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El pensamiento utópico de Rosario de Acuña (1851-1923)

Solange Hibbs-Lissorgues





Rosario de Acuña tiene una obra original y moderna: es la obra de una humanista y su dimensión utópica tiene que enfocarse como una proyección hacia un horizonte abierto, en el que la evolución constante del ser humano, como ser crítico, actor de su propia historia, dotado de razón y de espiritualidad, tiene que desembocar en lo que ella llama «la suprema actividad moral de la conciencia» y «la edad adulta de la razón del hombre»1. En todo momento esta proyección hacia un horizonte que ella califica de utópico viene enmarcada en una reflexión ética, política -en el sentido etimológico de la palabra- sobre el estado actual de la sociedad: una sociedad en crisis. Una crisis provocada por lo que llama la seudosabiduría y las imposiciones de una ciencia dogmática, por las ideas teocráticas contrarias a la libertad y al progreso, por las ambiciones políticas, por los postulados rígidos y excluyentes de la burguesía.

Nos parece importante recalcar este indisociable vínculo entre humanismo y utopía ya que la confianza en el hombre supone la perfectibilidad y el constante progreso. Toda la obra de Rosario de Acuña refleja el pensamiento utópico: constante caminar para alcanzar un ideal, movimiento ascendiente hasta llegar a la «próxima evolución humana que anuncian los tiempos». Su convicción es que la persona debe creer interiormente en el sentido de la ética y de la moral personal para que el conjunto social alcance las metas que la Historia parece anunciar2. Su labor se centra en la propagación de los ideales humanistas basados en la educación, el respeto a la libertad de la persona, la consecución de un estado laico y republicano. Si el tema crucial de la emancipación de la mujer es el núcleo de su pensamiento, siempre está acompañado por una reflexión sobre las injusticias en general.

Rosario de Acuña, nacida en 1850 de un padre de ideas liberales y de una madre, hija de un conocido naturalista y médico leonés, hace de su evolución personal «materia literaria de amplia repercusión pública»3. La educación poco convencional que recibe, ya que una enfermedad crónica la apartó de los colegios, influye en su trayectoria de mujer inconformista y rebelde4. A lo largo de su vida desempeña un papel singular como propagandista y militante activa: se destacan su defensa de un proyecto social emancipador y de un ideal humanista basado en la autonomía de la razón, la inteligencia y el progreso. Esta mujer que se autodefine como «una platónica enamorada de la sabiduría» estigmatiza incesantemente la ignorancia, rémora que somete especialmente a las mujeres, e insiste en la necesidad de instruirse en los principios que regulan la naturaleza, como medio de trabajo y como forma de alcanzar la armonía personal5.

Rosario de Acuña, cuyas convicciones y posiciones moderadamente liberales en los años 1870 evolucionan hacia un republicanismo y un compromiso masónico notorios en la década de los 80, no dejará de defender la libertad de conciencia, el progreso, la solidaridad, la fraternidad y la igualdad. En un ámbito donde confluían escritores de tendencias librepensadoras, anarquistas, republicanas, adhiere en 1884 al semanario librepensador y filomasónico Las Dominicales del Libre Pensamiento. Su carta de adhesión al semanario es una clara muestra del compromiso de la escritora con la causa del librepensamiento y de su «fe» en un ideal capaz de trascender los convencionalismos, las tradiciones y los dogmas:

«¿En qué consiste mi fe? ¿Cuáles son mis creencias? [...] Una mujer que siente y piensa, que medita y habla, que busca y pregunta, que vive y cree, que duda y ama, que lucha y espera... he aquí lo que soy. La fe está en nosotros como virtual esencia: materialista, espiritualista o escéptica, de todos modos es fe, porque Fe y Amor son derivaciones de Verdad y Belleza, que sirven de motores al Universo: ¡perderse la fe! ¡lo Absoluto, lo Infinito, lo Eterno! [...] ¡Demoledoras se nos llama! ¿Qué se puede hacer al presente sino demoler? Lo primero es quitar el último murallón hasta el último cascote, dejar el terreno limpio de escombros y de barro, y después se socava más hondo aún que el primitivo cimiento para levantar la nueva fábrica. [...] Sólo en la idealidad se sostiene el conjunto de la obra»6.



Esta declaración explicita algunos de los rasgos esenciales del pensamiento utópico de la autora: la existencia, el devenir humano aparecen como una virtualidad infinita, una apertura perpetua. Con un lenguaje religioso, propio del humanismo y de la búsqueda espiritual de mujeres influidas por el krausismo, Acuña defiende los ideales emancipadores de las distintas corrientes que se incluyen en el librepensamiento finisecular. Es de notar que la presencia literaria de Acuña de 1885 a 1890 en Las Dominicales del Libre Pensamiento la acerca a distintas personalidades de la masonería7.

