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ArribaAbajoCapítulo XXXIV

Los poetas de Sevilla. -El hampa sevillana. -Los rufianes dichosos


A todo grande, y aun a todo pequeño poeta, le conviene darse de cuando en cuando una buena zambullida en la prosa, mucho más cuando el poeta es de tal rejo, que de la más vulgar y chabacana sabe sacar jugo artístico, y así era Cervantes. Además, en esta tierra de España, la poesía brota y surge hasta de los incidentes más rastreros de la vida. Ganivet, con una o dos conversaciones suyas, convirtió en poeta lírico de grandes vuelos a un tenedor de libros que en su vida había hecho más que apuntar cifras y llevar la partida doble. De poetas tenemos hoy llenas las oficinas del Estado: poetas malos y buenos sirven, ya en ferrocarriles, ya en Correos, ya en los arrendamientos de consumos, ora en las contadurías de fábricas e industrias. Barberos y mancebos de botica, raros serán los que no cultiven el trato de las Musas. No hay, y menos había en tiempo de Cervantes, impedimento para que un poeta se dedique a los oficios más alejados de su condición, pues la poesía en España, y mayormente en Andalucía, es compatible con todo otro menester y desempeño.

Algunos años antes de llegar Miguel a Sevilla, según testigos de la época, eran poetas en la hermosa ciudad desde el asistente, conde de Monteagudo, que ejercía allí la suprema autoridad local, hasta el verdugo, y además dos pregoneros, cinco escribanos, tres oidores, dos de los Grados y uno de la Contratación, dos abogados en ejercicio, seis médicos, cuatro plateros, dos fundidores, un sayalero, tres perailes y otra porción de sujetos de oficio y ocupación no confesables ni confesados; poetisas eran también, y notables improvisadoras, la Cariharta, la Gananciosa y la Escalanta. Ofrecían las fértiles orillas del Guadalquivir y sus repuestos mesones y ventorros grato asilo a la Musa castañetera de las seguidillas, y las gradas de la catedral a la inspiración entre sagrada y bobalicona del carirredondo coplero Miguel Cid, y de otros tantos como él, que forjaban gozos y laudes a la Virgen y a las Santas Justa y Rufina, con inspiración más baja, pero semejante en algún punto a la del gran poeta castellano, padre de la poesía de santos, aquel bendito y alegre clérigo de la Rioja, que al comenzar la devota vida del más estimado santo de su tierra, exclamaba, relamiéndose de gusto, por anticipado:


Bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino...



Poetas y copleros a manta de Dios había en Sevilla y en toda Andalucía hartos para que Miguel, ocupado en sacas y moliendas de trigo, no echase de menos la conversación y trato de los poetas de la corte. Poesía era también, y de la más hondamente castellana, la devoción de aquellos grandes santos predicadores y de aquellas discípulas suyas venerables, que en Écija, en Córdoba, en Montilla y en otros lugares se hallaban sucumbiendo de amor divino, o habían muerto ya consumidas en las más puras llamas ascéticas, al conjuro del verbo urente del maestro Ávila, que por todos aquellos sitios fue sembrando fuego en almas de yesca. Ardía asimismo con resplandores de otro mundo la mística hoguera de San Juan de la Cruz, quien echaba pedazos de su corazón para alimentarla, y en todas las bocas, y más en las bocas femeninas, andaban sus versos, que con igual pasión pudieran ser recitados por un vidente de mundos mejores y por un loco y desenfrenado amador en el cálido silencio de la alcoba.

No se había, pues, refugiado la poesía en las grandes ciudades: no había huido del campo, como hoy sucede, ni hacía falta ir en busca de ella; antes ella, liberal y pronta, se aparecía a quien quisiera toparla.

Había, no obstante, en Sevilla muchos y grandes poetas a quienes Cervantes pudo conocer de fama cuando pequeño, y a quienes sin medida elogió en el Canto de Caliope, que para ganarse voluntades intercaló en La Galatea. Quizás Miguel solicitó el trato de aquellos insignes varones en las temporadas que por obligación tenía que pasar en Sevilla. Y sin duda al primero a quien buscó fue al que todos estimaban como príncipe y maestro, al divino Fernando de Herrera. Si trató de acercarse a él, pronto debió de ser grande su desengaño.


El que subió por sendas nunca usadas,



el firmísimo enamorado platónico de doña Leonor de Milán, estaba pobre, avejentado, retraído y su condición áspera y grave le apartaba del trato de las gentes. Era lo que hoy decimos con palabra intraducible un raté, un agriado, un insoportable, que no había sabido poner entre lo acedo de su corazón el dulce necesario para hacer pasar por poéticas las penas amorosas, ridículas cuando no tienen remedio, cuando la amada se casó con un hombre digno de ella, y harto hace aguantando sin protesta el abejoneo de los endecasílabos donde se le recuerda la pasión que inspiró a un poeta pobre y triste, a quien no sacan de su melancolía empalagosa más que los trompetazos épicos de las victorias de las Alpujarras y de Lepanto, o la derrota y pérdida del rey don Sebastián.

Fernando de Herrera, en 1587 y 1588, debía de estar muy desengañado de la poesía, y hasta cansado él mismo de lanzar siempre idéntico insistente quejido. Como todos los poetas puramente líricos, cuando no llegan a la ensoñada altura, resultaba, y más resulta hoy, un poco antipático y fastidioso, pues no había logrado hacer que su causa fuese la causa universal, como pide y consigue Campoamor cuando quiere, ni que sus personales cuitas apesadumbrasen a todo el mundo, porque todo el mundo reconociese en ellas los propios pesares.

Esta manera de ser lírico, que tanto tiene de épica, y a la cual llegaron fray Luis y San Juan de la Cruz, no la alcanzó nunca Herrera, y sobrado talento tenía para conocerlo y para morderse los puños de rabia, como en efecto lo hacía, mientras preparaba por distraer sus fatigas amorosas, la publicación de un libro o librote, cuyo título espanta: Historia de las más notables cosas que han sucedido en el mundo. No ha llegado este libro hasta nosotros y no es de lamentar, puesto que para Herrera lo más notable que en el mundo había ocurrido fue el haberle querido un poco doña Leonor de Milán y haberle dejado para casarse con el conde de Gelves, que sería más guapo que Herrera, desde luego más rico, y también sabía en sus ratos ociosos componer unos versicos como el más pintado.

De todas suertes, recibiese o no a Cervantes, pudo Miguel notar que también el divino Herrera se hallaba asido a la prosa, y tanto como él o más lo estaban los otros miembros del Parnaso, que se crió en casa del maestro Mal-Lara.

Sueltos andaban y ocupados en administrativos menesteres, como el grande y alegre Baltasar del Alcázar, quien hasta en sus últimos años conservó el humor marcialesco y siguió disparando sus fáciles gracias en las más bien arreadas redondillas que hasta entonces y después se han compuesto fuera del teatro. A este gran poeta de epicúreo rostro colorado, de blancas barbas y de alegres ojos, debió de admirarle mucho, pero tratarle poco o nada Miguel, y no es de extrañar, puesto que Baltasar del Alcázar ocupaba alta posición y era hombre enemigo de incomodarse por nadie, y menos por poetas menesterosos.

En cambio, el propio Miguel declara que conoció a don Juan de Jáuregui, y que este insigne pintor y poeta le hizo un retrato. Amigos debieron de ser ambos ingenios desde el momento en que se pusieran a hablar de poesía italiana, en que los dos eran tan versados. Amaba más Cervantes a Ariosto, prefería el suave y cortesano Jáuregui a Tasso; pero los endecasílabos de uno y de otro debieron rebotar de los labios de don Juan a los de Miguel, y sin duda que don Juan persuadió a Miguel con ejemplos tomados de su traducción del Aminta, de Tasso, tan celebrada hoy, y de su magnífica versión de la Farsalia, de Lucano, cómo no siempre era cierto que las traducciones resultasen tapices vueltos del revés.

Y notese aquí, de pasada, esta otra coincidencia chocante: el único literato conocido de quien sabemos que trató a Cervantes en Sevilla y le estimó, al punto de hacerle su retrato, por desgracia perdido, también se llamaba Juan.

De los demás escritores sevillanos se ignora hasta si conocieron a Miguel: su efigie no figura en el Libro de los verdaderos retratos, donde el curioso artista Francisco Pacheco dibujó las imágenes de todos los escritores notables de Sevilla o habitantes en ella, o que por allí habían pasado, y hasta las de los copleros, cantantes y guitarristas. ¿Había de olvidar Pacheco a un hombre como Cervantes si le hubiese conocido?

Lógico es pensar que si Miguel trató a algún escritor fue por una casualidad. Amigos suyos eran entonces su ayudante y compañero de cobranzas y requisas Miguel de Santa María, el pagador Agustín de Cetina y su dependiente Juan de Tamayo y otros hombres de semejante trapío, sin olvidar al cómico Tomás Gutiérrez, con quien siempre tuvo cuentas de dinero y de gratitud. Parece casi seguro que en compañía de tales sujetos no visitase Miguel las aulas de los grandes señores, ni fuese a buscar en el palacio del duque de Alcalá a Baltasar del Alcázar, ni a Pacheco entre los próceres y personajes de cuenta que visitaban su estudio. Quien había entrado en la corte de Felipe II y se había cansado de andar por ella, no iba a tener interés en ver caras nuevas de señores grandes, que de fijo eran más chicos que los ya conocidos. Quien había alternado con los hombres de más valer de España, no andaría muchos pasos en pos de otros semejantes a ellos.

Más que las riquezas y boatos que en Sevilla deslumbraban a los recién llegados, interesó a Miguel la intensa variedad de la vida popular en tan alegre y hermosísima metrópoli. Sevilla era entonces el camino de las Indias y allí acudían todos los desocupados de España y de otras partes de Europa. Hablabanse en sus muelles y calles todas las lenguas conocidas y otras que ahora comienzan a conocerse. El Arenal era escuela de perdidos y academia de rufianes. Mezclabanse en él los infelices a quienes la dorada leyenda de las Indias comenzaba ya a sacar alucinados por las esperanzas de un nuevo vellocino, los pícaros y ganapanes de toda España, que pensaban allí ejercitar sus uñas, los regatones y cicateruelos que seguían a los de la mano larga para aprovechar lo murciado recomprándolo y revendiéndolo en el Baratillo, que era un paraje inmediato al Arenal y donde había algunas casas madrigueras de los peristas o encubridores de la mercancía robada. Había cortabolsas listos y despiertos que trabajaban individualmente por su cuenta, pero pronto se acabó con este desorden, porque, sabedores del caso los amos y maestres de la banda picaresca que tendía sus redes sobre toda Sevilla, presto cogían a los rinconetes y cortadillos y los transportaban al patio de Monipodio, sujetándolos allí a sus ordenamientos y codificaciones.

