nos presenta como modelo de perfección y buen gusto, según se explica en la página 15 de la susodicha prefación; pues no debe ignorar que entre tantos poetas modernos como se han dedicado a fabulistas, sólo ha merecido el renombre de tal el inimitable La Fontaine. ¡Ojalá que así como nos lisonjeamos de haber desentrañado el sentido de esta proposición, supiésemos comprender el verdadero sentido de otra que sienta en la página 6, donde nos asegura «que para desterrar de España el genio poético de su idioma, no hay que hacer más que dedicarse a imitar la poesía francesa, poesía que no se distingue de la prosa más que en la rima y en las imágenes!». Si don Pablo quiere que se lo entendamos como suena, tenemos el honor de protestarle que nos parece ésta una sentencia propia del héroe de su fábula. ¡Pobres Corneille, Racine, Boileau, Rousseau, Molière, La Fontaine, etc.! Y aún mil veces más pobrecitos los innumerables finos críticos de las sabias naciones, que los han considerado y consideran como a ingenios de primer orden y restauradores del buen gusto, y los cuentan en la diminuta clase de los inmortales. La Mothe Houdard era hombre de vastos conocimientos literarios, el ingenio más brillante de su nación y el ídolo de las concurrencias: quiso seguir las pisadas de su compatriota La Fontaine, ¿y qué sucedió? Que se burlaron de su obra. No obstante, sus fábulas son infinitamente superiores a las del señor Iriarte, y muchas de ellas se vuelven a leer; pero no dejan de ser un monumento, que aún existe, de la dificultad de esta clase de composiciones y del éxito de aquellos autores que, sin consultar ni sus fuerzas ni la especie de su talento, tengan la imprudencia de dedicarse a ella.




ArribaAbajoNúmero 402. Continuación de las memorias críticas por Cosme Damián

«[...] porque los extranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos.»


(Cervantes, Quijote, Parte I, Cap. XLVIII).                


Hacia los fines del siglo XVIII, esto es, por los años de 1785 publicó en Madrid el señor don Vicente García de la Huerta el Teatro Español, obra proyectada y aun comenzada por varios sabios de la nación: ninguno llegó a superar las dificultades que se ofrecieron en el progreso de esta obra. El desempeño estaba reservado al talento de Huerta. Un ingenio fogoso y sublime, una erudición vasta y exquisita, un juicio recto y «despreocupado», juntos a un atrevimiento el más feliz del mundo, le hicieron abrazar tan agigantada empresa y hallarla muy inferior a sus fuerzas.

Los ingenios frívolos y «transpirenaicos» se persuadirán que, cuando uno de los primeros luminares de una nación culta, publica al fin de un siglo, como el décimo octavo, lo que llaman teatro de ella, «para vindicarle de las invectivas y calumnias de los que han tenido la desgracia de no conocerle», no insertará en él sino aquellos dramas que encuentre conformes a las reglas: si no los halla, corregirá los que tuviesen menos que reformar; y si el señor colector no hiciese lo uno, ni lo otro, procurará persuadir que las tales reglas no son más que una mera convención de capricho, a que no deben de manera alguna sujetarse los sublimes centelleantes genios de la «feraz» España. Esto es, ni más ni menos, lo que promete un teatro, que se anuncia vindicado por el señor don Vicente; pero ¿es esto lo que ha hecho el susodicho señor? Ni esto, ni aquello, ni lo otro.

«Lo primero, esto es, insertar dramas conforme a las reglas», no pudo hacerlo: no hay que echarle la culpa. Tenemos la dicha de vivir en unos tiempos en que los simples nombres han perdido su autoridad, por más que respetemos los de los Nasarres, Lampillas y otros que han querido hacernos creer que se encontrarían entre nosotros comedias regulares, nos tomamos la licencia de suspender el juicio hasta que algún zahorí literario llegue, por dicha nuestra, a desenterrarlas del profundo olvido en que yacen. Entre tanto, el señor colector no debe ser responsable, bástale desear de todo su corazón que sea cierto, como hacemos cuando las buscamos en vano.

«Lo segundo, esto es, corregir los más fáciles de reformar», no quiso hacerlo el señor colector, porque... no quiso hacerlo; pues que «siendo tan fáciles de corregir los defectos con las reglas del arte, sabidas por cualquiera que las estudia», dejó esta bagatela de encargo al cuidado del señor catedrático Ayala.

Sábese por noticias últimamente recibidas de los Campos Elíseos, que al esparcirse en ellos el rumor de que iba a publicarse en España un teatro vindicado, los Lopes, Calderones, Moretos, Solises, Cañizares, etc., más celosos de su propia gloria que del honor de la nación, se asustaron y acongojaron con mortales ansias, temiendo era ya llegado el terrible día, en que el clamor de sus rivales y la justicia de la patria iban a llamarlos a que compareciesen ante el tribunal de la razón para responder del cargo de haber adoptado, promovido, acreditado, y hecho casi invencible la forma viciosa de nuestro teatro; y sobre todo, de haber burlado las intenciones de la naturaleza que, concediéndoles tan generosamente los primeros de sus dones como quien se los derrama con el cuerno de la abundancia, no quiso con todo ello eximirles de consultar las sabias reglas del arte, para que jamás se dejasen arrebatar de ningún extravagante delirio. Pero, gracias al señor don Vicente, la temida borrasca se disipó en breve; restituyose la dulce paz a aquella mansión tranquila, y vieron con admiración los venerables patriarcas de nuestro teatro, que aún conservan entre los sabios, digo, entre los hombrones de su patria, un fiel sectario de sus máximas, que, lejos de doblar la rodilla delante de la flaca y miserable deidad que llaman «orden», levanta la cerviz, enarbola el garrote, y apalea a cuantos jamás se apartan de tributarla los cultos que la son debidos.

Sólo quedaba, pues, al señor don Vicente el medio de recusar la autoridad de las reglas, y probar, que las producciones del ingenio no deben estar sujetas a los principios del arte; que es propio de niños esto de dejarse llevar por la mano, y de esclavos el verse cautivados en los estrechos límites de la exactitud; que el genio es superior a las reglas; que éstas son obra de los hombres; que los pretendidos legisladores del teatro no tuvieron privilegio alguno sobre el resto de los humanos para imponerles un yugo contrario a la natural libertad, y que, en fin, los poetas no son unos miserables vasallos de la triste y severa «razón», sino los más brillantes cortesanos de la noble y generosa imaginación, su reina y señora natural.

Unida entonces esta opinión del señor Huerta a la de los Shakespeares, La Mottes, Youngs, etc. etc., la habría dado tanto peso que, desde aquel momento, el mismísimo Apolo la hubiera publicado con trompeta, cabalgando en el Pegaso.

Porque a la verdad, ¿qué pudieran oponerla ni los maestrazgos griegos, ni los frívolos «transpirenaicos», ni sus serviles imitadores? Dirían solamente, que debe el hombre dejarse guiar antes que precipitarse; que el «orden» es la ley primera, primer principio de todas las cosas; que sin él no puede haber belleza, ni perfección; que el que se ha querido dar a cada clase de composición dramática está fundado en la continuada y profunda observación de la naturaleza y del verdadero origen de los sentimientos o afectos humanos, considerados con respecto a la situación en que se intenta colocar al hombre; que estas leyes son eternas, universales, propias de todos los tiempos y países; de que ninguno tiene, a lo menos hasta ahora, privilegio de dispensarse; y que, finalmente, el plan, el interés y la invención de cualquiera de estas composiciones deben sujetarse a los principios invariables ya señalados, quedando sólo al autor la libertad en la distribución de los adornos de cada parte, según las circunstancias particulares del objeto que se propone y del carácter de aquellos a quienes se dirige.

Pero, ¡oh, qué pobres y mezquinos discursos parecerían éstos al señor Huerta! ¡Qué poco dejaría de reconocer en ellos aquella «insulsez, aquella frivolidad transpirenaica», propia de «gentes criadas en tierras pantanosas, faltas de azufres, sales y sustancias, y poco favorecidas del calor de Febo!»

Tenemos, pues, aquí lo que el señor colector no hizo, porque no pudo, porque no quiso o porque no supo. Examinemos, pues, lo que hizo el buen don Vicente García.

Dividió su gran colección en tres partes: primera de «figurón»; segunda de «capa y espada»; tercera «heroicas». Dio una ligera noticia relativa a las circunstancias de cada autor, puso su respectivo argumento a cada una de ellas, y hétele el Theatro Hespañol por don Vicente García de la Huerta.

No obstante, se debe confesar que, aunque el señor Huerta (por explicarme así) no hizo maldita la cosa de lo que debió hacer, no por eso dejó de mostrarse bastantemente inclinado a abrazar el partido de desembarazarse de cuando en cuando de las reglas: conoce muy bien, que es una ganga esto de seguir en todo el sistema de la libertad; y que, de más a más, si en asuntos literarios se dejase todo el mundo conducir por su instinto y por la influencia del clima, nosotros, que vivimos en uno tan parecido y aun ventajoso al de la Grecia, ¿qué partido sacaríamos de esta dichosa novedad? ¡Feliz España entonces, que, sin más trabajo que abrir la boca tus ingeniosos hijos para recibir el ambiente puro, templado, impregnado de sales y aromas exhalados de las odoríferas plantas de tu sustancioso suelo; que sin más trabajo, digo, que ofrecer cada uno su mollera a los ardientes rayos de Febo, darías nuevo pábulo a aquel divino fuego con que nacen, y abrasarían hasta reducir a cenizas con sus centelleantes producciones tanto volumen de insipidez y frivolidad «transpirenaica», como hoy corre entre nosotros por los ignorantes Voltaires, Corneilles, Racines, Molières, etc., etc.!

¡Entonces, entonces, sí, que los frutos del ingenio, considerados, por decirlo así, físicamente, pues que en ellos sólo contaríamos con la influencia del clima; entonces, vuelvo a decir una y mil veces, entonces, sí, que las producciones de nuestra imaginación serían garrafales! La misma diferencia habría de una comedia francesa a otra española, que la que va de un melón de Valencia a otro melón de Burdeos, o de un cuerno de Medellín a otro cuerno de Oleron.

Establecido este principio, hubiera quedado airoso nuestro teatro, y podría considerársele como vindicado de la justa acusación y defecto capital que se le censura, no sólo por los extranjeros, sino por los juiciosos y «despreocupados» españoles, sin excluir de esta clase a muchos de nuestros mismos poetas dramáticos. Lo demás es inútil, es superfluo, en una palabra, es predicar a convertidos. Los sabios extranjeros están bien persuadidos de que nuestro teatro contiene bellezas y sublimidades. Los príncipes de su Cómica han procurado aprovecharse de la prodigiosa invención de los nuestros, y se han inmortalizado, sin más que reducirla a las reglas del arte. ¿Quién hay entre ellos que lea a Calderón, y no se vea como forzado a confesarle aquella sublimidad, que caracteriza de superior al de todos los demás cómicos el ingenio del dramático español?

¿A quién que posea nuestra habla se le ocultarán las gracias y sales, y aun el felicísimo e inimitable diálogo de cualquiera de las comedias de nuestros primeros autores? ¿Qué literato no conocerá que nada hay comparable en el teatro francés, ni aún el griego, a la viveza del colorido y la expresión de la verdad con que se hallan retratados en nuestras comedias de «figurón» algunos de los diferentes caracteres ridículos y extravagantes de los hombres?

Seamos, pues, sinceros: confesemos las ventajas y desventajas de nuestro teatro; hagamos saber al mundo ilustrado, que en España no todos hacemos apologías del error y del disparate; y si el señor colector, después de lo dicho, aún insiste en amontonar comedia sobre comedia, y volumen sobre volumen, el autor de estas Memorias tendrá el honor de presentarle aquí un modelo, por el cual sin tomarse el trabajo (como no debe) de leer enteramente las comedias de su colección, y sólo con una ligera noticia de su argumento, pueda vindicarlas, por más delirios y extravagancias que contengan.

