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El reino de la palabra

Sergio Ramírez





En nuestros países, donde todo es posible, las palabras, como expresión cabal de objetos, situaciones y estados de ánimo, capaces de actuar como conductores de energía en la magia de la comunicación, han perdido todo su significado, tornándose huecas y desposeídas de contenido real. Las palabras son el mejor instrumento de la mentira pública. Moviéndose en un vacío formal, desbocadas en la carrera inútil de la retórica, se vuelven inofensivas.

Inofensivas son las palabras que se usan para escribir las leyes, cuando fijan algo en el plano ideal y la retórica legal se infla cuanta más conciencia tiene el legislador de que lo que se manda, no será cumplido.

Inofensivas son las palabras en los discursos, donde la retórica llega a alturas insospechadas de excelencia (esto último para no dejar de ser retórico), la pura convención descarnada. La frase «el papel aguanta lo que le pongan» es absolutamente justa.

Una manera de evadir la realidad y hacer imposible la moral, es crear un envoltorio de palabras donde todo verdor deba perecer: justicia, soberanía, libertad, nacionalismo, paz pública, orden público, independencia, deber, honor, derecho, concordia, patria, sacrosanto, son por ejemplo, palabras que venimos arrastrando en la lengua desde siglos, bajo el peso de una más hermosa todavía: constitución, para caer ahora en una nueva fusilada de palabras contemporáneas: reforma, cambio, estructura, redención, humilde, campesino, obrero, desarrollo, sociedad, riqueza, distribución, social, progreso.

Nos hemos desacostumbrado a un lenguaje directo, de comunicación inmediata, que haga posible dos tipos de realizaciones: la de la sociedad, y la nuestra como hombres; cada palabra significa lanzar a nuestro alrededor una cortina de humo, deshacernos en frases, desaparecer envueltos en el aura de lo que nos hace imposible: la palabrería.

Las palabras, en lugar de ser agentes de la verdad (como los evangelios, por ejemplo) son enemigas de la verdad, sus detractores, las mejores encubridoras de la mentira: si se dice reforma agraria, por ejemplo, ¿qué significado real tiene? Son tan poderosas las palabras que organizan instituciones, crean burocracias, consumen toneladas de papel, sólo por el placer de girar alrededor de ellas mismas, círculos fatídicos de vaciedad.

Desde las leyes y los discursos y las promesas, las palabras descienden hacia nosotros y cubren nuestra conversación diaria; somos retóricos por excelencia, en nuestro trato privado, cuando hablamos de moral, de educación, de derechos humanos. Mientras más palabras creamos para defendernos de la realidad, mejor protegidos nos sentimos, con el globito en la boca, como en las tiras cómicas.

Para inutilizar el significado de una palabra que pueda parecer importante basta pronunciarla, repetirla, tomarla del enemigo, hacerla propia; entonces lo que la palabra trata de comunicar, pierde su efecto.

¿Y las palabras técnicas? Más peligrosas todavía, porque siendo de por sí inútiles, juegan el papel de útiles. Sobre las palabras cambio y desarrollo se ha edificado ya todo un mundo formal y complicado, entendible sólo para los iniciados que se valen del secreto sagrado para tender los hilos de la gran trampa tecno-retórica.

Imagino que una de las maneras de hacer auténtico a un pueblo, de realizarlo plenamente, es lograr que las palabras recobren su impacto, su carne, su sustancia. Que cuando se diga libertad, realmente se desencadene la libertad y que cuando se diga justicia de verdad, explote la justicia. Que dejen las palabras de ser volátiles, apañadoras, magras y desleídas.

Que se tornen instrumentos de combate en lugar de pretextos. Sólo así será posible una palabra de la cual dependen todas las otras: verdad.

San José de Costa Rica, julio de 1970.





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