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Enamorarse de oídas

Domingo Ynduráin





En el capítulo noveno de la segunda parte del Quijote se encuentra el siguiente diálogo entre el caballero y Sancho:

«Tú me harás desesperar, Sancho -dijo don Quijote-. Ven acá, hereje: ¿no te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta? [...] No se atenga a eso, señor -respondió Sancho-; porque le hago saber que también fue de oídas la vista y la respuesta que le truje».



Como ya se ha señalado, don Quijote se contradice, pues en otra ocasión ha afirmado que conoce de vista a Dulcinea. Por supuesto, no se trata, en este caso, de una incongruencia cervantina, sino de uno de esos cambios de modelo o serie literaria tan frecuentes en su obra. En este momento, Cervantes hace seguir a don Quijote una convención amorosa cuyo origen puede rastrearse desde la poesía provenzal (por lo menos) hasta algunos libros de caballerías próximos al Quijote.

El amor de oídas, en esta tradición, funciona como una exquisitez sentimental: la excelencia de la dama -y la sensibilidad del caballero- es tal que puede producir amor por sólo la fama; es un caso extremo y paradójico muy del gusto de la refinada poesía cortesana y, por otra parte, no deja de remitir al hado o a las estrellas como causa última e inesquivable de una atracción amorosa que ejerce su poder incluso a distancia, sin que se haya contemplado nunca el objeto del deseo.

Leo Spitzer ha estudiado el tema a propósito de Jaufré Rudel en un opúsculo donde reproduce, entre otros, estos versos:


Que.l cor joi d'autr'amor non ha
Mas de cela qu'ieu anc non vi,
Ni per nuill joi aitan non ri,
E non sai qual bes m'en venra.



o bien:


Nuils home no·s meravill de mi
S'ieu am so que ja no.m veira,
Que·l cor joi d'autr'amor non a
Mas de cela qu'ieu anc non vi.
Ben sai c'anc de lei no·m jauzí
Ni ja de mi no·s jauzira,
Ni per son amic no·m tenra1.



Lo extraño de la situación debió maravillar a estos poetas (lo mismo que a las poetisas; véase «La lai del Freisne», de María de Francia), pues salta por todas partes y llega a constituir un contrapunto obligado al canónico y común amor de vista. No sorprenderá a nadie, pues, que quien «Siempre ovo cryança / en Alemania y en Françia, / moro mucho en Lombardia / pora aprender cortesia», acuda al refinado amor de oídas en la misteriosa, y quizá alegórica, composición titulada Siesta de abril o Razón de amor. Que yo sepa, es este el primer texto hispánico en que aparece nuestro tema; a partir de este momento, desperdigado aquí y allá, se encuentran referencias relativamente abundantes, con o sin el complemento posterior de la vista. El entronque provenzal parece indudable.

Sin embargo, como ocurrió con la lírica primitiva, es posible remontar más lejos los orígenes y esbozar un camino de ida y vuelta. El maestro E. Asensio, a propósito de unos versos de Sá de Miranda en los que aparece el amor de oídas, comenta:

«Uno de los capítulos de El collar de la paloma versa "Sobre quien se enamora por oír hablar del ser amado". Ibn Hazm, después de afirmar que "otro de los más peregrinos orígenes de la pasión es que nazca el amor por la simple pintura del amado, sin haber contemplado nunca a quien se ama", ilustra y glosa con poemas propios diversos casos acaecidos a sus amigos y a él mismo. Un siglo más tarde hallamos este refinado prodigio en la poesía provenzal, cuyo primer trovador, Guillermo IX de Aquitania, en la canción "Farai un vers de dreyt nien", escribe: "Anc non la vi et am la fort" (Nunca la vi, la amo mucho) [...], En la novela Flamenca este amor por fama toma cuerpo narrativo cuando Guillermo se apasiona sin haberla visto por la mujer de Archambaut, por haber oído que era de alta prez y desdichada. Claro que semejante modo de encenderse pasaba por peregrino frente al amor que entra por los ojos, según nos cuenta desde Sicilia el primer isleño que practicó la lírica cortesana:


Ben è alcuna fiata om amatore
senza vedere so' namoramento,
ma quell'amor che strenze cum furore
de la vista di ogli à nascimento.