El Arenal, tan visitado y recordado por Miguel como por Lope de Vega y en donde podía catarse y conocerse toda la castiza alegría española, en la cual no hay colmo ni entera satisfacción si no se le mezcla un poco de crueldad y un mucho de burla de la miseria, del dolor y de la muerte, era por las tardes un hormiguero, una gusanera mejor dicho, de gentes de dudosa vida.

Un puente de tablones, sostenido por barcas donde se albergaba y dormía la espuma de lo malo, esa gentualla sin ley ni rey que, por aquel mismo tiempo acechaba los puentes de París y merodeaba en los de Constantinopla, comunicaba el Arenal con Triana, por frente al puerto de Camaroneros. La risa picaresca que las casas trianeras, vestidas de sol y semejantes a una fila de dientes jóvenes, lanzaban al Arenal todas las mañanitas, se la devolvía el Arenal por las tardes, corregida y aumentada con muecas del rostro gordo de la Torre del Oro y con espejeos y garatusas de la Giralda. Por entre las dos risas, todo un mundo que sólo Cervantes comprendió y reflejó, circulaba mañana y tarde, ya desde Sevilla a hundirse y deslizarse entre las polvorosas callejuelas de Triana, escurriéndose por el arco de la Fortaleza hacia los alfares y de allí a campo de Aznalfarache, ya desde Triana a Sevilla, pasando de las Atarazanas a la Madera, deteniéndose en la Resolana, donde a la tardecita las ninfas de las tasqueras y chamizos tendían el pobre y traqueteado fardo y se rascaban la sarna y los piojos, cuando no otras más terribles lacras y otros más picones parásitos. Otras veces se corrían desde la Resolana, pasaban la muralla, entraban en el famosísimo Compás, se hundían en el fangal de la Laguna adonde iban a parar todas las aguas sucias y todas las hediondas pasiones de la gran ciudad cosmopolita. Allí, a la busca y al explote de las pobres mujeres del partido andaban sus galanes, los hombres de Sevilla, seguidores del bravo Ahumada, a quien mataron a hierro sin que se averiguase quién, en 1587.

Eran unos jayanes de grandes bigotes caídos, de insultante copete, reparados de un ojo, señalados de cuchillada o de la mano del verdugo. Entre ellos se comentaban, con los lances amorosos, las noticias de robos y pendencias. Aguardabase con ansiedad la llegada de otros famosos valientes de Castilla como el memorable maestro Campuzano, que,


de espada y daga diestro a maravilla,
rebanaba narices en Castilla
y siempre le quedaba el brazo sano.
Quiso pasarse a Indias un verano
y riñó con Montalvo el de Sevilla;
cojo quedó de un pie de la rencilla,
tuerto de un ojo, manco de una mano...



De cómo se vivía en aquel almacén de pestilencias que se llamaba el Compás, apenas podemos juzgar hoy. Una casa queda, sin embargo, por la cual inferimos cuáles serían las otras. En torno a la Laguna de aguas infectas había trece casas del ayuntamiento, trece del cabildo catedral y cuatro o seis de particulares, todas ellas dedicadas a mancebía pública. Eran unos tabucos casi sin fachada. Una puerta estrecha y enverjada abría paso a un corredor cubierto, largo y angosto. Siguiendo el sistema celular de las antiguas mancebías griegas y romanas, había un corral largo y estrecho, empedrado de chinos o guijarros, y a ambos lados, miserables aposentos con una puerta y una ventana: en cada uno de ellos vivía una mujer, más valdría decir un almacén de podredumbre, pues el contagio era universal e inevitable, como lo prueba el hecho de haberse practicado en 1593 una visita de inspección, la cual dio a los médicos tanto trabajo, que el ayuntamiento acordó pagar 50.000 maravedises de propina a cada uno para resarcirles de los horrendos espectáculos que habían visto.

Todos aquellos seres sin ventura vivían sujetos a la autoridad de la madre, jefa y directora de la mancebía, y no será malo hacer notar, para inducir cuál sería el estado espiritual de aquella sociedad, que hoy creemos tan cristiana y devota, esta infamante y aterradora acepción de la palabra más sagrada en todas las lenguas. Mentar la madre, se dice aún en Sevilla como el mayor insulto de todos. La madre Celestina eran dos palabras juntas siempre sinónimas. Y desde Sevilla, desde el Compás de la Laguna, pasó esa consternante significación de la palabra al Nuevo Mundo, y aún hoy, cuando en Buenos Aires o en Montevideo se dice madre en reunión de jaques y bravos, todos se apresuran a decir: ¡La suya, la de él!...

Era, pues, aquel un mundo diferente de cuanto Miguel había visto, con haber visto tanto: un mundo que había de causar grandísimo trastorno en sus ideas y en sus sensaciones, porque no creáis que tan repugnante levadura social vivía apartada del movimiento y comercio con las demás clases, sino muy al contrario. Las mujeres de la mancebía andaban a todas horas solas y sueltas por la ciudad y sus alrededores. Para que no se mezclasen con la gente buena, se las mandó llevar tocas azafranadas sujetas con un prendedor o imperdible de latón dorado..., y al poco tiempo, muchas mujeres que no eran públicas, sino tenían fama y estimación de muy buenas, dieron en usar las tocas azafranadas, y el broche de latón, como hoy las señoras más honradas e ilustres de París aguardan a que las mozas del partido les señalen la moda en las carreras de Longchamps.

El tráfico de la vida mala que traían aquellas mujeres no les quitaba de ser muy devotas y creyentes. Llegaba la Cuaresma y el padre y las madres de la mancebía llevaban a las mujeres en corporación, como un colegio, vestidas de obscuro y con medio manto a la cabeza, a confesar y comulgar, a hacer ejercicios espirituales y a oír sermones y pláticas piadosas. Algunas se convertían, pasaban una temporada ociosa en las Arrepentidas y volvían después al trato de las godeñas sus compañeros y de los socarras y corchapines sus amigos.

Entre ellos, y en su trato, conoció Miguel a Chiquiznaque y Maniferro, y supo los milagros y reputación del famoso Cristóbal de Lugo, de quien hizo su bellísima comedia El rufián dichoso, una de las primeras, si no la más antigua de la larga serie de obras teatrales, cuyos protagonistas son grandes criminales o grandes libertinos y calaveras que se arrepienten y retraen a la vida santa. Más todavía que en Rinconete y Cortadillo, donde estos asuntos se rozan por incidencia, hallamos en El rufián dichoso muestras y trazas abundantísimas de las ciencias y disciplinas que, ya cuarentón, aprendió Miguel en la Academia del Compás de la Laguna.

Es la mal estudiada y peor estimada comedia de Cervantes madre de toda la poesía jacaresca de Quevedo y de los que le imitaron. En El rufián dichoso hallamos la cantera primitiva de lo más desgarrado de la jácara quevedesca y un felicísimo intento de trasladar al teatro los tipos y escenas de pícaros ya vistos en la novela. Librija, la Salmerona, el Ganchoso, Lobillo, Terciado y el famosísimo Patojo no son invenciones de Miguel; personajes tan verdaderos son como aquel verdugo llamada Lobato, que fue padre de la mancebía, esto es, director general y tuáutem de toda la hampesca máquina y a quien fue menester relevar del cargo, porque era tan feroz en el dar tormento que a todos cuantos sujetaba a esta prueba judicial los dejaba perniquebrados, mancos, tuertos o inútiles para toda su vida, en atención a lo cual y a los muchos inocentes que había tullido semejante sanguinoso fantasmón, le sustituyó un tal Francisco Vélez.

Ahora figurémonos qué vida seria la de tantos centenares de mujeres y de hombres en aquel barrio, de donde salían al mismo tiempo todas las pestes y epidemias que asolaban a la ciudad. Huyendo de tales horrores, aunque a él ya nada podía sorprenderle ni le espantaba, cruzaba Miguel el puente y con sus amigos Gutiérrez y Tamayo o solo pasaba a Triana; allí, junto al puerto de Camaroneros, donde amarran las barcas del pescado, estaba la Fortaleza; pasando bajo el arco se entraba a una callejuela de casitas bajas. Se percibía y se percibe penetrante mal olor de un albañal que vierte de allí al río. Una casita blanqueada, con puerta chica y reja en el piso bajo y con otra reja y balcón en el principal parecía, medrosa, esconderse entre las demás. Un portalito pequeño, un pequeñisimo patio con suelo de ladrillos contrapeados, una sala baja, una galería con balcones...: aquello era el patio de Monipodio.

De Cristóbal de Lugo a Monipodio, del Compás a Triana pasó Miguel centenares de veces, entre las gentes más desalmadas y los más desvergonzados pícaros del mundo.

Leed ese primer acto de El rufián dichoso, pintura aun más vibrante, más sangrienta y mejor que las de Rinconete y Cortadillo y las del Coloquio de los perros, y para pensar y comprender cómo Cervantes pisó tanto fango y tan varias inmundicias sin mancharse, no encontraréis explicación lógica alguna. Cómo y por qué milagro el genio español, sin salirse de los términos del arte, ha tocado en tamañas bajuras, sólo os lo explicaréis si habéis visto cómo la Naturaleza enseña a las aves y singularmente en las palomas blancas a retozar y picotear en el limo y en el estiércol sin mancharse las pulidas rosas de sus picos, ni sus albos calzones de plumas. Porque para ello les dio alas.




ArribaAbajoCapítulo XXXV

Malandanzas y fortunas. -Miguel quiere pasar a las Indias. -Pedro de Isunza llega. -Un santo, una bruja, un perro


La ocupación de los negocios de Cervantes desde 1588 a 1590, fue tan grande, que apenas le dejó tiempo para acordarse de que años atrás era literato y poeta. No se ha de creer, sin embargo, que en sus estancias en Sevilla se limitara a tratar con rufos y valentones, socorridas y godeñas. Sus visitas hacía al caballero Jáuregui, al licenciado Porras de la Cámara, y quizás a su admirado Fernando de Herrera, quien acaso le comunicó, entre dos acritudes y despegos, algo de su Historia de todas las cosas del mundo o de su poema La Gigantomachia, donde, sin duda, pensaba tratar tan formidable asunto a trompetazo limpio en el rimbombante estilo de La victoria sobre los moriscos de la Alpujarra. Pero, de todas maneras, más atento que a otra cosa había de estar Miguel a que le pagasen sus sueldos, lo cual, como en España acaece siempre, era mucho más difícil que devengarlos.

