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El laberinto mágico de Miguel Ángel Asturias

Guiseppe Bellini

La obra de Miguel Ángel Asturias se mueve constantemente entre mito y realidad A partir de las remotas Leyendas de Guatemala (1930), que entusiasmaron a Paul Valéry por su carácter de «poemas-sueño-fantasía»1, para llegar a las obras de mayor empeño que siguieron, hasta las más recientes, esta atmósfera se define y se aclara ulteriormente, pasando ya por cimas eminentes de fusión mito-realidad, como es el caso de Hombres de maíz (1949), ya cediendo, al contrario, a las más vivas exigencias de lo real, en un ímpetu de denuncia, cual se expresa en El Señor Presidente (1946), en la trilogía bananera -Viento fuerte (1949), El papa verde (1950), Los ojos de los enterrados (1960)- y en el extraordinariamente sentido Week-end en Guatemala (1956). Pero ya en Los ojos de los enterrados, en sí tan dominado por un sentimiento de rebelión contra la desesperada condición guatemalteca, coligándose a los mitos y a las sobreentendidas brujerías de los dos tomos anteriores de la trilogía, a las mitologías astrales y al sustrato ya poético, ya escalofriante de las ocultas presencias que actúan en el alma popular en Hombres de maíz, dando a todos estos elementos un relieve preeminente, indicaba una exigencia atormentadora de recuperación más directa y total de una atmósfera mítica y mágica de la cual la narrativa de Asturias había surgido, y con ella toda su obra, incluso la poesía y el teatro. El llamado irresistible de la primera matriz se manifestaba a través del juego de invenciones de una extraordinaria fantasía indio-barroca, no tanto en El Alhajadito (1961), que representa un significativo punto de encuentro entre el clima del pasado -el de las Leyendas- y las punzantes nostalgias del presente, sino más bien en Mulata de tal (1963), libro que califica con una nota de magia, nueva y antigua al mismo tiempo, un período de renovado vigor en el escritor guatemalteco, en que la fantasía y la palabra se manifiestan con resultados del todo excepcionales.

Los libros sucesivos a Mulata de tal se encuentran firmemente situados en el clima que esta novela ha inaugurado, pero con una originalidad de fondo que los califica hasta en el plano del sentimiento, como una marcha progresiva de acercamiento a la zona más íntima y sentida. En la poesía, Clarivigilia primaveral (1965) vuelve a los temas de la civilización maya y su concepción cosmogónica; en el teatro, Torotumbo (1969), acto único sacado del homónimo cuento de Week-end en Guatemala, aunque dominado por el compromiso, político y humano, destaca el fondo mítico del país; en la narrativa, las leyendas de El espejo de Lida Sal (1967) parecen consagrar de manera definitiva el encuentro con el mundo mítico y mágico mesoamericano, en una fusión armoniosa de planos temporales en los que el pasado se vuelve actual y el presente esfuma sus confines en notas voluntariamente vagas, repitiendo el milagro de los orígenes del mundo.

Las primeras páginas del «Pórtico» introducen, programáticamente, en una dimensión íntima y fabulosa del mundo guatemalteco, realidad-sueño, especie de paraíso anclado firmemente en regiones valederas del sentimiento, por encima del fluir del tiempo. Los planos de la realidad y el sueño se funden, como ya en las Leyendas de Guatemala, pero con una fuerza creadora que atesora los resultados alcanzados hasta Mulata de tal y que confirma la madurez de Asturias a través de un largo arco de tiempo, el de toda su creación artística.

Por encima de la perspectiva de «paisajes dormidos», sobre los que llueve una «Luz de encantamiento y esplendor», se impone el «País verde»:

«País de los árboles verdes. Valles, colinas, selvas, volcanes, lagos verdes, verdes, bajo el cielo azul, sin una mancha. Y todas las combinaciones de los colores florales, frutales y pajareros en el enjambre de las anilinas. Memoria del temblor de la luz. Anexiones de agua y cielo, cielo y tierra. Anexiones. Modificaciones. Hasta el infinito dorado por el sol»2.


El contacto con el Popol-Vuh es nuevamente evidente, peí o el resplandor del paraíso terrenal creado por los dioses progenitores y descrito en el libro sagrado de los «quichés» aparece originalmente acentuado en Asturias a través de matices de luminosa transparencia, tonalidades cálidas en la gama verde-oro, que transforman en materiales preciosos los elementos de la naturaleza, sean ellos cosas, vegetales, animales, pájaros o reptiles. Las metáforas y las definiciones de unicidad del mundo descrito destacan el carácter mágico e irrepetible de Guatemala, paraíso terrenal y celeste al tiempo, fusión de realidad y magia, en un tiempo sin tiempo. La serie de las notaciones, expresadas en períodos breves, mira a destacar el valor del detalle; las repeticiones adjetivales, las exclamaciones controladas, expresan la condición extra-humana de dicho mundo; el rápido sucederse de las series verbales da vida interior intensa a un paisaje en apariencia dormido en el resplandor de su belleza, en el cual, al contrario, todas las cosas viven, tiene voz y sentimientos. Las menciones de vegetales y animales, la alusión a edades geológicas, a huracanes celestes, la nota polícroma de los pájaros, las huellas ilustres de una civilización remota, el acento puesto sobre los minerales y las piedras preciosas, que en sí llevan la sugestión de las civilizaciones desaparecidas, las civilizaciones precolombinas, de las cuales han acabado por transformarse en símbolo, acentúa el clima mágico en el que se confunden las edades. El tiempo, indiferenciado y eterno, domina enigmático el paraíso, en el que el hombre vuelve a ser la miserable criatura que los progenitores fabricaron para su placer egoísta. Las diversas leyendas que aparecen en el libro no lo desmienten.