HAMLET,

TRAGEDIA POR SHAKESPEARE

Crítica: Hamlet y su amante se vuelven locos uno tras otro.

Apología: No hay cosa más natural que volverse locos dos amantes uno tras otro.

Crítica: Mata el príncipe al padre de su amante, creyendo que es una rata.

Apología: Ya se ve ¡si estaba loco!

Crítica: La heroína se arroja bonitamente al río.

Apología: Aun teniendo juicio lo debía hacer así.

Crítica: Abren la sepultura en el teatro.

Apología: Y siendo necesario el abrirla, ¿dónde había de ser?

Crítica: Las calaveras andan de mano en mano, como si fueran manzanas.

Apología: En las sepulturas vienen como nacidas las calaveras.

Crítica: Entretanto un actor, como que no hace nada, conquista la Polonia.

Apología: Nadie ha determinado tiempo, ni lugar para las conquistas.

Crítica: Finalmente, se hace del teatro taberna, bebiendo, gritando, riñendo y acabando con la patarata de matarse.

Apología: A más que en Inglaterra hay tabernas heroicas, o a lo menos condecoradas y ennoblecidas, de modo que puedan hacer su papel en una tragedia, esto no es otra cosa que imitar la naturaleza de las costumbres nacionales.

Si con tanta facilidad, pues, señor don Vicente, puede vindicarse tan completamente el mérito dramático de una de las piezas más célebres y más criticadas del teatro inglés; y si el autor de estas Memorias se lisonjea de que la Gran Bretaña le recompensará el importante servicio que acaba de hacerla en la insinuada apología, ¿por qué no podrá hacer otro tanto el señor Huerta, imitando este modelo en su colección? ¿Y qué no deberá prometerse del generoso agradecimiento de su patria?

Pero hablemos sencillamente. El que escribe estas Memorias conoce y respeta el distinguido mérito literario del señor don Vicente García de la Huerta; y protesta, en honor de la verdad, que si poseyese los conocimientos dramáticos que el autor de la Raquel, no cedería al señor catedrático Ayala, ni a otro alguno la gloria de arreglar un teatro, que, corregido, sería en la parte cómica, sin exageración, infinitamente superior a todos cuantos se conocen.

(Se continuará).

Con las licencias necesarias.




ArribaAbajoNúmero 403

Recomendamos al señor coleccionista Huerta el siguiente pasaje de comedia para que adorne su colección y deje con la boca abierta a los franceses y a la «imbecilidad» de los demás extranjeros. Conocida la erudición del señor colector, no podemos dudar que sabe de qué comedia es el trozo que le recordamos.

Estando el Cid en el teatro discurriendo con sus capitanes el modo con que asaltarían a Valencia, que estaba requerida y con la brecha abierta, no teniendo los cristianos paciencia para esperar, la embisten y arman una formidable batalla, que no se ve, porque es detrás de las decoraciones; pero es tanta la grita, ruido de armas, tambores, clarines, etc., que se oye desde una legua; y dice el Cid a sus capitanes:

CID
Capitanes y nobles caballeros,
para ahora se hicieron los aceros.
Esta es Valencia, a quien el Turia baña,
noble tesón de nuestra madre España,
firme atalaya de las ondas bellas;
hoy con valor previsto,
pues peleamos por la fe de Cristo,
sus muros asaltemos;
y el Alcorán de su ciudad echemos.

 (Vase.) 



Pensarase que luego le siguen los capitanes, pero no es cosa de eso, sin manifestar cada uno al público su arrogancia, y habilidad en componer una octava; y así empieza Martín Peláez y dice:

PELÁEZ
Si como ostenta esta soberbia cumbre
veinte mil agarenos ostentara
rayos forjados en la etérea lumbre,
por ellos con valor me abalanzara;
y si toda la inmensa pesadumbre
de moros el Olimpo granizara,
aquí formaran ecos,
y espiraran en Túnez y en Marruecos.

  (Vase.) 

ALVAR FÁÑEZ
Si al trepar por la escala, intempestiva
nave del Ponto moros despidiera,
y llovieran adargas desde arriba
los polos donde el Etna se encendiera,
con esta por la esfera sucesiva
tantas cabezas moras dividiera
que imaginara la región más vana,
que llovían las nubes sangre humana.

 (Vase.) 

LAÍN
Si a diluvios el África oprimida
por las almenas moros arrojara,
coronando su aljaba no vencida
de monstruos que el abismo desatara,
con esta espada de valor regida,
tantos cuerpos alarbes destroncara,
que al eco horrible de los ecos broncos
se arrancaran los ejes de los troncos.

 (Vase.) 



En premio de este mi trabajo no pido la crítica de este pasaje, pero sí el que me hagas el favor de ir un día a casa de Antón el boticario, y metiendo en un alambique todo este montón de Blictiris, me avises la cantidad de la quintaesencia que sacares [...]




ArribaAbajo Carta sobre el teatro

Discurso XCII



«Corrige, sodes, hoc [...] et hoc.»


[«Remedio pon en esto y en aquello.»]


(Horacio, Arte Poética, v. 438).                


Muy señor mío: Pues vuestra merced pretende ser tenido por hombre singular, permítame que le diga que se va saliendo con la suya, y que cada día fortifica más y más esta idea en el espíritu de sus lectores1 En cuanto a mí, sé decir que en mi vida he visto otro que reúna en sí tantos ni tan encontrados caracteres: severo y tolerante, humano y riguroso, cobarde y temerario, incrédulo y devoto, filósofo y libertino. Vuestra merced ha sabido amigar las cosas más opuestas y contrarias, y ofrecerse al público de la Corte como un ente tan extraordinario que, si no tuviese el uso de la palabra y de la mano, sería de seguro reputado por un animal de especie desconocida, y digno de entrar por nota en la nueva Historia del señor Clavijo.

Sea lo que fuere de esto, vuestra merced no podrá negar a uno de sus lectores, y acaso de sus apasionados, que le eche en cara la parcialidad que va descubriendo en ciertos asuntos, y que le note seriamente este defecto, confirmado cada día por lo que dice y por lo que calla. En efecto, vuestra merced que, por una parte, se desata, se desenfrena contra los altareros, las cofradías, los villancicos, en una palabra, contra las cosas más tremendas de nuestra sagrada religión, y, por otra, nec ullum verbum de las casas de juego, las fondas, las botillerías, y otros mil lugares donde celebran sus mercados la corrupción y el desenfreno, ¿se atreverá a blasonar de imparcial y querrá ser tenido por el Catón de nuestro siglo?

Me dirá que no se ha de censurar todo en un día: que estos artículos se hallan notados con ojo al margen en su libro verde; que al cabo les llegará su semana, como quien dice su san Martín; que es menester curar las ideas antes de hacer la guerra a las costumbres; y en fin, que si se ha de tratar de las cosas oportunamente, es preciso hablar de chascos en Carnestolendas, de mamantones en Pascua, de pitos por las Ferias, y de belenes por Navidad.

¡Lindamente! La apología no puede ser más completa, y yo la admitiría sin reparo si no conociese que hay materias tan cotidianas, tan generales, de tan extendidas relaciones, que se debe estar continuamente hablando de ellas. Tal es, por ejemplo, el teatro tan respetado (no se por qué) o tan temido en los papeles censorios. Sin embargo, ningún objeto es más importante, más digno de censura, ni más necesitado de ella. El crédito, y acaso la felicidad de la nación: las ideas, los usos, las costumbres de sus individuos, la honestidad, la humanidad, la sólida piedad, la verdadera gloria, el honor, el patriotismo, todas las virtudes naturales, morales y civiles se interesan en su reforma, y claman altamente por ella. No hay condición, estado, edad, ni sexo que no le frecuente, que no reciba en él lecciones, y que no pueda beber en esta fuente o la ponzoña del error, o las aguas de la buena y saludable doctrina. Pues ¿cómo podremos disculpar el silencio y la parcialidad de vuestra merced en este punto?

Y a fe que no vendrá de falta de materia, porque ¿cuánto tendría vuestra merced que notar en el teatro si le observase como un establecimiento político?, ¿cuánto si le considerase en sus relaciones morales?, ¿cuánto si le examinase como un objeto de literatura?, ¿cuánto si hubiese de hablar de la ilustración de los que le gobiernan, de la educación de los que le componen, del discernimiento de los que le frecuentan?, ¿cuánto, en fin, si hubiese de pasar revista a los dramas que representa, a los accesorios con que los adorna, y a las varias artes que emplea en su invención y ejecución?

¡Y ojalá que en este objeto no se descubriesen más vicios que los que andan unidos con su naturaleza! ¡Ojalá que, perfeccionado el teatro hasta donde nuestras luces y nuestra constitución lo permitan, no tuviese vuestra merced que hacer frente a otros abusos que a aquellos con que sólo está reñida una filosofía austera e intolerante! Entonces yo sería el primero que disculpase su silencio. Si un buen teatro es un mal, diría yo que debía tolerarse como un mal necesario, como un remedio saludable para evitar otros mayores males. Aquel gran filósofo ginebrino, tan declarado enemigo de la escena, solía decir que los teatros eran indispensables en las ciudades populosas; y es menester no conocer a los hombres o interesarse poco en su tranquilidad, para pensar de otro modo.

Pero, señor Censor, nuestro teatro no se halla en este caso. Es preciso reformarle o destruirle. Como hoy está no produce el bien que pudiera disculparle, y causa muchos perjuicios que le hacen insufrible. Es, pues, necesario levantar contra él el grito, y yo estoy empeñado en ello. Voy a proponer a vuestra merced un plan que he trabajado con este objeto, un plan digno de la gravedad del mal, de la importancia del remedio, y de la reputación del empírico que debe aplicarle.

Ante todas cosas me ha de reservar vuestra merced desde ahora para en adelante un jueves cada mes, por lo menos, para tratar de este importante y fecundísimo objeto, y le cedo de buena gana todos los demás para hablar en ellos, aunque sea de nigromantes y energúmenos. Este método tendrá dos grandes ventajas: primera, que no se fastidien los lectores con la frecuente repetición de un mismo asunto; segunda, tratar en orden y método de cada abuso relativo al teatro. A este fin dividiremos la materia por la serie de los meses. Yo no haré otra cosa que apuntar las especies, y queda a cargo de vuestra merced el sazonarlas, que a fe que para ello se pinta solo.


Enero: dramas

La elección de los dramas que se ofrecen al público debiera ser uno de los primeros cuidados de nuestra policía. De tres objetos que pueden proponerse los que gobiernan un teatro, a saber: enseñar, cultivar y entretener, por lo común se cuida sólo del último. Si por el contrario se cuidase de los primeros se lograrían todos. Los dramas mejores, absolutamente hablando, son siempre los que más divierten: y es hacer una horrenda injuria a nuestro pueblo el asegurar que sólo se le puede divertir con representaciones torpes, groseras o ridículas.

Por esto es menester preferir aquellos dramas en que nada hay contra la honestidad, ni las buenas costumbres, y desterrar todos los que las destruyen, todos los que fomentan la falta de amor y respeto a los padres, la irreverencia a la justicia, y a las leyes, el orgullo, el falso pundonor, la liviandad, y el desenfreno. Estos vicios sólo deben aparecer sobre la escena para ser silbados o corregidos.