Tal amor exquisito poseía un doble atractivo: probar la perfección de la amada que ganaba el corazón por camino desusado, y poner en juego el alambicado ingenio del artista capaz de expresarlo [...]. El enamorado de fama suele aspirar a la vista de la amada. No falta quien la tema, como Gregorio Alfonso, criado del obispo de Évora, que, glosando el mote"'A do la fama enamora / la vista debe matar", recelará con galante hipérbole los estragos de la vista: "Dubdo s'es mejor aora / miraros o no mirar". El pastor del rabel se siente desgraciado con la privación y su desgracia le trae a la memoria una sentencia del Evangelio, Todo en aquella época contenía una referencia o paralelismo al nivel sobrenatural. Las paradojas del amor eran, en cierto modo, una secularización de las paradojas del cristianismo, como felix culpa, muerte que da vida, y tantas otras. Tales paradojas constituían el lenguaje común de la mística desde Dionisio Areopagita, invadían la filosofía con Nicolás Cusano, el pensador de la docta ignorancia; penetraban en la poesía y solían ser contenido obligado de un género de la lírica cortesana cultivado tanto por Bernardim como por Sá de Miranda, llamado Esparsa. El pastor del rabel aplica a su caso las palabras que oyó al cura sobre la bienaventuranza de los que creen sin ver [...]»2.



Y es que, efectivamente, como intuye Asensio, la paradoja amorosa deriva en gran medida de elaboraciones cristianas, como veremos. Pero, ahora, me interesa señalar cómo el tema aparece en nuestra literatura de manera esporádica, como alusiones aisladas, hasta que encarna en un personaje que se convertirá en paradigma del enamoramiento por fama; me refiero a la reina de las amazonas, Pantasilea, conquistada por las hazañas de Héctor, a quien nunca ha visto, y nunca verá. No es fácil trazar el origen de esta leyenda con los medios de que dispongo, pero en los textos más antiguos de que tengo noticia no aparece este motivo en su intervención en la guerra de Troya3.

Sin embargo, los textos medievales aportan una situación claramente definida; así las Sumas de historia troyana, de Leomarte: «E en aquel tienpo reynavan en las Amazonas la reyna Pantaselea, duenna de muy grant coraçón. E como la çerca de Troya oviese durado tan grant tienpo e sonasen por todo el mundo los grandes fechos que Ebtor fazía como acaeçe que de oŷdas ayan los omnes amoríos unos con otros esta reyna Pantaseula oyendo lo que de Ebtor dezían e otrosy por que era de su partida tovole voluntad de lo yr ver e de lo ayudar, e aderesço su camino con dies mill donzellas de armas e fuse para allá»4. Y la traducción castellana de Guido de Colonna, al menos en la versión de Francisco del Canto, sostiene la misma versión: «En esta provincia era una reyna virgen muy noble y muy diestra en las armas y muy enseñada en las batallas: la qual por la proeza de Héctor lo ama va en singular amor. Y como ella oyesse que se movían y venían en hueste los Griegos contra el rey Príamo, ella se offreció de venir en offensa de los Griegos a Troya con mil donzellas, las quales eran henbras de gran destreza así que vino a la ciudad de Troya en compañía de sus doncellas no sabiendo que Héctor fuesse passado del presente siglo. Lo qual viniendo a su noticia ella fue muy turbada con mucho dolor y muchos días se dio a continuos lloros y lágrimas»5.

Las bases para la novelización y uso ejemplar están con ello sentadas; las aprovecha, por ejemplo, Rodríguez del Padrón en el «Planto que fizo Pantasilea»:




II


   Sola yo reyna amazona
nascí porque amar deviese
Éctor más que otra persona
¡cuytada que nunca lo viese!
Sola yo la mal fadada
quiso amor que fenesciese
amando, et no fuese amada
nin quien ame conosciese.