La novela que sigue a los cuentos de El espejo de Lida Sal, Maladrón (1969), confirma, con la atmósfera mágica, el alcance del llamado que en Asturias ejerce una bien individuable zona espiritual, la del mundo precolombino, pero con referencias continuas al presente. La vuelta decidida y ya desarmada al mito, si por un lado supera los acentos de crudo realismo protestatario, no elimina en el escritor su compromiso, lógica expresión de su moralidad. En Maladrón el peso de la realidad es cada vez menos perceptible, en cuanto parece esfumarse en la invención fantásticas, sin ser por ello menos importante. El tiempo de la acción es el del derrumbe del mundo, indígena maya-quiché y de la conquista española, pero las implicaciones de este hecho se presentan muy actuales. Si en las Leyendas de Guatemala Asturias había entendido representar el compósito mundo indo-hispánico de su país, suspendido entre la época de la conquista y el tiempo presente, y a distancia de años, en Mulata de tal, acentuando los caracteres barrocos y mágicos de Hombres de maíz, había destacado las peculiaridades y los conflictos de un universo a punto de desaparecer frente al advento de la civilización mecanizada, en Maladrón resuscita el clima de tragedia en el que el paraíso indígena sucumbe frente a las fuerzas hispánicas, contemplando también, por otro lado, la trágica y poética locura del recién venido, que lo mueve a recorrer los sorprendentes caminos del mundo conquistado, en busca vana de realidad los sugestivos espejismos en los cuales de repente, y con fuerza ciega, cree.

La intención del novelista aparece claramente en el subtítulo del libro, «Epopeya de los Andes verdes». La atmósfera de El espejo de Lida Sal tiene una continuación inmediata, pero el «País verde» ya no es sólo un paraíso mágico, sino que Asturias lo interpreta con el dolor y la añoranza con que se contempla, al paraíso perdido, destruido en su intacta pureza por la llegada de «seres de injuria», los españoles conquistadores, venidos de «otro planeta» para acabar con la paz de un «mundo de golosina», poblado de gente tranquila, de «venados» y de «pavos azules». Un mundo mítico y mágico, situado en un tiempo remoto, con todas las atractivas sugestivas del bien perdido.

Como siempre, en las novelas de Asturias hace falta prestar atención al epígrafe. En el que precede las primeras páginas de Maladrón se resume el clima espiritual en que se desarrolla la investigación del escritor. Lo que a primera vista no parecería del todo exacto es el subtítulo de la novela, «Epopeya de los Andes Verdes», puesto que esa epopeya ocupa tan sólo los ocho primeros capítulos del libro, por un total de 49 páginas sobre las 217 que forman la edición bonaerense. La novela parecería, por ello, sufrir de cierto desequilibrio, en cuanto se presenta formada de dos partes no declaradas, de diversa dimensión y diferente intención: en la primera, la más breve, toma consistencia la epopeya del pueblo Mam; en la segunda, la parte más extensa, se cuenta la odisea de algunos españoles que persiguen el sueño de descubrir la conjunción de los océanos, uno de los tantos mitos que fascinaron a los conquistadores. Un corte tan neto entre las dos partes de la novela no ayuda a su unidad, que hubiese sido mayor si Asturias eliminaba el subtítulo. Aunque, al fin y al cabo, se trata de un detalle que Maladrón hace olvidar fácilmente, en cuanto siempre de epopeya se trata: antes la de los vencidos, que desemboca en tragedia, luego la de algunos valientes españoles cuyo fin también ocurre bajo colores de tragedia.