Su pensamiento utópico se inscribe en la denuncia de una situación caracterizada por la hipocresía de las instituciones morales y políticas, el sectarismo, las desigualdades sociales, de las que sufren más especialmente las mujeres, las fuerzas retrógradas que amenazan la inteligencia y la libertad. Esta crítica, a menudo virulenta, está contenida en la abundante producción de artículos, en las conferencias y en los ensayos publicados por la autora desde 1880 hasta el final de su vida8. Entre los muchos que se podrían citar porque recogen de manera explícita el ideario de Acuña, se destacan los escritos que dedica a la religión, al pueblo, a la clase obrera y a las mujeres. En ellos defiende con entereza la propagación de los ideales humanistas, la educación y «la racionalidad con todos sus espiritualismos»9.

Es notoria la crítica anticlerical de Rosario de Acuña. Denuncia la sacralización de la sociedad española y reivindica la vuelta a un cristianismo auténtico, al Evangelio: «ahí está la moral jesuita enfrente a la moral de los primeros cristianos»10. Fustiga con violencia la intromisión del clero en la intimidad de las conciencias, el férreo control social por parte de la institución eclesiástica y rehúsa la monopolización sacerdotal católica de los rituales: «En la trinchera más formidable del fanatismo, una vez tomada la consagración de la conciencia, se extenderá de polo a polo sobre las huestes humanas; pero esa trinchera es formidable, lo repito; es una línea defensiva, trazada por el instinto de conservación de una secta unida y juramentada para el fin de su engrandecimiento»11. En una serie de artículos titulados «Ateos» y publicados de 1885 a 1888 en Las Dominicales del Libre Pensamiento y en La Luz del Porvenir, Rosario de Acuña opone el «falso ideal católico» al ideal de la perfectibilidad humana12.

La obra de Acuña recoge de manera sistemática este conjunto de expectaciones y anhelos que representan el ideal humano, y que su autora convierte en un discurso en el que cuajan con especial densidad las metáforas colmadas de temporalidad: el progreso infinito, la edad adulta del hombre, las «florescencias de la humanidad», «savia de la vida y el fecundar y el abrir camino», «voluntades e inteligencias, amores y sabidurías, bellezas y justicias, esperanzas y verdades en ascensión perenne». Todos los textos están saturados de tensiones entre grupos léxicos que sugieren un mundo desgastado, corroído, un mundo distópico en el que predominan «la gangrena de lo ruin, de lo infecto, de lo oscuro, de lo miserable, de lo pequeño, de lo inútil, de lo corrompido», y un mundo de la esperanza, la «marcha evolutiva del progreso humano», de un mundo en el que encontraría su realización cada vida individual, un mundo en el que las expectativas que representan el ideal humano tendrían que realizarse. A través de las tensiones entre dos mundos opuestos, se expresa una ontología esencialmente dinamicista que se pronuncia por la riqueza del ser en un universo inacabado. Lo real abarca su realización, su culminación, su perfección futura, cumpliendo sus posibilidades, ya que «el futuro está incubado en el presente»:

«Y no os olvidéis de que me llamo Civilización, de que soy higiene y no refinamiento sensual, de que soy estudio de la naturaleza y no adoración de abstracciones, de que soy aseo estético y no lujo chabacano, de que soy arte buscando lo bello y lo ideal, y no gorgona hozadora de cieno y de gusanos. No os olvidéis de que mi fin es subir, ¡subir siempre!, desde las tosquedades rudimentarias de ¡a vida a las elucubraciones sublimes del genio; de que no puedo caminar sino ascendiendo en busca de lo más alto, de lo más grande, de lo más noble, de lo más justo, de lo más verdadero»13.



Se encuentran múltiples reflexiones acerca del tiempo histórico. Un tiempo concebido como evolución constante, lo que llama «la marcha evolutiva del progreso humano». Su fe en la perfectibilidad humana la lleva a afirmar de manera recurrente que mediante el engrandecimiento del individuo es todo el conjunto social el que puede regenerarse: «El hombre y la mujer buenos: he ahí el ideal de toda la filosofía humana; el ideal de todo régimen social, de todo propósito científico, de toda voluntad racional, del esfuerzo entero de la Humanidad pasada y presente; la criatura humana buena en gradación ascendente, desde el equilibrio perfecto en la organización física hasta la suprema actividad moral de la conciencia»14.