III


   Por fama fui enamorada
del que non vi en mi vida
Por armas vencí, cuytada,
e fuy por fama vencida6
[...]



donde la conexión con la serie provenzal es evidente, lo mismo que la insistencia en lo extraordinario del caso y en el patetismo, acentuado por la muerte del amado ames siquiera de llegar a verlo. A partir de este momento, no hay nómina de enamoradas ejemplares en la que no aparezca, con o sin referencia explícita, al peculiar origen de su sentimiento amoroso7.

Otra rama de nuestra literatura donde florece el amor de oídas es la formada por los libros de caballerías, cuya ideología amorosa responde a las mismas convenciones que la lírica cortesana, como es normal dada la comunidad de orígenes.

Si en el Amadís el componente erótico es muy importante y un tanto «libre», como es normal en este tipo de obras, no ocurre lo mismo con Las sergas de Esplandián, donde el héroe añade a las caballerescas las virtudes cristianas más acendradas, y éstas priman sobre aquéllas. Se produce entonces un cambio cualitativo en las relaciones entre dama y caballero, de manera que, en efecto, se puede hablar de una superación y una crítica de la caballería bretona8. Esplandián, modelo de caballero espiritual, aunque todavía no a lo divino, se enamora de oídas de su dama, Leonorina, lo mismo que ella de él9. Y siempre que aparece el amor ex auditu hay que pensar en una opción espiritualizante, por lo menos en contraste con el amor de visu.

A este respecto señala L. Spitzer: «L'insistence sur le "non-voir" veut diré que Jaufré Rudel tue en lui-même la concupiscence»10. De manera que como no es Esplandián el único caballero que se enamora de esta manera, hay que pensar que Cervantes sitúa a don Quijote en la serie de caballeros espirituales, al menos en el capítulo noveno, donde la respuesta de Sancho establece lo irreal del caso y sirve de vehículo a la ironía cervantina.

Otros autores, sin embargo, aceptan y desarrollan la paradoja irrealista, pues lo que aquí se plantea no son sólo dos tipos de enamoramiento, uno de ellos más o menos pintoresco, exquisito y curioso. La preferencia por una u otra vía refleja toda una concepción del amor y, en consecuencia, de la realidad. Se trata de definir, por una parte, el tipo de amor que se genera según haya penetrado por la vista o por el oído; por otra parte, se trata de determinar cuál de los dos sentidos da cuenta más exacta de la realidad, o, puestas las cosas en el terreno que les corresponde, de qué nivel de realidad da cuenta cada uno de esos dos sentidos. Así, uno de los últimos autores de libros de caballerías, Rey de Artieda, que traduce, siguiendo en esto a Urrea y Acuña, el Oliver de la marcha, escribe: «Y para ello advierte que se aproveche de la Fe quando halle dificultad alguna en este Sacrosanto Mysterio / de la Eucharistía: / siendo sobrenatural el mysterio de este altíssimo Sacramento. Donde los sentidos se engañan, excepto el oŷdo, que da passo y abre las puertas de la Fe, que es la que prevalece y vence las difficultades de la razón y de los sentidos». Rey Artieda compone un caballero «espiritual»11, pero en un contexto estrictamente amoroso profano también escribe que: «La ventana del alma es el oŷdo»12. De manera que la identificación y trasposición resulta evidente, aunque en el primer texto citado no se plantee sino implícitamente el elemento amoroso. Pero como vamos a ver, la trasposición no es un hallazgo moderno, ni un mero juego de ingenio.

