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ArribaAbajoCapítulo XXI

Rescate de Rodrigo. -Pasión de Miguel. -Predicación. -Traición de Judas. -Prendimiento


A primeros de 1577 llegaron a Argel fray Jorge del Olivar, fray Jerónimo Antich, y fray Jorge de Ongay, resueltos a hacer una redención de la cual quedase memoria y que fuese envidiada por los trinitarios. Pronto se avistó con los buenos padres Miguel y por ellos tuvo noticias de su casa.

Contóle fray Jorge del Olivar haber visto a doña Leonor y a doña Andrea con tocas de viudas, de que mucho le pesó a Miguel, no sólo por el natural dolor de ver muertos a su padre y a su cuñado Ovando, sino por saber con certidumbre que su familia seguía, como antes, necesitada. Confirmóle en esta creencia lo escaso de la cantidad que a fray Jorge entregaron para hacer el rescate las atribuladas mujeres. Desde lejos seguían a Miguel en su pasión su madre, con el manto caído sobre el triste rostro, y aquellas tres mujeres, bellas y llorosas doña Andrea, doña Magdalena y doña Constanza, cuyos semblantes se imaginaba él de luto como sus ropas.

Pero no era el alma de Miguel la que había de abatirse al pensar en aquellas lejanas pesadumbres. Quiso tratar su rescate muy luego con su amo: mas Dalí Mamí no se hallaba en Argel y Cervantes sabía muy bien que a sus oídos habían llegado ya las conversaciones de su esclavo Miguel con el supuesto confesor de la reina, o con los nobles y conocidos caballeros ya mencionados, y también la estima y predicamento en que ellos le tenían, por lo cual no era fácil que se contentara con la exigua cantidad que los mercenarios podían ofrecerle. Tocaba ya Miguel la libertad, teníala al alcance de su mano y de nuevo se le escapaba. Resuelto, sin embargo, aprovechó los dineros en rescatar a su hermano Rodrigo, como lo hizo en los primeros días del verano.

Sabían los frailes de la Merced que en breve había de llegar de Constantinopla el nuevo rey de Argel, Azán-bajá, renegado veneciano, cuya crueldad y codicia, según fama, excedían a las de todos sus predecesores en el puesto. Dieronse toda la prisa posible, temerosos de que, si llegaba Azán, subiese las tallas y rescates, al saber que entre los cautivos librados los había de tanta suposición como el caballero sanjuanista don Sebastián Arist, el canónigo valenciano don Miguel de Villanueva y don Juan de Lanuza, hijo del justicia mayor de Aragón.

Prontos estaban ya para volver a España con sus cautivos libertados cuando, sin perder tiempo, presentóse en Argel Azán-bajá con sus galeras, trayendo de capitán de la mar a Dalí Mamí, el renegado griego amo de Cervantes. El demonio sólo sabría lo que el nombramiento de rey de Argel y el de capitán de los bajeles pudieron costar al uno y al otro, puesto que no había memoria de que, en Constantinopla, se hubiese hecho, desde luengos años antes, más diligencia para proveer tales cargos que la de venderlos al mejor postor. Así es menester hacerse cargo de que quienes llevaban los títulos de reyes y capitanes en Argel no lo eran ya por sus hazañas guerreras, como sucedía cuando aún los temidos barcos de don Juan corrían los mares; podía ocurrir y acontecía que fuesen tan sólo, como Azán-bajá, unos negociantes, usureros y mercaderes para quienes reinar en Argel constituía negocio de corta dura y de bastante riesgo, que era preciso explotar sin perder tiempo ni malgastar compasión. Al empalar o desorejar a un cautivo desmandado y al cometer sus famosas crueldades, no era Azán-bajá un capitán y un gobernante que creyese necesario aquel rigor, como el gran duque de Alba: era más bien un negrero a quien importaba tener a punto su mercancía: y después de cometer cualquier desmán se quedaba tan tranquilo y sereno como hoy se queda un propietario de minas pasada una explosión de grisú, o un armador y dueño de transportes tras una peste a bordo de un buque de emigrantes.