Sé muy bien que nuestras mejores comedias son un poco achacosas en este punto, y si alguno quisiere sostener lo contrario, que se las haya en el otro mundo con el buen viejo de Nasarre. Pero en fin, mientras no produzcamos cosa mejor, entresaquemos las menos malas, y enviemos las demás al fuego. Sin embargo, prevengo a vuestra merced que para este escrutinio no me ha de contar con el colector del Theatro Hespañol que según sospecho, no tiene para el caso las mejores narices y podría conceder inmunidad a muchas piezas dignas de ser echadas al corral. No basta que el teatro instruya, es menester también que pula y que cultive, quiero decir: que dé buenas máximas de educación y conducta, que enseñe a respetar las clases que componen un estado, que inspire a cada una el amor a sus deberes, que haga conocer cuánto valen en el uso del mundo el decoro, la cortesanía, la afabilidad, y haga apreciar la generosidad, el candor, la veracidad, la buena fe, el recato, el recogimiento, la aplicación al trabajo, y otras mil virtudes civiles que, por lo común, tienen en poco los ignorantes y orgullosos

Sobre todo, levante vuestra merced el grito contra cierta especie de comediones que se van haciendo de moda, escritos contra la voluntad del dios del Pindo y representados contra el dictamen de los doctores del buen gusto: dramas sin invención, sin interés, sin poesía, sin lenguaje, en una palabra, sin pies ni cabeza, donde todo es trivial o chabacano, todo común y cien mil veces repetido; donde siempre hay un príncipe criado entre las cabras, un rey tonto, un traidor en privanza, amantes que se esconden, que se pierden, que se cambian, y no se conocen en la voz cuando están a oscuras; cartas olvidadas, retratos perdidos, oráculos casuales, venenos que no inficionan, cuchilladas que no matan, azares, agüeros, desafíos, y diabluras hasta dejárselo de sobra.

Ni hay que pasar en blanco las comedias y tragedias en que se representan acciones tomadas de la mitología, o bien de la historia griega, romana, etc. ¿Qué tienen que ver con nosotros la religión, la moral, las leyes, ni las costumbres de estos pueblos? Sus virtudes no nos servirán de provecho, y sus vicios nos corromperán tan lindamente. Fuera de que están llenas de insurrecciones, de tiranías, de regicidios, de adulterios, de raptos, y otros mil acaecimientos que no siempre quedan castigados según las leyes de la dramática, y mucho menos según los principios de la buena política. ¿Cuánto mejor sería buscar las acciones de nuestra escena dentro de casa y celebrar, según el precepto de Horacio, las glorias domésticas? ¿Por ventura es tan estéril nuestra historia que no pueda ofrecer modelos con que excitar al ejercicio de las virtudes?

Pero por Dios, señor Censor, que no me quite vuestra merced de nuestras tablas las zarzuelas, porque les soy furiosamente apasionado. Este drama, acaso el único que se pudiera hacer peculiar de nuestro teatro: el único en que se reúnen también la poesía y la música, el chiste cómico y las gracias líricas, merecía ciertamente ser cultivado de nuestros mejores ingenios. Basta que vuestra merced me destierre de ellos los criados rateros, los abates tontos o enamorados, los pillos, los truhanes, los mendigos, y otros semejantes espantajos, cuya intervención no puede dejar de afear y deslucir la escena.

¡Ah!, se me olvidaba. De las follas diga vuestra merced cuanto se le antoje, con tal que no las recomiende, porque reñiremos. No puedo ver de mis ojos esta pepitoria de tragedia, comedia, zarzuela, de declamación, de bailes y de música, de acciones, de escenas, y de lances, sin unidad, sin serie, y sin orden. Así que podrá vuestra merced zurrarlas la badana a su sabor y, si acaso lograre desterrarlas entre nosotros, servitor, y nunca ellas acá vuelvan.




Febrero: sainetes

Este mes, señor Censor, será destinado para los intermedios, pero, pues los hay de representado y de música, dejaremos los segundos para otro día que harto nos darán que hacer los primeros.

Aquí, amigo mío, es menester herir sin lástima y caiga el que cayere. ¡Qué confusión, qué desorden no presenta este asunto a un imparcial observador! Las majas, los truhanes, los tunos, héroes dignos de nuestros dramas populares, salen a la escena con toda la pompa de su carácter y se pintan con toda la energía del descaro y la insolencia picaresca. Sus costumbres se aplauden, sus vicios se canonizan o se disculpan, y sus insultos se celebran, y se encaraman a las nubes. Vuestra merced los ve representar siempre encumbrados, siempre provocativos, siempre irreverentes con la justicia, siempre insolentes con la nobleza. ¡Qué mofa, qué burlas, qué escarnio no sufren de su parte los que llaman usías! Jamás los verá vuestra merced que no salgan silbados, escarnecidos y apaleados. ¡Qué ideas no tomará de aquí un pueblo que sólo pudiera recibir en la escena principios de urbanidad y policía! ¿Y quién duda que a estos modelos se debe también aquel resabio de majismo, que afecta hasta las personas más ilustres de la corte?

Compare vuestra merced, pues, la preferencia que se inspira a este traje y modales truhanescos con el escarnio que se hace de nuestros trajes y estilos. ¿Qué razón hay por ejemplo para ridiculizar el traje de abate, admitido en el uso de las naciones más cultas, autorizado con el ejemplo de las personas más condecoradas, y en ninguna manera merecedor de menosprecio?

Lo mismo digo en cuanto a ciertas profesiones, que son frecuente objeto de la invectiva de nuestros sainetes: ¿Es posible que nunca se ha de pintar un médico que no sea ignorante y vilmente interesado?, ¿un abogado que no sea prevaricador?, ¿un escribano que no sea falsario?, ¿un alguacil que no sea ladrón? ¿No es esto adular las preocupaciones populares que se debieran combatir? ¿No es esto envilecer las más honradas profesiones? ¿No es esto llenar de rubor a los dignos ciudadanos que las ejercen?




Marzo: cuaresma

Como en este mes tienen nuestros cómicos sus ferias cuadragesimales, podrá vuestra merced dejarle en claro en sus papeles, y a todo más decir alguna cosa de los bailarines de cuerda y saltimbanquis valencianos; y a fe que, si vuestra merced quiere pescudar esta especie de espectáculos plebeyos, no le faltará materia para ejercitar su censura.




Abril: tonadillas

Vuelve con la Pascua el teatro, y nosotros volveremos de refresco a la carga empezando con los intermedios de música, conocidos por el nombre de tonadillas. En ellas verá vuestra merced compendiados todos los vicios de nuestros sainetes, amén de otros muchos que les son peculiares. Éste sí que es el imperio donde dominan las majas y los majos. Las naranjeras, rabaneras, vendedoras de frutas, flores y pescados, dieron origen a estos pequeños melodramas; entraron después en ellos los cortejos, los abates, los militares y las alcahuetas, pero los majos faltan rarísima vez de estas composiciones. Por fin, cansados de inventar, los poetas han puesto su doctrina en boca de los mismos cómicos, y para asegurar la ilusión, Garrido, Tadeo y la Polonia nos cantan sus amores, sus deseos, sus cuidados, y sus extravagancias; y alguna vez, usurpándole a vuestra merced su oficio, definen las costumbres públicas, y se desenfrenan contra los vicios. Pero ¡cuán suaves y templadas son sus sátiras! Allí verá vuestra merced tratadas a las usías de locas, a los mayorazgos de burros, a los abates de alcahuetes, a las mujeres de zorras, y a los maridos de cabrones. Analice vuestra merced como quiera nuestras tonadillas y hallará que no son otra cosa.

A esta buena doctrina son ciertamente correspondientes el lenguaje y la poesía. No deje vuestra merced de entresacar una porción de pasajes bien escogidos, y añadirlos por apéndice a su Psalterio Hespañol, mientras el señor Huerta corona su admirable colección, publicando un tomo entero de tonadillas para acreditar a todo el mundo que tampoco en este punto están las naciones más cultas a la par de la nuestra.




Mayo: música

De propósito no he hablado antes de la música de las tonadillas, porque se debe reservar un papel para tratar en general de la música de teatro. No hablo de la orquesta, que llena muy decentemente su oficio, sino de la música cantable. Guárdese vuestra merced de buscar en esta invención, orden, sistema: no busque armonía, melodía, expresión; no busque proporción entre los tonos y los sentimientos, entre las palabras y los sonidos, entre el corazón y los labios, porque ciertamente nada de esto hallará. Tales delicadezas serán muy buenas para otras partes, pero nosotros somos demasiado serios para gastar el tiempo en ellas. Nuestros músicos son en este punto muy discretos, toman de todas partes lo mejor que encuentran, y al lado de un pasaje de La Frasquetana encajan otro del Stabat Mater del Pergolesi, para que haya de todo y nadie quede descontento. Si estos remiendos están mal zurcidos importa muy poco. ¿Quién será capaz de conocerlo o extrañarlo, cuando nuestras orejas están hechas a todo? Gluck, Haydn, Puccini, son los mauleros que los proveen de retales, y ellos son tan buenos que parecerían bien, aunque sea en vestido de arlequín. Sobre todo, para cantar cuatro verdades de Perogrullo, cuatro sentencias de bodegón y cuatro desvergüenzas como el puño, que es a lo que se reduce la poesía de nuestras tonadillas. Ya ve vuestra merced que sería un desatino andarse a caza de primores musicales.

El bueno de Misón había abierto una senda, que cuidadosamente seguida pudiera llevarnos a la gloria de tener una música nacional; pero sus sucesores se han extraviado de ella, se han desdeñado de imitarle y han hecho muy bien, porque esto cuesta mucho, y vale poco. Los modernos, que quieren reformarlo todo, pueden guardar este proyecto para cuando los músicos sean matemáticos, los poetas filósofos, y se verifique el milagro de que se acuerden entre sí.




Junio: decoración

A la música sigue naturalmente la decoración, que se puede llamar la música de los ojos. También en esta parte se pudiera atender al tono, a la armonía, a la expresión, partes esenciales de la pintura. Pero eso sería hablar de la mar. Por fortuna, duran todavía en nuestro teatro aquellos admirables lienzos que salieron de la mano de Velázquez y Villanueva, y que hacen la delicia de los hombres de gusto, a pesar del descuido con que se han tratado y del necio empeño de sustituirles otros de inferior mérito, en lugar de renovarlos, de copiarlos, y aun de abrirlos en láminas para que nunca se perdieran: ¡y qué monstruos no se presentan alguna vez al lado de ellos!, ¡qué arquitectura tan bárbara y desconocida, donde ni se admira la sencillez griega, ni la majestad latina, ni la ligereza gótica, ni la graciosa confusión arabesca!, ¡qué escultura tan digna de su compañera!, ¡qué perspectiva!, ¡qué simetría!, ¡qué dibujo!, ¡qué colorido! Todo es por cierto digno de los siglos más bárbaros, todo capaz de hacernos pasar por acreedores a haber vivido en ellos.




Julio: máquinas

Ciertamente que en este punto tendrá vuestra merced muy poco que reparar. Los cambios de escenas, los vuelos, las zambullidas, y las transformaciones mágicas son de lo mejor que puede ejecutarse. Es verdad que el arte sólo trata de que la operación sea segura, sin hacer caso de la prontitud, la ligereza, la propiedad, y otras cosas que, aunque contribuyen a la ilusión, pudieran también hacer pasar por brujo al tramoyista. Así, si tiene que volar un burro, verá vuestra merced un cuarto de hora antes, la enorme maroma en que ha de ser enganchado; y otro tanto tiempo está abierto el boquerón que ha de vomitar a algún encantador o algún diablo. El crujir de las cuerdas, el golpeo de los contrapesos, el ruido de las ruedas y poleas, y toda la faena de los diestros maquinistas se perciben por lo menos desde las Cuatro Calles. Así se logra que hasta los pájaros de Maudes conozcan cómo se hacen estas diabluras; y reducido el arte a principios fáciles y sencillos, vivimos seguros de que nunca nos falten tramoyistas, y lo que es más, de que la Inquisición se pueda meter con ellos.




Agosto: adorno

El adorno en una parte tan pequeña del teatro, que no es de admirar que no se lleve grande atención; y a la verdad que los defectos en este punto son siempre muy veniales. Que se saque un tintero de peltre o de cuerno para que escriba el Grande Alejandro, o una silla de paja para que se siente el conquistador de Méjico y el Perú, nada quiere decir. Todos saben que el que está allí es un cómico, y que en su casa no tendrá mejores atavíos.

Lo que importa es que los actores lleven buena ropa, porque de ésta no sólo gustan ellos, sino todo el mundo. ¿Hay cosa como ver a una tercera dama, aunque haga el papel de fregona, perfectamente tocada, llena la cabeza de plumas, de airones, y aún de brillantes, vestida con los trajes más nobles y ricos, y ataviada a las mil maravillas? Y no porque no conozcan la propiedad, pues si esa misma tiene que representar a alguna persona humilde, la verá vuestra merced tan llena de arrapiezos, tan andrajosa, tan sucia, que no parece sino que la han sacado con gancho de algún muladar.