Paolo Cherchi, tratando de una serie de tópicos entre los que se encuentra el amour lontain de Jaufré Rudel, señala que el amor de oídas puede tener un significado alegórico, y cita, en apoyo de su interpretación, los antecedentes de Ovidio y Propercio en las letras clásicas; el de San Agustín en la patrística, influido, a su vez -dice Cherchi-, por Cicerón13: «Aunque se podría añadir algún otro antecedente significativo, como el de Dido, lo que importa ahora es que en los modelos aducidos por Cherchi se pueden separar dos realidades muy diferentes: por una parte, el modelo ovidiano, estrictamente amoroso»14; por otra, los textos patrísticos, de naturaleza claramente alegórica y doctrinal. No es el De Trinitate15 el único texto patrístico donde se habla del amor de oídas, San Zenón de Verona, por ejemplo, se expresa en términos pareados a los de Cicerón y San Agustín, y, como éste, amplía el fenómeno al campo o plano de lo sobrenatural16. San Agustín avanza por ese camino en el Sermón In redditione symboli17, en el que trata de la concepción virginal de María. Así, pues, tendríamos dos tradiciones: una, la ciceroniana, señalada por Cherchi18, y otra, la cristiana. Las dos tradiciones se cruzan en la patrística (y en muchos otros textos y autores), lo que da lugar a una serie de distorsiones interesantes: el ciceroniano amor a la virtud, nunca conocida directamente, se extiende en los escritores cristianos al amor de Dios, como un milagro de la fe. Pero el mayor milagro de la fe se realiza en la persona de la Virgen María.

En efecto, en la Concepción es la palabra que entra por el oído (puerta de la fe) la que, creída y aceptada por María, produce el milagro: «Et beata quae credidisti, quoniam perficientur ea quae dicta sunt tibi a Domino» (Luc. I, 45). Y muchos otros padres de la Iglesia aceptan esta explicación19, probablemente apoyándose en San Pablo cuando habla de fides ex auditu (Rom. 10, 17).

No deja de ser curioso el hecho de que también en el dominio de la doctrina mariana se reproduzca el conflicto y la competencia entre los dos sentidos, pues Tertuliano (Apol. 21) sostiene que es un rayo de luz la causa de la milagrosa concepción de María20. Pero, siguiendo nuestra pista, encontramos que la vía auricular tiene a su favor un dato importante: el testimonio del Evangelio armenio de la infancia, donde se puede leer: «No bien hubo pronunciado la Virgen con toda humildad estas palabras, cuando el Verbo de Dios penetró en ella por la oreja, y la naturaleza íntima de su cuerpo, con todos sus sentidos, fue santificada y purificada como el oro en el crisol»21. Se ha señalado el origen folklórico de esta creencia (Stit Thompson, T 517.3; T 541.14); ahora bien, hay también un misterio en el antiguo Egipto que, según explica Plutarco, une el fenómeno material con una explicación alegórica: «Por el contrario, en lo que se refiere al áspid, la gata y el escarabajo, los egipcios los veneran porque encuentran en ellos una cierta oscura semejanza con el poderío divino, casi como imagen del sol en gotas de agua. Efectivamente, de la gata muchos creen todavía y van diciendo que concibe a través de la oreja, y pare por la boca; es, por tanto, una imagen del nacimiento del discurso»22.

De cualquier manera que esto sea, lo cierto es que la conceptio per aures, referida a la virgen María, se generaliza y se encuentra un poco por todo, por ejemplo, en Santillana traduciendo a Santo Tomás Becket23, o en Montemayor24, López de Úbeda25, etc. La conclusión, en este ámbito, es que la vista resulta un sentido poco de fiar, de manera que López de Úbeda puede hablar de «essos tus ojos que te engañan tanto»26. Pero fuera del ámbito doctrinal-cristiano, la desconfianza, respecto a las informaciones obtenidas por la vista, sólo se impondrá ya en el Barroco, y desde perspectivas morales o religiosas.

Parece claro, ya desde los primeros textos aducidos, y en todo tipo de planteamientos, que en la preferencia por el oído se produce una especie de deslizamiento lógico mediante el cual el sentido físico del oído se toma en cuanto vehículo de signos lingüísticos, esto es, adquiere un valor conceptual. De esta manera aparece como medio de conocimiento racional, ya elaborado, frente a la materia bruta que proporcionaría el sentido de la vista; esto es lo que le convierte en medio privilegiado para dar cuenta de lo real, y de lo irreal, como «puerta de la fe». En consecuencia, la doctrina (no ya los sonidos) recibida por el oído se identifica (no sólo con la fe) con el conocimiento intelectual, dotado de autoridad, mientras la vista -presentaría como mero sentido- queda enfrentada (y disminuida) ante la verdad que se comunica mediante la palabra.