Tarde y con daño, en cachitos y retales, iba el activo comisario, a pesar de sus relaciones con el contador Cetina, percibiendo parte de lo que gastado había y de lo que proseguía gastando en sus viajes y sus estancias en Écija, en Carmona y en otros puntos. Ocupado en estos menesteres, no se acordó de que escribía versos cuando por toda España corrieron los carteles o avisos de los certámenes y fiestas que Alcalá de Henares celebraba por la canonización de San Diego. Miguel era ya mucho más andaluz que castellano. Los sucesos variadísimos que ante sus ojos pasaban día tras día le tenían sujeta el alma y la iban transformando y modelando como la rueda del alfar modela el pellón de barro sin darle tiempo a engrumarse ni apelotarse.

Excelente fue esta disciplina, y tal, que colocó a Miguel por cima de todos los ingenios de entonces. El genio español es muy propenso a espesarse y a formar pegotes y gurullos apretados de pensamiento, como vemos en Quevedo, en Gracián y hasta en el alegre Espinel, y hasta en el sacudido autor de Guzmán de Alfarache. La reflexión y la consideración se encostran sobre los hechos y pronto los hacen desaparecer; el raciocinio consume y absorbe todo el jugo de la realidad, y cuando se va a buscar lo que de ella hay en lo escrito, no se encuentra. Pero como Miguel era un hombre de hechos, y de hechos rápidos y terminantes, pungientes y olientes, si bien es creíble que cada uno le sugiriera centenares de reflexiones, como ellos se iban sucediendo con la prisa de la vida económica y el ajetreo de la urgente comisión, las reflexiones habían de ser asimismo concisas, volantes y ajustadas al paso y compás de los sucesos.

El año de 1590, no obstante, Miguel pudo hacer un breve alto en el desenfrenado correr de su vida. Quizás se acordó de su mujer, doña Catalina de Palacios, que en Esquivias quedara a la sombra de los perales del huerto y al cuidado de las cuarenta y cinco gallinas y del gallo y de los majuelos que su hermano Francisco administraba con puntualidad, haciendo para sí lo que podía como buen cristiano que sabe por dónde ha de empezar la caridad bien ordenada.

Es un hecho curioso este de que los historiadores no hayan reparado cómo Cervantes pasó lo mejor de la vida separado de su mujer, sin que esta excelente señora pareciera estremecerse ni afectarse por ello. ¿Qué esperaba doña Catalina de Miguel? ¿Le consideraría aún como el calavera hecho a andar entre cómicos y danzantes, y por eso le dejaba a su antojo vagar por Andalucía en dudosas comisiones? ¿Pensaba que Miguel estaba allí haciendo una carrera provechosa y de porvenir? Y creyese lo uno o lo otro, ¿dónde se ve el amor de la buena señora doña Catalina a su marido? ¿Dónde la solicitud y el interés por los sucesos de su vida? Conviene mucho fijarse en este punto para determinar con claridad los cambios en el carácter de Miguel.

Es cierto que los hombres de aquella época y del temple de Cervantes eran mucho más duros y fuertes que nosotros, y no adolecían de esta flaqueza casi femenil de nuestros tiempos, la cual nos induce siempre a buscar un báculo de cariño en que apoyarnos por la carretera del vivir, y unos ojos que amorosos nos animen a seguir la caminata y un hombro en que con dulce calor apoyemos la cabeza; pero, ¿había de eludir el más humano de todos los escritores españoles la ley de humanidad que a los cuarenta años pide abrigo familiar y calidez íntima, que apacigüen nuestros dolores y remienden los desgarrones de nuestro corazón? Sabemos muy bien (casi paso a paso le seguimos, gracias a la paciencia y sagacidad de los eruditos) los lugares por donde Miguel anduvo todos los años que se ocupó en el cargo de la comisaría; podemos decir con toda seguridad que en tales y cuales días sacó de tales y cuales sitios estas fanegas de trigo y de cebada o aquellos pellejos de aceite. Sabemos también que el espectáculo de la vida era para él siempre incentivo y agradable regalo, y por puntos, bastaba a distraerle de sus faenas, pero no hemos de pensar que con saber todo eso tenemos averiguada la vida de Miguel en estos años.

Ni él era un simple cobrador de arbitrios o requisador de granos, como su buen amigo y compañero Diego de Ruy Sáenz o como sus ayudantes Miguel de Santa María y Nicolás Benito, ni un hombre es sólo una máquina de hacer literatura o de transformar en materia novelable los hechos que ve. Lo que los documentos numerosísimos que de esta época de su existencia tenemos no dicen de las congojas y pesadumbres que afligieron su espíritu y, por ser éste de tan noble y alta calidad, se transfarmaron, transcurrido el tiempo, en dulces gracias y en suaves conceptos y en amplia y benigna visión del vivir. Mientras semejante decantación iba realizandose, el alambique sufría, se calentaba, se enfriaba después, que no es el hombre alquitara insensible.

El picaresco trasiego, constante del Arenal a Triana y de Triana al Arenal, que pudo interesar como curioso dato de la vida a nuestro comisario, resultó pronto cansado y repugnante para su nativa finura. La atmósfera que en los barrios bajos de Sevilla y en los pueblos adonde iba a requisar le envolvía, llegó en breve a hacérsele insufrible. En torno suyo no veía más que hombres de baja estofa, como Tamayo, Santa María y Benito, sujetos de buen corazón, pero de escasa delicadeza, como Tomás Gutiérrez y gentualla rústica, desconfiada y maliciosa, como la que tropezaba en los pueblos.

La odiosa función de la comisaría le pesó y en la primavera de 1590, al volver de Carmona, donde había estado sacando y embargando aceite, supo por alguien de la Contratación, que había tres o cuatro oficios vacantes en las Indias, uno la contaduría del nuevo reino de Granada, otro la de las galeras de Cartagena de Indias, otro la gobernación de la provincia de Soconusco en Guatemala y finalmente, el corregimiento de la ciudad de La Paz. La dorada leyenda de las Indias espejeó ante los ojos de Miguel, como el dorado sol que hacia ellas caminaba reflejabase por las tardes con resplandores deslumbrantes en la Torre del Oro y en la de la Plata y enviaba sus últimos amorosos adioses a la Giralda desde las oliveras de Aznalfarache.

Miguel escribió un breve y conciso memorial recordando sus servicios y los de su hermano Rodrigo, que a la sazón era alférez en Flandes; contaba, sin exagerar, sus desgracias y suplicaba humildemente que se le concediera alguno de los empleos citados. No creemos que Miguel pensara en tal ocasión, como Don Quijote, que iba a conquistar el reino de Candaya, ni a hacerse señor de la ínsula Malindrania, ni a allegar las riquezas del Catay; pensamos, sí, que conocido lo presente y lo pasado por él, juzgaba ser las Indias otra cosa, mejor o peor, pero distinta de lo ya visto y probado. Acompañaba al memorial la famosa certificación del duque de Sessa y la del cautiverio, ya mentadas antes.

Como Miguel no tenía recomendaciones, o no supo emplearlas, no tardó mucho en ver chafada su pretensión. A 21 de mayo de 1590 está fechado su memorial dirigido al presidente del Consejo de Indias. A 6 de junio del mismo año, escribió el ponente, doctor Núñez Morquecho, su frase acerada, castiza, cortante, que no deja lugar a esperanza alguna: Busque por acá en qué se le haga merced.

Bien claro se ve cómo fue despachada la petición. Sumariamente leyó el doctor Núñez Morquecho los méritos y servicios de Cervantes. Memoriales parecidos a aquél se recibían a diario muchos en el Consejo de Indias. Sin duda, aquel Cervantes había sido buen soldado en la batalla naval, como tantos otros: como tantos otros había estado cautivo en Argel. Abonabanle el difunto don Juan, de quien ya nadie se acordaba para cosa buena, y el duque de Sessa, a quien se tuvo siempre por un poeta, que en el lenguaje de la corte, y de la política y de la administración, equivale a chiflado. No era cosa de dar una de las sinecuras pingües de las Indias a hombre de tan escaso valimiento. Agradezcamos al doctor Núñez Morquecho, en vez de baldonar su memoria, la vulgaridad burocrática de su respuesta. Sin ella, si Cervantes hubiese pasado a las Indias, quizás tendríamos otros libros, no el Quijote.

Quedó, pues, nuevamente Miguel desesperanzado y pobre, pero no triste, paseando el Arenal de Sevilla, reconociendo tipos y apuntando gestos y frases. En 14 de julio, tras haber recibido noticias de su casa, que, sin duda, le comunicaban el mal resultado del memorial y le ofrecían algún auxilio, enviaba un poder a su mujer y a su hermana doña Magdalena para que cobrasen cualquier cantidad de dineros que se le debiesen.

Hallóse durante este terrible año 1590 Miguel en malísima situación. No se le nombraba para nuevas comisiones mientras no formalizase las cuentas de las pasadas, y como en ellas se había de justificar todo con el escrúpulo y puntualidad que son tan tradicionales en nuestra Hacienda cuanto su descuido y desaprensión para pagar sus débitos, había Miguel de reunir todos sus datos y cifras, sumarlos y resumarlos, acreditar hasta las más leves partidas, presentar recibos y descargos de todo gasto hecho. Referíanse estas liquidaciones a sacas y ensayes de trigo hechos en los años anteriores de 1587, 1588 y 1589 en Écija y otros lugares. La relación jurada relativa al trigo de Écija, la cual firmó Cervantes en 27 de agosto de 1590, contiene un cargo de 43 arrobas y 5 libras de harina y de 14.594 maravedises que Miguel no pudo justificar. El alcance y cargo contra él son evidentes y fuera inocencia negarlos, pero asimismo sería malicia punible el culpar a Miguel, quien al mismo tiempo que confiesa este alcance y se muestra dispuesto a pagarlo, declara que se le debían 112.608 maravedises por el salario de doscientos setenta y seis días que se ocupó en la comisión, a razón de doce reales diarios.