Ríase vuestra merced de la propiedad en esto del ornato. El mundo cree que los hombres han sido siempre lo mismo, y no hay cosa más fácil que persuadirle que siempre se han vestido del mismo modo. Así que nada importa que un tetrarca de Jerusalén se vista de militar o de golilla, que la viuda de Héctor lleve ahuecador o guardainfante, ni que el conquistador de la India se presente con sombrero de tres picos y tacones colorados. Lo que importa es que nuestros paisanos se vistan precisamente a la española antigua, y que desde don Pelayo hasta los Reyes Católicos lleven todos el traje borgoñón, conocido desde Felipe el Hermoso, y que por lo menos se usó generalmente en España desde Felipe II basta Felipe IV.




Septiembre: modulación

En esta materia podría vuestra merced hablar un año entero. Los modernos nos van echando a perder y es menester salirles al paso. Nada importa que nuestros cómicos griten, bramen, o aúllen, con tal que tengan buenos pulmones; lo que sí importa es que no se les pierda una sílaba ni en el último asiento de la tertulia. También podrán levantar extraordinariamente el grito, o para que los chisperos se preparen al aplauso convenido de antemano, o porque, teniendo que hablar cinco o seis personas a la vez, no podrán ser entendidas si no se desgañita cada una por su lado. Por lo mismo es un disparate pedirles que se entonen unos con otros: como si fuese fácil que el que está acostumbrado a ahuecar la voz, porque no le han enseñado otra cosa, la templase siempre y cuando el paso o la ocasión lo pidiese. ¿No es esto pedir imposibles? Los críticos de moda creen que la modulación es una cosa necesaria en el teatro, y que además se deben acordar las voces de los que representan, como se entonan los cañones de un órgano para que sus sonidos no descalabren el oído. Vea vuestra merced como estas opiniones transpirenaicas se quieren meter en todo, y llenar de ridiculeces nuestras tablas. Dios le libre a vuestra merced de semejante contagio. Vuestra merced que es hombre despreocupado debe hacer justicia a todos, y en esta parte ser censor de los injustos censores del teatro.




Octubre: acción y gesto

Hay un artículo en que debo implorar más particularmente el celo de vuestra merced y es en lo que toca a la acción de nuestros cómicos. No parece sino que pretenden que se estudie este punto en Quintiliano, como si nuestros cómicos tuvieran que hablar en estrados o predicar sobre algún púlpito. Entre tanto se va acabando entre nosotros aquel maravilloso arte de pintar la naturaleza en el aire con las puntas de los dedos, en que fueron tan excelentes nuestros viejos comediantes. Veríalos vuestra merced retratar al vivo el sol y la luna, los mares y los montes, los ríos y las parleras fuentecillas, las fieras luchas de los animales, los desafíos, las batallas, y hasta los más íntimos sentimientos del corazón humano. Sabe vuestra merced muy bien que no ha sido otro en ningún tiempo el uso de la acción en la representación dramática y, habiendo excedido en este punto a los antiguos cómicos y oradores, a los Cicerones y a los Roscios, quieren todavía los modernos que sustituyamos a esta gloria el pausado y soporífero manoteo de los franceses.

Otro tanto se puede decir del gesto: yo no veo por qué una cómica ha de llorar cuando tiene gana de reír, ni ha de presentar un semblante ceñudo y desabrido, cuando debe tratar de parecer bien a todo el mundo. Si el paso pide lágrimas, a bien que cumplirá con sacar el pañuelo y acercársele un tanto cuanto a los ojos; y si pide furias y enojos, bastará que levante un poco el grito y mueva aceleradamente el abanico. Con eso, más que conserve siempre su cara de risa, que así me las quiero yo.




Noviembre: decencia

Este asunto, señor Censor, merece ser tratado muy de propósito. Tiene dos partes, puesto que la decencia puede considerarse con respeto al decoro, a la urbanidad, a la buena crianza, en una palabra, a todo lo que se llama bien parecer; o con particular respeto a la honestidad. En el primer sentido, exige de parte de los cómicos una gran consideración hacia el público que tienen presente, ya porque son unos ministros suyos destinados y pagados por el gobierno para entretenerle, y ya porque, considerados los espectadores como una asamblea de ciudadanos en que se reúnen todas las clases, estados, y profesiones, son dignos del mayor respeto. Por tanto, ninguna circunspección será demasiada de parte de los actores.

Según estos principios, que se presenten alguna vez nuestros cómicos retozando unos con otros o pellizcándose; que una dama, mientras debe representar lo que exige la circunstancia momentánea del drama, se ocupe en hacer gestos o guiñadas a sus apasionados de la luneta; que el gracioso se entretenga en jugar con los chisperos de la barandilla; que cada uno añada a los versos de su papel algunas gracias de propia cosecha, y otras cositas a este tenor, sería ciertamente muy reprehensible. Decida vuestra merced la especie de castigo que conviene a cada uno de estos excesos.

Menos tolerables serían todavía los que se oponen a la decencia, los meneos y columpios de las majotas, las cabriolas y volteretas de las muchachas, el retintín con que se dicen ciertas expresiones alegres, la afectación con que se procura volver al peor sentido las sentencias equívocas y, en una palabra, todos aquellos artificios con que alguna vez se trata de captar la gracia de la parte más grosera y corrompida del auditorio, con disgusto y rubor de las personas honestas y bien morigeradas. Es tanto más necesario el celo de vuestra merced en este artículo, cuanto él sólo da la principal materia a las justas declamaciones de muchas personas piadosas e ilustradas, que de buena gana disculparían otros defectos al teatro, si a lo menos le viesen reformado en los puntos que dicen relación con la moral y las costumbres.




Diciembre: espectadores

No sólo es necesario el decoro de parte de los cómicos, sino también de la de los espectadores. Aunque cada uno concurra a formar este conjunto, este todo que se llama público tiene como particular la obligación de respetarle y tratarle con circunspección, y observar hacia él todas las reglas y atenciones que exigen la urbanidad y la buena crianza. Así, dejando a un lado los chisperos, gente baladí, pero temible, que silban y aplauden por interés, y en quienes la inclinación o el odio, el aplauso o el vituperio no son un oficio de la razón sino del capricho, gente que convendría desterrar de cuando en cuando al Prado para que compensase en los trabajos del público lo que le incomoda en sus diversiones, cargue vuestra merced la mano: contra aquellos indiscretos que se les parecen, que gritan y se alborotan sin motivo, que turban e interrumpen el espectáculo sin objeto, que no saben disimular los descuidos ni celebrar los aciertos, que aplauden lo malo, y no aciertan a distinguir lo bueno; contra los que van al teatro a ofrecerse en espectáculo, y a atraer hacia sí la vista y la murmuración de los concurrentes; contra los que todo lo acechan, todo lo reparan, se levantan, se sientan, a todos incomodan, se echan de bruces, vuelven las espaldas, entran y salen, hablan, silban, tararean, y en una palabra, contra los que ni respetan al público, ni quieren que el público los tenga por atentos, y bien criados.

Esto baste, señor Censor. Ahí tiene vuestra merced mi Almanaque teatral, que en sus manos se podrá hacer más célebre que los de don Diego de Torres. Ponga vuestra merced manos a la obra para irle anunciando al público completo y mejorado. Con eso nadie creerá que vuestra merced ha hecho alianza con los chorizos o los polacos y, sobre todo, será siempre amigo y apasionado de vuestra merced.

Cosme Damián.

Madrid, año nuevo de 1786.






ArribaAbajoCarta apologética al señor Masson


«¡Ahora sí que están los huevos buenos!»


(Don Tomás de Iriarte, T. I, fáb. XII, p. 23)                


Muy señor mío: Vuestra merced dice en el artículo «España» de la Nueva Enciclopedia que... en resumidas cuentas, para nada somos los españoles.

«Como es muy fácil y muy breve llamar a alguno por ejemplo judío o morisco, y no es tan fácil ni tan breve probar el ofendido que es cristiano viejo, pues aquello no cuesta más que decirlo en dos palabras absolutas, y esto cuesta revolver papeles antiguos, hacer informaciones y escribir mucho para informar la verdad», ha sido preciso escribir para responder a usted más que escribió el señor Iriarte para contestar a don Juan Sedano.2

Pero no está aquí el mal. Como el fundamento de nuestras Apologías estriba en cosas pasadas es preciso que todo el gasto lo haga la Historia, y como la Historia no puede pasar de una extrema probabilidad, y hoy sólo creemos demostraciones matemáticas, hechos vivos, hechos permanentes, escribiremos Apologías, leeremos, persuadiremos, gritaremos y, mientras no le vendamos a vuestra merced mejores y más baratos los paños de Guadalajara que los de Abbeville, todo será lo mismo que escribir Epístolas crítico-parenéticas a don Pablo Segarra.3

Sin embargo, nuestras glorias pasadas me hacen muchísimas cosquillas: apenas puedo pasar en silencio el venturoso tiempo que nos dio este proverbio:


Porque en diciendo Españoles,
todas las Naciones tiemblan.


Quisiera dar libertad a mi pluma, y contar algo más de lo dicho por nuestros apologistas; pero, ¡oh, siglo incrédulo!, para ti no hay monumentos, no hay ceremonias, no hay pirámides, no hay estatuas que te sirvan de demostración. Usted lo conoce así y usted es tan del siglo, señor Masson, que aunque todos los siglos, todos los escritos y todas las estatuas le den con el caballo de Troya en los ojos, no le harán creer que se fabricó tal bestia en el mundo de cuyas tripas salían hombres como si fuesen hormigas que desamparan procesionalmente un tarro de dulce.

Y pues han de ser demostraciones matemáticas, hechos permanentes, los que desimpresionen a usted y a toda la Europa del concepto en que nos tienen de inútiles, permítame que le presente un hecho, un resultado que acredite lo mucho que, «después de dos, después de cuatro, después de diez siglos» y a fines del diez y ocho deben a la España, no sólo la Europa entera sino todas las naciones del universo.

¿Quiere vuestra merced verlo?, ¿lo quiere usted palpar, señor Masson? Pues ahí va: las obras de don Tomás de Iriarte.

Sí, señor, las obras de Tomás de Iriarte, joven español que aún vive y le conoce todo Madrid: las obras de don Tomás que acaban de salir de la prensa, estas obras, digo, son el resultado, el hecho permanente que ha de servir de impugnación del artículo, y de verdadera apología de nuestra España en el siglo incrédulo y filosófico.

En el tomo I presenta el señor Iriarte a todo el mundo nada menos que el código de la Literatura puesto en apólogos, es decir, que empieza por llenar el Parnaso de


Monas, pulgas, hormigas y ratones,
machos de noria, cerdos y leones.


Como no ha habido griego, latino, francés ni español que haya tenido la gloria de haber introducido esta novedad en los dominios de Apolo, pues que los Aristóteles, Horacios, los Boileaus y los Luzanes no hicieron más que darnos sus reglas a la buena de Dios, se halla ahora el mundo literario con esta ganga que regala gratis el señor don Tomás, no sólo a los españoles, sino aun a los extranjeros mismos.


Quien mis fábulas lea,
sepa también que todas
hablan a mil naciones
no sólo a la española.4


Y, señor Masson, ¿preguntará vuestra merced todavía en su artículo «Qué debemos a la España»?

No falta más sino que, por excusarse ustedes los señores extranjeros del reconocimiento a que quedan obligados, salgan conque en fuerza de una de aquellas leyes de convención, que a cada paso nos hacen creer maravillas, soportamos que los brutos estén en posesión de hablar y darnos lecciones de moral; pero que es muy repugnante al buen gusto que estos mismos personajes carguen ahora con la regencia del Parnaso, y den a las naciones cultas lecciones de Literatura.