La estructura de Maladrón revela una elaboración que lleva a numerosos resultados de particular valor en el orden de una multiplicidad de motivos, que van de las descripciones del paisaje al estudio de la tragedia humana, a la nota de divertido humor. El valor de la novela reside sobre todo en la originalidad y genuinidad con que, en los numerosos diálogos de los protagonistas hispánicos y Zaduc, adorador del «Maladrón», el escritor recrea el idioma castellano de tiempos de la Conquista, al que aporta nuevo vigor expresivo a través de sus prodigiosas cualidades de dominador del idioma, de artífice excepcional que gusta del neologismo y la adjetivación inédita. Insertado en la prosa de Asturias, de tan particular significado emotivo y poemático, el castellano del siglo XVI no representa una nota desafinada. El novelista, en efecto, lo vivifica constantemente con el aporte de su invención, haciéndolo desbordar del diálogo a los pasajes descriptivos, a las intervenciones personales, liberándolo de todo sabor arqueológico. Asturias mismo, en una conversación, subrayó el valor particular del libro en este sentido, como aporte de estilo y sobre todo de lengua, denunciando hasta el abuso idiomático que comete vertiendo en las páginas de Maladrón, todo el castellano que conoce, enriquecido de indigenismos, de arcaísmos, en una reacción determinada al movimiento de empobrecimiento del idioma que le parece ahora en auge en América latina. De ahí el «uso y abuso del idioma con toda la mano y toda la manga larga». A ello aporta una pota determinante la lección de los grandes prosistas hispánicos, Quevedo, y particularmente Cervantes, del cual Asturias afirma haber aprendido la adjetivación y que proclama «el genio que ha logrado colocar los adjetivos mejores», con especial referencia al insuperable ejemplo de la carta a Dulcinea. A los escritores del «Siglo de Oro» se reconoce deudor por la «lujuria», la «magia» del idioma; pero reconoce no menor su deuda hacia algunos exponentes de la «Generación del 98», especialmente Baroja «que nos da esa idea anárquica de la lengua». Al mundo indígena, sin embargo, se debe el barroquismo que aparece en toda la obra de Asturias -«si yo tengo algún barroco es por esa forma indígena»-, así como ciertas particularidades estilísticas, paralelismo, multiplicación silábica, alusión, ese decir las cosas como por subterfugios -«nada dice directamente el indígena, sino a través de subterfugios»-. La estructura misma de Maladrón, en la sucesión de los breves capítulos de que se compone, en su abrirse sobre la descripción de un mundo de excepción, implica una conexión con la forma y la atmósfera de los textos sagrados maya-quiché, pero con un acento que ya preanuncia, en el destino otoñal de la naturaleza, el fin de un mundo:

«Al final del verano, entre la tempestad de hojas secas que el viento del Norte arrebata, muele contra las piedras y reduce a polvo [...], cada hoja sedienta se enrolla sobre el pedúnculo para pincharse y morir; al final del verano, entre la pavesa del sol y la tostadura de la helada, campos y montes marchitos devorándose en la perspectiva de ocres, jaldes, amarillos, parduzcos [...]»3.


A pesar de que, sobre este ajarse y morir de la naturaleza, permanece el verde eterno de la cordillera -«al final del verano sólo queda verde la gran cordillera flotante como nube sembrada de aéreos pinos, cipreses voladores y cumbres de cuya excelsitud no dan cuenta nieves eternas [...]»4-, la impresión es la de un mundo en agonía. En la situación de la naturaleza se refleja la de todo el pueblo Mam en el choque con los españoles. A propósito de Maladrón se ha hablado de un «espécimen indiano de dudosa ortodoxia» que vendría a continuar», después de veinte siglos escasos, en la épica occidental, los poemas homéricos, o que al menos de alguna manera se rebela a los «moldes consagrados» de género y personajes5; pero no parece el caso de acudir a parentescos tan remotos y dudosos. Maladrón es, en su primera parte, epopeya y elegía, al mismo tiempo, del pueblo indígena en lucha desigual contra el invasor. El esplendor del mundo de «golosina» pone de relieve con su ocaso los rasgos más característicos de la tragedia, que es sobre todo tragedia de hombres, frente a un mundo exterior y que no comprenden. En esto Miguel Ángel Asturias repite el clima que domina en las predicciones sagradas del área «náhuatl», la concepción cíclica del mundo, por la cual toda nueva edad se impone sobre la extinción violenta de la anterior. El choque entre españoles invasores e indígenas representa en modo concreto este momento crítico. La crisis se manifiesta sobre todo en el vértice, entre quien está calificado a interpretar la historia y el destino del pueblo indio. La guerra se verifica entre dos mundos diversos, es un «Choque de dioses, mitos y sabidurías»6 no es guerra de religión, sino de magias7. La verdad es que la concepción mágica ha perdido su sugestión sobre el «Mam de los Mames»; él percibe exactamente que el choque ocurre entre una técnica y medios progresados y un concepto elemental de la guerra, superado y que ya no sirve. Caibilbalán repudia, por consiguiente, la magia, así como repudia la guerrilla porque tiene una concepción más evolucionada del Estado civilizado8. Por encima de la tragedia del pueblo indio, por encima de la destrucción del mundo maravilloso, «nube terrenal en que nace el maíz»9, por encima de los horrores de la guerra y el sacrificio de los indígenas, que se tiran sobre el hierro del enemigo para arrestar la destrucción de su pueblo10, domina la naturaleza hamlética de Caibilbalán. Su desconfianza en la magia es desconfianza en los dioses: «El Señor de los Andes Verdes lleva y trae sobre sus hombros, la noche entera, el peso de sus dudas»11. Son estas dudas que lo pierden; las derrotas de su pueblo recaerán sobre él como responsable único: depuesto y retrocedido a simple «taltuza» acabará, pues, su vida confinado en el «país del lacandón y el mono», mundo sin tiempo, como si perteneciera a otro planeta.

Caibilbalán es un héroe desdichado, ya vencido antes de la derrota real. Él representa un momento nuevo del mundo indígena y se pierde precisamente por sus capacidades racionales. En él Asturias entiende representar la pérdida fatal de su gente. Las grandes masas que se mueven en la guerra, indias y españolas, constituyen el fondo más idóneo -rico en luces y sombras, envuelto en las fantasmagorías del mito y en los datos mágicamente transformados de la realidad- para que destaque su naturaleza compleja e íntimamente atormentada, su categoría heroica. El novelista representa esta complejidad dispersando los datos de su preocupación y su duda a lo largo de varios capítulos, hasta su condena final. En el medio están los grandes murales, en los que todo se mezcla, hombres y animales, cosas y vegetales, realidad e irrealidad. Resultado es la creación de un ambiente mágico cuyos colores, cálidos o matizados, quedan inconfundibles en la narrativa hispanoamericana.

