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El tema del amor en las novelas de los Pazos

Marina Mayoral Díaz





La crítica actual tiende a destacar el carácter de estudio psicológico de Los Pazos de Ulloa y su segunda parte La Madre Naturaleza, aspecto que siempre interesó a doña Emilia en su quehacer novelesco1 y que se intensificó a partir del conocimiento de la literatura rusa contemporánea2.

Hay en estas novelas todo un muestrario de casos amorosos. La Pardo Bazán despliega ante el lector un abanico de parejas que mantienen entre sí relaciones eróticas muy variadas. Entre ellas hay dos que han acaparado la atención no sólo del lector, sino de la crítica: la de don Julián y Nucha, y la doble pareja Gabriel-Manolita, Manolita-Perucho. Pero en torno a ellas hay otras muchas que sirven unas veces de contrapunto y otras de refuerzo al tema principal, desarrollado por la pareja protagonista. Una construcción similar la encontramos en Doña Milagros y en Memorias de un solterón, donde la relación de don Benicio Neiras, ya viudo, con doña Milagros, y la de su hija Feíta Neiras con Mauro Pareja tienen como telón de fondo las historias sentimentales de las otras hijas de don Benicio y la de este mismo con su esposa Ilduara.

En las dos partes de Los Pazos de Ulloa encontramos las parejas siguientes:

  • Don Pedro-Sabel
  • Sabel-El Gallo
  • Carmen y el estudiante de Medicina
  • Don Pedro-Rita
  • Don Pedro-Nucha
  • Don Julián-Nucha
  • Máximo Juncal-Catuxa, la panadera de Cebre
  • Gabriel-(Nucha)-Manolita
  • Perucho-Manolita

Don Pedro-Sabel

Es la primera pareja que aparece ante el lector de la novela, que descubre, antes que el inocente don Julián, la relación non sancta que une al señor de los Pazos y a la hija de Primitivo.

Es una relación basada en el abuso de poder del hombre sobre la mujer. Aunque las simpatías de la autora no están con el personaje femenino, doña Emilia nos transmite con fidelidad el problema social que subyace a la relación erótica. Sabel es víctima a la vez del padre, que la obliga a permanecer en los Pazos, y de don Pedro, que la utiliza como amante y criada.

Es un ejemplo de pareja ilícita y de un tipo de relación fuertemente marcada por la diferencia de clase social. En ningún momento se plantea la posibilidad de que don Pedro convierta a Sabel en su legítima esposa, y sólo en su vejez reconocerá al fruto de esas relaciones. Don Julián, al recriminar al señor de los Pazos su conducta, pondrá el acento en la transgresión de las leyes sociales y no en el aspecto pecaminoso del asunto: «¿No le pesa de vivir así encenagado? ¡Una cosa tan inferior a su categoría! ¡Una triste criada de cocina!». La respuesta de don Pedro alude, sin embargo, más al aspecto puramente humano de la relación que al social: «¡Una bribona desorejada, que es lo peor!»3.

Por parte de Sabel la situación es muy clara: no quiere a don Pedro y aprovecha la menor oportunidad para engañarle. A lo largo de la novela la vemos cada vez más deseosa de abandonar los Pazos y de casarse con el gaitero de Naya. Sólo el temor a su padre la mantiene en su condición de barragana del señor.

Más complicados son los lazos que atan a don Pedro con Sabel. Hay, en primer lugar, una evidente atracción física -Sabel es el tipo de mujer que a don Pedro le gusta-, pero hay también un sentimiento de dominio. Don Pedro actúa como el amo que puede disponer a su antojo y sin rendir cuentas del esclavo. La paliza brutal con que castiga su escapada a la romería de Naya es prueba a la vez de sus celos de hombre y de su prepotencia de señor. Sabe que ella le detesta, que prefiere a cualquier mozo del lugar; teme, incluso, que llegue a envenenarle, según le dice al cura, pero aun así la retiene a su lado. En parte lo hace por debilidad y comodidad: sabe que si la echa de su casa ninguna moza vendrá a servirle a causa de las amenazas de Primitivo. Pero, en parte, lo hace también porque la desea: cuando ya, ha tomado la decisión de ir a buscar esposa a Santiago de Compostela, retarda la salida y remolonea por la puerta de la cocina, quizá, dice el narrador, «con la ilusión recóndita de ser detenido por la muchacha»4, y cuando vuelve a los Pazos tras su boda con Nucha, su semblante «se anubló» al oír hablar del gaitero de Naya y sufre un ataque de ira cuando el cura le dice que Sabel quiere casarse lo antes posible (cap. XIV). Defraudado en sus deseos de ser padre de un varón, don Pedro impone de nuevo su deseo y su poder, y Sabel pasa a desempeñar otra vez el papel de criada de cocina y amante que tenía al comienzo de la obra.