Apoyarán ustedes esta disculpa frívola en la autoridad, o mejor diré, en la delicadeza del poeta francés del siglo diez y ocho que se puso de mal humor con Boileau, porque no observó éste en la sátira contra la barahúnda de París el mismo gusto refinado que en su Arte poética, y esto solamente porque introdujo en aquélla ratones, ratas y gatos:


L' un miaule en grondant comme un tigre en furie,
l' autre roule sa voix comme un enfant qui crie;
cé n'est pas tout en cor, les souris et les rats
semblent pour m'eveiller s'entendre avec les chats.


Añadirán ustedes con el mismo poeta, que si Boileau, cuando compuso esta sátira, hubiese vivido entre gentes de un gusto refinado le hubieran aconsejado que emplease su talento en objetos más dignos de una compañía fina e ilustrada que los ratones, las ratas y los gatos.

¡Ah, señor Masson, y qué mal están ustedes si no tienen otra disculpa para no confesar el reconocimiento que deben al señor don Tomás, y por éste a toda la nación española!

Homero, el mismo Homero, autorizó con su ejemplo la idea del señor Iriarte, no en poner a los animales por maestros de la Literatura, pero sí en adornar sus versos con ratas y ranas. ¿Cuántos grandes poetas han imitado en esta parte al griego? El mal no está en valerse de estos personajes, aunque no venga al caso, sino en no saber ennoblecerlos y hacerlos así dignos objetos del gusto más exquisito.

Si Boileau hubiese acertado a ennoblecer los animales de sus cuatro versos, como Iriarte ennoblece sus maestros de Literatura, el poeta francés hubiera dado gracias a su paisano en lugar de criticarle. ¿Cuándo Homero, Fedro, La Fontaine ni Boileau-Despreaux poseyeron el buen gusto en el grado que manifiesta nuestro poeta en la noble pintura que hace de un asno en la fábula XXXVI, página 58?:


Empezó a quitarle
todos los aliños,
y bajo la albarda,
al primer registro,
le hallaron el lomo
asaz mal ferido
con seis mataduras
y tres lobanillos,
amén de dos grietas
y un tumor antiguo [...]


¿Diría el crítico francés que éste no es objeto digno de presentarse entre gentes finas y delicadas? A buen seguro que él mismo, con toda su fina crítica, persuadiría, movería a todos a que se apresurasen a recibir lecciones de buen gusto por un órgano tan propio para comunicarlo como el asno del ejemplo.

Fuera escrúpulos, señor Masson, reciba el mundo literario los maestros que don Tomás le regala, y si aún se nos pregunta «¿qué debemos a la España?» a fe mía que no lo preguntará usted «de aquí a dos, de aquí a cuatro, de aquí a diez siglos» en que ya se habrá sentido la feliz revolución que causará la novedad introducida por el inmortal Iriarte, en todo el universo.5

Mas no solamente logran vuestras mercedes la gran ventaja de tener tales maestros, sino la incomparable de recibir sus primeras lecciones. Pero, ¡qué lecciones!, escúchelas usted, señor enciclopedista: Ningún particular debe ofenderse de lo que se dice en común (Fáb. I, p. 1); Se ha de considerar la calidad de la obra, y no el tiempo que se ha tardado en hacerla (Fáb. II, p. 7); Nunca una obra se acredita tanto de mala como cuando la aplauden los necios (Fáb. III, p. 7); Fácilmente se luce con citar y elogiar a los hombres grandes de la Antigüedad, el mérito está en imitarlos (Fáb. IV, p. 9); etcétera, etcétera, etcétera.

En fin, señor Masson, sesenta y siete son las fábulas y sesenta y siete son las sentencias o preceptos literarios, todos iguales en el mérito y en la enseñanza que encierra cada uno de ellos.

Pero aún es más lo que ustedes nos deben. Como apenas puede haber en este género una obra que comprenda todos los preceptos sin dejar uno, dígalo el mismo Quintiliano, es verosímil que puedan añadirse a los sesenta y siete, algunos más, aunque no igualen a los del señor don Tomás en lo de encerrar verdades útiles; y como por otra parte tienen ustedes ya gratis los maestros en abundancia, y queda el camino abierto a la continuación de las lecciones, podrán ustedes mismos imitar y seguir en lo posible al fin de tan importante objeto. Por ejemplo, dirán ustedes: El que ciñe su estudio a las lenguas griega y latina y a la poesía y la elocuencia es un dómine (Fáb. 1); el que al estudio de las lenguas griega y latina, junte el de las lenguas vivas de las Naciones cultas, y al estudio de la poesía y la elocuencia añade el de la geometría, la filosofía y la historia, es un literato (Fáb. II); el que aplica estos conocimientos a enseñar verdades útiles á los hombres, es un sabio (Fáb. III); el que hace uso de ellos para deleitar o divertir sin instruir útilmente, es un músico (Fáb. IV); etc., etc.

En conclusión, señor enciclopedista, ya le hemos demostrado a usted que las obras de don Tomás Iriarte son el resultado, el hecho cierto que ha de servir de respuesta al artículo de usted y de verdadera Apología de nuestra Nación pues que, dándole en los ojos no más que con la fachada del primer tomo, no puede justamente preguntarnos en adelante: «¿Qué debemos a la España?»

Pero si la emulación que debe excitar en todo extranjero nuestra presente gloria le hiciese a usted (en lugar de besar las Fábulas literarias) le hiciese, digo, morder este precioso libro, como tal vez muerde el niño el pezón que le alimenta, sosiéguese un poco: tome aliento, y prosiga la lectura que se sigue desde El poema de la Música, hasta la carta que sirve de fin al último tomo, y dirigida a don Tomás empieza: Iltmo. Signore, Signore e Padrone colendissimo. Y acaba: Di V. S. Iltma. Divotissimo, obligatissimo servitore vero: Pietro Metastasio.

¿Ha leído usted ya toda la obra?, ¿ha visto usted ese prodigio de poemas serios y jocosos, de diálogos jocosos y serios, de tragedias, comedias, epístolas, sátiras, anacreónticas, églogas y epigramas con todos sus prólogos, advertencias y notas?

Y pues usted los ha visto, sería inútil que yo le encareciese el mérito de tanta pieza como contienen los seis tomos: tan visible es por sí mismo, que fuera en vano detenernos en observarlo. Por otro lado, a pesar de todas las críticas, de todas las Apologías y de todos los análisis que se hacen de las producciones literarias, ellas mismas son las que mejor se critican o se elogian, las que manifiestan sus defectos o perfecciones, su mérito o su demérito; en una palabra, su utilidad o inutilidad, que es la justa balanza en que pesa el valor de las cosas el siglo filosófico.

Mas como por una parte, sin pasar de las Fábulas literarias queda ya vindicada la nación, y por otra quisiera manifestar a usted que no todos los españoles aprobamos todo lo de España, haré aquí algunas ligeras observaciones.

Un poema didáctico no sirve para instruir en el arte de que trata, por más que este género de poesía esté distinguidamente consagrado a la enseñanza. No hay libro elemental que no sea más a propósito para aprender un arte que el mejor poema. El libro elemental comprende todos los principios como que no tiene otro objeto que enseñar. El poema didáctico sólo encierra algunas reglas generales, de modo que venimos a parar en que su principal objeto es deleitar, empezando por admirar al lector con el mérito de la dificultad vencida en la parte técnica, y continuando con agradarle con la amenidad de los episodios y la dulzura y facilidad de los versos.

El señor don Tomás no sería tan temerario que soltase una proposición tan absoluta, y desde luego lo tendrá por herejía literaria, sacándome algún ejemplo para probar mi error, verbi gratia el Arte poética de Horacio. Pero yo me contento con que me conceda alguna razón, como me la concede en el «Prólogo» de su Poema de la música en que en la página 149 dice que no se hallarán en él sino reglas generales, pero se consuela con que lo mismo sucede a Virgilio en sus Geórgicas.

Así, pues, señor Masson, si en El poema de la música no halla usted más de lo que le dijeron Rameau, Rousseau, el Ensayo sobre la unión de la poesía y la música, y otras obras escritas por sus paisanos llenas de filosofía, no se desconsuele, que a lo menos hallará todas las delicias de que es capaz la poesía hermanada con la música en un mismo poema, por la amenidad y belleza de la materia y por la diestra mano que la trata.

Y si aún esto no encontrase usted, verá a lo menos la carta del poeta cesáreo, que escribió al autor en elogio de este poema y está impresa al fin del sexto tomo.6

Perdone usted, señor Masson, si le nombro el Apretón, poema jocoserio, aun para pedirle humildemente que arranque las hojas en que está escrito.

Su autor, cuando lo colocó en sus obras, se olvidó de que éstas podían ser leídas por gentes de buen gusto, por personas de fina educación: en una palabra, no tuvo presente que un escritor habla con el público y que este público es el personaje más respetable. Si no se olvidó de esto y creyó que al hallar en Cervantes, en Molière y en otros hombres célebres algunos ejemplos de esta clase le autorizaba para presentarnos, en una obra literaria, un objeto asqueroso e inmundo, se equivocó groseramente. A más de que hay talentos privilegiados a cuyo mérito se le dispensan ciertas gracias a que no deben aspirar los hombres que no sean de aquella clase superior, debemos advertir que si Cervantes y Molière hubiesen escrito a fines del siglo diez y ocho, hubieran sabido acomodarse al grado de delicadeza a que hoy ha llegado el buen gusto. A pesar de que Molière es el cómico de la Francia, hoy chocan ciertas escenas por algunos defectos de este género, que en otro tiempo eran recibidos como gracias y sales cómicas. Así sucede en la Europa culta con nuestro Quijote en «la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada».

Todo esto lo conozco y lo confieso con rubor, señor Masson, mas a pesar de todo hay un rasgo poético, que estoy por decir, que por sí solo merece el perdón que se le debe negar al poema. Pintando el poeta la silla que encontró para el asunto que sirve de materia a esta composición dice:


Digna... ¿qué digo?, si en la urgencia rara
ni por silla de un Papa la trocara.


Todo el mundo sabe que el gran mérito de este género de poesía consiste en presentarnos los objetos más serios por el lado más ridículo que el poeta ingenioso y bufón pueda hallarles, o al contrario. De este contraste, de esa oposición de cosas grandes y pequeñas, serias y ridículas, manejado como el buen pintor emplea el claroscuro, nace aquella sorpresa que nos mueve a risa, y es uno de los fines del género burlesco.7

Supuesta esta verdad, ¿habrá versos comparables a los que acabamos de citar? El contraste que forman la silla de un Papa y... ¡feliz encuentro!

Apenas hay poeta, por más que se ejercite en muchos de los diferentes géneros que abraza el arte, que no sobresalga particularmente en alguno de ellos. Para mí está visto que nuestro don Tomás sobresale con eminencia en el género burlesco. Léase en el tomo II, página 291, la décima disparatada, las de la glosa y las quintillas que se siguen, y verá el lector (si la risa se lo permite) que los contrastes no pueden ser ni más frecuentes, ni de objetos más opuestos entre sí: Orfeo y Jeremías, la casta Susana e Himeneo, Menelao y Faraón, la infanta doña Urraca y san Pascual Bailón, Garibay y Zacarías, cantando el cumbé al son de las letanías, etc., etc. ¡Qué lástima que se le quedasen al poeta en el tintero la Academia de las Ciencias y el convento de san Gil!

Sólo un envidioso podrá negar el mérito de estos versos, y en verdad que no falta quien diga que esta mezcla de sagrado y profano hace un maridaje miserable, que pudiéndolo excusar, el no hacerlo o es malicia o es pobreza de imaginación. Lo primero, yo respondo que no, don Tomás es un ángel: la misma malicia, la misma culpa habrá tenido en ello, que Francklin en suscribir a las obras de Iriarte. Pobreza... ¡eh!... pase. Lo cierto es que teniendo una legión de dioses ociosos, que no esperan sino a que los poetas se sirvan de ellos, debía nuestro don Tomás haber dejado en paz «a la silla del Papa, a Jeremías, a la casta Susana, a san Pascual Bailón, a san Carlos Borromeo, a santo Tomás, a san Crispín, a santa Inés, a santa Sinforosa, al patriarca Noé, al santo Rey David, a san Miguel, a...»