Por otra parte, tanto en la fe como en el amor (si se pueden seguir distinguiendo tajantemente) se valora un medio de actuación menos material, pues la vista transmite unos espíritus sutiles, pero materiales al fin, cosa que no hace el oído. Además, la vista da cuenta de la circunstanciada variedad de los seres terrenos, mientras el nombre expresa la esencia de las cosas, como muy bien explicó fray Luis de León en De los nombres de Cristo27.

En resumen, si fe es creer lo que no vimos, «entendimiento es virtud del ánima por la qual entendemos lo que no podemos ver», según dice Diego de Valera28. Quizá el planteamiento más racional y sensato llegue a neutralizar la oposición, como hace, en nuestras letras, Alonso de Cartagena29, pero lo cierto es que la distinción jerárquica planea y recorre como un fantasma toda clase de textos, tiñéndolos con las implicaciones que acabo de señalar.

Cabría, sin duda, recordar a este propósito que Platón era enemigo decidido de los escritos, fiando el aprendizaje en la palabra hablada, Aristóteles, por su parte, expone en la Metafísica (I, 1) el origen de la filosofía como resultado de la admiración que surge de la contemplación visual de la naturaleza; además en la Ética establece una distinción qué resulta muy útil para nuestro tema, me refiero a la diferencia entre la vista, que aprende por sí misma, y el oído que lo hace a través de otros. Si esto, como parece, es así, cabe entender que los partidarios de la vista confían en la propia capacidad personal, individual, para descubrir la verdad. Los del oído, por el contrario, prefieren la doctrina establecida, la autoridad, etc.

Y eso se revela, a mi entender, tanto en los planteamientos directamente ideológicos como bajo expresiones alegóricas o amorosas.

En el Renacimiento, el amor de oídas es un caso excepcional que requiere el complemento de la vista. Aun así, aparece de vez en cuando, por ejemplo, en una obra cuyo orden «no difiere del que en las científicas letras se usa», donde Luis Ramírez de Lucena advierte: «Primeramente, conviene a saber, que puesto que sola la fama dé claro y evidente conoscimiento de las cosas no vistas jamás, queda ninguno satisfecho hasta que por sus ojos vea lo que con admiración escuchó. Por lo cual, yo, habiendo muchas veces oído loar aquella señora a quien yo he querido enderezar aquesta mi obra, y viendo que algunos, de oírlo, rescibían envidia y otros dolor, porque conociendo su merescimiento tan subido lo abaxasen, con atrevimiento de quererla loar, propuse en mí de no descansar hasta verla. Y ansí, con el tal deseo, discurriendo por la parte do hacía su habitación, vi la misma doncella. Y aunque no tuviese otro conoscimiento más de haberla oído loar por la mujer más acabada del mundo, conoscí luego ser ella, y en tanta manera me contentó, que no sé si primero comencé a amarla que a conoscerla»30. Podemos encontrar el amor de oídas en un romance, en el que una doncella


enamoró se de montesinos
de oýdas que no de vista31



o bien:


Todas horas y momentos
Es en ella mi pensar.
Nuevas ciertas me trujeron
De su hermosura y beldad,
De su gracia y atavío,
De su tan lindo hablar, etc.32