Para expresar la magia del mundo que entiende celebrar Asturias acude a la enumeración, a una adjetivación hábil, a la comparación frecuente. No pocas veces acude también al contraste; al paisaje otoñal, con gérmenes de ineluctable ruina, de la primera página, sigue la descripción de los Andes Verdes, «cerros azules perdidos en las nubes»12, entre «siembras y resiembras de lo bello, flores sean dichas, de lo dulce, frutas sean dichas, dicha sea todo [...]» 13; a este paisaje de sueño, al que se presenta a los invasores, al mundo que los españoles sueñan, entre troncos de árboles, montes verdes y oscuros 'barrancos, al recuerdo dominante de las bellezas de la costa marina, se opone el paisaje sofocante y hostil en que está confinado el Señor de los Mam, representado con contraste más inmediato a través del recuerdo de los Andes Verdes, «su ombligo, su cuna, su juventud, su vida...»14, y la enumeración de detalles hostiles, parte integrante del nuevo país, «su exilio, su vejez de guerrero-taltuza y acaso su muerte»:

«[...] la selva cálida, húmeda, el agua podrida, la sabana sin fin, los micos sociales, los monos peludos, las serpientes de barbas amarillas, los venados, las ciudades de piedra blanca, sin desenterrar, la escalofriante esgrima de los colmillos de los jabalíes, el retemblar de la selva y el atronar de los árboles, palmeras, escobillos, guamales, derribados al paso de las dantas que se abren camino en lo más intrincado del bosque [...]»15.


La enumeración menuda de animales, vegetales, insectos, atrae a veces a Asturias a juegos de palabras que, si nada añaden a la belleza de la página, muestran sin embargo una vez más sus capacidades de invención, de fantasía y lenguaje, el gozo personal que siempre experimenta en la creación de su obra16.

El clima indígena está representado con viva adhesión mediante la adopción de formas expresivas típicas de la mentalidad aborigen. En el capítulo sexto el diálogo entre Caibilbalán y los guerreros que le reprochan su rechazo de la guerrilla, y por consiguiente la pérdida de la nación, se funda todo en la alusión y la metáfora, en el recurso a fórmulas rituales que, entre repeticiones y expresiones formales de consideración, ya son evidentes en el Rabinal Achí; un estilo que nada dice directamente y que es característico del formalismo indígena. El clima trágico del fin del pueblo Mam se expresa patéticamente a través de las reiteraciones de la lamentación fúnebre sobre el héroe Chinabul Gemá caído en combate. El acento de la epopeya se convierte aquí en sentida elegía y la prosa de Asturias parece resucitar las cadencias solemnes y muy íntimas de la poesía indígena que celebra al héroe, el cuál en su desdicha encuentra su grandeza. En el Canto General afirmó Neruda que el hombre es más grande que el mar y que sus islas17; Miguel Ángel Asturias proclama su grandeza con acentos no menos profundos18, suscitando la sugestiva atmósfera que procede de las repeticiones rituales propias de los cantos «náhuatl» en memoria de los guerreros difuntos19.

La tonalidad dominante en la primera parte de Maladrón es de plena poesía. Aquí Asturias es una vez más el «Lengua» de su gente. A través de su palabra la historia se transforma en fábula, en magia, con acentos religiosos. Los datos temporales se esfuman en un contorno vago, los orígenes de la Conquista, que no es necesario ni útil fijar en dataciones exactas. La poesía brota de cada palabra, fluye inarrestable, penetrando seres y objetos, la fauna como la flora. Se podría pensar que esta primera parte de la novela haya sido concebida antes como poema, luego prosificada y continuada en la parte que cuenta las gestas del grupo de españoles en busca de la conjunción Ístmica, «donde según creencias se juntan los Océanos en nupcias de sal blanca, sin igual»20 concreción de esa «fábula verdad» que, según Pedro Paredes21, uno del grupo, es característica del mundo americano. Asturias nos asegura que no es así, y a pesar de ello si la tonalidad poética se mantiene también en la segunda parte de la novela; en la primera se podrían aislar secuencias rítmicas numerosas, como el comienzo del libro: «Al final del verano...».

El mismo clima de poesía empapa la descripción del mundo guatemalteco, repitiendo la atmósfera maravillosa del Popol-Vuh, pero con originalidad de cromatismos delicados que transforman los datos de la realidad en algo mágico, que se esfuma en la irrealidad:

«Es la nube terrenal en que nace el maíz. El primer grano de maíz que hubo en la tierra. El puma rosado se refugia en sus colinas antes de bajar el tiempo de! cielo. Tempestades blancas. Rebaños de témpanos de hielo. Costas y majestad de mar cubierto por glaciares. Espumas salobres y borrascas de látigos de nieve, antes de bajar el tiempo del cielo al fruto, edad del árbol, del cielo al trino, edad del pájaro, del cielo a la palabra, edad del hombre. [...]»22.