Si yo hubiera sido don Tomás y me hubiese querido ejercitar en el maldito género burlesco haciendo, por ejemplo, una décima que sirviese para ser glosada, hubiera pintado en ella a Neptuno en medio del inmenso Océano, cascando nueces con el tridente y la concha. Como ni a este género de poesía se le dispensa de la ley general del utile dulci que impuso Horacio, aun a las décimas y quintillas disparatadas, sacaría yo la parte del «deleite», de la armonía que necesariamente había de resultar del ruido de las olas y del cascar de las nueces; y la parte de la «utilidad», de las nueces cascadas, sin cuya diligencia no pueden comerse. Aquí haría yo una llamadita para una nota en que vertería mi erudición y parte de mis conocimientos de Historia Natural. Es cierto, diría en ella, que las nueces no se pueden comer sin cascarlas primero; pero, sin embargo, se las dan enteras y verdaderas a los pavos, empapuzándolos con ellas para que con este cebo engorden prodigiosamente.8

En lo que no estuvo feliz el señor don Tomás fue en los epigramas: no me ciega la pasión, léalos usted, señor enciclopedista. A pesar de esta verdad hay en ellos cierta cosa encubierta que hace honor a su autor, salvo lo poeta.

En los epigramas III y XII se sirve el señor Iriarte de dos vizcaínos. El vizcaíno del número III, sale graduado de cabalgadura, y el del número XII queda canonizado de borrico.

Entre ciertas gentes, es muy antigua la gracia de honrar a los vizcaínos con el epíteto de «borricos», pero no la de autorizar semejante estilo un escritor público de la clase del señor don Tomás. Me dirán que no es más que criticar graciosamente los vicios en que incurren los dos vizcaínos de los epigramas. Sea, pero no a costa de una nación entera. Del epigrama XII se deduce que el que habla vizcaíno rebuzna, el que rebuzna es borrico, luego...

La crítica y la sátira convienen al vicio, no a la virtud ni al mérito.

Así me quejaba yo, no como vizcaíno, sino como ciudadano del universo y amigo de los buenos; pero, ¡qué sorpresa!, ¡qué satisfacción fue la mía cuando vi plenamente justificado al señor don Tomás!

Como este caballero es de origen vascongado y por consiguiente participa de las glorias de la patria de sus abuelos, quiso hallar un medio fino y culto para elogiar a los vizcaínos sin incurrir en la nota de apasionado. ¿Qué hizo?, ¡peregrino ingenio! Se confundió con la baja plebe, haciendo como que les insultaba con el dictado de borricos; pero dejó a la finura y penetración de los entendedores que corriesen este velo, aunque grosero, y descubriesen el misterio.

El llamar borricos a los vizcaínos el autor de las Fábulas literarias es lo mismo que destinarlos a maestros, como que merecen serlo por muchos y muy justos títulos, «mas no del Parnaso, cuyo Apolo es Iriarte».

Si usted, señor Masson, necesita de pruebas para persuadirse de que ésta haya sido la intención del señor don Tomás, por carecer usted de testimonios que acrediten el mérito de los vizcaínos para destinarlos a maestros, recurriremos a los hechos. A más de servir éstos para acabar de justificar completamente al autor de los epigramas, servirán también de fin a mis observaciones, y a usted de noticia, por si acaso quisiese en adelante decir dos palabritas de España, con mejores documentos que algunos de los que ha tenido para formar su artículo.

Como las ciencias exactas han sido conocidas en España en el grado que acreditan las obras de don Jorge Juan, y las diferentes escuelas que posteriormente se han ido multiplicando, tanto en los cuerpos facultativos como en los establecimientos de enseñanza pública, faltaba sólo para caminar a la prosperidad de la nación que siguiesen este mismo paso las ciencias naturales.

A mediados de este siglo, cuando la aplicación de la Química filosófica al estudio de la naturaleza empezaba a causar en la Europa una feliz revolución en las ciencias naturales, supieron los vizcaínos formar el Plan de la escuela patriótica, obra sabia, obra que cotejada su fecha con el estado que en aquel tiempo tenían las ciencias en la Europa, será en los siglos venideros la verdadera apología de nuestra ilustración. Halló tal acogida en nuestro sabio ministerio que la Real munificencia facilitó que se realizasen algunas de las importantes ideas que contiene este vasto plan.

Estableciéronse en Vizcaya cátedras de ciencias naturales, y por este feliz principio tiene Usted en la nación varios profesores de un mérito distinguido, tanto nacionales como extranjeros, que así nos han proporcionado utilidad y honor en España, como han acertado a conseguir uno y otro en adelantamiento de las Ciencias en los países extranjeros.9

De esta reunión de las ciencias exactas y las ciencias naturales, sabiamente protegidas y fomentadas por nuestro ministerio, ha de resultar necesariamente la prosperidad a que aspira la nación, que es la verdadera apología de ella, y no pequeña gloria a los vizcaínos, que es lo que nuestro ingenioso y modesto don Tomás quería dar a entender en sus epigramas III y XII.

Queda, pues, elogiado, criticado y justificado el señor don Tomás Iriarte.

Queda el señor Masson prácticamente convencido de que no todos los españoles alabamos todo lo de España, ni todos hacemos apologías de la salud de un enfermo.

Y queda, finalmente, la España vindicada, gracias a las obras del señor don Tomás.

Besa las manos de usted

Su más atento servidor.

P. S.

Los adjuntos epigramas debieran haberse impreso a continuación de la carta de Metastasio; se hicieron para el mismo fin que ésta, quiero decir, para servir de elogio del señor don Tomás y de sus obras, colocándolos en ellas como en otro tiempo se hacía con los sonetos (véase la Historia de don Quijote); pero hemos tenido la desgracia de que no hayan llegado a tiempo a la prensa. Ruego a usted haga cuanto pueda porque no nos llevemos el mismo chasco en la edición que, según noticias, hará luego Didot.

Epigramas




1


No soy exagerador,
ni menos voy adularte:
más quiero ser suscriptor
a tus seis tomos Iriarte,
que si me hicieran su autor.




2


A tus obras suscribí:
¡caras son! dije, Tomás.
Pero después las leí,
y diera el doble y aún más
por no ver mi nombre allí.




3


¿Qué importa que la gota
quiera matarte, Tomás,
si has logrado ya el hacerte
con tus obras inmortal?




4


Mis obras serán las flores
de donde saquen la miel
las abejas sus lectores:
esta es la pintura fiel
que hiciste a los suscriptores.
¿Quieres corregir, Tomás,
la pintura sin trabajo?
Pues, amigo, llamarás
al lector escarabajo
y a tus obras... lo demás.




5


Yo sé que no ensuciarías,
Iriarte, tanto papel,
si, cuando escribes, gritasen:
¡Tomás, que viene Forner!




6


Huerta escribe que el Parnaso
está cubierto de nieve...
¿La fecha? El día en que Iriarte
dio sus obras... Cabalmente.




7


Gran venta hubieran logrado,
Iriarte, tus poesías
en los tiempos de Villegas,
de Garcilaso y de Ercilla;
no la lograrán ahora,
Tomás, porque en nuestros días
no tiene ya nuestra España
como entonces polvoristas.




8


Tus obras, Tomás, no son
ni buscadas ni aun leídas,
ni tendrán estimación,
aunque sean prohibidas
por la Santa Inquisición.





ArribaAbajoParodia de Guzmán el Bueno soliloquio o escena trágico-unipersonal, con música en sus intervalos

La respuesta de mi tío sobre lo que verá el curioso
lector, publicada contra la voluntad de su merced,
con licencia, año 1792.

15 de marzo de 1792

Mi querido sobrino: Conque porque yo tenga un humor festivo y un genio franco ¿he de ser bueno para responder al apologista de la ópera italiana, autor del Discorso confutativo, anunciado en la última Gaceta número 17? No faltaba ahora sino que yo saliese de mi pacífico rincón a hacer el Quijote y emprender a cuchilladas con toda la máquina del buen maese Pedro, hasta no dejarla títere con cabeza.

No, señor, no es cosa de eso. Yo leo mucho, es verdad, escribo críticas, hago apologías: pero quemo mis papeluchos sin dar lugar a caer en la tentación de publicarlos. Confieso que me privo del gustazo de que alguna vez me elogien, pero también me libro del sinsabor de que muchas me satiricen. Vivo tranquilo, y estimo demasiado mi salud para quebrantarla en camorras literarias. Más quiero hacer una buena digestión que un buen libro o que escribir la mejor apología. Ésta es mi filosofía, éste es el fondo de mi estudio y experiencia, ¿y crees que pudiera sacarme de tan sano sistema el Signor Confutatore con su Discorso confutativo? ¡Pobre sobrino!

Lo que haré de muy buena gana, sin perder mi saludable reposo, es responderte y aconsejarte. ¿Has hecho el desatino de meterte a escritor público? Pues ya no hay más remedio que conformarte con tu suerte:


Desde que en letra de molde
sale a lucir un poeta,
en pagándole sus coplas,
ya es esclavo de cualquiera.10



¿Has publicado tu libro y te lo han criticado? Pues calla, no te metas en el laberinto polémico: si la crítica es justa no hay respuesta, y si no, el libro está respondiendo.


A los caprichos ajenos
voluntario se sujeta;
y solamente sus versos
abogan en su defensa.



¿Te quejas de que no te critican, sino que te insultan por haber dicho la verdad? Pues ármate de paciencia; y has de saber que las verdades tienen su tiempo como los melones y los nabos, y que en unos climas maduran antes que en otros. Si hubieses tenido presente este principio, hubieras esperado a mejor ocasión para estampar en tu discurso sobre el estado actual de nuestros teatros, que el establecimiento de la ópera en Madrid ocasionará que vayan cada día en mayor decadencia. Hubieras esperado a que los aficionados del pomposo espectáculo de la ópera, de sus magníficas decoraciones, de sus maravillosas máquinas, de su numerosa orquesta, de sus ricos trajes y de todo su soberbio aparato, hubiesen vuelto de su primer éxtasis; y entonces hubiera sido el momento oportuno de decir la verdad, cuando ya hubieses observado que algunos menos niños empezaban a fastidiarse del carro del sol, de los truenos, de los relámpagos, de las olas del mar y, en fin, de frecuentar un país, cuyos habitantes, tristes o alegres, sanos o enfermos, mansos o furiosos, siempre cantan o siempre bailan, sean reyes o sean Roques, sean dioses, o sean demonios colorados.

Me replicarás, que ya no era tiempo de persuadir al público una verdad, que comenzaba a demostrarse por sí misma. Te engañas. Cuando la enfermedad apunta a hacer crisis, es precisamente el instante en que el arte debe ayudar a la naturaleza; y no así como quiera, sino con todos los auxilios a que haya recurso, pues muchas veces no alcanzan.

No alcanzan, querido mío; dígalo la cultísima Italia, que en esta parte nos ofrece el más lastimoso ejemplo. En ella se ha declamado a favor de la comedia, que el establecimiento de la ópera fue en sus principios la época de la corrupción y de la decadencia de su teatro: que aun en el estado actual de ella, es decir, aun con el auxilio de los Apóstolos Zenos y de los Metastasios, ha influido e influía la ópera de tal modo en los demás teatros de Italia, que se ha perdido toda esperanza de que el buen gusto vuelva a ellos ni la majestad del verdadero heroico, ni la decencia de la sana comedia. Así se ha estampado solemnísimamente en los escritos públicos11; mas, sin embargo, la comedia se está en manos de los charlatanes para diversión de un populacho que no aspira sino a que le hagan reír con gestos indecentes, y queda contento con tal que cada acto acabe por una paliza de arlequín y cada comedia por dos casamientos.

De todo lo cual inferirás, que no solamente es menester un tino delicado para meterse un hombre a decir verdades con utilidad, sino que a veces también es necesario que se reúnan mil esfuerzos que no dependen de los escritores para que sean generalmente recibidas.