Ética y justicia, bondad concebida como el equilibrio íntimo y personal de las capacidades humanas son el fundamento del ideal al que aspira Rosario de Acuña. En el contexto evolucionista occidental tiene particular relevancia la dialéctica del tránsito, del movimiento. Para la autora, el principio de la existencia reside en la evolución: un movimiento que, partiendo de desarmonías, aspira a otras armonías, nuevas fusiones. Las tensiones generadas por temporalidades distintas, el tiempo distópico de «las roñas acumuladas» sobre España «por religiones degeneradas, leyes caducas, costumbres prostituidas» y el tiempo de la utopía, el de «la Humanidad gloriosa del porvenir» impregnan casi todos sus textos.

Uno de los ejemplos más sugerente es el texto elegiaco dedicado a la libertad y publicado en La Aurora Social de Oviedo, en un momento político y socialmente simbólico: el primero de mayo de 1909. En esta fecha, Rosario de Acuña está plenamente comprometida con la causa de las clases trabajadoras y tiene, como articulista, una destacada presencia en periódicos obreros como La Acción Fabril de Mataró, El Socialista de Madrid.

Como es habitual en la obra creativa de la escritora, la naturaleza es el marco vitalista en el que se produce la síntesis entre lo viejo y lo nuevo: «Cuando las civilizaciones han agotado sus energías y empiezan a caer, empujadas por el odio y la concupiscencia; cuando peligra el divino legado de la razón humana que viene evolucionando hacia su perfección, desde las primeras edades de la Tierra, y es el símbolo de su alma; la Libertad se alza, como una aurora, sobre la moribunda edad, anunciando otra nueva Civilización más acorde a sus inspiraciones»15. La capacidad autotrascendente del individuo y de la sociedad es la que permite este «fecundar, abrir camino, esparcir la savia de la vida»16.

A la imposición de dogmas y de valores teocráticos, a la ignorancia y al inmovilismo social se oponen «la razón inductiva y deductiva», «el nacimiento de la razón del hombre», «la total evolución de su inteligencia y de sus sentimientos»17. Las imágenes desiderativas crean un rico territorio semántico: la visión de un mundo en constante transformación hasta alcanzar su culminación, un mundo en el que puede actuar y determinarse la voluntad humana.

Este movimiento de constante evolución en el que convergen fuerzas contrarias, movimiento de simbiosis que reúne potencialidades distintas acerca Rosario de Acuña a los postulados espiritistas18. No adhiere explícitamente al espiritismo pero mantiene una relación constante con mujeres espiritistas como Amalia Domingo Soler y muchos de sus artículos se publican en La Luz del Porvenir. Comparte Rosario de Acuña el mismo afán emancipador que Domingo Soler para quien «el progreso es el porvenir de la humanidad». El balance que hace la directora de La Luz del Porvenir es tan desolador como el de Acuña: el progreso es inexistente en España, nación estancada en la que arremeten la superstición y la ignorancia suscitadas por una institución católica que se opone a la libertad de conciencia y a la autonomía de la razón. El combate anticlerical de ambas mujeres refleja la madurez y la modernidad de su compromiso: su toma de conciencia es la de una profunda crisis de integración social provocada por los conflictos de clase, la desidia política, el caciquismo y las guerras coloniales. Para espiritistas como Amalia Domingo de Soler, la crisis sólo es una etapa en un proceso global de regeneración. Desde una perspectiva espiritualista que comparte con Rosario de Acuña, considera el cristianismo como una etapa limitada de la historia de la civilización. Basado en el amor altruista, la fraternidad y la tolerancia, el cristianismo ha dejado de contribuir al progreso individual y colectivo cuando se ha convertido en dogma. Se necesitan otras formas de pensar el mundo para abarcar la «gran síntesis del Universo»19.

En un contexto librepensador y anticlerical, Rosario de Acuña recoge la acción fertilizadora del espiritismo. Fusionando categorías como fe y razón, espíritu y materia, el espiritismo actúa como un catalizador de las reivindicaciones emancipatorias e igualitarias y se constituye como la base de una utopía racionalista en cuyo seno se desarrolla un proyecto alternativo respecto a la religión, la economía, la educación, la relación de géneros. Los espiritistas «se presentan como consignatorios del principio universal de la erraticidad, la movilidad, la regeneración continua de las esferas diversas de la creación»20. A la centralización de la modernidad liberal se opone otra modernidad, centrada en la pluralidad, la multiplicidad, la heterogeneidad21.

No resulta extraño que, en un periodo de la historia española de profunda crisis de integración social, de inestabilidad política y de tránsito entre un pasado superado y un futuro por hacer, Rosario de Acuña estuviese atraída por un sistema basado en los conceptos de trascendencia, cosmopolitismo y solidaridad universal. Recordemos a este respecto que la obra más conocida de Allan Kardec, El libro de los espíritus, verdadera «biblia» del espiritismo, dedica extensos capítulos a los conceptos espiritistas básicos: la ley del progreso, la igualdad, la solidaridad, la libertad22.