Entre colores e impresiones de luz y sonido surge el mundo asturiano, suspendido entre la atmósfera ritual sagrada y la realidad transformada en magia. El alba está representada como en los primordios de la creación del mundo, una atmósfera religiosa y solemne en la que vibra un lirismo sutil:

«En los fuegos arden las resinas sagradas. El humo blanco de copal masticado por las brasas se alza a saludar la aurora. Espirales que suben en columnas a sostener el cielo, la belleza del día, sus ámbitos, sus benéficos dones. Orientes rosados, cada vez más rosados, cárdenos al rasgarse las neblinas, de fuego y oro al dibujarse el sol. Poco a poco se alumbran las nubes, las colinas, los árboles. Porosidad de los seres para la luz y la tiniebla. Absorben la luz y la tiniebla, como la esponja el agua. No anochece y ya es oscuro el bosque. No amanece y ya es claro el barranco»23.


También el recuerdo que confina con el sueño, transcidas; el terror histórico del hombre que siente cortados los lazos con su pasado y se encuentra solo, en poder de las fuerzas de una naturaleza desconocida, parece repetirse. A veces los protagonistas de la empresa oceánica tiemblan frente a la «horrorosa duda de si se habían quedado solos en el mundo, aniñamiento que les cortaba el resuello [...]»24 tienen la impresión de vivir en una especie de encantamiento que aumenta el miedo, el de estar «condenados a ir a pie hasta el fin de los siglos por aquel paraíso de lagos y volcanes [...]»25

Para representar a un mundo tan distinto del mundo hispánico, suspendido entre la realidad y la fábula, cuya misteriosa esencia no puede alcanzar quien viene de fuera y es, en substancia, «bárbaro» -puesto que Asturias considera bárbaros los conquistadores, comparada su dureza con el refinamiento cultural del mundo precolombino que idealiza-, el escritor acude a todo el poder de su fantasía, aprovechando una vez más la lección aprendida del superrealismo, acudiendo a los elementos oníricos, a las figuraciones más sorprendentes. Los mitos indígenas le ofrecen un auxilio concreto y la morosidad con que el escritor insiste sobre ellos le permite resultados muy notables de desrealización de lo real. El mundo que se presenta a los buscadores de la conjunción oceánica resucita en ellos las fantasías y los miedos de la Edad Media europea de la que salen. El mundo indígena está poblado de seres vestidos de colores simbólicos incomprensibles -«Un hombre tiñoso, tiña de arcoiris, todos los colores del iris en las manos y en la cara, un dedo azul, un dedo verde, otro rojo, violeta la frente, amarillos los párpados, una oreja naranja y otra oreja celeste, se cruzó con ellos en una ciudad desierta, deshabitada [...]»26-, presenta ritos extraños y sugestivos, los de los «tremolantes», adoradores del gran Cabracán -volcán-dios-, «supremo hacedor de terremotos»27, de los «oscilantes», que cuelgan de los árboles cabeza abajo -«frutos con ojos»28-, semiocultos entre las frondas de una ceiba enorme que pueblan de «gorjeos semejantes a voces humanas»29. La fantasía medieval de los descubridores cree vivir los encantamientos de los libros de caballería, y en los extraños seres colgados de los árboles de manera tan rara cree ver a «caballeros desdichados» a los que hay que prestar auxilio para romper el encantamiento30. Esta interpretación ingenua apenas marca la distancia entre un mundo complejo y la simplicidad de los venidos de fuera. En el mundo americano que ellos están pisando todo oculta su significado y a pesar de ello, o precisamente debido a ello, todo contribuye a fascinarlos. No solamente los hombres poseen un «náhual», sino que todas las cosas hablan y se mueven. Sugestionados por el ambiente, hasta los caballos de los conquistadores y los del expirata Ladrada, ya nativos del país, empiezan una larga conversación. La indígena Titil-Ic -«Eclipse de Luna»31- es el único trámite de comprensión entre el mundo indígena y el mundo hispánico. Amante de Blas Zenteno, de ella procede el fruto de la esperanza futura, puesto que el hijo que da a luz representa la fusión de las dos razas. Asturias acepta, pues como hecho positivo, el mestizaje -ni podía ser de otra manera-, antes en él ve el comienzo de algo prometedor y grande. El indio Guinakil susurra al oído de la mujer una frase que resonará más veces en el libro: «¡Todo está ya lleno de comienzos!»32. Mientras que el padre sueña un porvenir fantástico para ese «vástago de dos razas fundidas ya para siempre como dos Océanos de sangre, nacido en estas Indias de padre advenedizo y nativa madre, bajo un cielo que creía estrenar esa noche todas sus estrellas!»33.

Los acontecimientos, mágicos y reales al mismo tiempo, se desarrollan ante la presencia dominante de un paisaje que acentúa y legitima la atmósfera maravillosa que caracteriza todo el libro. Miguel Ángel Asturias recarga los colores, los esfuma, acude a acercamientos violentos o a matices evanescentes; al denso cromatismo se opone la transparencia34. Su paleta en Maladrón resulta extraordinariamente rica y también por este motivo la novela es un seguro logro artístico, así como marca una época nueva en la narrativa del escritor guatemalteco.

