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El vendedor de tagarninas

Fernán Caballero





«El que llora será consolado».


(San Mateo)                




Lo que vamos a referir no es ficción, es realidad; es una sencillísima historia que literariamente no merezca quizá ni ser escrita ni leída; no obstante, algo nos dice en el fondo de nuestro corazón que por algunos, aunque pocos, será leída esta relación con simpatía; a estos pocos nos dirigimos para referirles la corta historia de un pobre niño vendedor de tagarninas.

Dice Bulwer, ese excelente moderno autor inglés: «No hay duda que existen poetas que nunca han soñado con el Parnaso», lo que quiere decir que se puede mover al corazón y cautivar la imaginación sin valerse para lograrlo del arte, ni del saber, ni seguir la senda trazada: basta sentir y expresar lo que se ve.

Era Ortega guarda de un olivar en un pueblo pequeño y cumplía bien con su deber; era bien querido, pero sobre todo de su mujer, que criaba una niña, y de su hijo Miguelito, que tenía cinco años. Érale a Ortega la vida suave y el trabajo ligero, como lo es al caballo la carga de oloroso heno que lleva para su propio sustento. Pero el guarda se había granjeado la animadversión de unos cabreros que tenían sus cabrerizas en un coto limítrofe del olivar que estaba al cuidado de Ortega.

Por repetidas veces habían dejado penetrar sus cabras en el olivar, con grave perjuicio de la sementera y del arbolado, hasta que acabó Ortega por denunciarlos, y esto bastó, ¡Dios mío!, para que un día, al pasar Ortega cerca de un vallado se disparase entre las zarzas un tiro, cuya bala atravesó su pecho. ¡Oh, en qué mina se crio el fatal pedazo de plomo que hizo a un tiempo un cadáver, un asesino, una viuda y dos huérfanos!

Avisose al lugar de que yacía un hombre muerto cerca de un vallado y en breve el abandonado cadáver se vio rodeado de aquel unánime e inmenso interés que conmueve, sacudiéndola hasta en sus entrañas, a la humanidad cuando se comete contra ella el delito de sangre, empezando por el sacerdote, que viene en nombre de la religión, en caso de que aún luche el alma con la muerte; sigue la justicia, que viene en nombre de la sociedad, magnífica institución, bella obra de la ilustración hecha con la ayuda de Dios, de los siglos y de la sabiduría; acompáñala el facultativo, que acude en nombre de la humanidad, en cuyo estandarte puso Jesús por lema la palabra hermandad, y sigue el pueblo, que viene en su propio nombre a tributar su compasión y lágrimas a la víctima, sus imprecaciones al asesino, pues puro existe en el corazón del hombre el sentimiento de lo justo cuando las pasiones no lo ofuscan.

Púsose al muerto sobre unas angarillas y se ofrecieron a llevar las angarillas de la muerte aquellos mismos andaluces altivos que por todo el oro del mundo no se hubiesen prestado a llevar la silla de mano de un rico.

No pueden aquellos que no lo han presenciado formarse una idea del desesperado e inmenso dolor de la infeliz que vio entrar por sus puertas el sangriento y yerto cadáver de aquel que siempre entró en su casa como una protección y un amparo, como un objeto de culto y de cariño. La desgraciada viuda, que estaba criando, tuvo un retroceso y derrame de leche; sus pechos quedaron exhaustos, la madre y la niña perecían; la primera, de resultas de una espantosa enfermedad; la segunda, de necesidad.

Vosotros, los habitantes de las ciudades, no sabéis cuán grande y expansiva es la caridad en los campesinos y cuán verdadero hacen aquel bello refrán de que más hace el que quiere que el que puede. No hubo una sola mujer en el pueblo que estuviese criando que no viniese a dar el pecho a la pobre criatura, para la cual se habían secado las fuentes de vida que le señalara la naturaleza. La niña fue criada a traguitos, según la expresión consagrada para indicar esta clase de crianza, y como generalmente todas las lugareñas son sanas, se hacen robustas estas crías de muchas amas. Verdad es que tan pronto toman leche de una recién parida, tan pronto la de una mujer que cría a pesar de tener su hijo dos años y correr tras de su padre, pero no le hace, medran, y si lo extrañáis os responde que Dios hace la costa.