Como Ángeles López de Ayala, también vinculada al movimiento librepensador y republicano, Rosario de Acuña mantiene estrechas relaciones con el espiritismo. Esta proximidad a los círculos espiritistas se explica, entre otras cosas, por la postura abiertamente anticlerical que defendían. También cabe recordar que al final de su vida, Rosario de Acuña estará involucrada en la Sociedad Progresiva Femenina creada a finales del XIX y que perdura hasta 1920. Esta asociación, que va a ser una de las organizaciones feministas más importantes de la Restauración, se expresa mediante la revista El Gladiator del Librepensamiento en la que participa Acuña.

Por otra parte, Amalia Domingo Soler no deja de apuntar en sus abundantes escritos de La Luz del Porvenir que el progreso moral e intelectual puede lograrse gracias a las energías contenidas en el mundo material y espiritual: «¡Despertad! Seguid el movimiento armónico de la Creación; nada hay inmóvil en la naturaleza [...] libres sois para escalar los cielos, libres sois para pedir a la ciencia los secretos del infinito; pero no sois libres para descender a los abismos de la ignorancia, mil y mil veces»23.

Rosario de Acuña comparte hasta cierto punto la visión espiritista de una naturaleza fuente de creación perpetua y de energías fertilizadoras. No cabe duda de que para ella no puede darse el perfeccionamiento humano sin desdoblar las páginas «del gran libro del Universo». La realización y la culminación del ser humano en un mundo espiritual nuevo, «lleno de esplendores de razón y de conciencia», sólo podrán verificarse gracias a una nueva relación entre hombre y naturaleza:

«¡Qué régimen vital presidirá las evoluciones de la materia y del espíritu en esos mundos tan desemejantes al nuestro, unidos únicamente a los principios absolutos por las leyes de la gravedad y del movimiento! Aquí estamos, aquí subsistimos, irremisiblemente ligados a la naturaleza física de nuestro planeta, vehículo inmenso que nos lleva y es a la vez llevado por el espacio infinito; nada podemos hacer sino realizar en el medio impuesto que nos rodea los destinos a que estamos sujetos por el lazo omnipotente de la fraternidad universal de la vida»24.



La inteligencia del hombre sólo puede fertilizarse en «medio de las fuerzas vivas de la naturaleza universal [...], en el conjunto armónico de la creación»25. La presencia consciente de la naturaleza impregna toda la obra de Acuña: no sólo a nivel paisajístico sino como fuente de vida regeneradora de equilibrios del cuerpo y del ánimo26. La naturaleza y, a mayor escala, el universo que abarcan lo infinitamente pequeño como lo infinitamente grande, contienen, como semilla fructífera, «la energía de la reacción» y «las oleadas vibradoras que animan los mundos del espíritu». En ellos surge «la conciencia del vivir que activa la marcha adelante»27.

Esta visión que recoge el principio de las mutaciones perpetuas a las que están sometidos los planos universal y humanos plenamente interdependientes así como los ideales orgánicos y armónicos del pensamiento krausista también se inspira en el panteísmo renacentista de Giordano Bruno. En dos artículos dedicados al padre dominico (condenado a muerte por la Inquisición), Acuña recuerda aspectos esenciales de su filosofía: la búsqueda de la perfección moral e intelectual del individuo, el rechazo de la intolerancia, y la capacidad reflexiva del ser humano que le permite actuar y determinarse. En el homenaje que le tributa, vuelve a insistir sobre el legado espiritual del dominico:

«Tu corona inmarcesible es la de mártir de la libertad de pensamiento [...]. Sed de libertad era lo que tu alma sentía, y la buscabas de pueblo en pueblo, de nación en nación; hubieras nacido entre nosotros y tu palabra vibrante, enérgica, severa, sentida, hubiera sido el ornato de las asambleas republicanas. [...] Ha llegado al fin el día en que aquella semilla, abonada por tu desmenuzado polvo, se levante entre los hombres en el recinto mismo donde fuiste sacrificado! esta semilla se desarrolla como vigorosa planta»28.