Sabel-El Gallo

El narrador explicita en La Madre Naturaleza el tipo de relación que une a los dos personajes. Ya cuarentona y con la belleza ajada, Sabel sigue, sin embargo, enamorada; «no sólo convencida, sino subyugada y vencida por completo» por el antiguo gaitero de Naya, ahora su marido y mayordomo de los Pazos. La índole material de ese vínculo es destacada por el narrador: «Era una devoción fanática, una sumisión de la carne que rayaba en embrutecimiento y una simpatía general de epidermis grosera y alma burda, que hacían de aquel matrimonio el más dichoso del mundo»5. Esta felicidad de base tan material podría parecer amenazada por el deterioro físico, pero no es así. En el caso de Sabel se contrapesa con el prestigio de haber sido la amante del señor de los Pazos y de ser la madre del único heredero varón. En cuanto al Gallo, que físicamente se conserva mejor que Sabel, a sus prendas corporales añade el prestigio de saber leer y escribir, con lo que alimenta y conserva el embeleso de su esposa.

Son, pues, pasados los años difíciles en los que Sabel pedía de rodillas al cura de Naya que le arreglara los papeles para casarse, una pareja, un matrimonio feliz... que no cuenta en absoluto con las simpatías de doña Emilia, que los pinta con las peores tintas. Sin embargo, Sabel es una figura femenina que acaba ganándose las simpatías del lector. A la luz de su fidelidad al marido, entendemos que sus antiguos coqueteos, incluso con el capellán, eran un modo de rebelarse contra la tiranía del amo.

El personaje de Sabel muy probablemente está influido por el de Desirée, de La faute de l'abbé Mouret, de Zola6. Sólo en seres tan elementales puede tomar cuerpo el sueño de un retorno feliz a la Naturaleza. Pero lo que en la novela de É. Zola aparece como virtud en la de doña Emilia se ve como defecto. Máximo juncal califica a Sabel de «bestia», «vaca», «pollina vieja»7 y Gabriel Pardo, claro portavoz de la autora en esta novela, no la defiende. Por el contrario, en la novela de Zola, esa calidad animal del personaje aparece precisamente como clave de la felicidad. Así dice el narrador al describir a Desirée:

Le cerveau vide, sans pensées graves d'aucune sorte, elle profitait du sol gras, du plein air de la campagne, se developpant toute en chair, devenant une belle bête, fraîche, blanche, au sang rose, à la peau ferme. C'était comme une ânesse de race qui aurait eu le don de rire8.



Albine, la protagonista de la novela de Zola, pese a vivir en total libertad y de espaldas a las leyes religiosas y sociales, carece de esa simpleza de espíritu y la desea como único medio de disfrutar plenamente de la vida:

Albine, restée immobile, regardait dormir Desirée, cette belle fille qui contentait sa chair en se roulant sur la paille. Elle souhaitait d'être ainsi lasse et pâmée, endormie de jouissance pour quelques fétus qui lui auraient chatouillé la nuque. Elle jalousait [...] cet épanouissement purement animal, qui faisait de l'enfant grasse la tranquille soeur de la grande vache blanche et rousse9.



Y por boca de Pascal Rougon el autor nos da la clave de su pensamiento: «Si tout le monde était comme ma grand bête, la terre serait trop belle»10.

Fijémonos en que las palabras con que se refieren a los dos personajes son muy similares: vaca, pollina, animal. Creo que doña Emilia tomó a Desirée como modeló de Sabel, pero no la simpatía y la ternura que Zola puso en el personaje.




Carmen y el estudiante

La tercera pareja que encontramos en la novela es la formada por Carmen, la hija menor de don Manuel de la Lage y el estudiante de Medicina. Es una pareja teórica, porque, en realidad, nunca están juntos, pero el ojo de cazador de don Pedro se ha percatado de que por soportales y alamedas les sigue alguien: «un hombre joven, melenudo, enfundado en un gabán gris de corte raro y antiguo»11.

