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Elena Garro: el color de la muerte

Margo Glantz

A primera vista parecería que existe una gran similitud entre Elena Garro y Juan Rulfo, sobre todo en los cuentos de La semana de colores y en la novela Los recuerdos del porvenir. La creación de un lenguaje que da cuenta de una oralidad, aparentemente un habla popular que reproduce un modo de ser y una forma de vida rural, la de una provincia mexicana. Es cierto, en parte, pero un rápido análisis nos revela de inmediato mundos distintos y un narrador-protagonista situado en un lugar diferente del de los personajes rulfianos y, aunque el estilo de Rulfo es inconfundible y da cuenta de su presencia en la narración, y cada personaje asume su propia voz y no la de su autor, Elena Garro, en cambio, escribe como mujer e interviene de manera flagrantemente autobiográfica en su relato; es más, en algunos de sus textos escribe como mujer rubia: en los cuentos de La semana de colores, el narrador es una niña que, junto con sus hermanas, forma un grupo compacto: contrasta por el color de su rostro y de su pelo con el de los otros protagonistas, los indígenas, que, vistos con los ojos de la narradora, son un conjunto de abigarrado colorido tanto en su físico como en su vestimenta. Mundo indígena de una gran intensidad expresada en trenzas renegridas, vestidos de satín morado, lila y rosa, túnicas color bugambilia, ruido de huaraches sobre las piedras pulidas y brillantes de la calle y sábanas blancas que las criadas azotan sobre el lavadero.

Analizaré aquí solamente un cuento, el que da título al libro, «La semana de colores»1, en gran medida autobiográfico, que forma parte de una serie con unidad propia dentro del libro, integrada por el cuento ya mencionado, «Antes de la Guerra de Troya», «El robo de Tiztla», «El duende», «El día que fuimos perros» y «Nuestras vidas son los ríos», unidad que en un ensayo analizó Luz Elena Gutiérrez de Velasco2. En esos cuentos, Elena Garro habla de su infancia y la de sus hermanas en un pueblo de Guerrero, edén a domicilio enmarcado por muros y plantas donde conviven diversos grupos de diferente edad y raza, además de los niños, o mejor las niñas: los adultos separados en dos grupos, los padres ensimismados y extranjeros; los criados, indígenas. Los padres, en parte tan niños como los hijos, viven en su propia realidad, muy parecidos a los personajes adultos de Los recuerdos del porvenir, criollos o mestizos, jerárquicamente colocados encima de los indios y separados de ellos por su color, su educación, sus creencias, su concepción del mundo, su clase y sus inercias, pero estrechamente unidos por la convivencia cotidiana y la intensa cercanía que los niños guardan con los criados, quizá más intensa aún que con los propios padres biológicos.

En un libro intitulado Esthétique de la disparition, Paul Virilio habla de formas poco estudiadas de la percepción y, específicamente, de la picnolepsia -del griego picnos, frecuente:

«Los picnolépticos tienen una percepción especial del tiempo que no coincide con la que tradicionalmente se considera la realidad y son los niños los que con mayor frecuencia participan de esta supuesta alteración: se pretende forzarlos a testimoniar sobre acontecimientos que no han percibido, aunque hayan sucedido en su presencia y, como no logran hacerlo, se los acusa de retardados. Secretamente desorientados y además angustiados por las exigencias de sus seres cercanos, para conseguir información deben siempre transgredir los límites de su memoria... Han de recuperar las secuencias y reajustar sus contornos para compaginar lo que se ha visto y aquello que no ha podido ser visto, lo que se recuerda y lo imposible de recordar, y que se debe inventar o recrear para poder darle verosimilitud al discursus, (nota: palabra que proviene del latín discurren, correr de un lado a otro, término que marca bien la impresión de que el conocimiento habitual del picnoléptico es apresurado y descosido)»3.