Es decir, que cual sucede hoy mismo, aquella Hacienda exigía honradez escrupulosa y cuentas claras a empleados a quienes no pagaba sus sueldos. Lo maravilloso y sorprendente es que el alcance no hubiera resultado mucho mayor. Hagase la cuenta y se verá que con esos 14.594 maravedises y con esas 43 arrobas y cinco libras de harina vivió Cervantes nueve meses en una ciudad hostil, adonde iba a sacar los redaños del pobre labrador. ¿Qué comió en este tiempo? ¿Dónde se albergó? ¿Cómo se vistió? Lógico parece inferir que debió la existencia y la subsistencia al amor con que le trataron aquellos cuatro quijotescos amigos suyos de Écija que salieron por fiadores y tan bien se portaron, cumpliendo como caballeros andantes sus palabras, pues por un recibo y carta de pago que firma Juan de Tamayo en nombre de Cetina, en Sevilla a 18 de agosto de 1592, sabemos que Fernán López de Torres, Francisco de Orduña, el licenciado Acuña en nombre de Juan de Bocache y María de Aguilar, madre de Hernando de Aguilar Quijada, vecinos de Écija, pagaron, como buenos fiadores, el alcance que resultaba contra Miguel y algunos maravedises más. Vease si había razón para nombrar con gratitud a estos cuatro generosos hidalgos e inscribirlos en el libro de oro de los amigos de Cervantes.

El verano y el otoño de 1590 pasaron sin que Cervantes hiciese cosa de más provecho que presentar un día y otro en la Contaduría los descargos y justificaciones de sus cuentas. En 8 de noviembre, contra lo acostumbrado, el frío se había entrado en Sevilla y Miguel se encontraba tan mal de ropa que le fue menester recurrir a su amigo el cómico Tomás Gutiérrez, que ya no debía de ser cómico, sino mesonero, para que le saliese fiador con los comerciantes Miguel de Caviedes y Compañía, quienes le vendieron cinco varas y media de raja de mezcla a veinte reales vara.

Esto quiere decir muchas cosas, pero entre ellas, las principales, que Miguel no tenía crédito en Sevilla si no le abonaba un hombre como Tomás Gutiérrez; que no disponía de diez ducados, ni había esperanza de tenerlos en bastante tiempo, y que vestía de raja de mezcla, que era, por cierto, un paño bien humilde, algo como lo que hoy llamamos jerga, cheviot o cualquier otro mote con que los roperos disfrazan el tejido burdo hecho en los presidios.

Probable es que al mismo tiempo viviera Miguel con Tomás Gutiérrez, pues ambos se dicen vecinos de la collación de Santa María. La generosidad sevillana es tan grande y hospitalaria que no suele negarse allí el montañés o el mesonero a tener en su casa a algún escritor o artista desgraciado, y aún hoy se ve esto y de ello podrían citarse casos. Se vive con poco y el favor no es muy grande, pero agradecido debe ser de todos modos. Acaso Miguel aprovechó la hospitalidad del buen Tomás Gutiérrez durante todo el año 1590 y los primeros meses de 1591. No debieron de nombrarle por entonces para nuevas comisiones; quizás le desacreditó un poco el alcance de Écija. Es posible que el lío de las cuentas no se dilucidase tan pronto como creemos. En diciembre de 1590, apoderó Miguel a Juan Serón, secretario de don Antonio de Guevara, para que asistiese en nombre suyo a las cuentas que le tomaban los contadores Agustín de Cetina y Cristóbal de Ipenarrieta. En 12 de marzo de 1591, aún no había conseguido cobrar los 110.440 maravedises que se le debían por los 276 días de estancia en Écija, y daba poder a su amigo Tamayo para que se lo pidiese a Su Majestad y al contador Agustín de Cetina. La situación de Miguel no podía ser más apurada.

La primavera de 1591, trajo a su ánimo la esperanza. En abril de aquel año fue nombrado proveedor general de las galeras de España Pedro de Isunza, el sagaz negociante vitoriano a quien Miguel conoció antes en Madrid. En abril o mayo, Isunza se trasladó con su familia al Puerto de Santa María, desde donde en los primeros meses hizo varios viajes a Barcelona por haber dejado pendientes allí algunos asuntos.

No dejó Miguel de visitar a Isunza, a su paso por Sevilla, ni Isunza de reconocer en Cervantes una de las personas que podían serle más útiles para su misión. Como hombre que había aprendido en las escuelas de los grandes comerciantes de Amberes, no era Isunza de los que se paran en nimiedades, ni hubo de hacer caso alguno del alcance, que sin duda, en años anteriores, había perjudicado a Miguel. Desde un principio nombró cuatro comisarios «hombres honrados y de mucha confianza», según él mismo escribía al rey en 7 de enero de 1592; eran Gaspar de Salamanca Maldonado, Bartolomé de Arredondo, Diego de Ruy Sáenz y Miguel de Cervantes Saavedra.

Con esto volvieron para Miguel los días de ajetreo y correrías. Entonces fue cuando recorrió los lugares y villas andaluzas más notables. Consta que estuvo en Jaén, Úbeda, Baeza, Teba, Ardales, Linares, Martos, Monturque, Aguilar, Porcuna, Arjona, Estepa, Marmolejo, Lopera, Pedrera, Arjonilla, Las Navas, Begíjar, Alcaudete, Álora y Villanueva del Arzobispo. Entonces fue cuando acabaron de entrar en el gremio de su habla los infinitos modismos andaluces y no puramente sevillanos que pueden notarse en las Novelas ejemplares, en el Quijote y en el Persiles, aunque en éste menos. Entonces, cuando aprendió y supo las historias de andaluces amoríos que en todas sus obras intercaló.

Pedro de Isunza, hombre de administración y de mundo, era muy otro sujeto que el viejo don Antonio de Guevara. Pedro de Isunza pagaba a sus comisarios con la puntualidad posible, los defendía de las malas voluntades que en el ejercicio de su antipática misión hallaban en los pueblos, las cuales a veces llegaban en son de queja y protesta a la corte; presentaba y hacía presentar sus cuentas a tiempo, y lograba que fuesen aprobadas como era debido. Tal vez por esta misma rapidez y expedición suya no era muy querido de los oficinistas pesados y chinchorreros de la Contaduría y del Consejo de Hacienda, tan amigos de dilaciones y de reparos. A las órdenes de Pedro de Isunza, Miguel tuvo esperanzas propincuas de mejorar su suerte. De juro habían de entenderse bien dos hombres tan sueltos y probados en la vida.

De los demás personajes que en esta época vemos relacionados con Miguel descuella su amigo y compañero de comisión Diego de Ruy Sáenz, protegido de Pedro de Isunza, quizá paisano o pariente suyo. Diego de Ruy Sáenz se portó siempre como bueno con Cervantes. Recordemos un incidente. El 15 de octubre de 1591 llegan a Estepa los dos comisarios a pedir quinientas fanegas de trigo y doscientas de cebada, que habían de serles entregadas en cuarenta y cinco días de termino. Se reúne el cabildo municipal azorado y medroso por aquella inesperada requisa. A la reunión del ayuntamiento acude y asiste desde muy temprano Diego de Ruy Sáenz, quien firma las actas con los regidores. La firma de Cervantes aparece tres veces entrerrenglonada. Esto ¿qué prueba? Que Miguel llegó tarde a la sesión, y su amigo Diego de Ruy Sáenz le dejó en la posada, en grato coloquio con un vecino o vecina de Estepa, quienes le contaban quizá la historia de Las dos doncellas o la parte de ella que pasó entre Osuna y Estepa. ¿No se nota en estas historias amorosas andaluzas, como en la de Cárdenas o Cardenio y la cordobesa Luscinda y en otras muchas, algo de ese apresuramiento y de esa vaguedad con que referimos lo que hemos escuchado como narración de camino o de venta? ¿No se advierte cómo contrasta esta impresión con la firmeza y certidumbre del rasgo en las historias tomadas directamente y por observación propia del natural, en Rinconete y Cortadillo y en el Coloquio de los perros?

En esta época, ambulando diariamente por caminos, veredas y trochas, conoció Miguel y vio de cerca toda Andalucía. La brava, fecunda y múltiple realidad, que entonces se ofrecía harto más generosa que en estos días de uniformidad y de sosiego, le presentaba a cada instante sucesos dignos de atención.

Llegaba a la devota ciudad de Úbeda, famosa por los cerros donde se refugia la fantasía de todos los españoles, y el pueblo entero consternado contaba cómo a los catorce días de diciembre de 1591 se había apagado allí la llama de amor viva y se había hundido para siempre en la noche escura el alma del serafín carmelita Juan de la Cruz,


con ansias en amores inflamada.



Decíase que del santo cuerpo muerto del divino poeta se exhalaba una fragancia suavísima que a todo Úbeda había transcendido. Veía Cervantes las imaginaciones exaltadas de aquellos buenos vecinos explayándose y perdiéndose por los legendarios cerros, en pos del Caballero de la Cruz, a la conquista del espiritual y secreto reino de Dios.

No eran tales aventuras muy diferentes de las andantescas para que no hiriesen con fuerza la imaginación de Miguel. Sancho, aun no creado, le decía que el beato Juan de la Cruz había muerto de calenturas pestilentes, y que su cadáver exhalaría un olor infecto como los de todos los tíficos; pero Don Quijote levantaba el vuelo y declaraba en altas voces que aquello no era hedor de cadáver, sino suavísimo aroma y olor sabeo y fresca y deliciosa exhalación de rosas y manzanas.

Camino adelante, pasaba por Montilla y, como su conversación atraía e incitaba a la de los demás, hablabanle de las hechicerías de dos famosas brujas llamadas la Camacha y la Cañizares. De la Camacha se contaba que había convertido en caballo a don Alonso de Aguilar, hijo del marqués de Priego, mozo a quien la Inquisición de Córdoba tuvo preso por haberse sujetado a tan increíble metamorfosis.

La Camacha puede que hubiese muerto ya; pero Miguel no dejó de ver a la Cañizares, hablar con ella y presenciar sus conjuros y sortilegios, en los cuales creía entonces toda España, hasta las personas más cultas y sabias, con gran beneplácito de la Inquisición, que sin semejantes trampantojos no hubiera vivido.