Miguelito era el que se veía a todas horas descalzo de pies y piernas, pues todo se había vendido para la enfermedad de la madre y estaban en la última miseria, cargado con la niña, con la que apenas podía, llevándola por todas las casas del lugar, sofocado y jadeante en verano, encogido y arrecido de frío en invierno, pero siempre alerta, siempre dispuesto, siempre mandable y consagrado al cuidado de su madre y hermanita; si compadecidos de verlo en algunas casas le daban un pedazo de pan, lo escondía y se lo llevaba a su madre. Esta pobre había quedado baldada, y ese niño bendito, a pesar de su corta edad, era su providencia; para él no había juegos ni distracciones, era inseparable de esa madre y de esa hermana, que ni una ni otra se podían valer. El todo lo hacía bajo la inspección de su madre y aun de noche sacudía con firme voluntad ese incombatible sueño de la infancia cuando era preciso pasear a la niña para acallarla. ¡Qué humilde era y qué incansable! Y cuando su madre le bendecía no comprendía esa alma dulce y modesta el porqué merecía esa merced. ¡Ángel de Dios que, cual su Criador, sólo abrojos había de pisar en este suelo!

Miguel tenía ya seis años, y con el afán de ayudar a su madre iba, como veía hacer a otros muchachos mayores que él, a coger tagarninas al campo. Salía por la mañana y volvía a la oración sin haber probado bocado en todo el día y por descanso iba de puerta en puerta ofreciendo sus tagarninas. Pero los muchachos mayores que él, que andaban más, habían vuelto antes y le habían quitado la poca venta que tenía la silvestre legumbre.

-¿Se quieren tagarninas? -preguntaba con débil voz, exhausto de cansancio, hambre y frío.

-No.

Y el infeliz niño se rastreaba a otra puerta ofreciendo casi por nada el fruto de su inmenso trabajo.

-¿Se quieren tagarninas?

-No.

Y seguía humilde y resignado a otra puerta en que le aguardaba otro no; pero estaba tan connaturalizado con el no, que parecía que no le cogía de nuevo. ¡Había llevado tantos! De suerte que se hallaba muy contento si encontraba quien le diese tres o cuatro cuartos por su espuerta.

¡Tres o cuatro cuartos por todo un día de ímprobo trabajo, para su corta edad, en parajes fríos y húmedos y hecho en ayunas! ¡Misericordia de Dios! ¡Divina justicia! ¡Qué magníficas compensaciones guarda tu diestra, prometidas en las bienaventuranzas! ¡Oh, mi Dios! Si no te creyera justo, no te creyera Dios; si no te creyera prendador del bueno que sufre, no te creyera Padre; si no te creyera castigador del cínicamente malo que goza, no te creyera Señor. Sí, todo eres, y esta santa creencia todo lo explica. ¡Oh, dichosas criaturas las que vais a la vida eterna por la misma senda que anduvo el Señor por el mundo, la pobreza, el padecimiento, el desprecio y la paciencia! Arrancáis lágrimas a nuestros ojos y nos podríais contestar a nosotros, ricos, soberbios y fríos: «¡No lloréis sobre mí, sino sobre vosotros y vuestros hijos!».

Algunas veces su madre quería retenerlo, porque su corazón se partía de ver a ese angelito solo, desabrigado, en días fríos y lluviosos, con su espuertita y sus brazos cruzados para abrigarse bajo de ellos sus manos entumecidas e hinchadas; los días se habían hecho tan cortos, las noches venían tan de prisa y tan frías, pero nada detenía al pobre niño y la infeliz madre decía llorando: «¡Si no va, ni él comerá ni la niña!», y lo veía ir con tan desgarradora pena que vertía su corazón sangre por todos sus poros, hasta que lo veía entrar con un cuarterón de pan y unas pocas de tagarninas.

Una fría tarde de diciembre tocó solemne la oración y el niño no había venido, y tocaron lúgubres las ánimas, y el niño no había vuelto, y la madre estaba baldada y no podía salir a buscar al hijo de su alma, al ángel que las mantenía a ella y a su niña, y pasaron una a una cual callados espectros en negras mortajas las horas tremendas de la noche y la madre no se murió de congoja y de angustia porque la congoja no mata, porque la angustia es una tremenda agonía sin el descanso de la muerte como el castigo de los condenados, y a la mañana siguiente el sobajanero de un cortijo que pasaba por una senda apartada vio sentado al pie de un árbol a un niño; tenía los brazos cruzados, la cabecita caída sobre el pecho; a su lado estaba una espuerta con tagarninas. Se acercó. ¡El niño estaba muerto! ¡Muerto de frío, de necesidad, de cansancio y de miedo!

Lo que he contado no es ficción, es realidad.

¡Dios y Señor! Hombres hay, tus hijos, Padre, que en su mezquina soberbia se atreven a sostener que las compensaciones en la otra vida, esto es, el premio y el castigo, son invenciones de los hombres, ¿puede concebirse tan espantoso absurdo? ¿Puede creerse y no desesperarse? ¡Señor, Señor, consérvanos la fe a los religiosos, aunque no sea más que para impedir que no se parta de lástima unas veces y no se ahogue de indignación otras nuestro corazón! Déjanos confiar en aquella divina promesa: El que llora será consolado1.





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