Elena Garro lo advierte perfectamente, sabe que para recrear la infancia hay que acuñar nuevos lenguajes y establecer otras categorías de temporalidad y hacerlas coincidir en el cuerpo del relato. Los niños tienen su propia percepción de las cosas y desarrollan conductas secretas imposibles de compartir con los otros, aunque su modo de percibir lo que los rodea esté fuertemente impregnado por otras relaciones con el mundo que no comprenden los padres y corresponden sobre todo al mundo indígena. El lirismo de Garro es cromático, conecta con la magia hermética de la infancia abierta de repente a la violencia, desterrando el paraíso para agigantar la presencia del caos y la muerte con sus propios y particulares olores y colores. Es más, como dije en otra parte, el propio color del rostro, esa piel clara, los ojos azules, el pelo color canario de las protagonistas remite en realidad a un no color. Ser güero (rubio o de tez clara) equivale a ser desteñido4. La infancia es bella en este cuento porque alrededor de las pálidas protagonistas palpita un universo fuertemente coloreado y a menudo al mirarse al espejo las niñas se lamentan:

«Lástima que no tengamos trenzas negras» como las de las criadas, o como el color que en la casa del brujo lo da al jueves descrito en el cuento como una mujer con trenzas negras al que el brujo ha adornado con una flor naranja de nopal. En su casa, en cambio, tienen un modelo de contención: un retrato de Felipe II, ese antepasado español, remedo de una genealogía desplazada y, sin embargo, temible y sombría:

-Vamos a ver a don Flor...

El Rey Felipe II las oyó desde su retrato.

-¡Chist! Está oyendo...

Lo miraron, colgado en la pared, vestido de negro, oyendo lo que ellas murmuraban, junto a la mesita donde merendaban las natillas, cerca de las cortinas del balcón...».

(p. 61)



Reitero, en «La semana de colores», las niñas Eva y Leli están muy cerca de las criadas, o por lo menos de lo que las criadas dicen, y lo que se dice va enmarcado por lo blanco, el espacio deslumbrante donde los colores destacan. El blanco es transparente y luminoso, la sangre fresca y la sangre coagulada definidas por los colores que las representan -lo rojo y lo morado-, alcanzan una gran densidad y las palabras se oscurecen, suenan como piedras en boca de la lavandera, convertidas en objetos pesados, autónomos, y marcan su distancia frente a lo transparente. Las palabras no solo designan, tienen efecto inmediato, son activas, es decir, dan lugar a acciones concretas realizadas en el tiempo, tema desarrollado en Los recuerdos del porvenir donde el loco Juan Cariño utiliza el diccionario como si se tratara de un oráculo, una especie de libro sagrado: cada palabra tiene poder por sí misma y para neutralizarla hay que pronunciar un conjuro. Leli y Eva visitan a don Flor, el hombre prohibido, el que cura las penas y es temido y aborrecido en el pueblo, sobre todo por las mujeres. Es un brujo, un adivino, vestido de manera extravagante, con una túnica de color bugambilia, otra tonalidad del rojo, y su atuendo lo hace diferente de los otros indios vestidos con pantalón de manta y camisas blancas:

«[...] tampoco es católico, religión que coloca a los criados del lado de sus amos ("¿Fueron a la casa de don Flor? ¡Les va a caer el mal! ¿No saben que no es católico? Se lo voy a decir a sus padres")».

(p. 61)



«Los criados indios son católicos pero su religión está teñida de superstición y de brujería, por eso sus palabras son mágicas ("Nuestro Señor Jesucristo les va a secar los ojos, por mirar lo que no deben mirar")».

(p. 62)



«Las palabras resuenan malignas y la acción que designan se materializa: don Flor está en el centro de su redondo patio, lugar rodeado de habitaciones cuyas puertas encierran a los días, cada uno de color distinto.