En el aposento estrecho, obscuro y bajo de la hechicera, solamente esclarecido por la débil luz de un candil de barro, vio Miguel aquella figura «toda notomía de huesos cubiertos con una piel negra, vellosa y curtida; la barriga, que era de badana, tapándole las partes deshonestas, y aun colgándole hasta la mitad de los muslos; las tetas, semejantes a dos vejigas de vaca, secas y arrugadas; renegridos los labios, traspillados los dientes, la nariz corva y entablada, desencajados los ojos, la cabeza desgreñada, las mejillas chupadas, angosta la garganta y los pechos sumidos...» Al lado de tan tétrica visión, vio Cervantes saltar, haciendo diablescas cabriolas y contorsiones, a un perro negro, con habla y espíritu humanos, o satánicos. A ese fantástico perro, que aparece en el Coloquio de Cipión y Berganza no le volveremos a encontrar si no subimos a otra cumbre del arte: al laboratorio del doctor Fausto.




ArribaAbajoCapítulo XXXVI

Siguen las malandanzas. -Miguel se obliga a escribir seis comedias. -Le ponen preso. -Viene a Madrid. -Se queda sin amo


El oficio de comisario para el aprovisionamiento de la Armada iba poniendose cada vez más malo: empeoró aún desde que el proveedor Pedro de Isunza, muy celoso del cumplimiento de su deber, como educado en la sociedad comercial de los grandes negociantes, quiso llevar las cosas un poco a punta de lanza. Ya en Barcelona había tenido sus diferencias con las autoridades gubernativas, quienes llegaron a poner preso a su dependiente principal Diego de Ruy Sáenz y a otros comisarios suyos. Como Pedro de Isunza pagaba y cumplía bien, sus comisarios se hallaban contentos y se mostraban exigentes, seguros además de que aquel buen hombre les defendería, en caso de ocurrirles algún tropiezo.

Pedro de Isunza, según ya se ha dicho, era un hombre de claro talento y de extraordinario sentido práctico, al revés de lo que solían ser los hombres a quienes en aquellos tiempos se confiaba los asuntos de Hacienda y Administración pública. Fue (y creo que ninguno de nuestros economistas lo ha notado) el primer librecambista español, gran partidario de unificar los principales fenómenos comerciales, entonces tan intermitentes, desparramados y sujetos a eventualidades, y propuso la celebración de tres ferias de a un mes cada una, en Valladolid o en Medina del Campo; abogó por la creación de Bancos en Sevilla, Lisboa, Zaragoza, Valencia y Barcelona, por la multiplicación y solidaridad de las operaciones de estos Bancos, y por la fijación de un descuento o interés legal y moralmente aprobado por Su Santidad para los giros y libranzas.

Ya se comprende la diferencia que había entre este hombre sagaz y dispuesto, a quien la vida y la práctica de las grandes metrópolis mercantiles habían adoctrinado y los cicateros y ridículos personajes a quienes por recomendaciones o por empeños de sus familias nombraba el rey para los cargos de Hacienda. Comprendese también que la exactitud fuese la norma de Isunza en sus tratos oficiales, mientras los meros oficinistas se atenían a la contemporización y la condescendencia, y temían más que nada las quejas y pleitos.

La diligencia de Pedro de Isunza y de sus comisarios les acarrearon disgustos y reclamaciones de los pueblos, amparados en sus quejas por los oficiales reales y contadores, entre quienes había de tener enemigos Isunza, por lo mismo que no era un hombre de pluma en la oreja y lengua de hacha como ellos.

Así, a fines de 1591, con motivo de la protesta que formuló Fuenteovejuna por los abusos del comisario Andrés de Cerio, Pedro de Isunza, muy templado, escribió al rey, diciéndole que los comisarios suyos Ruy Sáenz, Cervantes, Arredondo y Salamanca eran muy buenas personas y nadie se querellaba de ellos. Se repitieron las quejas, particularmente suscritas por las personas y cabildos eclesiásticos, a quienes las sacas de trigo dañaban en sus intereses, y entonces hubieron, sin duda, de intrigar mucho en la corte las gentes de sotana, por cuanto el rey encargó al corregidor de Écija que visitase los pueblos y oyese cuantas declaraciones se quisieran dar contra los comisarios reales, mandando además que no se sacase trigo sin pagarlo.

Con esta disposición, la autoridad de los comisarios y el temor que inspiraban eran casi nulos. Miguel de Cervantes y Diego de Ruy Sáenz, que tenían a su cargo la saca y conducción de trigo desde los obispados de Jaén y Guadix, para la provisión de la escuadra del Estrecho de Gibraltar, escribían a Pedro de Isunza manifestándole cómo no servía de nada que ellos se presentasen a los pueblos con vara alta y con el fuero por sus nombramientos concedido, si los pueblos sabían que cuando ellos se marcharan, o antes, iría en su seguimiento, como una sombra protectora de los graneros, cillas y pósitos, el juez de comisarios, quien, con todas las prerrogativas y solemnidades de la justicia ordinaria, deshacía lo hecho por los comisarios, detenía los embargos, paraba las sacas, moliendas y acarreos, y de esta manera lograba fácil popularidad entre las gentes de los pueblos, alardeando además de haber prestado un gran servicio a su majestad y de haber desfecho entuertos y satisfecho agravios.

Como franco y sincero vascongado, enemigo de enredujos y sutilezas, se plañía al rey Pedro de Isunza en 22 de febrero de 1592, sin comprender aquel ten con ten y aquellas una de cal y otra de arena con que Felipe II inauguró la política de connivencias y arreglitos y el sistema de trampa adelante que seguimos aún. Las gentes de covachuela, los agentes de negocios, correpapeles y gusanos de oficina que los pueblos y los cabildos tenían en Madrid influían para que a cada momento se molestara y hostigase al proveedor y a sus comisarios exigiéndoles cuentas y liquidaciones, acumulándoles cargos, abrumándoles a preguntas y amenazándoles siempre. Costaba entonces poquísimo trabajo meter a un hombre en la cárcel, y menos aún hacer que no saliese de ella en mucho tiempo. Así, Miguel, cual los demás comisarios, perseguido por la inquina de los pueblos, molestado y vejado con peticiones continuas para que rindiese cuentas, amagado constantemente por la negra sombra del juez de comisarios, que había de residenciar hasta sus más mínimos pasos en cada pueblo, arrastraba por las partes de Jaén, de Granada y de Málaga una existencia aperreadísima, y de cuyas molestias y sinsabores no se puede formar cabal cuenta quien no haya tenido que rendirlas en las actuales delegaciones o administraciones de Hacienda, cuyos empleados, salvo rarísimas excepciones, son legítimos descendientes de aquellos covachuelistas.

Había dos contadores, llamados Pedro Ruiz de Otálora y Francisco Vázquez de Obregón, que hubieran sido capaces de pedirle al Sumo Hacedor una justificación detallada de los gastos hechos para acondicionar el Paraíso terrenal. A la imaginación de Miguel, estos dos personajes debían de aparecerse como dos gigantescos y desaforados jayanes de los libros de caballerías; pero aún éstos se hallaban lejos y no eran tan inmediatamente espantosos como el maligno encantador que a los comisarios perseguía por dondequiera. Éste era el corregidor de Écija, don Francisco Moscoso, el que deshacía todos los cálculos y estropeaba todas las previsiones de Miguel y de sus compañeros. Probable parece que ese caballero fuese ecijano, y en tal caso nada de particular tiene que, entendiendo la justicia distributiva de un modo semejante a como la entendió el Tempranillo José María,


el que a los ricos robaba
y a los pobres socorría,



y a como siempre, hasta hace poco, se ha entendido por aquellas tierras, fuese detrás de los comisarios desbaratando cuanto ellos hicieran y ganándose con ello el aplauso y la gratitud de los despojados lugareños.

Aprovechándose de esta situación, cierto vecino de Teba, llamado Salvador de Toro Guzmán, recaudador mayor de las tercias reales, se querelló ante la justicia porque Nicolás Benito, ayudante de Miguel de Cervantes, se había presentado en Teba, y negándosele autoridad, llegó a la cilla, forzó las puertas y sacó mil ciento treinta y siete fanegas y media de trigo y quinientas ocho y media de cebada, que, según Salvador de Toro, pertenecían a las tercias. Con este motivo se siguió un pleito, cuyos tiros iban dirigidos desde Madrid, no ya contra Nicolás Benito, que era un simple criado, ni contra Cervantes, sino contra Pedro de Isunza, a quien se trataba de enredar en un asunto desagradable para quitarle la proveeduría. Si alguna falta hiciera demostrar la nobleza y los honrados sentimientos de Miguel, bastarían sus certificaciones y declaraciones en este asunto. Ellas son lo único claro y formulado sin aviesa intención que en estos documentos se halla. Con ellas dejaba a salvo perfectamente a su inferior Nicolás Benito y a su superior Pedro de Isunza.

Para responder a los cargos formulados con este motivo se hallaba Miguel en agosto de 1592 en Sevilla. Encontrabase también allí el famoso representante toledano Rodrigo de Osorio, con su compañía; quizás posaba en el mesón de Tomás Gutiérrez, el cómico retirado. Al verse Miguel en la cercanía de la farándula. al charlar con Rodrigo Osorio de los adelantos que el teatro iba haciendo en todas partes del reino, y de cómo un día y otro se abrían nuevos corrales y la afición aumentaba hasta en los pueblos donde nunca hubo sino un mísero auto para el Corpus a cargo de ñaque o gangarilla, todas las pasadas glorias se le vinieron a las mientes al cansado y aburrido comisario de bastimentos.

Recordó Osorio, o se lo advirtió Tomás Gutiérrez, que Cervantes en tiempos no lejanos había sido uno de los famosos autores, cuyas obras representadas en Madrid y en otros teatros corrieron su carrera sin silbos, gritas ni baraúndas, y sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza. Mentarle a Cervantes las comedias era como darle pie a Don Quijote para que se engolfara en el asunto de sus caballerías.

Fue aquel un momento de duda y vacilación en su espíritu. Pensó de nuevo si se habría equivocado y, si por ventura, en las comedias encontraría su salvación y redención de las negras andanzas en que estaba metido. Rodrigo Osorio le ofreció representar media docena de obras que Miguel compusiese. A 5 de septiembre firmaron Miguel y Osorio ante el escribano Luis de Porras un contrato, por el que Cervantes se obligaba a componer desde aquel día, en el tiempo que pudiese, seis comedias de los casos y títulos que a él le pluguiesen, y a entregárselas a Osorio escritas en letra clara y una a una. Por su parte, Osorio se comprometía a representar cada una de ellas a los veinte días de haberla recibido, y a dar y a pagar por cada una 50 ducados, que son 550 reales, con tal que «pareciese que era una de las mejores comedias que se habían representado en España», la cual cantidad debía de abonar Osorio dentro de los ocho días posteriores a la representación, y si a los veinte días de recibida no la representaba, se daba por supuesto que le parecía bien, y estaba obligado a pagarla como si la hubiese representado. Estipulaba también el contrato que, si había pleito o diferencia, Cervantes debía ser creído bajo su juramento, sin alegar prueba ninguna, y su palabra tenía fuerza para obligar, y compeler y ejecutar a Osorio, si no pagase en los plazos fijos. Para Miguel sólo había una restricción, la de que no recibiría nada si la comedia no pareciese de las mejores que en España se habían representado.