Hasta el mundo subterráneo participa de colores mágicos. La estatua viviente del Maladrón -«Señor de nuestra Muerte, intacta, total, nuestra y sólo nuestra»35-, en la gruta en que Ladrada lo está talando en la madera por orden de los españoles, observa la existencia de un universo caleidoscópico que lo atrae, hasta desear ya no irse, de ser ahí «esqueleto verde y no esqueleto blanco como son los huesos de los que mueren en otras latitudes»36. En el mundo americano hasta la muerte asume un aspecto inédito, diverso, de todos modos, del tradicional: al color lívido de la realidad occidental sustituye el de un verde transformador y germinante. En el nuevo mundo el mismo Maladrón -«Hijo legítimo de la materia, Ángel de la Realidad, Señor de las cosas ciertas»37 - parece no saber resistir a la atracción de la conversación, que se concretiza en un panteísmo continuadamente cambiante. La América verde es un milagro inagotable, donde hasta los minerales tienen vida y las minas de oro son «piedras de ojos preciosos»38. Ante tanta maravilla todo parece desarrollarse fuera del tiempo, en una realidad fantástica, vista como a través del humo del tabaco -planta sagrada de los dioses-, que «separa la memoria de las cosas visibles, de los objetos que nos rodean»39. Todo parece liberarse de las nociones temporales, así el recuerdo de las conversaciones que Duero Agudo tuvo con el saduceo Zaduc, en el barco que lo llevaba a las Indias, y que lo convirtieron al culto del Maladrón, como la realidad del mundo americano, donde los españoles experimentan la sensación de un viaje infinito, sin término visible, en una nube de paz sin espacio ni tiempo, «en el humo de un mundo nuevo, sin tiempo, sin espacio»40, precisamente.

Con la celebración de la belleza paradisiaca del mundo mesoamericano y su primitivo orden feliz, el motivo dominante en Maladrón es la condena de la conquista española que dicho orden ha destruido. La visión de una España evangelizadora resulta repudiado netamente por Asturias -ya lo había hecho, por otra parte, en La Audiencia de los Confines, celebrando al Padre Las Casas-. De la conquista el escritor, en Maladrón, denuncia los aspectos más negativos, la codicia y la violencia. Después de las escenas de guerra -no muchas, a la verdad, pero eficaces- de la conquista de los Andes Verdes y la derrota del pueblo Mam, con la presentación escalofriante de los horrores que la guerra implica, la acción bélica ya no aparece en primer término; en su desarrollo constituye sólo un fondo vago y lejano, más allá del panorama verde en el que se mueven los protagonistas. Permanece, sin embargo, su significado trágico, junto con una interpretación sagrada del sacrificio humano: «La guerra sirve para abonar la tierra con seres humanos»41. La figura del Maladrón -o sea de quien en el Gólgota rechazó la salvación que el Cristo le ofrecía- es el Dios verdadero de la Conquista.

El tema del Maladrón interesaba desde hacía tiempo a Asturias y en su obra aparece ya en las páginas de El Alhajadito, donde formaba parte de esa realidad-sueño ante la cual el joven descendiente de los Alhajados experimentaba vibraciones íntimas42. La leyenda del misterioso personaje agitaba su alma, pensando en ese 29 de febrero -fecha fuera del tiempo-, día del Maladrón, en que fracasó la empresa de fundir una campana excepcionalmente preciosa para glorificar al «Crucificado materialista que no creyó en el Paraíso, Nuestro Verdadero Señor y Padrecito»43, en cuanto resultó sin voz. Los orígenes del tema del Maladrón están en el interés de Asturias por la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez Pelayo, pero sólo en la novela de que tratamos toma cuerpo definitivamente, para llevar a la condena de la Conquista. Las numerosas definiciones del Maladrón -dios de la realidad sin más allá, destructor de toda esperanza humana- van determinando su real sustancia. La mayoría de los españoles que fueron a América era, según afirma Asturias, judaizantes y entre ellos había un grupo de adoradores del Maladrón44.

El novelista ha aclarado45 que el Maladrón se ríe del paraíso en cuanto materialista, no por befa. Pero haciéndolo dios de la Conquista Asturias hace de él un personaje totalmente negativo, «¡Señor de todo lo creado en el mundo de la codicia, desde que el hombre es hombre!»46 El reproche constante a los españoles, de parte del escritor, es el de haber repudiado la enseñanza del Cristo para hacerse, según las acusaciones del Padre Las Casas, que hace propias, «tiranos, robadores, violentadores, raptores, predones...»47. El Maladrón es el Señor de la Conquista «en el doble papel de incrédulo y ladrón»48; en su falta de dimensión humana está su condena. Cuando Lorenzo Ladrada talla su figura en la madera por cuenta de Agudo, al fin de obligar a los indios «tremolantes» a rendirle homenaje, lo hace a propia imagen y semejanza, o sea tuerto, y lo condena por la eternidad a ser predicador de la materia:

«[...] tú seguirás despierto enseñando que el hombre es sólo una mezcla de sustancias vivas, hecho no a semejanza de Dios, sino a imagen y semejanza de los metales, los vegetales, los animales, el agua y la tierra que lo componen»49.


La condena de la materia bruta no podía ser más neta. El repudio y la destrucción de la cruz del Maladrón, la muerte violenta por parte de los indios, de los que quieren imponer su culto, es la condena del espíritu negativo de la Conquista, realizada a la enseña de la materia. Proclama Güinakil:

«-¡No otra cruz! ¡No otro Dios! ¡La primera cruz costó lágrimas y sangre! ¿Cuántas más vidas por esta segunda cruz? ¿Más sangre? ¿Más sufrimientos? ¿Y más tributos? [...] ¡Oro y martirio fueron pagados, sin tasa ni medida, por el Dios de la primera cruz! ¿Por el barbudo de esta segunda cruz, más carne de trabajo y matanzas?... [...]