En cuanto al conocimiento no-amoroso, hay quien, como Manrique, sólo se fía de lo visto con sus propios ojos, rechazando (coherentemente) lo leído tanto como lo oído33. Pero también hay quien (como Lucena en lo amoroso) trata de complementar el oído con la vista; por ejemplo, en el Diálogo de Çilena y Selanio se dice: «[...] que pues de oŷdas la teníades tanata afiçión / a la Verdad, / de creer es que avrá hecho en vos diferente operaçión la vista, trato y comunicaçión que con ella a veis tenido [...] estando muy de veras enamorado della de oŷdas y por rrelación»34; texto en que se puede apreciar muy bien la combinación de ambos sentidos y, sobre todo, los diferentes planos o niveles en que pueden actuar, porque si la doctrina recibida por el oído es superior a la realidad material, inerte, proporcionada por los ojos, la vista vuelve a recuperar su preeminencia cuando se contempla directamente la Verdad; o el esplendor del rostro divino.

Creo que, en general, se puede decir que en esta época monta la vista sobre el oído, aunque la cosa se discuta y, en algún caso excepcional, se admita la posibilidad del enamoramiento de oídas. A este respecto, E. Asensio recuerda cómo Damasio de Frías «cita sin autor el título de un libro raro: "No es verdad averiguada que pueda enamorar la fama, aunque lo diga Petrarca y lo quiera probar el autor de aquel diálogo llamado Aretifila". Acaso recordaba mal, pues si la primera parte de la Aretifila de Luc' Antonio Ridolfi (Lyon, 1560) admite el enamorarse por fama, la segunda lo refuta»35. Naturalmente, en Italia la aceptación de la vía auricular resultaba especialmente difícil por cuanto el amor que entra por la vista había sido cantado por Ser Pace, G. Cavalcanti, Dante, Petrarca, etc.; y Ficino, siguiendo en parte a Aristóteles y en parte a Platón, había explicado el mecanismo de manera científica y fisiológica36. En cualquier caso, en España, la discusión suele concluir en una actitud cautelosa, desconfiada frente al amor de oídas. Véase, por ejemplo, el curioso análisis que a este respecto y sobre la Celestina realiza Villalón: acepta el amor de oídas por acaso y sólo algunas mujeres: «por que en la verdad ya no estiman en más al hombre de aquello que por su primera aparençia, conforme a la opinión que emprime en el juizio de los que le comunican. Dixo el Maestrescuela: por çierto señor Rector en eso dezis gran verdad, porque es cosa muy averiguada que en todos los juizios del mundo consiste la estima en aquella primera opinión que conçiben de su habla aspeto y aparençia; o de aquella información que de sus personas les hizieron en algún tiempo que por sus condiçiones demandaron: de manera que de haver oŷdo de otro bien o mal, le tienen en menos o en más el día doy. Y por que veáis quanto es, sabed que yo conoscí una señora generosa y hermosa de vivo juizio y discreçión: la qual sin nunca haber visto ni conoscido a un hombre no de muy aventajado linage ni hermosura ny valor, por solo haver se le loado mucho otra señora que le quería bien: diziéndole ser gentil hombre, sabio y galán, afamado por valiente en el exerçiçio de las armas, dispuesto en el luchar, dançar y vailar (aunque en la verdad todo esto no era así) ella se enamoró tanto dél que nunca sosegó su espíritu hasta que le hovo y effetuó con él su voluntad: porque la primera información tuvo tañía fuerza en ella la opinión que formó, que luego se asentó en su juizio que sólo aquel era el que merescía su amor. Pues para qué alego yo cuentos tan lexos que no creo que serán creídos por su incertitud, ¿pues mostró bien ser esto que digo verdad aquel graçioso y más que injenioso auctor de Celestina, obra de artifiçio admirable, quando fingió que Melibea no tuvo en tanto a Calixto con ha ver le visto en el huerto quanto le tuvo después que Celestina la informó de su gentileza y meresçer? Veréis que quando le ve, y él la quiere hablar le llama torpe, y con mucha fiereza huye dél y no le quiere oŷr: y venida Celestina a la hablar no trae medeçina de más valor que començarse le a loar diziendo...»37.

Un eco de esta interpretación parece encontrarse en la celestinesca Dorotea, donde Lope hace un análisis parecido: «Más mugeres se han perdido por los oídos que por los ojos, más daño les ha hecho siempre el oír alabanças que el mirar gentilezas» 38.