Se había acabado la semana. Evita y Leli quisieron volver a su casa. Pero la tarde roja giró alrededor de ellas y continuaron sentadas en la tierra ardiente, mirando el patio abandonado de los Días, y a don Flor derribado en el suelo, mirando inmóvil el cielo. Pasó el tiempo y don Flor metido en su traje bugambilia siguió quieto, tirado en el centro del patio de su casa. A fuerza de mirarlo, su traje empezó a volverse enorme y el patio muy chiquito. Tal vez Nuestro Señor Jesucristo le estaba sacando los ojos, por eso solo veían la mancha cada vez más grande del traje color bugambilia».

(p. 63)



Sin transición, después de haber hablado con él, de manera casi simultánea, don Flor aparece muerto, tirado en el patio de su casa, contemplado por las niñas desde la colina de los girasoles cuya materialidad es inquietante: las flores alteran su textura, pierden su consistencia, se vuelven como de lana, no dan sombra, solo calor y su color amarillo es ominoso, se ha contagiado del color de la sangre («Un viento rojo hacia bajar a las nubes rojizas hasta tocar las puntas de los girasoles», p. 63). La obsesión con el tiempo es un rasgo distintivo de la narrativa de Elena Garro, no existe una temporalidad regulada, el tiempo cronológico se altera porque es solo una convención, hay otro tiempo interior que sigue otras reglas, dentro de las cuales los personajes viven de manera diferente y más auténtica, y desde allí pueden desafiar al llamado tiempo de los relojes, el tiempo cronológico. Las infancias fijan su propia temporalidad: gracias a una extraña rotación los días se estacionan o se repiten desordenando el tiempo lógico, el tiempo de los padres («Las semanas no se sucedían en el orden que creía su padre», p. 59). Cada día se vive de manera diferente y puede haber una concentración especial que defina su sentido y explique su aparición. Quizá los días puedan presentarse en sucesión lógica, pero solo por casualidad, más bien los días se enraciman, se dejan estar morosamente en una gozosa repetición: «tres domingos juntos o cuatro lunes seguidos» (p. 59). Además, su acontecer es acrobático, convulsivo, juguetón: «Era mucho más probable que del lunes saltáramos bruscamente al viernes y del viernes regresáramos al martes» (p. 59). Los días tienen entonces su propia y caprichosa personalidad, tan caprichosa y personal como los juegos de las niñas. El tiempo es de colores, cada día tiene un tono diferente, los jueves son redondos y de color naranja, aunque a veces su color se intensifique y se acerque al rojo. Y este acercamiento marca un cambio, al alterar su color el jueves y de naranja volverse rojo nos acercamos a la muerte. Al criado Rutilio no le importan los días, pues todos son buenos para morir. La idea de la muerte es aun festiva para Leli y Eva, sigue siendo una forma lúdica, un juego asombrado de la infancia:

«Era verdad. Había días mejores para morir. El martes era delgadito y transparente. Si morían en martes verían a través de sus paredes de papel de china los otros días, los de adelante y los de atrás. Si morían en jueves, se quedarían en un disco dorado dando vueltas como en los "caballitos" y verían desde lejos a todos los días».

(p. 60)