Carmen responde al tópico de la belleza romántica: ojos negros de «cárdenas ojeras», alta, esbelta, siempre triste y suspirosa por sus amores contrariados. El pretendiente aparece caracterizado por dos rasgos significativos: la melena y la vestimenta pasada de moda. Es sin duda una pareja «romántica»: su amor no ha nacido del trato, ni del conocimiento mutuo, sino del intercambio de miradas ardientes y cartas escritas y leídas a escondidas. Son, más bien, una caricatura del romanticismo, y no cuentan con las simpatías de la autora. En la novela se califican estos amores de «desatinada pasión» (pág. 224) y se dice que Carmen «estaba cada día más chocha» por su estudiante (pág. 297). Bien es verdad que en ambos casos puede tratarse de un estilo indirecto que reproduce las opiniones de los contertulios del Casino y de Misia Rosario, la madre de don Julián. En todo caso, el desinterés de la autora por esta pareja es evidente. Las referencias a ella son siempre indirectas. A través de una carta que ha recibido don Julián nos enteramos de los rumores de que Carmen, si su padre no le da permiso para casarse, «saldrá depositada», es decir, el juez dispondrá que la trasladen a un lugar donde ella pueda manifestar libremente su voluntad. Pero eso se menciona para explicar las causas de la tristeza de Nucha. Y nunca se nos dirá si ha sucedido o no, ni siquiera el nombre del pretendiente que no pasa de un genérico «estudiante de Medicina».

La función de esta pareja, de este tipo de relación, ha sido la de servir de contrapunto a la conducta de Nucha. En contraste con Carmen, destaca su sensatez y cordura mientras vive en la casa de su padre y después su espíritu de sacrificio. Cumplida su misión, nadie vuelve a acordarse de los amores de la hija romántica de don Manuel de la Lage.




Don Pedro-Rita

Son una pareja frustrada, pero hubo un tiempo en que todos los consideraban novios. Así dice el narrador:

La situación del marqués en aquella casa era tácitamente la del novio aceptado. Los amigos de la familia de la Lage se permitían alusiones desembozadas a la próxima boda; los criados, en la cocina, calculaban ya a cuánto ascendería la propineja nupcial. Al recogerse, sus hermanas daban matraca a Rita12.



El escándalo y la sorpresa estallan cuando don Pedro pide la mano de Nucha y no la de Rita. ¿Por qué lo ha hecho? Sin duda don Pedro y Rita forman una pareja casi ideal: hay entre ellos una clara corriente de atracción física y una afinidad de gustos y sensibilidad. A Rita no le molestarían las bromas y familiaridades con que don Pedro mortifica a Nucha, bien al contrario, ella misma las provoca. Y por su carácter y fortaleza física parece más capaz que su hermana para enfrentarse a los problemas de los Pazos. Don Pedro lo entiende así desde el comienzo, ya que al evaluar a sus primas, piensa de Rita: «¡Soberbio vaso, en verdad, para encerrar un Moscoso legítimo!». Y más tarde, ante las dificultades del parto de Nucha, don Pedro se acuerda «con extraños remordimientos casi incestuosos, del robusto tronco de su cuñada Rita»13.

¿Por qué, entonces, no la ha escogido? En este punto el narrador es explícito. Don Pedro quiere para casarse una mujer absolutamente intachable, y sobre Rita en el Casino se hacen comentarios: su belleza, su salero... nada importante, pero nota don Pedro «una punta de ironía», alusiones que le desazonan y que le llevan a la conclusión de que Rita ha tenido «algún enredillo» (pág. 224). Y, sobre todo, lo que le decide es que él desconfía de la virtud de una mujer que cuando intenta besarla no lo rechaza a bofetadas y empellones como Nucha.

Don Pedro sacrifica el gusto y hasta la razón en aras de una moral provinciana, de un sentido del honor trasnochado, «calderoniano», en expresión del narrador, que le conduce al más rotundo de los fracasos: ni consigue una mujer atractiva que le libere de Sabel, ni un heredero que continúe su apellido.




Don Pedro-Nucha

Don Pedro eligió mal, se ha dicho reiteradamente. Escogió a la mujer que le gustaba a su capellán, no a él, y la menos capaz para afrontar la vida en los Pazos. Desde nuestra perspectiva actual eso parece evidente, pero lo es menos desde la del siglo XIX y de la propia doña Emilia. Las ideas sobre el matrimonio cristiano las expone don Julián:

La índole de tan sagrada institución [...] es opuesta a impúdicos extremos y arrebatos, a romancescos y necios desahogos, ardientes y roncos arrullos de tórtola14.