En el siglo XVII no tiene ninguna dificultad espigar textos de Lope39, Castillo Solórzano40, Tirso41, etc.42 Pero, sobre todo, resulta fácil encontrarlos en las comedias, pues una situación convencional es la del gran señor que se enamora de la dama de un caballero inferior al oírle alabar las excelencias y hermosura de su enamorada; no es exactamente nuestro problema, porque lo que en estos casos se plantea es el tema de la prudencia y de las relaciones de fidelidad entre señor y vasallo, dama y caballero, etc.; claro que la posibilidad de despertar la curiosidad, la concupiscencia, por fama constituye ya base convenida. No es extraño que Calderón recurra en varias comedias a este expediente; pero donde expone de manera precisa la nueva actitud dominante en lo que específicamente nos interesa es en el auto sacramental Los encantos de la culpa:

OÍDO
      Culpa ingrata
aunque en la fracción se escucha
ruido de pan, cosa es clara
que en la fe de la Penitencia,
a quien oigo que la llaman
carne, por carne la creo;
pues que ella lo diga, basta.
ENTENDIMIENTO
Esa razón me cautiva.


El oído, así, se coloca por encima de cualquier otro sentido y se convierte en medio privilegiado no sólo para la penetración de la fe, sino para el Entendimiento, en cuanto acata la doctrina establecida por la autoridad en lugar de conocer por sí mismo. No hace falta insistir en este aspecto, obvio a mi entender, pero no estaría de más, quizá, recordar una frase de Pero Mexía, por lo que pueda valer para completar el panorama, dado que su Silva funciona como un enorme difusor de tópicos e ideas recibidas: «Y aunque el sentido del oŷr, el qual solo podría competir con el de la vista, sea llamado sentido de la disciplina, y oyendo se hagan sabios y dotos los hombres, esto primeramente se deve a la vista, como a descubridor y guía de lo que se dize y se oye»43. La diferencia entre uno y otro autor, entre una y otra época, no necesita comentario.

Lo que fundamentalmente me interesa ahora es cómo en el Barroco se rompe la unidad o continuidad y equilibrio entre los dos sentidos para dar paso a canales o medios de conocimiento bien diferenciados, de tal manera que no sólo dan cuenta de planos diferentes de la realidad, sino que se oponen entre sí como informaciones excluyentes. Esto significa que quien utilice los ojos para ver el mundo (sensible) no tendrá ojos para percibir el sobrenatural. Y quien atienda a la realidad espiritual ya no verá la materia natural de la misma manera: quedará insensible, ciego para sus halagos, tentaciones, etc. Se puede así afirmar que el hombre posee dos sentidos diferentes, ya sean oído y vista o bien dos clases de oídos o dos tipos de ojos... Pedro de Valencia explica muy claramente el sentido alegórico que en esta concepción poseen los términos ojos, ver, luz, etc., y el mecanismo y correspondencias que entre unos y otros se establecen:

«Este Varón o ánimo u Hombre interior conforme al grado de su naturaleza espiritual tenía su entendimiento levantado y claro para contemplar y percibir a su modo todas las cosas espirituales, como si dijéramos, tenía sus ojos interiores claro y abiertos, y que veían muy bien arriba en la luz que el espiritual Sol y su rayo del Verbo Divino les comunicaba y acomodaba templándole a su modo, en esta luz en su tanto conocía y comunicaba a Dios y a los Espíritus Celestiales, y por estar en unidad y conformidad entre sí con Dios el Varón y Hembra, digo la porción superior y la inferior, también a ella pasaba la luz del Verbo, y del Hombre interior y sus sentidos e ingenio terreno, e inferior, sus ojos que también la parte animal tiene para las cosas corpóreas y de su jurisdicción, estaban alumbrados con el mismo resplandor, y enhilados en correspondencia con los del espíritu, y no velan ni miraban nada de por sí, sino que por ellos veía el espíritu derechamente y sin rodeos ni discursos y dudas también las cosas corpóreas y sus naturalezas y esencias; y esto es lo que dice el Sabio, que crió Dios al Hombre recto, derecho y sano; y que él después se revolvió y mezcló con muchas cuestiones y dudas.