Suponiendo que yo respondería al Signor Confutatore, me encargas que, para darle a conocer la imparcialidad de mi pluma, me esmere en elogiar la música italiana. Si yo fuera hombre de escribir para el público, me guardaría bien de incurrir en tal preocupación. No me contentaría con remitir a mis lectores a que se instruyesen en la materia con las lecciones de los Arteagas, de los Gravinas y otros escritores, que han sabido considerar este arte y tratarlo filosóficamente; sino que me tomaría la licencia de añadir mis observaciones y demostrar con el auxilio de los que me han servido de maestros, que no ha habido ningún autor italiano, aun comprendiendo a los Pergoleses y a los Leos, que hayan sabido aplicar las reglas del arte a la perfecta imitación de la naturaleza, ni siquiera hayan conocido el principio de la unidad de melodía, sin el cual no es posible seguir los pasos de naturaleza, a no ser por instinto. Diría algo del caballero Gluck con relación a sus composiciones y a sus principios, y me lisonjeo de que no serían despreciables mis observaciones. Mas como todo esto es contra mi propósito, habrás de contentarte conque apunte aquí algo de lo que dice el abate Gravina, hablando de los maravillosos efectos de la música de los antiguos. Dice, pues, este escritor de delicado gusto, y cuyo dictamen no nos recusaría el Signor Confutatore, que la música italiana no es otra cosa que un ruido comparable al canto de las aves, que sin expresar idea ninguna nos gusta en cuanto hiere agradablemente nuestros sentidos; que así, en lugar de expresar e imitar el sentido de las palabras, lo enerva y le quita toda semejanza de verdad; que de este modo sólo agrada a las personas, «cuyo gusto jamás consulta a la razón»; y finalmente, que es todo semejante a las pinturas de los chinos, que, sin imitar en nada a la naturaleza, agradan por la viveza y variedad de sus colores.

Confesemos, no obstante, que cuando escribió Gravina, ignoraba el portentoso suceso entre el Signor Confutatore y la señorita inglesa, y el Miserere de Pergolese, graciosamente contado en su Discorso Confutativo, página XXX.

Me dices que desprecie la crítica que hace el Signor Confutatore de algunas de nuestras comedias, crítica tan vieja y tan zurrada como la de los espíritus acres del teatro inglés y las maravillosas extravagancias de la ópera italiana: convengo. Añades que no haga caso de sus observaciones sobre las demás piezas modernas, pues en ellas acredita el Signor Confutatore, que en este género no posee la ciencia analítica12; pero me suplicas de lo íntimo de tu corazón, que haga la apología del Soliloquio de Guzmán el Bueno, injustamente criticado por el Signor Confutatore. En esto no convengo.

Es cierto que tenemos un teatro desarreglado: pero también lo es que a pesar de los Calderones, los Castros, los Lopes de Vega y otros, cuyo talento dramático ha servido a los ilustres Corneilles, Molières y Voltaires; a pesar, digo, de su fecundidad y fuego, hemos sabido hacer justicia a su mérito, sin perdonar sus desarreglos en las repetidas críticas que les han hecho nuestros escritores. En esta parte hemos sido más imparciales, por no decir más filósofos o más ilustrados, que los sabios extranjeros13, de los cuales unos han querido más declamar contra las reglas del arte que confesar los defectos de sus dramas; otros han elogiado la moral más corrompida de su teatro, y aún hay quienes defienden a sus Arlequines y sus Pantaleones, como si fuesen personajes que existan en la naturaleza. ¿Por qué, pues, hemos de juntar ahora a la nota de dramáticos desarreglados la de jueces ignorantes o apasionados en la materia, sin más interés que el de hacer la apología de un capricho de uno de nuestros ingenios, que, por otro lado, no necesita de su Guzmán para conservar eterno su buen nombre entre los mejores poetas del siglo XVIII? Pienso tan al contrario, que voy a hablarte con franqueza en el asunto; pero quédese entre los dos.

Apenas leí el Soliloquio de Guzmán el Bueno, exclamé: ¡perdidos somos! El maldito ejemplo de Pigmaleón, perdóneme su mérito, nos va a inundar la escena de una nueva casta de locos. La pereza de nuestros ingenios encontrará un recurso cómodo para lucirlo en el teatro, sin el trabajo de pelear con las dificultades que ofrece el diálogo. Cualquier poetastro elegirá un hecho histórico, o un pasaje fabuloso, o inventará un argumento; extenderá su razonamiento; lo sembrará de contrastes, declamaciones, apóstrofes y sentencias; hará hablar a su héroe una o dos horas con el cielo o con la tierra, con las paredes o con los muebles de su cuarto; procurará hacernos soportable tal delirio con la distracción de allegro, adagio, largo, presto, con sordinas o sin ellas; y se saldrá nuestro hombre con ser autor de un soliloquio, monólogo o escena trágico-cómico-lírica unipersonal.

Esta idea me hizo tomar la pluma al momento y poniendo delante a Guzmán el Bueno, sin más que seguir su soliloquio, y variar o quitar o añadir lo conveniente a mi objeto, hice mi parodia: leíla, y me pareció una bagatela que podía bastar a cortar los progresos de la monologuimanía, que iba a dominar a nuestros autorcillos. Sin embargo, por no salir de mi sistema, quemé este papelucho, como todos los demás partos de mi ociosidad; y el señor Guzmán tiene ya sus monologuitos volando por esos mundos y tendrá dos mil, porque su casta se propagará con otra facilidad que la de El viejo y la niña.

Considera por tu vida, cuán lejos estoy de hacer la apología de tal soliloquio. Me arrepiento de haber quemado mi parodia, y ya que no he querido complacerte ni en responder al Discorso confutativo, ni en criticar la ópera italiana, ni en elogiar la música de esta nación, ni en defender el mérito del soliloquio, quiero divertirte acabando esta carta con los fragmentos de la parodia que conservé en mi memoria: será una cosa incompleta, no guardará el orden necesario, perderá algunas veces aquella ligazón precisa en la unión de todas sus partes, unas esparcidas confusamente en mi memoria y otras que no existen en ella; pero de todos modos no faltará su prólogo, ni dejará de envolver en sí alguna cosa de aquella justa crítica que debiera ser el fin de toda parodia. Léela conforme saliere, y quémala luego, como te pide encarecidamente. Tu tío.

P.D. Perdona, querido mío, que no te haya contestado al capítulo de quejas contra el Signor Confutatore, porque te trata de ignorante, idiota y miserable. Los italianos son superlativos en expresiones de urbanidad y cumplidos. Cuando el buen Signor te ha dicho en lengua toscana «ignorante, idiota y miserable», es prueba de que estas voces en este idioma son otras tantas expresiones de atención y respeto. Los términos de las lenguas, dice Boileau Despreaux, no siempre corresponden los unos a los otros: muchas veces un término griego muy noble no se puede expresar en francés sino con otro muy bajo. Lo cierto es, dice Rollin, que Homero usa las voces «caldera, marmita, grasa e intestinos», que no sufriríamos a nuestros poetas ni aun a nuestros oradores. Y lo cierto es, que los cultísimos italianos usan términos en cuya comparación son muy nobles la «grasa» y los «intestinos» y, sin embargo, los usan elegantísimamente, mientras las demás naciones civilizadas no los sufren en sus respectivas lenguas ni entre la más baja plebe. Así, querido, no culpes al atentísimo y urbanísimo Signor Confutatore, sino a tu falta de erudición.






ArribaAbajoDe tema social


ArribaAbajoLos males de la Rioja

Al señor Conde de Peñaflorida


Agosto de 1771

Si sabe usted, querido tío, mi carácter indolente y el odio que tengo a la medicina, aunque sea social, ¿cómo espera usted que pueda conocer los males de que adolece La Rioja y mucho menos que tenga la idea suficiente para aplicarles los remedios? Diré a usted, sin embargo, por decir algo, que la excesiva extensión que se ha dado al cultivo del viñedo está produciendo las más funestas consecuencias, y es, a mi entender, la raíz de todos los otros males que consumen a ese tercio de Laguardia. Enumeraré los principales: 1. Usurpándose terreno a los pastos, ha decaído la cría de ganado, al punto que apenas hay el necesario para las labores; 2. Que faltando por esta misma causa el estiércol, no se cogen los frutos correspondientes y ha quedado el suelo esterilizado para el cultivo de granos y legumbres; 3. Que por esta razón, se ven los labradores obligados a hacer continuas nuevas roturas en perjuicio de los montes para leña y carbón que, luego que se cansan las tierras, tienen que abandonar, aumentando los eriales y baldíos; 4. Que, siendo indispensable multitud de operarios para la labor de las viñas plantadas, es forzoso traer jornaleros de fuera. El número de éstos, según el cálculo del amigo Salazar, porque mi ciencia de números no llega a tanto, asciende sólo en la villa de Laguardia a 250; y computándose lo que cuestan en salario y manutención, para la cual es preciso traer los artículos de fuera, en cerca de 10.000 pesos al año, resulta una extracción de dinero capaz de aniquilar este pueblo; 5. Que estando limitadas las labores de las viñas a ciertos tiempos, en lo restante del año se ven los labradores precisados, así como los jornaleros, a salir del lugar en busca de ocupación, abandonando sus familias o a entregarse a la holgazanería; 6. Que necesitando las viñas de un cultivo esmerado, y no pudiendo cuidarse bien multiplicadas a un cierto término, llegan a ser perjudiciales a sus dueños, cuando son muchas y no guardan proporción con los medios de cultivo; lo que se demuestra en Laguardia con ejemplos prácticos: cosechero hay que, con la mitad de las viñas que hoy tiene, estaba rico, y, duplicadas, anda a la cuarta pregunta por haber duplicado los gastos sin duplicar los productos. Anda, en fin, como el que tiene sarna, que cuanta más tiene más le pica; 7 y último: Reducido el país a solo el producto del vino, y dificultándose la salida de este género por su abundancia, lo que se experimenta ya, se sigue la baratura, y como los jornales no abaratan, porque su estimación depende de otros frutos, y hay que comprar con los rendimientos del vino todos los artículos de primera necesidad, cátese usted al propietario riojano alavés con más hombre que sopista de Salamanca y con más tretas para ir tirando que el mismísimo Gran Tacaño. De esta miseria proviene la abundancia de pobres, no habiendo en qué ocupar a los jornaleros que se inutilizan; la incuria de los caminos, porque ¿quién carga arbitrios sobre el hambre y la...? Pero ¿a dónde voy, tío? ¡Yo convertido en filósofo reformista! Y eso, que, según iba escribiendo, me iba figurando que era persona formal y tomando toda la prosopopeya de nuestro dómine Zubiaurre.

Aquí vamos pasando, en medio de las plagas de un lugar, que son la envidia y la falta de educación. Usted, querido tío, que tanto se afana por la mejora y progreso, ¿logrará hacer del hombre un animal racional? Por lo que veo a mi alrededor lo dudo, y si lo consigue, ¿qué estatuas, pirámides y obeliscos serán bastantes a premiar tal beneficio?

Adiós, querido tío. Suyo Félix.- Señor Conde de Peñaflorida.






ArribaAbajoDisertación sobre la utilidad de los establecimientos de sociedades patrióticas

«Discenda virtus est, Ars est bonum fieri; erras si existimas vitia nobiscum nasci supervenerun: ingesta sunt.»



Harto palpables son por cierto las prodigiosas conveniencias que resultan a la humanidad de la unión o convenio de cierta porción de hombres destinados a hacer la felicidad del común de las gentes. Es innegable, pero así como un mal por conocido que sea debe incesantemente hacerse presente al hombre como horrendo para que lo deteste, así un bien, aunque muy manifiesto, ha de preconizarse como amable para que lo abrace.

Naturalmente ama el hombre a su semejante, no tiene cosa más íntimamente impresa en el fondo de su corazón. Con todo ello, no sólo nos lo intiman hacer así las siempre justas leyes de nuestra religión, sino que nos lo repiten a cada instante. Inútil parece verdaderamente que se recuerde a cada uno y se persuada como conveniente todo aquello sin lo cual es imposible su subsistencia; no obstante, a cada paso, se trata de hacernos presente la necesidad del trabajo, el cuidado de la salud.