En este proceso abierto que moviliza las esperanzas humanas, la naturaleza se ofrece como natura naturans: las formas nuevas que nacen de ella ya están en su materia anterior. Con imágenes plásticamente sugestivas y con intenso lirismo, Rosario de Acuña expresa el ideal armónico presente en toda su obra. En un artículo de 1909 dedicado al cometa de Halley exalta el impulso vital que nace de la convergencia entre hombres y naturaleza. El recorrido del planeta por espacios siderales es una metáfora del devenir humano, abierto a todas las posibilidades. Mediante una profusión de sinestesias que sugieren la intima relación entre el movimiento, origen de la vida, la luz, símbolo de la naciente inteligencia, y percepciones visuales, se dibujan los contornos de un universo en el que todos los elementos están vinculados, en el que el todo y las partes se fertilizan y anuncian «la fecundidad robusta e inteligente» de la humanidad, «la edad viril de la inteligencia»:

«El cometa de Halley ya está cerca. Camina, viene, se irá. Su haz de luz deslumbradora corre en ruta marcada por el destino de los astros [...]. Al pasar por los cielos de todas esas tierras, vibró por un momento al unísono de sus ritmos majestuosos y, acaso, en sus cendales reverberantes, lleva prendidos los ecos de todas las armonías, las imágenes de todas las bellezas, las realidades de todas las justicias, los secretos de todas las verdades. Acaso tomó a lomo de sus olas de luz una parte del raudal de la vida que en aquellos mundos fluye y, en palpitaciones de amorosa piedad, como mariposa del infinito, nos traen sus antenas el polen sagrado que, en el cáliz de otras humanidades, durmiera el sueño de la fecundidad robusta e inteligente... Sus alas de fulguraciones vienen, batiendo los ambientes de mundos fantásticos, a depositar, sobre este minúsculo planeta, los saludos misteriosos que, a través del infinito, se mandan, de astro en astro, las humanidades universales»29.



Este texto como muchos otros apunta hacia la necesidad de pensar y mirar hacia el entorno, de valorar la vida como seres en armonía con la naturaleza, abriéndose camino desde el pensamiento racional, desde la observación y el análisis: «Bien haya la hora en que [...] la conciencia humana, mirando frente a frente a la naturaleza, hiciese de la tierra una morada de hombres en donde las leyes de sociedades derivadas de la ley universal marchasen acordes con ella, desenvolviendo el horizonte de la sabiduría, no erizado de abrojos y penalidades, como nos la ofrecen en la actualidad, sino como fácil y anchísima calzada donde la especie nacional conquistase la existencia sin dolor y la transformación sin dudas»30.

Ni la literatura ni la propia existencia de la autora son ajenas a la naturaleza, fuente de regeneración y de sabiduría. Ya se ha mencionado que el entorno familiar en el que evolucionó así como la educación poco convencional que recibió la predisponían a asumir las ideas de las corrientes naturalistas e higienistas. A partir de 1882 redactó para El Correo de la Moda una dilatada serie de artículos titulados «En el campo». Esta serie de ensayos y reflexiones sobre las virtudes de la vida campestre propone un itinerario de perfeccionamiento moral y social especialmente para las mujeres y también constituye una importante aportación para el pensamiento regeneracionista. Es en la naturaleza donde las mujeres podrán inspirarse para vivir en paz «con los principios de la moral racionalista». Gracias a la observación de una naturaleza que esparce en la tierra «mil efluvios de la vida y de la salud», se podrán dejar atrás las «idealidades soñadas», «el sensualismo», la falsa educación:

«Unidas íntimamente a esa próvida madre nuestra que es la Naturaleza, sin entretenimiento ajeno a ella, sin otra pretensión que amarla, comprenderla y vivir en constante armonía con sus principios eternos y sus leyes admirables, ningún pensamiento vano, trivial o inútil habrá entorpecido vuestro trabajo; castas como ella, hermosas como ella, jóvenes como ella, cuyo invierno no es otra cosa que la preparación de nueva primavera, al aprovechar las horas de vuestra mañana, sin separarse de su lado, habéis realizado en lo posible, dentro de vuestra imperfección, los ideales que más engrandecen al ser humano, y vuestro espíritu, holgadamente libre de mísera pasión, habrá dado un paso más hacia el eterno y misterioso principio de todas las cosas»31.



Trasparece en estas palabras la dimensión reformista del pensamiento de una mujer que, en aquellos años, afirma que «es un completo absurdo la llamada emancipación de la mujer»32. Para Acuña, la ilustración y la «sólida ciencia» que pueden adquirir las mujeres son inseparables de los «altísimos ideales de la virtud». Pero aporta, a lo largo de artículos posteriores y con la progresiva radicalización de sus posturas respecto a las reivindicaciones femeninas y feministas, aclaraciones que atenúan el aparente conformismo de sus opciones. En este sentido son de particular relevancia sus reflexiones, muy parecidas a las de Emilia Pardo Bazán cuando declara que «las aptitudes de la mujer son infinitas», y que «las condiciones de ignorancia y de ofuscación en que hoy se encuentra [la mujer], teniendo en cuenta el espantoso vacío de nuestro cerebro» se debe al hecho de que «cien y cien generaciones lo llenaron de rutinas supersticiosas, de puerilidades y de hipocresía»33.