Conviene mucho entender estos dos Ingenios, y dos pares de ojos del Hombre, y las fuerzas y usos y facultades de ellos; y para esto consideremos que están en cada Hombre dos, como si dijéramos un Ángel y un Animal, y que si el Ángel tiene su ingenio espiritual de por sí que le llamemos ojos superiores; y el Animal tiene también su ingenio y conocimiento material por su parte, como lo tienen todos los Animales brutos, puesto dentro en ellos por el Autor de la naturaleza, al cual ingenio suelen llamar Instinto los Filósofos, y nosotros le llamaremos ahora ojos inferiores, y a entrambos a dos pares les llamemos ojos methaphísicamente y por comparación, que por ninguno de ellos entendemos los instrumentos de la vista corporal a que propriamente pertenece este nombre [...].

[...] después trastornando esto todo y vuelto del revés, el conocimiento comenzaba por el sentido y vista de la hembra, la cual luego padece con la aprehensión de las cosas terrenas [...] pero antes de pasar adelante quiero decir una hieroglífica, sin perjuicio de la gravedad y sinceridad de la Doctrina Sagrada, Sinesio, que fue Arzobispo de Cirene, Docto Philósopho muy ingenioso y elocuente, refiere en el libro de la Providencia que los Aegipcios en sus misterios mostraban pintados (o hechos de bulto debían antes de ser) dos pares de ojos, los unos altos, y los otros bajos, y que estaban fabricados de tal modo que al abrirse los inferiores, se cerraban los de arriba, y por el contrario. Grande símbolo fue aqueste...»44.



El irrealismo es evidente. De aquí a la condena directa y generalizada del sentido de la vista, i. e., de la experiencia personal directa no hay más que un paso que se da con todas las consecuencias en nuestro siglo XVII: es la preocupación barroca por el engaño a los ojos, la doble realidad, el juego de apariencias, las paradojas que cuestionan el pensamiento lógico, etc. Actitudes tan conocidas que no merece la pena aducir testimonios; únicamente recordaré un curioso texto de Quevedo: «Los ojos humanos se ocupan en mirar enigmas. Ven la pólvora negra, en cuyo carbón se disimulan llamas y las cóleras del fuego, sorda y sin movimiento; aplícanla una chispa: truena, vuela, resplandece, alumbra: pásase de un enigma a otro. Júzgala estrella la vista, cae esqueleto de papel y cuerda; aprenden los ojos la verdad de dos engaños con un cadáver»45.

Si en el mundo clásico, salvo excepciones esporádicas, y margínales, la vista es el sentido privilegiado como medio de conocimiento y vehículo del amor, en la Edad Media, sobre todo en contextos religiosos, el oído cobra una importancia y valor superior al de los ojos: la experiencia es sustituida por la doctrina, la indagación activa por la recepción pasiva. En el Renacimiento parece que las dos vías se equilibran y complementan o, en último término, llegan a un compromiso de manera que el amor y el conocimiento material, «científico» se adquiere por los ojos, mientras el oído queda especializado en cuestiones de fe y, en general, sobrenaturales. En el barroco el oído vuelve a imponerse y el enamoramiento por fama se convierte en un tópico incluido en la órbita general de la cultura convencional. Parece que, en todas las épocas, las mujeres son algo más sensibles que los hombres al enamoramiento por fama, aunque la valoración de ese hecho varíe; esto quizá sea así por influencia de la tradición mariana, quizá por estar las mujeres más sujetas a la autoridad, a la doctrina, lo que las hace más receptivas.

En cualquier caso, la pugna entre «los dos sentidos mejores», de que habla Alfonso de la Torre46, ilustra en un aspecto curioso de las fluctuaciones ideológicas a través del tiempo.





 
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