Llegó Azán-bajá, vio malogrados los primeros frutos de su negocio, con los rescates hechos por los mercenarios y, como quizás contaba con sus productos para pagar los cohechos y sobornos a que debía su nombramiento o las deudas para ello contraídas, montó en cólera, en una cólera de usurero criado en Venecia y por cuyas venas corría la sangre negra de Shylock. Pidió que le entregasen al canónigo Villanueva y al caballero Zamora para vengar en ellos ciertos insultos inferidos a unos moros. Procuraron los buenos mercenarios acallar sus exigencias dándole más dinero, cuando ya Azán había jurado que aquellos dos señores remarían en sus galeras y luego serían quemados vivos. Los prudentes frailes hicieron salir de Argel a ambos gentileshombres para ponerles en salvo, pero al enterarse de esto los otros cautivos que aguardaban su rescate, pensando que allí todos eran iguales y no habían de marcarse diferencias entre caballeros y villanos, amotinaronse y amenazaron, como solían, con renegar para mover a piedad a los frailes y conseguir que éstos gastasen hasta el último maravedí y empeñaran su palabra y el crédito de la Orden en hacer más y más rescates.

Entonces, vio Miguel y vieron todos un acto de caridad sublime y sin ejemplo. Un día presentóse a Azán-bajá el buen religioso fray Jorge del Olivar y se ofreció a quedar él cautivo y en rehenes por aquellos cristianos. Aceptó el trato Azán-bajá, seguro de que la poderosa Orden no había de dejar mucho tiempo en esclavitud a un comendador suyo, hombre de tan gran valía. Fray Jorge del Olivar fue, cargado de cadenas, al baño del rey. Entretanto, el 24 de agosto, salió fray Jorge de Ongay para España con ciento doce cautivos libertados.

Iba entre ellos Rodrigo de Cervantes, quien llevaba orden de su hermano Miguel para fletar en Mallorca o en Ibiza una fragata armada que recalase en aguas de Argel y donde pudieran huir los refugiados en la cueva. Llevaba además cartas de don Antonio de Toledo y de don Francisco de Valencia para los virreyes de Valencia y de las islas Baleares, con el fin de que favoreciesen el apresto del bajel. Con el barco que llevaba a Rodrigo iban las esperanzas mejores de su hermano.

Desde la playa mirando su blanca estela, cantaba por dentro Miguel:


A las orillas del mar,
que con su lengua y sus aguas,
ya manso, ya airado, lame
del perro Argel las murallas,
con los ojos del deseo,
están mirando a su patria
cuatro míseros cautivos
que del trabajo descansan,
y al son del ir y volver
de las olas en la playa;
con desmayados acentos,
esto lloran y esto cantan
       ¡Cuán cara eres de haber!
¡oh dulce España!
Tiene el cielo, conjurado
con nuestra suerte contraria,
nuestros cuerpos en cadenas
y en gran peligro las almas.
¡Oh, si abriesen ya los cielos
sus cerradas cataratas
y, en vez de agua, aquí lloviese
pez, resina, azufre y brasas!
¡Oh, si se abriese la tierra
y escondiese en sus entrañas
tanto Datán y Birón,
tanto brujo y tanta maga...
       ¡Cuán cara eres de haber!
¡oh dulce España!



Tal vez, algún día, desesperado intentaba huir solo o con cualquier compañero de cadena a la suspirada Orán: y pintaba la malaventura del camino en estrofas admirables que no parecen de cosa contada, sino de cosa sufrida y que en boca de un cautivo pone en El trato de Argel:


      Este largo camino
tanto pasar de breñas y montañas
       y el bramido contino
       de fieras alimañas
       me tienen de tal suerte
que pienso de acabarle con la muerte.
       El pan se me ha mojado
y roto entre jarales el vestido,
       los zapatos rasgado,
       el brío consumido,
       de modo que no puedo
en pie del otro pie pisar un dedo.
       Ya la hambre me aqueja
y la sed insufrible me atormenta;
       ya la fuerza me deja
       y espero desta afrenta
       salir con entregarme
a quien de nuevo quiera cautivarme.
       He ya perdido el tino;
no sé cuál es de Orán la cierta vía;
       ni senda ni camino
       la triste suerte mía
       me ofrece, mas ¡ay, laso
que, aunque le hallase, no hay mover el paso!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
       ¡Virgen bendita y bella,
remediadora del linaje humano,
       sed vos aquí la estrella
       que en este mar insano
       mi pobre barca guíe
y de tantos peligros la desvíe!
       Virgen de Monserrate
que sus ásperas sierras hacéis cielo,
       enviadme rescate,
       sacadme deste duelo,
       pues es hazaña vuestra
al mísero caído dar la diestra...
       Entre estas matas quiero
esconderme, porque es entrado el día.
       Aquí morir espero.
       Santísima María,
       en este trance amargo,
el cuerpo y alma dejo a vuestro cargo.