Para Rosario de Acuña el camino de la emancipación, «justa y razonable», el que permite una evolución «en continuada serie de perfecciones hacia un porvenir inmedible», el que permite que se transformen los destinos presentes de la mujer «levantando nuestros espíritus a niveles grandiosos» sólo puede realizarse cuando cambien los principios sociales sobre «su misión de hija, esposa y madre»: «Las aptitudes de la mujer son infinitas; puede serlo todo, pero debe ser primero mujer, y la realidad es bien manifiesta, todavía no sabe lo que es ser mujer, ¡cómo, pues, enseñarla a ser hombre!»34.

Perfeccionamiento, mejoramiento, regeneración, engrandecimiento son posibles mediante la observación y el conocimiento de la naturaleza. Para Rosario de Acuña, este proceso de comprensión supone una perfecta armonía con la naturaleza misma ya que el entendimiento y el conocimiento suponen que se desarrolle «en un horizonte sin fin» el poder analítico de que la naturaleza dotó a la inteligencia. Si el hombre como la mujer se empeñan en conocerla y estudiarla como si no formasen parte de ella, «ni su conocimiento será exacto, ni sus estudios serán aprovechables a sus fines humanos, que, después de todo, son los ideales de los verdaderos sabios»35.

El ideal de perfección intelectual y social que propone Acuña se plasma en varias propuestas y en distintos proyectos a la vez audaces y modernos. En su artículo «La educación agrícola de la mujer», elabora un proyecto de educación completa que, a través de la estrecha relación de la mujer con el entorno natural, le permita acceder a destinos exclusivamente reservados al hombre, a convertirse en la mujer científicamente agrícola:

«La que mirando el azul de los cielos señalase la parda nubecula precursora del huracán y de la tormenta; la que eligiese sin vacilación la semilla fecunda, capaz de desarrollarse por el calor del sol y la humedad de la tierra; la mujer que con reposado acento diera la orden de la recolección [...]; la que sin zozobra improvisara un aparato que pudiera sustituir en caso de rotura la pieza del arado o de la trilladora; la que en el silencio de su laboratorio analizara las combinaciones químicas capaces de librar a la planta o al árbol del dañino insecto o de la epidemia funesta; la que a través de los rayos solares buscase en el microscopio las causas del empobrecimiento del vegetal, o de la extenuación de la ganadería; esa mujer capaz de formar el capital de sus hijos con las rentas de sus fincas rurales, mejoradas constantemente por una entendida dirección agrícola, esa mujer es la más necesaria en nuestra sociedad, pictórica de carreras, de salón, de ateneo, de academia y de tribunales»36.



La regeneración social de las mujeres pasa por la educación, «único camino para la posesión de sí misma»37. La defensa de la educación, basada en la observación y la experimentación y en la conquista de la autonomía personal, está claramente vinculada con la filosofía krausista. Rosario de Acuña había intervenido en la pionera asociación para la enseñanza de la mujer creada por Fernando de Castro en 1871. Sus propuestas en materia de educación están estrechamente relacionadas con sus ideas para mejorar la vida de las mujeres mediante el trabajo y la higiene. En sus conferencias leídas en la madrileña y conocida asociación, El Fomento de las Artes («La mujer y el estudio de la naturaleza» en 1884 y «Los convencionalismos» en 1888), retoma los temas que considera esenciales en su labor de difusión cultural y de educación popular. Afirma la necesidad de pensar por sí mismo, de valorar la vida como seres humanos en armonía con la naturaleza y de alcanzar el pensamiento racional mediante el análisis y la observación38.

Mediante una cuidadosa urdimbre de metáforas que reflejan la íntima relación de las efervescencias de la vida con «las semillas y los frutos de la naturaleza», Rosario de Acuña denuncia en «Los convencionalismos» las «idealidades perniciosas» del romanticismo y exalta «los altos ideales de perfección»39. Aunque en estos textos se dirige ante todo a las mujeres, asocia su destino y su evolución a los de la humanidad entera. El ideal de las generaciones futuras consiste en alejarse de todos los convencionalismos porque «el convencionalismo en las costumbres, en la ciencia, en la moralidad, en los placeres, en la educación, en la vida toda [...] es lo que ahoga los gérmenes del bien depositados en la conciencia del hombre»40.