Este interesantísimo documento prueba cuán injustas y arbitrarias son todas las apreciaciones relativas a la mala suerte de Cervantes, como autor, y a la ingratitud de sus contemporáneos. Un cómico, y no de los de primera fila, se obligaba de una vez a representar seis comedias de él, justipreciándolas como las de los autores de más fama y pagándolas más caras que las del monstruo Lope. ¿Escribió Miguel las comedias prometidas a Osorio? No sabemos que lo hiciera, ni parece probable, pues no tuvo tiempo para ello. Económicamente, no resultaba tampoco buen negocio tan favorable trato, pues no teniendo Cervantes la facilidad prodigiosa de Lope para hacer en horas veinticuatro pasar de las Musas al teatro una comedia, es casi seguro que no pudiese escribir seis obras dramáticas en cuarenta y tantos días, mientras que los 50 ducados podía ganarlos en ese tiempo, sin esfuerzo ninguno de imaginación ni compromiso de su fama, siendo comisario y siguiendo al servicio de Pedro de Isunza. Las comedias, aun asegurando el buen éxito de todas, eran cosa eventual y de escasa dura. Ni el mismo Lope vivía de ellas. Hubiera logrado Miguel la secretaría o el servicio de algún grande como los que a Lope protegieron, y no habría sido comisario de Isunza; pero estaba ya muy escarmentado para dejar lo cierto por lo dudoso. En estos términos tristemente prosaicos se le planteaba el problema.

Comprendiéndolo así y aunque tal vez pensara en escribir algún día las comedias, volvió pronto a sus comisiones. Tan pronto que, a los pocos días de firmar el contrato con Osorio, la sombra negra del juez de comisarios y corregidor de Écija don Francisco Moscoso, le alcanzó en Castro del Río y se le echó encima con un auto de prisión. Preso Miguel, un par de días o poco más, el tal Moscoso le condenó por haberse apoderado contra derecho de trescientas fanegas de trigo que estaban en poder del depositario del pósito de Écija y por haberlas vendido sin su permiso. Le intimaba a que restituyese el trigo y lo depositase de nuevo en el pósito de Écija o a pagar su importe a catorce reales la fanega y le imponía una multa de seis mil maravedises para gastos de guerra y las costas del proceso.

La prisión de Miguel debió de durar muy poco y no ser excesivamente rigurosa. En aquel pueblo donde era refrán corriente la frase de donde no haya naranjas ¿qué comerán?, no debe de ocurrir nada riguroso ni extremado y menos en el mes de septiembre. Por otra parte, Miguel contaba con el amparo de Isunza y con su propio ingenio y simpatías. Pronto halló fiadores, salió de la prisión, siguió sus caminatas. No es creíble que el estar tan poco tiempo preso y en tan risueña y bonachona villa como Castro del Río, engendrara en su espíritu ideas negras. Cierto que el hallarse preso por la justicia o el padecer persecución por ella era lo único que le faltaba a quien ya había conocido el cuartel y la galera, el hospital y el cautiverio, pero no parece justo pensar que a Cervantes le afligiera ni le espantase mucho su prisión.

Peor asunto que éste era el de Teba, que en Madrid y por oficios o influencias de Salvador de Toro Guzmán iba enconandose. La intriga tramada contra Isunza prosperaba, gracias a los manejos y chanchullos de la corte, y el fiscal de S. M. pedía ya que el proveedor general pagase de su bolsa el importe del trigo indebidamente tomado por Nicolás Benito en Teba. Tantos eran los documentos con que la curia fiscal abrumaba a Isunza y a Cervantes que, exasperado por fin, el buen vitoriano decidió trasladarse a Madrid a deshacer el nefando enredo que fraguaron sus enemigos, y para mejor lograrlo llevó consigo a Cervantes.

A mediados de noviembre, encontrabanse ya en la corte Isunza y Miguel. En 19 de diciembre pedía Miguel a Su Majestad que se subrogasen en su persona todos los cargos que se achacaban a Isunza por el asunto de Teba.

Este quijotesco documento, publicado por el señor Apraiz, prueba que en el corazón de Cervantes seguía ardiendo la llama de la generosidad, a los cuarenta y cinco años lo mismo que cuando en el cautiverio de Argel sacaba la cara y ofrecía su cabeza por salvar a los demás cautivos ante Azán-bajá.

Los que aman la belleza de la actitud y la nobleza del gesto tienen mucho que aprender en este humilde pedimento judicial, en el que Cervantes, grande y resuelto como su Ingenioso Hidalgo, escribe, con soberbias palabras, dirigiéndose a Felipe II y a sus altivos dependientes y magistrados: «Yo me he hecho cargo dello que tengo de dar cuenta de todo con lo demás que es de mi cargo y no es justo que del dicho Proveedor (Isunza) ni de mí se diga cosa semejante como la que se opone ni que dicho Proveedor sea injustamente molestado. Y para que se entienda esta verdad, me ofrezco a dar cuenta en esta corte o donde V. M. fuese servido y de dar fianzas para ello legas y abonadas, demás de las que tengo dadas a dicho Proveedor... y V. M. sea servido que dando yo las dichas fianzas y la cuenta como la ofrezco, el dicho Proveedor ni sus bienes sea molestado, pues él no debe nada y sobre ello pido justicia.» Y juzgando que aún esto era poco, después de la firma añadió: «Otrosí suplico a V. M. mande que el juez sobresea hasta que se sepa la verdad de este negocio porque no es justo que por una simple petición del delator, sin otra información alguna sea creído y más contra tan fiel criado de V. M. como lo es el dicho Proveedor Pedro de Isunza

Con palabras como éstas que, figurando en un documento judicial, parecen ecos de aquellas del Romancero:


    Tengo yo de replicarvos
y de contrallarvos tengo...



hablaba a los reyes quien, cual Don Quijote, se sentía por dentro capaz de sostener en sus sienes una corona.

Fijémonos bien en esto para asegurar que no se mostraba el ánimo de Cervantes abatido ni amilanado por las contrariedades diarias de su cargo y oficio. Como Don Quijote, Cervantes se halla seguro de que la justicia ha de imponerse al fin y al cabo y por eso habla con tan serena, segura y confiada entonación. Está él por cima de los manejos e intrigüelas de cuatro chupatintas. Por algo ha llegado a los cuarenta y cinco años, pagando siempre con su cabeza y arriesgando su pellejo. La situación del alma de Miguel en esta visita a Madrid no es la de un hombre desengañado y vencido, como quieren algunos a quienes convendría presentarle como un romántico prematuro. No. Miguel es un funcionario que defiende sus derechos y un hombre noble que arriesga su persona y bienes por Isunza, su amigo, quien se ha hecho acreedor a todo sacrificio.

No hay rastro alguno de que en esta corta temporada se ocupe Miguel en nada literario ni reanude sus antiguas amistades con los poetas de la corte. El momento de vacilación que en Sevilla tuvo y le hizo comprometerse a lo de las comedias con Rodrigo Osorio, ha pasado. Por otra parte, Pedro de Isunza le está agradecido y Miguel no va de repente a cambiar de favorecedor, teniéndole tan bueno y tan poderoso. Ni es tampoco el suyo un carácter versátil, como el de Lope, en quien se reconoce un poquillo al mozo de muchos amos que había entonces dentro de todo español ingenioso.

Por desventura o sino, está de Dios que Miguel tampoco logre nada por este medio. El honrado y prudente Pedro de Isunza ha visto en la corte cómo habían trabajado y cómo seguirían trabajando contra él sus enemigos, y al tocar con sus manos tanta mezquindad e injusticia, los humores se le han revuelto en el cuerpo; ha caído en una profunda melancolía; en pos de ella ha venido la fiebre. Pedro de Isunza se encuentra en Madrid gravemente enfermo. Su amigo, don Esteban de Garibay, dice que «pensaron que se moriría» a principios del año 1593. En mayo mejora un poco y se traslada al Puerto de Santa María, esperando reponerse con la buena temperatura, los aires del mar y el cuidado y esmero de su casa y familia. Por desgracia, no fue así.

El 24 de junio, después de brevísima dolencia, murió Pedro de Isunza, en brazos de su esposa y sobrina doña María.

Cervantes se encontraba de nuevo en la calle, como perro sin amo. Ya sólo en su propio ingenio podía confiar y esperar.




ArribaAbajoCapítulo XXXVII

Los tres corrales de Sevilla. -La alegría que pasa. -Las fiestas del Corpus. -La zarabanda. -Muere doña Leonor de Cortinas


El corral de los Olmos, junto a la Catedral, era uno de esos lugares de holgorio donde se reúne gente de toda laya y alternan caballeros con ladrones y gente principal con perdigachería ambulante. Recinto cerrado, pero de entrada llana y de puerta abierta a todas las horas del día y entreabierta por la noche, siempre había sido punto de cita para los famosos mojones de Andalucía que por el olor, a cierra ojos, diferenciaban el mosto de Alanís del de Guadalcanal; para los blancos y negros jugadores de las dos, de las cuatro y de las doce, alzadores de muertos y corredores de la raspa; para los valentones y matantes que pregonaban cabezas y rebanaban narices, sin más tretas que las de la esgrima vulgar y común, así apellidada con menosprecio por los tratadistas que ya empezaban a salir, teorizando la práctica de las espadas negras; y, en fin, para chalanes, belitres, bergantes, corchapines, bujarras y gentualla como la que denotan tales y otros muchos nombres conocidos y desconocidos por Juan Hidalgo, el lexicógrafo de la germanía.

En tres corrales venía entonces a reunirse lo mejor y lo peor de Sevilla: uno, este corral de los Olmos; otro, el corral de los Naranjos, único que aún existe y no es sino un patio de la catedral al que se entra por la puerta árabe del Perdón y en donde aún se ve el púlpito a que tantos predicadores y maestros subieron para evangelizar a aquella sociedad más corrompida que la presente, o lo mismo, por lo menos; y otro, era el corral de don Juan, donde se representaban las comedias, sitio de muy reciente boga.