De aquí se infiere, no sólo que no es ocioso el recordarnos una provechosa verdad ya manifiesta, sino utilísimo. Así pues, intento demostrar más y más las ventajas que nos acarrean los establecimientos de Sociedades Patrióticas.

Para mayor claridad empecemos por contemplar al hombre destituido del auxilio de sus semejantes, esto es al hombre salvaje. ¿Quién no creerá al considerar a éste, solo, en medio de los campos, que no ha de ser señor de la tierra sin competencia disfrutando de todos sus preciosos frutos, con una abundancia, por decirlo así, fastidiosa? ¿Quién no lo creerá? Pues bien al contrario. La tierra, que verdaderamente es amante madre del género humano en sociedad, se muestra cruel madrastra del hombre solitario. Sus abundantes sucos antes los destina para vivificar la maleza y broza, que para brotar el alimento del hombre, de modo que ella misma da pasto a las feroces fieras, tal vez devoradoras del hombre solo, antes que subsistencia a éste.

Reflexionemos sobre todo lo criado para el servicio del hombre, y hallaremos bien manifiestamente que no se destinó para el hombre salvaje. La necesidad de los duros y penosos trabajos para que la tierra produzca la subsistencia humana, lo impenetrable de los peñascos que abrigan los tesoros y ricas minas; las mayores fuerzas en las fieras; la rara velocidad en aves y animales; el sagrado de los ríos para los peces; la división de provincias y reinos separados por los mares; en una palabra, toda criatura destinada a la conservación del género humano, dice bien claramente que está sujeta al hombre, pero al hombre unido en sociedad. Y no solamente unido así, sino trabajando, y trabajando con industria, sin la que tal vez serían infructuosas las mayores fuerzas.

Unamos ahora a este solitario a los demás hombres: formemos poblaciones, tratemos de un mutuo convenio en que dependamos unos de otros, ayudémonos para nuestra subsistencia, y subsistencia cómoda. Consideremos, pues, al hombre en este segundo estado y meditemos un poco sus ventajas.

En el mismo instante veremos que a la broza y maleza que antes producía la tierra suceden con la continuada labor del hombre y ayudado por las fieras que antes le devoraban, las más abundantes cosechas, los más sabrosos frutos. Veremos a esta misma tierra prestar de buena gana sus entrañas para dar a los hombres en sociedad los tesoros que antes ocultaban con sus peñascos al hombre solo. Veremos ser en balde veloces a las aves, huir en vano los ligeros animales, no valer a los peces el sagrado de los ríos y, sobre todo, unir la tierra que antes dividían las aguas por medio de los puentes y los reinos que separan, los mares hacerlos comunicables con la admirable navegación.

Sería proceder a lo infinito el numerar todas las ventajas que resultan al género humano de la común unión de las gentes. Basta la expresión hecha para conocer manifiestamente la diferencia que se encuentra entre esta general sociedad y la soledad del hombre.

De aquí podemos inferir que de una unión más particular y más íntima de sujetos destinados a hacer la felicidad de la sociedad común ha de provenir proporcionadamente las mismas ventajas que hay de la unión general de los hombres al hombre en soledad.

Estas juntas o uniones que ordinariamente se componen de aquellos individuos de la humanidad capaces de sacrificarse por el bien de la Patria; estas asambleas, digo, han sido siempre el órgano por donde se ha comunicado a las repúblicas todo género de bien. Las invenciones más útiles, las experiencias y tentativas con que se ensayan a hallar las verdades más ventajosas, los premios, las recompensas que son el más vivo estímulo al trabajo del hombre, son los pies sobre que caminan, por explicarse así, estos cuerpos en busca del bien con que convidan a la humanidad.

¿Qué progresos han hecho por sí solos aquellos pueblos, por confusos y numerosos que hayan sido, qué progresos, digo, han hecho en ciencias y artes sin el socorro de las Sociedades Patrióticas? La mejor y más sólida respuesta dará la experiencia. No recurramos a los siglos más lejanos, no por cierto; no a los países más remotos. Cualquiera que haga un paralelo entre Londres y Constantinopla, Siam y París, Túnez y Madrid, y coteje su literatura, su industria, su policía, y en una palabra su felicidad, encontrará la verdadera distancia que hay entre los pueblos que disfrutan del auxilio de estas Sociedades y los que carecen de él.

¿Tienen acaso otro principio los supremos conocimientos de que hoy los hombres están adornados, que el que les han dado las luces atesoradas en los archivos de estas congregaciones de amadores de la patria? A la verdad, no. Ellos son los que fomentan, conservan y comunican todos lo s hallazgos que los hombres hacen en todas las edades. Newton, el inmortal Newton, nunca hubiera encontrado los verdaderos principios de la filosofía natural, ni las invariables leyes del sistema astronómico si no hubieran precedido tantas escrupulosas observaciones de los diferentes astrónomos de su misma sabia patria.

Pero reflexionemos un momento volviendo la consideración desde este punto al principio de nuestro discurso. Miremos al hombre en soledad según queda propuesto, y le hallaremos rodeado de broza y maleza, inferior a las bestias mismas. Sigamos sus progresos cuando este mismo hombre se une a la sociedad general de las gentes. Verémosle lleno de prosperidades, comodidades y riquezas. Considerémosle aún más ilustrado entre más estrecha sociedad, y en aquella unión de individuos destinado al bien de la patria; esto es, en este tercer estado, y le hallaremos a este mismo animal, poco antes salvaje, midiendo ahora los cielos.

¿Pueden resultar bienes más preciosos, ni incomparables a la humanidad de estas uniones o sociedades dirigidas a llevar al hombre hasta el perfecto bien de que es susceptible?

Un escritor moderno confirma maravillosamente nuestro pensamiento reflexionando sobre este asunto: «El hombre, dice, comienza por comer bellota, y reñir por la comida con las bestias, y acaba por medir los cielos; vestíase de las pieles de animales que venció, ahora se cubre de sedas y oro; sus primeras habitaciones eran una caverna, una gruta, un tronco, ahora lo son los soberbios y magníficos palacios. Empezó sus progresos por medir la tierra que labraba y concluye por medir las planicies del firmamento, queriendo someter a reglas los movimientos de los cuerpos celestes, que apenas descubren sus ojos. Entre sus manos el árbol se convierte en columna, la caverna en palacio, el suelo árido en delicioso jardín, y las asquerosas y groseras pieles en magníficos tisúes.»

Éste es el sucinto pero excelente paralelo que este autor hace entre el hombre salvaje y el hombre ilustrado en sociedad. Verdades son que palpamos, pero que no meditamos ni encarecemos debidamente. Conozcamos la excelencia de la sociedad humana y confesemos gustosos que tanto más ventajosa será ella al hombre cuanto más íntima. Por esto, pues, los establecimientos de las Sociedades Patrióticas que son una unión de individuos de la humanidad destinados a labrar la felicidad común, son, por decirlo así, la quintaesencia de la sociedad general o común, y por consiguiente pueden llamarse la quintaesencia del bien de los hombres, o el bien común alambicado.

Por muchos que sean los bienes que nos resultan de la unión popular, nunca son comparables con los que nacen de estos establecimientos. Ya quedan insinuados los progresos que sólo pueden lograrse con la junta de sociedades particulares en ciencias y artes; pero no recomendarán menos su utilidad el hacer expresión de otras empresas que, aunque no tan brillantes, no deben ceder a las otras en lo provechoso. Particularicemos el asunto, y hágase mención de esta nuestra sociedad.

Figuremos a todos los individuos que tenemos el honor de componerla separados, pero igualmente celosos del bien público, pregunto ahora: ¿llegarían en tal caso a efecto nuestras ideas?, ¿habría ni protección del soberano que las apoyase, ni fondos para su ejecución?, ¿dónde estarían los premios, recompensas, tentativas que pusiesen en movimiento la labor, la industria, la aplicación del estudioso joven, del industrioso artesano, del útil labrador?

Volvamos los ojos hacia la desgracia de la provincia de Guipúzcoa. Mirémosla agobiada y sacudida del azote de una epidemia que devora todo el ganado vacuno. Apliquemos el oído, y sentiremos llorar amargamente al desgraciado labrador al verse arrancar (por explicarme así) sus mismos brazos, sin los que en vano desea abastecer las poblaciones con sus antes ricas y abundantes cosechas. Mirémoslos en esta lamentable situación, y mirémoslos ya como en cuerpo de sociedad, ya como separados de ella, como cualquiera otro particular, aunque amante de la patria. En particular, ¿qué otra cosa haremos que compadecernos de su destino? Pero con una compasión que nada alivia al miserable. Compasión infructuosa, compasión estéril, pero unida en sociedad. ¿Qué haremos?, ¿qué remediaremos? Se destinarán y destinan desde hoy mismo los fondos posibles y suficientes para el alivio de los labradores que han quedado en el más deplorable estado, reponiéndolos en alguna manera en la posesión de las tierras que iban a abandonar por falta de fuerzas.

Sólo este ejemplo es la demostración más convincente de la verdad que se me ha mandado probar, y es la utilidad de los establecimientos de Sociedades Patrióticas.

Nota: Esta Disertación hizo el socio Samaniego con el asunto y tiempo determinado de 24 horas para leída en la Junta Pública de la Real Sociedad Bascongada el 19 de septiembre de 1774.




Arriba El mayorazgo corto

Sres. editores

Muy señores míos: Yo me he casado, porque me he casado; y no entremos en el por qué de todas las cosas, porque sería nunca acabar. Lo cierto es que me he casado, y que a los siete años de matrimonio me hallo con seis hijos: ¡Dios los bendiga! Si voy así, si mi mujer va así, en fin, si las cosas van así, no sé yo dónde iremos a parar con tanto hijo, y con tan poco dinero. Porque se me olvidó decir que soy pobre, y que soy caballero, en una palabra, que soy de los mayorazgos que se llaman cortos.

Ya se ve, y ustedes perdonen el que no me explique bien, porque no sé explicarme mejor, ya se ve, digo, el mal no está precisamente en ser uno pobre, sino en ser pobre y ser caballero, todo junto. Porque, como uno es caballero, antes debe un hombre, digámoslo así, dejarse morir de hambre que tomar oficio o que enseñarles a sus hijos.

Pues ¿qué diremos si el año viene malo? Pero, aunque venga como quisiere, las cosas han llegado a tal punto que ya nada basta ni alcanza para pan solo. En tiempo de mis difuntos abuelos, hubo capa de grana de mi abuelo, que habiendo empezado por capa, pasó a ser casaca, capotillo, calzones, y no paró hasta ribete de polainas, sin que ninguno en el lugar murmurara. Pero vayan ustedes ahora a poner a los chicos cosa usada, ¡sí, buen provecho haga! En fin, sería nunca acabar, si dijera todo lo que en este asunto me pasa; y lo peor es que tampoco le es a uno decente el quejarse y contar sus apuros, aunque reviente, primero es el puntillo.

De manera, señores, y lo digo con tanta verdad como el candil que me alumbra, que para mí la peor noticia del mundo es que aquélla esté preñada, porque ¿a dónde diablos hemos de ir a parar con tanto hijo? Pero no se les pase a ustedes por la imaginación, señores editores, que yo tiro a que ustedes me los mantengan, sino a ver si, publicando esta carta y callando mi nombre, hay algún proyectista que discurra cómo ha de hacer el mayorazgo corto, es decir, el caballero pobre para mantener y acomodar sus hijos, cuando éstos son más que los que corresponden a sus rentas.

Nuestro Señor guarde a ustedes mil años.- Navarrete, 4 de enero de 1790.- Beso las manos de ustedes, su seguro servidor Don Íñigo Lope Sánchez Moreda de Medrano.

Posdata.- Señores: no admitan ustedes respuesta que huela a divorcio: yo no quiero que me corten la pierna mala, sino que me la curen.







 
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