Toda la obra de Rosario de Acuña refleja esta apasionada defensa de lo que llama la «elevación intelectual», del «ensanchamiento» de los horizontes de la sabiduría. El saber, la ciencia son el motor de la perfectibilidad humana: «nada implicaría el dominar las leyes de la naturaleza si no trajese ese dominio un estado de mejoramiento para la humanidad»41. Es profundamente moderna en sus propuestas cuando aboga por el carácter relativo de todo conocimiento y explica que la «verdadera sabiduría no puede desdeñar ninguno de los medios por los que pueda llegar al conocimiento de la verdad que persiga»42.

Entre estos medios están la intuición y la introspección. El conocimiento profundo, el que propicia el constante y evolutivo ensamblaje de las partes en un todo, no puede sujetarse a «la experimentación más exacta ni a la metafísica más idealista». Rosario de Acuña no descarta las manifestaciones psíquicas y reivindica una conciencia introspectiva; no es posible la observación de la naturaleza exterior sin que el sujeto sea parte de este proceso. Al afirmar que no se puede conocer el mundo objetivo sin el subjetivo, Acuña otorga a la libre conciencia propia de cada individuo una importancia resueltamente moderna:

«Claro es que todas aquellas verdades que se hallan fuera de nosotros lo son realmente sin que obremos en ellas ni como agentes ni como fines y que el mundo todo de lo objetivo, lo mismo física que moralmente considerado, subsiste dentro de un orden prefijado sin que la personalidad del ser pensante desvíe, o modifique, sus leyes; en este estoy tan conforme como en que es imposible la negación del Universo aun cuando nuestros medios de comprensión lo desconocieran, pero también hay que tener, como muy segura verdad, que nada absolutamente de cuanto nos rodea existiría para nosotros sin la condición subjetiva de aprecio que forma parte, o más claro, que es el todo activo de nuestra esencial e indesumible personalidad, por la que, y gracias a la que, podemos relacionarnos con todo aquello existente en los mundos de la materia y de la idea»43.



La implicación del individuo en el conocimiento es tanto más importante cuanto que constituye una garantía contra «los exclusivismos de escuela», las imposiciones teóricas, el dogma científico. Los «histriones de la sabiduría» son los positivistas cientificistas, los que pretenden formar una autocracia para «ordenar y mandar sobre la especie toda»: «la [casta] científica puede llegar a ser la más tirana de todas al cerrar el santuario de la verdad a las miradas del pueblo, al aherrojar la ciencia con los mutismos y las imposiciones. He aquí el peligro de la pseudo-sabiduría reinante que va transformando la Ciencia en esfinge de granito»44. La claustración de la ciencia constituye un obstáculo para la ilustración, la sabiduría: en su crítica de una ciencia que por excesos de positivismo se aleja de la filosofía humana, del equilibrio entre «organización física y suprema actividad moral de la conciencia», Rosario de Acuña reivindica el valor humano sobre las convicciones de una «minoría de oficiantes de la religión de la ciencia»45. Si la ciencia es en el siglo XIX el nuevo horizonte de una utopía de progreso, sólo es un medio más para la comprensión del mundo y no puede sustituirse a lo que Acuña define como «inteligencia pensante». La ciencia debe nutrir la conciencia y el pensamiento y ser, antes que imposición de unos pocos, sabiduría al alcance de todos.

La facultad reflexiva, los principios que constituyen el perfeccionamiento humano, son, para la autora, la aspiración de toda filosofía humana, de todo régimen social y de todo propósito científico. Porque no puede desconocerse el valor relativo de los conocimientos humanos, el ideal de sabiduría al que aspira Rosario de Acuña implica generosidad y humildad. No es de extrañar, por lo tanto, que en estos textos en los que surgen de manera constante las preocupaciones y reflexiones acerca de la ciencia, del saber y del progreso social, intelectual y moral, se nos hable de fraternidad y de humanidad universal.

De hecho esta nueva conciencia introspectiva capaz de preservar la naturaleza del mundo interior no supone un encerrarse en sí mismo. Al contrario desemboca en un deseo altruista. El impulso hacia el prójimo, la plena conciencia espiritual de la vida, el progreso, son términos indisociables y constantes en el pensamiento y en la obra de nuestra autora.

Esta vinculación se refuerza a medida que se precisa el compromiso militante de Rosario de Acuña con el pueblo y con la clase trabajadora. A partir de la década de 1890 es cuando se afirma este compromiso mediante la labor militante y de publicista de la autora: expresa reiteradas veces su esperanza de que la renovación social venga de las clases trabajadoras y de las mujeres. En aquellos años y en un contexto en el que se multiplican los conflictos obreros, sus preocupaciones políticas y sociales son evidentes.