Sevillano de veras no se podía ser si no se visitaban con frecuencia los tres corrales: el de don Juan, para predisponerse al pecado con el ejemplo de las comedias de enredosas damas y galanes infamadores; el de los Olmos, para pecar a todo ruedo y sin apremios ni dificultades, y el de los Naranjos, para arrepentirse del pecado y preparar la absolución. En un puño de terreno como quien dice, tenían los sevillanos resueltos los principales problemas que la vida ofrece. Gustan las grandes ciudades de facilidad y prontitud para sus solaces y para sus devociones; como en aquéllas se lleva una vida ajetreada y nerviosa, es agradable perder poco tiempo en idas y venidas para echar a perder el alma o para rehabilitarla y mundificarla después.

De uno a otro de los corrales iba Miguel desocupado, mientras aguardaba que el nuevo proveedor de las galeras, que lo era interinamente y después lo fue en definitiva, el contador Miguel de Oviedo, le encargase algunas comisiones. En el corral de los Olmos o a sus tapias, se habían refugiado desde el anterior año de 1592, en que se derribaron los poyos de las Gradas, muchos de los baratilleros, cantadores, tenedores de tablas y de naipes, que antes se encostraban en la catedral. En sus tiempos ociosos vivía Miguel, en cierto modo, la vida de esta gente, para la cual no había horas fijas, comida segura, ni sueño suelto y sin aprensiones.

Sentado en un banquillo o apoyado en la pared, dejaba que su gran espíritu divagase en la atmósfera tibia y aromosa de la primavera sevillana. Examinando su vida en aquellos momentos de laxitud, los más fecundos para el artista que en ellos entrevé los indecisos contornos de sus creaciones, iban formandose, de una manera misteriosa y arcana en el alma de Miguel, ya en procesiones graves y pausadas, ya en desenfrenados aquelarres, las estantiguas y soñaciones de las figuras que bajo su pluma habían de adquirir vida inmortal. La verdad sangrienta y desgarrada se le ofrecía en el corral de los Olmos, roncando porvidas y ceceando valentonescas ponderaciones: la honda verdad humana, que es de todos los tiempos, iba desentrañandola en la consideración de su agitada existencia, en el recuerdo de sus muertas ilusiones y de sus desvanecidos embaimientos.

Mentiras y ficciones eran, en realidad, como las tretas de los matantes y como los floreos de los tahures y como las borracheras de los mojones y como las gachonerías de las daifas del Compás, los demás alicientes que en competencia con el corral de los Olmos, ofrecían el de los Naranjos y el de don Juan. La verdad habitaba en el interior del hombre, según el dicho santo, y allí era forzoso buscarla: y al pensar así, Miguel recordaba la milagrosa fragancia que los vecinos de Úbeda habían olido en el cuerpo putrefacto de San Juan de la Cruz. La ilusión fraguaba el vivir externo y muchas gentes no tenían otro. La vida interior comenzaba a laborar en los espíritus, no para dar frutos de hechos, sino para acabar con la acción, para aniquilar lo otro, la materia, el asnillo del santo. ¿Qué era, pues, la vida?

A las reflexiones acumuladas por Miguel en sus interminables y disgustosos días de Écija, mientras el tamillo de la zaranda volaba como polvo de oro por el sol cernido en torno suyo, sucedían sus pensares de desocupado en el corral de los Olmos, entre el ruido y turbamulta de la gentuza sevillana: y en el límpido cielo a veces, a veces en un rincón penumbroso de la taberna, cuándo bajo la sombra de los copudos olmos, tristes como todos los árboles de merendero, en cuyo corazón se meten arteramente clavos cuelgacapas y prendegorras, y cuyo follaje ensucia la polvareda del bailoteo, veía Miguel abocetarse y diseñarse, aún como transparentes sombras, de su propia vida surgiendo, la figura del caballero vagabundo que pensaba reconquistar la muerta edad de oro, revivir los siglos dichosos en que las ilusiones se realizaban, como en la frontera catedral se había cuajado en piedra y parecía sostener la bóveda del cielo la andaluzada de aquel canónigo que dijo: Hagamos una iglesia tal que nos tengan por locos los siglos venideros.

En Écija, en Úbeda y en Montilla había aprendido Miguel que a las pasadas locuras de la edad caballeresca estaban ya reemplazando las andantes caballerías del misticismo y del ascetismo. Aquí y allá, por los pueblos de sus negras comisiones, había aprendido Miguel cómo la araña milagrosa que se alimenta chupando la sangre de los corazones ardientes iba tejiendo su tela de hilillos sutiles por toda España; cómo los enflaquecidos caballeros de la Cruz y las maceradas damas del Amor divino tomaban las ventas por castillos interiores y recorrían en un arrobo inefable los siete cielos de sus Moradas, engolfándose en ellas y perdiendo de vista el mundo. En aquellos conventos de monjas y frailes, donde tal vez entró, perdidos entre las callejuelas de un lugarón seco o colgados en unos breñales de las tierras de Jaén y de Córdoba, latían trémulos los pulsos y vibraban los corazones al recontar las recién acabadas proezas del Caballero de Loyola y de su recio escuadrón de negros paladines, o los crueles triunfos del Hombre de Almodóvar del Campo y sus batallas contra los gigantes del mundo, y en particular contra el Caraculiambro que antes se llamaba Amor humano; en fin, las andantes empresas de la valerosa Mujer de Ávila, para cuyas aventuras no bastaba la pluma de Amadís si no se le juntaba la de Cide Hamete.

Ya sabía muy bien Cervantes lo que podía hacerse con ingenio y sutileza, sin más que fijarse en todo cuanto a su alrededor veía en los corrales dichos; Cristóbal de Lugo y Pedro de Urdemalas, Monipodio y su cofradía, nada le podían revelar. Hermanos de Lazarillo y de Guzmán de Alfarache eran, y como tales procedían y hablaban, a veces mejor, siempre con más sobriedad; pero aquello era poco, era solamente la cáscara de la vida, y bajo ella había que ahondar y exprimir para llegar a su agridulce jugo.

De estas imaginaciones vino a sacarle una vez la aparición en el corral de los Olmos de dos figuras amigas, que con gran alborozo le tendían los brazos. Eran el gran representante y ex albañil Jerónimo Velázquez y su compañero y compinche Rodrigo de Saavedra, quienes llegaban a Sevilla para hacer las fiestas del Corpus Christi. A la redonda sentados, prontos los picheles y con la fresca de los Olmos, los tres viejos amigos departieron. A Miguel se le remozaba el corazón al hablar con aquellos otros vagabundos que cruzaban España sembrando la alegría.

Grandes novedades traían que contar y grandes denuestos que despotricar, contra Lope de Vega principalmente. Los escándalos de Lope y Elena Osorio, las coplas por él compuestas contra Elena y Ana Velázquez y contra su vecina Juana de Ribera, y la sátira macarrónica que escribió contra el doctor Velázquez, habían obligado a Jerónimo a querellarse de Lope, que fue condenado a destierro, primero del reino de Castilla y después de la corte. De todo ello sabía Cervantes, por haberlo oído en su último viaje a Madrid; pero quizás no oyó hasta entonces cuantas perversidades se les ocurrió decir a los feroces enemigos de Lope, Jerónimo Velázquez y Rodrigo de Saavedra. No debe suponerse que a Miguel le halagasen el oído estas rencillas de cómicos y autores, sí que apartaron un poco del teatro y de sus miserias el pensamiento, que ya en otras alturas se hallaba embebecido y elevado.

Ciertamente -pensaba Miguel- que no valía la pena de llamarse gran poeta y de ser aplaudido y encomiado en toda España para que el dicho de un histrión, consentidor de las pasadas liviandades, le trajese a uno zarandeado y errabundo. Para eso, menos malas eran las comisiones donde, siquiera, se iba en servicio del rey y cabía la esperanza de algún aumento.

Comparaba Miguel con la suya, y aun con la de Lope, a la sazón servidor de la casa de Alba, la situación de Jerónimo Velázquez, rico, propietario de casas, influyente en la corte cuanto era menester, hasta para procesar y desterrar a Lope y para lograr pingües destinos en las Indias al doctor Velázquez de Contreras, de quien no se sabía que hubiese prestado servicio alguno; y veía crecer y ensancharse la ficción, ocupar toda España la gran farsa de la vida hipócrita y fullera, donde todo era trapacería, tramoya, intrigas y recomendaciones, favores logrados por las faldas y ventajas conseguidas con el colorete y la peluca.

Para más y mejor desarrollar este negocio de la carátula triunfante, las compañías cómicas, en las cuales en tiempos anteriores y hasta 1587 no habían figurado hembras, haciéndose por muchachos lampiños o motilones los papeles de mujer, llevaban ya consigo su gallinero de actrices, mujeres o medio mujeres de los comediantes, como decía Quevedo, generalmente, a dos por cada hombre. Con Saavedra y Velázquez iban Mari Flores, mujer de Pedro Rodríguez, Ana Ruiz, mujer de Miguel Ruiz, y Jerónima de los Ángeles, mujer de Luis Calderón, quizás pariente del marido de Elena Velázquez. Qué eran estas mujeres marimachos que osaban parecer en público y afrontar los tropiezos del camino y de la venta, no hay para qué decirlo.

Con el aliciente de las faldas, creció por extremo la afición de los pueblos al teatro. Era entonces, como ahora, en muchos lugares, el carro de los autos o de las comedias, la alegría que pasa un momento y que no vuelve jamás, o vuelve tarde, cuando ya en los pechos donde nació se han secado las flores que hizo brotar.