-¡No habrá segundo herraje ni habrá segunda cruz! Si la primera, con el Dios que nada tenía que ver con los bienes materiales y las riquezas de este mundo, costó ríos de llanto, mares de sangre, montañas de oro y piedras preciosas, ¿a qué costo contentar a este segundo crucificado, salteador de caminos, para quien todo lo del hombre debe ser aprovechado aquí en la tierra?... Si el de la primera cruz, el soñador, el iluso, nos costó desolación, orfandad, esclavitud y ruina, ¿qué nos esperaba con este segundo crucificado, práctico, cínico y bandolero?... Si con la primera cruz, la del justo, todo fue robo, violación, hoguera y soga de ahorcar, ¿qué nos esperaba con la cruz de un forajido, de un ladrón?...»50.


La presencia del Maladrón, el largo hablar en torno a su figura y su doctrina, la animación improvisa de la figura de madera y, en planos remotos, los de la existencia real, improvisamente vivos, el recuerdo de su triste voluntad de repudio de la salvación, acompaña a los protagonistas de la empresa del descubrimiento ístmico. A lo largo de su camino ellos se enfrentan con una serie de problemas que califican profundamente la condición humana, entre ellos la sensación de limitación que se desprende de la comparación entre la juventud y la desdicha de la vejez: frente a la juventud, «dueña de tantos caminos», está la vejez, «con sólo el sendero fatal del más allá que se nos torna cada día, cada hora, cada instante que pasa, en más acá...»51. Bajo este juego de palabras se impone la seriedad de un problema que recurre con insistencia en la obra de Asturias. La carrera del tiempo destruye progresivamente las ilusiones que, en palabras de Antolín Antolinares, «año tras año la vida nos va cortando o bien se nos mueren en el cuerpo»52. La infelicidad del futuro, cerrado a toda esperanza, es sentido particularmente por Ángel Rostro quien se descubre vuelto enemigo de sí mismo, en cuanto quiere prolongar su propia vida a fin de aplazar una muerte sin más allá: «vuéltome yo mi enemigo, mi contrario, sosteniéndome el vivir por dilatar mi muerte sin esperanza...»53. El problema de la existencia del alma lo trata, pues, el mismo personaje, con argumentaciones y ejemplos fundados siempre en su profesión de soldado:

«Y si en un ejército hay diferencias y contradicciones tenedlo por demasiada probanza de que el alma existe, pues de no hacernos Dios tan grande merced, obedeceríais como irracionales...»54.


Parece un pasaje de Quevedo, que el mismo estilo recuerda. A pesar de su materialismo, tampoco Antolinares logra destruir la duda en torno a la eternidad:

«Empero, la duda se me aposenta y nada por el cuerpo en lo de la eternidad. No me resigno a no tener eternidad, ¡maldita sea!»55


Aunque Duero Agudo intenta una explicación materialista -«el hombre tiene eternidad, no como prolongación de su persona, de su unidad, pero sí como prolongación de sus desintegraciones infinitas de la plural armonía de sus secuencias»56. Dios es también presencia atormentadora, sobre todo porque «puede decirse de Dios lo que no es, no lo que es»57. La negación de la existencia del más allá es lo que más espanta a Zenteno, para el cual el tiempo es la única cosa incorpórea, mientras todo lo demás es «real, material, corpóreo»58. Es tanta la duda, tanto el miedo acerca de estos problemas que los adoradores del Maladrón exaltan y aprecian en su Dios el valor que tuvo para resistir a toda atracción de permanencia futura, «al no dejarse arrastrar al espejismo del más allá, para erguirse y afirmar ante la muerte que allí acaba todo»59.

Antolín Antolinares resume eficazmente la situación real del grupo de españoles cuando afirma que «Da más miedo la vida que la muerte en los ajusticiados»60, precisamente por el fin miserable del hombre en la materia. La concepción cristiana del infierno es muy poca cosa frente a lo que espera al materialista. Afirma Duero Agudo:

«A todos, a todos nos arredra no seguir como personas en una segunda vida. El infierno comparado con el absoluto fin que nos espera no es nada. En el infierno, al menos, seguiríamos siendo nosotros»61.


La condena del Maladrón está en su soledad, que procede de haber destruido la esperanza en la eternidad: «[...] solo, completamente solo (la soledad de la materia infinita, y él no era más que materia, sustancia, naturaleza)»62.

Al fin de su vida Antolín Antolinares vuelve a pensar en el alma, reconociendo su cualidad suprema:

«...el alma qué haría en este caso... alguna maña ...el alma es maña... es lo mañoso del hombre y por eso vale más alma que cuerpo, ¿más vale maña que fuerza...?»63.