Este compromiso está explícitamente puesto de relieve en la carta que envía al presidente de la agrupación socialista gijonesa en abril de 1915: «No soy socialista en el sentido dogmático, ni científico de la palabra, pero mi corazón y mi conciencia han sabido sobreponerse a las preocupaciones de raza y a los convencionalismos de las costumbres, y han saltado sobre los preceptos en que me eduqué»46.

En su defensa de un proyecto social basado en el progreso y la igualdad, Rosario de Acuña afirma su «fe en la humanidad» y en el movimiento dialéctico de la historia. La conciencia del hombre puede transformar al mundo pero sólo lo puede hacer si su acción se guía por la esperanza y los ideales. Para la realización de estos ideales, el ser humano tiene que actuar, sacar a relucir las posibilidades del mundo, hacer historia. En un artículo titulado «¡Oh! ¡Libertad!» publicado en mayo de 1918 en La Aurora Social de Oviedo, define este proceso dialéctico como una lucha entre fuerzas opuestas. La historia de la humanidad es la de una reacción, de un lento caminar con sus mejoramientos y sus retrocesos, un «abrir camino, tornándose, en la paz, remanso o lago, y en la guerra, catarata o angostura»47.

Las convulsiones violentas de la historia, nacidas del enfrentamiento entre diferentes clases sociales, son necesarias e inevitables. Ya en los textos de 1886-1887, hay una feroz denuncia de la clase por entonces dominante, esa clase que para la autora está compuesta de los especuladores, de la clase mercantil, de los falsos defensores de la democracia, de la aristocracia del dinero, de lo que llama «la rémora más grave de la marcha evolutiva del progreso humano»48.

El horizonte ideal de igualdad y libertad en el que podrán definirse nuevas relaciones entre los hombres es para Rosario de Acuña, mujer progresista, que defiende valores republicanos y socialistas, la respuesta al orden social individualista impuesto por las fuerzas económicas y sociales reaccionarias y la oligárquica del capitalismo español. Los textos publicados en aquellos años dejan trasparentar las líneas directrices de esta utopía social que aglutina corrientes como el socialismo-anarquismo, el librepensamiento, el republicanismo. La sociedad futura, en la que reside la aspiración insaciable a lo justo, lo bueno y lo bello, será el fruto de las revoluciones y de las luchas:

«Los paroxismos de los descamisados de abajo, en último caso, purifican, ennoblecen, salvan la dignidad humana; de ellos salen legislaciones más justas, derechos mejor definidos, costumbres más naturales; ellos salvan la civilización [...]; la humanidad avanza siempre. Cuando no puede hacerlo serenamente como el progreso lo impone, se encrespan las olas de sus mares, y, tras breves instantes de paralización o de quietud, surgen las grandes resoluciones que ofrecen el porvenir más luminoso»49.



Acude otra vez la imagen de fuerzas purificadoras al evocar la esperanza que encarnan el pueblo, las clases trabajadoras y todos los marginados que miran «el lejano ideal como próxima dicha». No podemos dejar de citar uno de los textos más ejemplares en este sentido ya que recoge los ideales de justicia, igualdad, libertad defendidos por su autora con particular convicción en los últimos años de su vida. En aquel momento la Acuña es muy activa en los círculos de trabajadores y las asociaciones obreras50. Su sentido del amor universal vuelve a irrumpir con fuerza y hasta lirismo en este texto del Primero de Mayo que es un homenaje a los proletarios del mundo:

«¡Proletarios del mundo! El polvo de nuestros huesos estará mezclado con la tierra cuando se haya conquistado para la especie la felicidad por el amor, la verdad y la ciencia. Mas ¡qué importa, si nuestras mentes vislumbran ya la aurora de ese glorioso día que señalara la edad adulta de la razón del hombre...! ¿Acaso es la tierra el centro de las almas? Nuestras almas verán, en el lejano porvenir, lo que hoy presienten, y con el perfume de las flores que se nutran de nuestros despojos, ascenderá al infinito la visión de la dicha terrena, conseguida por vosotros al asentar, en esos crueles días del presente, los cimientos del reinado de la justicia y del amor»51.



Los «vientos purificadores» que anuncian el amanecer son los que acabarán con «la falsa civilización que nos seduce con sus deslumbrantes progresos mecánicos [...], la mentira religiosa [...], la mentira política [...], la mentira económica [...] y la mentira familiar»52.

Racionalidad humana, fe, fraternidad, potencia intelectual de la especie humana se entrelazan en este texto que, como muchos otros, vertebra el pensamiento utópico de Rosario de Acuña cuya obra extensa y moderna es una inagotable cantera para estudiosos e idealistas.






Bibliografía

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  • ——, Obras reunidas, III. Prosa, edición de José Bolado, Gijón, KRK Ediciones, 2008.
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