La forma perfecta de esta repetición representa justamente un sentido inverso y simétrico: el momento en que la muerte y la sexualidad irrumpen simultáneamente en la vida infantil. Garro organiza las metamorfosis cuando en sus textos conviven de manera conjunta varias formas de representación. Las niñas miran desde la colina al hombre muerto y lo ven cambiar ante sus ojos, una deformación óptica debida por igual a un deslumbramiento producido por el sol y a la transformación mágica de las palabras de Candelaria, la lavandera, en acciones y objetos concretos; esta ambivalencia de la percepción hace que las niñas reajusten su visión y propicia una situación a primera vista imposible en la que están al mismo tiempo con un hombre vivo y con un hombre muerto. Cuando las niñas visitan a don Flor los días parecen haber adquirido una perfecta corporeidad, una corporeidad femenina. Don Flor encierra a los días en habitaciones con puertas de colores. Y cada uno de los días representa los pecados capitales, a su vez encarnados en distintos tipos de mujeres. El brujo vestido con una túnica de encendido color tiene una extraña connotación sexual, su vestido es de mujer ante los ojos de la comunidad, por eso es sospechoso, diferente, temible: «Don Flor no se vestía de blanco como los otros hombres, ni llevaba pantalones». Como ya lo había subrayado antes, no solo está vestido con ropas de mujer sino que además usa un extraño peinado: «Llevaba el pelo cortado a la 'Bob', igual que las niñas...». Se ha producido un raro fenómeno de identificación en donde el cuerpo extraño, temido y anhelado por las protagonistas se va acercando peligrosamente a ellas. Insisto, don Flor se viste como mujer, su nombre es delicado y aromático y en su casa habitan los días cuyo atributo es un color, a la vez símbolo de un pecado capital con signo femenino. Como en un acto de prestidigitación, don Flor ha revivido en el momento en que las niñas entran en la casa, y casi al mismo tiempo ha sido visto por las niñas desde la colina como un cuerpo muerto agigantado por el reverberar del sol y la espesa fibra amarilla de los girasoles. Y aquí de nuevo asistimos a un acto de prestidigitación que reviene rodas las cosas y con las mismas las percepciones que de ellas tienen los personajes: Don Flor empieza a mostrarles su casa y sus secretos, lo hace después de examinarlas de manera obscena y adivinarles el futuro, después de reiterar que su pelo y sus ojos sor, diferentes de los suyos, que su pelo es rubio y hembra y sus ojos claros y machos. Cuando el brujo abre la puerta del Domingo, color de rojo y con un letrero que presenta a la lujuria, los días feminizados han perdido súbitamente su corporeidad, y como único recuerdo de su cuento desaparecido subsisten las palabras y un «terrible» olor: «Las niñas miraron con sus ojos secos y alertas, su cara tendida hacia unos ruidos que ellas no escuchaban» (p. 65). Este olor inmaterial «no se sabe si agradable o desagradable» permanece como prueba de una concreción desaparecida, pero precedido por otra metamorfosis, la de la naturaleza. Antes de que don Flor abra la primera prueba, ese ábrete sésamo de los cuentos infantiles, las niñas advienen que todo se ha secado, justo en el momento en que don Flor señala que se encuentran «en el centro de los días», polvoriento. Don Flor abre con una llave el cuarto de la puerta roja, allí habita el Domingo, el día más teñido de sexualidad, que representa a la lujuria caliente: «Sus palabras se bebieron el agua de la tarde y se produjo un silencio reseco. Las niñas sintieron sed. miraron el patio polvoriento por el que corría un aire. En la casa no había ni una sola planta, ni el menor rastro de hojas» (p. 64). El paraíso se ha calcinado literalmente y las palabras han perdido parte de su poder, el de convertirse en las cosas que nombran, no coincide ya su emisión con su representación. Conservan todavía algunos de los efectos materiales que tenían las palabras con que Candelaria abre el cuento, las palabras de don Flor: «... cayeron jadeantes sobre las cabezas rubias de las niñas...» (p. 66), y esa caída es amenazante: «La violencia de sus palabras dichas en voz baja hizo parpadear a los amarillos de las paredes» (p. 69). La sexualidad se verbaliza, va abriendo sus puertas y materializando la conciencia del pecado implícita en las amenazas que las criadas profieren cuando las niñas no obedecen, los vicios de la carne se convierten en días golosos, sensuales, pero pervertidos y dañinos: «Andaban (las niñas) cerca de las fauces de un animal desconocido, de aliento tan caliente como la tarde» (p. 66). Se ha definido un trayecto, el pasaje de la infancia a la pubertad, y ese trayecto traza un final, ¿pues, acaso no revela el cuento el tránsito imperceptible de la pureza de la infancia a la ambigua y sensual adolescencia?

¿Acaso no se ha cancelado el paraíso?