Y en Doña Milagros, Benicio Neiras dice de su esposa:

Supo guardar, hasta un extremo inconcebible y para mí muy doloroso al principio, aquella casta rigidez y recato de la verdadera esposa cristiana, y aquella reserva y aparente frialdad que, si enojan al enamorado loco, deben satisfacer profundamente al marido cuerdo15.



Recordemos también que la protagonista de Una Cristiana, Carmiña Aldao, se casa con un hombre al que no ama y que físicamente le repugna y que su confesor, el Padre Moreno, aprueba su decisión.

Por tanto, y según los criterios de la época, don Pedro eligió bien: Nucha es una buena esposa. ¿Lo piensa así doña Emilia? ¿Comparte las ideas de don Julián o don Benicio Neiras? A estas alturas de su vida creo que todavía no tiene la Pardo Bazán una postura clara ante este tema. En la novela siguiente a Los Pazos de Ulloa, en Insolación, va a defender una actitud mucho más hedonista, pero en el conjunto de su obra me parece que lo que predomina es esta concepción del matrimonio como sacramento, en la que el amor y el placer tienen poco lugar. En Los Pazos la opinión de la autora se trasluce en una frase muy significativa del narrador. Durante el embarazo de Nucha, don Pedro la acompaña a dar paseos higiénicos por el campo, se muestra galante y cariñoso con ella, le ofrece flores y moras silvestres y renuncia a cazar para no sobresaltarla. Después de contarnos esto, el narrador concluye: «si aquello no era el matrimonio cristiano soñado por el excelente capellán, viven los cielos que debía de asemejársele mucho»16.




Don Julián-Nucha

He analizado con mucho pormenor esta relación en el prólogo de mi edición de Los Pazos de Ulloa17 y a ella me remito. Recordemos sólo que el amor de don Julián representa la forma más desencarnada, espiritual y generosa del amor humano. Don Julián sólo desea el bien y la felicidad de Nucha, y su impotencia para evitarle el sufrimiento y la muerte es, en un sentido amplio, símbolo de la impotencia del amor humano ante los males de la existencia.




Máximo Juncal-Catuxa

Aunque el narrador de Los Pazos, haciéndose eco de la opinión pública, nos diga que la culpa de la mala salud del médico la tenía el ron y una panadera de Cebre, cuando nos lo encontramos en La Madre Naturaleza, casado con Catuxa, Máximo juncal ha mejorado notablemente y su matrimonio es un ejemplo de felicidad doméstica.

La diferencia de carácter y temperamento parece demostrar la armonía de los complementarios: Catuxa es alegre, apacible, frescachona, guapa y nada instruida. Máximo es bilioso, de genio vivo y dado a la discusión, de salud frágil, más bien feo, inteligente y bastante culto. Catuxa está vista con simpatía por el narrador, que siempre destaca su cordialidad, su sencillez y su atractivo físico. El médico está tratado en clave irónica, sobre todo en lo que se refiere a sus ideas anticlericales, pero es un personaje en el que predominan los rasgos positivos y queda de relieve su generosidad y su buen corazón.

Gabriel de la Lage, al conocer al matrimonio, piensa que la antigua panadera «le hacía la vida agradable a su marido», y el narrador concluye: «Así era, en efecto, moral y físicamente, y por humillante que parezca esta confusión de fuerzas tan distintas, el genio apacible y las mantequillas suaves de Catuxa influían en partes iguales en sosegar la bilis del médico»18.

Es esta una felicidad conyugal de tono menor, diríamos. Juncal ama sin duda a Catuxa, pero también sin duda echa de menos un entendimiento intelectual que con su mujer no puede tener. Su deslumbramiento por Gabriel de la Lage, el cariño súbito que despierta en él, su admiración ante su comportamiento nos hablan de una especie de nostalgia de espiritualidad. Con Gabriel puede hablar Máximo como no habla con nadie. A su mujer la trata como a alguien intelectual y socialmente inferior. Recordemos la escena en que al insistir Catuxa en que tome Gabriel algún bizcocho más, Máximo le manda callarse «severamente», como se haría con un niño o un criado. Y poco después, el médico le repite a Gabriel algo que le ha dicho antes a su mujer: «Mira, chica, si te da la ocurrencia de ponerte un día mal y quieres médico, que no sea el mismo día que me necesita don Gabriel»19. Es decir, que entre la mujer y el amigo pondría la amistad por delante. Se trata, seguramente, de una exageración cariñosa, pero reveladora, en el fondo, de la admiración por unas cualidades que Catuxa no posee.