Imaginémonos qué seria, allá por los cerros de Úbeda, en los días en que hombres y mujeres se hallaban más impregnados del perfume místico, guardándose el secreto de su grande y piadosa ficción, ver aparecer el carro de los representantes, las desvergüenzas y chistes del bojiganga, las desenvolturas, picarescos bailes, incitativos meneos y desgarradas canciones de la graciosa, que siempre había de ser bailarina; qué sería oír rasgar el silencio henchido y preñado de tentadoras sugestiones, el repiqueteo de las castañuelas y regalar la vista las danzas, los trajes de telas de reluz, los deslumbradores atavíos de lentejuelas y azabaches, y luego ver repetir a aquella corrobla de perdidos y perdidas, con reverendísima entonación, los metafísicos razonamientos, ya escuchados en el púlpito o leídos en cartas espirituales y en libros devotos, pero que en labios de los cómicos solían tener una entonación amorosa y mundana hondamente perturbadora. Mari Flores o Ana Ruiz, haciendo los papeles de la Culpa o de la Lujuria en los devotísimos autos del Corpus, y procurando presentarse galanas y bien arreadas, como la Lujuria y la Culpa suelen ofrecerse, ¿qué de estragos no harían en los corazones jóvenes y qué reguero de malogradas e inútiles llamas no dejarían al marcharse de cada pueblo? Con esto, la hipocresía emanada de lo más alto, y pronto corrida por todos los estados sociales, iba enseñoreandose de los espíritus.

Jerónimo Velázquez había estado ya en Sevilla a representar los autos del Corpus en 1582, pero entonces aún no llevaba mujeres. Cuando llegó en 1593, los sevillanos de los tres corrales se relamieron de gusto al pensar en lo gratamente que iban a divertirse, celebrando al par la devoción y la mirífica eficacia del Santísimo Sacramento, bella creencia metafísica, en la cual los ingenios españoles han colgado las galas mejores de su minerva. Se presentó Velázquez al Cabildo y, previas algunas discusiones, quedó en representar cuatro autos: David, Justo y Pastor, David y Navalcarmelo y La Reina de Candassia, obras ya por él probadas, y que en todas partes habían causado gran efecto. Ensayaronse, o todas o algunas escenas, ante los señores canónigos y regidores, y gustaron mucho. Vio entonces Miguel cómo se había levantado de su antigua humildad la farándula y crecido la máquina y tramoya hasta un punto de no esperada. perfección.

Pero no bastaba con los autos. Las fiestas del Corpus eran ya motivo para que unas ciudades contendiesen con otras en lujo y derroche, y dentro de cada ciudad, unas clases sociales con las demás. Pagaba el Ayuntamiento, chanchulleando en estos ajustes lo posible, a más de los carros donde habían de representarse los autos al Santísimo Sacramento, el larguísimo cortejo que acompañaba a la procesión, y en el que figuraban danzas con música y letra, titiriteros, acróbatas, negros, moros y toda casta de gente holgona y loquesca.

El Corpus de 1593 en Sevilla dejó memoria. A más de los autos y representaciones, con joya o galardón para la obra más gustada, hubo otra infinidad de regocijos públicos, dándose premios a las cofradías más bizarramente vestidas, a los arcos que se alzaron en los sitios por donde había de pasar la procesión y cuyo mérito no consistía en la traza artística o arquitectónica, sino en lo ingenioso y complicado de las figuras alegóricas y en los lemas, coplas y versos que en carteles y tarjetones aparecían escritos en latín y en castellano.

Joyas hubo también para las danzas que seguían al Santísimo y que fueron una danza de la Serrana de la Vera, donde había algo de representación y mucho de baile, en el que tomaban parte danzarinas guapas y jacarandosas que sacaban las modas nuevas del bailar y del vestir; otra danza de espadas, como las que aún se hacen desde las Provincias vascas hasta Andalucía; otra, que era una zambra a la morisca, algo así como las mojigangas de Las odaliscas y el sultán, que hemos visto en la plaza de toros hace veinticinco años; otra danza del triunfo de Sevilla, que fue la que se llevó el premio, y donde, sin duda, figuraban moros y cristianos, y salía el santo rey don Fernando III; otra para acompañar a la tarasca y a la mojarrilla o Anabolena que la cabalgaba; otra danza del dios Pan, donde se representaría alguna escena báquica entre ninfas, silvanos y faunos, o salvajes mejor o peor contrahechos; otras danzas de gigantones, de indios, de gitanos y gitanas jugadores de navaja y bailadores de seguidillas o panaderos; un volteador que iba dando saltos mortales en un carro, para celebrar el triunfo del Santísimo Sacramento como el titiritero de la Virgen (que nuevo, nada hay en el mundo), y, finalmente, el disloque, el colmo y extremo y ápice de la furiosa algazara y del desenfrenado regocijo, que fue la procaz, la escandalosa, la vibrante, la lúbrica y cínica zarabanda, aquel baile que desde el momento solemne en que apareció hasta los días en que fue bailado en los salones de la corte del Rey Sol de Francia, Luis XIV, hizo pasar por toda España primero y por toda Francia después, un espasmo de voluptuosidad incandescente, al cual, cuando acudieron moralistas y legisladores para ponerle remedio, ya era tarde.

Quien no creyese en la existencia del diablo o no supiese de ella, se habría visto forzado a inventar y a reconocer a Satanás como el autor de aquel baile o zarandeo archi lujurioso que se presentó en el Corpus de 1593 en Sevilla, y en breve corrió por toda España. Lo que, al hacer los ensayos, no habían sabido ver, o si lo vieron se lo callaron, los señores del Cabildo, no podía una penetración tan sagaz como la de Cervantes dejar de advertirlo. La aparición de la zarabanda y de sus vueltas, cabriolas y acompasados batimanes era para el espíritu menos observador un signo de enervación y de decadencia. Habían muerto ya, y bien muertos y enterrados estaban, el heroico don Juan y el prudente don Álvaro, con Aquiles y Ulises comparables; se había hundido en los mares, con la Invencible, la bravura española por mar, y en Flandes se estaba gastando lo que de ella quedaba por tierra. En el corazón de la patria, el eco de los desastres habían sido elevaciones místicas y ascéticos desvaríos y teatrales ficciones. Las almas se habían acoquinado, empequeñecido, arrugado, impotenciado; allá en el Escorial, más gris que la piedra y más que ella duro, iba pudriendose entre la sombra de los sillares el duro y gris monarca, amarrado a la silla de sus dolores; a la devoción de Cristo y de su Madre reemplazaba la de los conceptos teológicos, que se esforzaban por presentarse al pueblo con imágenes tangibles, sensuales y atractivas, y en medio de una fiesta ostentosa, hecha para celebrar esta devoción, aparecía brincando, meneando las caderas, entornando los ojos, cimbreando el talle y arqueando los brazos la zarabanda diablesca, incitadora, terrible, sudorosa, roja y morena, en el calor del julio sevillano, a todas las laxitudes y flojeras propicio.

Miguel notaba el sordo rugir de la mocedad que con los ojos desencajados y los labios sangrientos seguía los pasos y vueltas de la danza. Miguel conocía que el pueblo vencido acababa de morder el fruto de perdición; y las estantiguas y fantasmas que surgían poco antes en su magín iban concretandose y tomando la forma de hidalgos apaleados con sus ideales rotos y de encantadas princesas que en zafias labradoras se convertían. La primera salida de la zarabanda era la primera derrota seria y temible de los caballeros de lo ideal.

Pasaron las fiestas del Corpus, huyó la alegría que pasa, y comisionado por Miguel de Oviedo, como antes lo estuviera por Isunza y por Guevara, volvió Miguel a andar el camino, que ya tenía poco o casi nada que enseñarle, por doce leguas a la redonda de Sevilla: Villalba del Alcor, Villarrasa, el condado de Niebla, Ruciana, Mairenilla, Paterna, Villamanrique, Llerena, le vieron, acompañado de su ayudante Luis Enríquez, durante los últimos meses de 1593 y los primeros de 1594, sacar provisiones de trigo y aceite para una escuadra, en cuya existencia y utilidad ya nadie creía. Por este tiempo, quizás conoció y cursó el finibusterre de la picaresca, en las almadrabas de Zahara. De seguro, en todos aquellos pueblos oyó hablar mal del duque de Medina, y tal vez apuntó en su memoria o en sus papeles los motes jácaros y burlones que la picaresca de Medina-Sidonia, de Zahara, de los Puertos y de Cádiz daba a los personajes más poderosos del país: gaditanos legítimos son los nombres de don Timonel de Carcajona, de Pentapolín el del Arremangado brazo, del poderoso duque de Nervia, de Alifanfarón de Trapobana y de las baronías de Utrique. Acercándonos hoy a un colmado o casino de Cádiz o de los Puertos, escucharemos motes y apodos de esa facha aplicados a todo el mundo.

Mientras Miguel seguía su vida errante de comisario, le ocurrió una gran desgracia, la mayor que puede acontecer en la vida. En los primeros días de noviembre de 1593, hallándose Miguel en Mairenilla o en Paterna o en el Puerto, murió en Madrid doña Leonor de Cortinas, que habitaba con su hija doña Magdalena en la calle de Leganitos, en casa de Pedro de Medina, pellejero.

Del dolor que a Miguel causó tan triste nueva, nada sabemos. Conocemos la tierna solicitud, la industriosa constancia con que doña Leonor procuró el rescate de sus hijos cautivos; acertamos a distinguir en ella las grandes dotes de las mujeres decididas y varoniles que entonces abundaban más que hoy; inferimos la blandura y benevolencia de su alma amorosa y la ternura que usó siempre con sus hijos.

Su figura, no obstante, es difícil de trazar con los datos que hasta hoy se poseen. Por las obras de Miguel no cruza esta imagen santa de la madre, y así había de ser y así ha de esperarlo todo el que haya escrito algo y posea la delicadeza necesaria para comprender cómo el grande, el genial acierto de nuestros mejores literatos y poetas cabalmente es lo que suelen algunos reprocharles y censurarles como un demérito. Se dice ya vulgarmente que en la literatura española hay pocas madres. Enorgullezcámonos por ello; porque nuestros grandes poetas han sido, al propio tiempo, hombres de tan refinada condición, que todos han reconocido tácitamente cómo las madres nada tienen que ver con la literatura, la cual, por muy noble y elevada que sea, es siempre baja para mezclar y profanar con ella el más hondo y puro de todos los sentimientos humanos. Prueba es no sólo de finura, sino de fortaleza (y ¿qué finura sin fortaleza vale nada?), el silencio de Miguel, como el silencio de Lope, en circunstancia igual.

A Lope se le muere el padre, y él compone uno de sus mejores sonetos; se le muere la madre, y calla, él, que nunca pudo callar ni sus más leves cuitas. Encontramos en el teatro de Lope algunos padres, algunos magníficos, venerables y grandiosos abuelos, como Tello de Meneses; madres, hay pocas y no corresponden al brio del autor, ni a la calidad de los demás personajes.

Murió la madre de Miguel. Miguel calló. Su silencio en tal ocasión es una de sus obras mejores y más castizas.



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