Los protagonistas de la busca de la conjunción oceánica se pierden, entre la afirmación de la materia y el tormento de la duda en torno al más allá. En ellos fracasa, simbólicamente, la Conquista. Miguel Ángel Asturias proclama su condena. El último vencido es Antolín Antolinares Cespedillos: escapado a la justicia de los indios «cabracánidas» con su hijo niño, la concubina Titil-Ic y Lorenzo Ladrada, parece realizar su sueño del descubrimiento ístmico. Pero en ese momento, precisamente, en él la locura se acentúa: deseoso de adelantarse a Ladrada en la comunicación oficial del feliz encuentro, huye por días y noches hasta cuando, destruido por el «palmito», acaba miserablemente una existencia materialista en la materia más ínfima. Miguel Ángel Asturias insiste complacido en la destrucción divertida del personaje, presentándolo en el tormento de «retortijones», «pedos» y diarrea64. Cuando al final Ladrada lo encuentra y quiere llevarlo a la extraña fortaleza con facciones humanas que se levanta en el desierto -«[...] una fortaleza cuyo frontis semeja la máscara de un guerrero soterrado, no hasta los fosos, sino hasta las fosas nasales, balconadas por pómulos y de lado y lado de la puerta, repujamientos que corresponden a las orejas del casco»65-, la muerte ya ha intervenido. El escritor insiste quevedescamente en los detalles de la destrucción orgánica del hombre, con un sentido tan crudo de la miseria humana que recuerda también algunos lienzos de Valdés Leal:

«[...] ya había empezado en su vientre el baile de los gusanos diligentes [...] Allí ya se lo estaban comiendo hormigas, mariposones, sabandijas y moscas verdes»66.


Con esta insistencia en los detalles más macabros, en los que sin embargo vierte parte de su magia colorista, el escritor mira destacar la infeliz limitación del hombre, y más todavía de quien no ha resuelto aún el problema entre el espíritu y la materia, entre la eternidad y la nada.

Maladrón concluye con la desaparición de todos los protagonistas de la locura aventurera de la busca oceánica. Sólo Lorenzo Ladrada -pirata y asesino, dueño de inmensas riquezas después de haber matado a su dueño, Escafamiranda-, se salva de la destrucción general. Pero en sí él lleva la infelicidad de la soledad, fruto de su conducta ligada únicamente a la materia. Su buscar al hijo de Antolinares y a la mujer de éste, que quisiera tener consigo, está en función de la liberación de la soledad -«[...] la amaba (Titil-Ic) porque se sentía solo, inmensamente solo en aquel mundo de golosina»67-, el repudio de Dios y la desconfianza en el demonio lo llevan a la desesperación y la locura, hasta que, después de una tentativa inútil de introducir su voz en el diálogo que se desarrolla en la capilla del castillo-fortaleza, entre un Canónigo y el difunto Antolinares, reunidos en contrastada comunidad en el mismo sepulcro, acaba por abandonar los lugares teatro de tantos acontecimientos, cabalgando una «yegua color de sal» y dirigiéndose hacia el mar: «Necesitaba la inmensa soledad del océano»68.

Maladrón concluye, como había empezado, con una derrota: al comienzo del libro es el mundo indígena que sucumbe; al final son los españoles, aventureros que el mundo americano parece rechazar como por reacción física. Es la victoria de América sobre Europa; el hijo de Titil-Ic y Antolinares, lo que de positivo queda en vista del futuro -«¡Todo está ya lleno de comienzos!»69- desaparece por mano de los indígenas que lo rescatan a su propia raza. El castillo-fortaleza surreal donde reside Lorenzo Ladrada, parece representar el símbolo de un momento de recogimiento necesario para que el pasado y el presente empiecen un coloquio proyectado hacia el porvenir:

«El viento sopla por las troneras, mientras el silencio misterioso del ayer y el más allá, se abren las venas de la memoria y sangran recuerdos que seca la calcinada soledad en las estancias, los patios, los sótanos, las torres, sin alma viviente»70.


La frase recurrente, «¡Todo está ya lleno de comienzos!»71, acaba por asumir un carácter definidor en el libro. El mundo indígena penetra el mundo hispánico, se toma su revancha, lo somete sin repudiarlo y lo abre, en una síntesis lograda, al futuro. Cuando Lorenzo Ladrada, único sobreviviente de ese grupo de «seres de injuria» venidos del mar y que se perdieron en los Andes Verdes, se dirige hacia la costa oceánica, otro capítulo se inaugura en la historia de América, el del mestizaje. El mundo vencido revive concretamente fundiéndose con el mundo hispánico, insinuando en éste los caracteres determinantes de su propia unicidad.

Maladrón es, en definitiva, más que un libro de catástrofes y añoranzas, una novela abierta a la esperanza y una afirmación ulterior de la grandeza del mundo mesoamericano en cuanto representa valores espirituales. A la catástrofe que domina tantas páginas se opone la certeza en un futuro de signo positivo. Que aún no es el presente vivido por el escritor, pero que ha de venir, en cuanto los años seguidos a la Conquista han planteado sólo su posibilidad concreta.

La trayectoria de Asturias parecería concluirse en esta atmósfera de los orígenes plenamente reencontrada, pero su ahondar en el laberinto mágico que constituye la esencia espiritual de su tierra es sólo el punto de partida para la afirmación de un nuevo momento de su narrativa. La prodigiosa facilidad de renovación que hemos señalado varias veces72, tiene su confirmación en Maladrón. Con esta novela se inaugura un nuevo momento de singular valor en la obra de este artista. La prueba que la crítica esperaba después del Premio Nobel de literatura ha sido felizmente superada73.