Gabriel-Manolita (Nucha) y Manolita-Perucho

Desarrollan el tema del amor incestuoso, amor prohibido, condenado por la religión y la sociedad, pero lícito para la ley natural.

El tema se inicia en Los Pazos con la relación de Gabriel y su hermana Nucha20. Se puede decir que en esta primera parte de la novela la situación de incesto está sólo insinuada a través de algunos gestos que cobran valor simbólico y que se entenderán mejor en la segunda parte. Así, el regalo que Nucha recibe de Gabriel cuando va a casarse: una sortija de oro y una cartita firmada «por su más amante hermano». Nucha se coloca ese anillo en el mismo dedo en que va a llevar la alianza de matrimonio y allí lo conserva hasta su muerte.

Es un amor doblemente incestuoso, ya que, además de ser hermanos, Nucha ha ejercido siempre el papel de madre. Gabriel le llama «mamita» y ella a él, «mi niño».

Este amor va a encontrar una vía lícita al trasladarse a Manolita, a quien Gabriel ama ya antes de conocerla, sólo por ser hija de Nucha, y que se acrecienta al comprobar el parecido físico con su madre. Pero en esta nueva pareja el amor se frustra: no se produce la armonía de iguales que se daba entre los hermanos. Gabriel es más viejo, más culto, más refinado que Manolita. Ella no le quiere ni como tío ni como pretendiente. La afinidad que existía entre Gabriel y Nucha va a trasladarse en la segunda parte a Manolita y Perucho: iguales en edad, costumbres, educación, gustos... Y al no existir entre ellos, mejor dicho, al ignorar la prohibición que pesa sobre sus sentimientos, éstos pasan de modo espontáneo y natural de la ternura al amor físico.

La religión, entendida como ley divina, no como ley social, separa a los más perfectos enamorados del mundo de Los Pazos y de todo el mundo novelesco de la Pardo Bazán. Perucho, al saber la verdad de su parentesco, exclama: «Si no hubiera Dios, ¡lo que es a Manola... soltar no la suelto!».

Pero Dios existe para Perucho y para doña Emilia, y con Él unas normas, unas leyes que diferencian al hombre del animal. La cerda que cría Goros puede aparearse con su hijo, pero el hombre, mezcla de naturaleza y espíritu, ha interiorizado la prohibición y se horroriza del incesto.

Recapitulando brevemente sobre lo visto, llegamos a la conclusión de que la Pardo Bazán quiere dejar patentes las dificultades del amor humano. No es que no crea en el amor, sino que piensa que las circunstancias de la vida acaban ahogándolo o convirtiéndolo en fuente de dolor21.

Sólo en la naturaleza primitiva de Sabel, el amor, reducido a su forma más elemental de instinto, de atracción física, hace feliz a quien lo disfruta. A medida que ascendemos en la escala de lo intelectual, esa atracción hacia el otro sexo empieza a verse perturbada por toda clase de limitaciones: el honor, las diferencias de clase social, de edad, de instrucción, o la más antinatural de las leyes: la que prohíbe amarse a aquellos que más se parecen y que por cercanía y afinidad podrían amarse mejor.

El ser humano aparece como una criatura dolorosamente escindida por tendencias contrarias e inconciliables. Su cuerpo le lleva hacia la Naturaleza y su espíritu tira de él hacia la Divinidad.

La frase final que pronuncia Gabriel Pardo encierra la lección moral de la obra, que ya había quedado patente en su concepción del amor: «Naturaleza, te llaman madre, deberían llamarte madrastra»... La pura satisfacción del instinto no basta para dar la felicidad al hombre. La Naturaleza no puede ser madre, porque el ser humano, en su mitad espiritual, irá siempre huérfano por el mundo y en busca de su Criador, de ese Dulce Dueño del que doña Emilia nos hablará en su última novela. Pero para eso faltan todavía muchos años. En las novelas de los Pazos lo que nos muestra es el alcance y los límites del amor humano.







 
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