A vueltas de estos ratos de flaqueza y descaecimiento había otros en que Miguel se confortaba a sí mismo con su propia energía, o bien contemplando la paciencia del doctor Antonio de Sosa, la alegre resignación del buen doctor Becerra y el hermoso ejemplo cristiano de fray Jorge del Olivar.

Muy hondo labraron en el alma de Miguel estas contemplaciones. Cada vez sentía más fuertes anhelos de redentor. Comenzaba a estimar y comprender cuántas cosas hay en el mundo dignas de que por ellas se dé la vida. De estas cosas platicaba a diario con gentes humildes, con pobres esclavos, con humildes pescadores, con los barqueros del muelle y con los negros del barrio de la Alcazaba y con las mujerzuelas pecadoras de los estrechos suburbios. Sus palabras caían dulces en oídos hechos al restallar del látigo: los acentos de su fe vibraban amorosos en las almas de los renegados que la habían perdido. Y con ser un hombre que así hablaba, cual los apóstoles del Evangelio, era además chancero, gracioso, afable y humano.

Entre los renegados a quienes comunicó su plan de fuga había uno natural de Melilla, por mote el Dorador. De él solía servirse Miguel para aprovisionar a los encerrados en la cueva y comunicarles instrucciones. Vivíase de tal modo en Argel que era imposible aun para la sagacidad más penetrante conocer y distinguir en absoluto a los hombres buenos de los malos. El ambiente moral, como el material, era tan deletéreo que originaba y criaba las mayores degradaciones y perversidades. Entre catorce hombres tenía que haber un Judas y le hubo.

Decidido ya Miguel a esperar en la cueva con sus compañeros, algunos de los cuales llevaban allí más de seis meses, el arribo de la nave libertadora, fue a visitar por última vez a su amigo el doctor Sosa, y trató de persuadirle a que también se fugara. El pobre clérigo estaba lleno de dolores y casi baldado por el reuma adquirido en la humedad de la mazmorra: no se decidió a salir por no malograr con su torpeza de movimientos el buen resultado del albur. Despidieronse tiernamente los dos amigos y Miguel se escapó de casa de su amo el 20 de septiembre de 1577, yendo a refugiarse en la cueva.

Macilentos, enfermos y tristes se hallaban los cristianos en aquel montuno albergue. Algunos de ellos pensaban que, pasado el verano y próxima la estación de lluvias les iba a ser difícil sostenerse en semejante asilo. La palabra de Miguel cayó sobre sus contristados corazones como el rocío en las siembras. Con sus pláticas les entretenía, con el ejemplo de fray Jorge del Olivar, contado elocuentemente, les confortaba. Para ellos, no será ocioso repetirlo, era Miguel un semi divino maestro, paciente, valeroso, agenciador, próvido, benigno.

A los ocho días de estar con ellos, atalayaron en el mar los palos de una fragata que se mantenía tirando bordadas lejos de la costa. Por la noche, atentísimas las orejas y avizores los ojos, sintieron acercarse el barco a la marina; tal vez divisaron un bulto negro. La desventura quiso que hubiesen salido a pescar, con la luna, unos moros, quienes viendo el cauteloso barco que intentaba atracar en silencio, amigos como son de armar siempre algazara, comenzaron escandaloso griterío. La fragata huyó, pero quizás los pescadores habían avisado, por la esperanza de una propina, a la gente de Azán-bajá.

A la siguiente noche, ardiéndoles de ansiedad el pecho a los cautivos de la cueva, atracó la fragata a la marina: saltaron a tierra prestos los tripulantes. Ocultos entre las chumberas les aguardaban los soldados de Azán, quienes cayeron sobre ellos, les aseguraron, les aprisionaron a mansalva. Todo esto miraban, más bien presentían, los cristianos escondidos en la cueva, y sus almas anegaba el desconsuelo.

Entonces Miguel se retrajo con ellos a lo más hondo de la caverna: les habló, como quien sabe su fin seguro y, recordando las palabras del Maestro, según San Lucas, les dijo: -Cuando os envié aquí sin bolsa y sin alforja y sin calzado, ¿por ventura os faltó alguna cosa?- Y ellos dijeron: -Nada- y añadieron: -Aquí tenemos espadas. Pero Miguel les dijo: -Basta. Y se retiró de ellos un poco, así como un tiro de piedra y, quizás de rodillas, quizás sentado en el suelo, mirando a la luna, oró y meditó largo rato y fue su sudor como gotas de sangre, que hasta la tierra corría. En las oliveras lindantes cantaba su canción amorosa el ruiseñor africano.

Cuando Miguel se levantó, halló a los otros amodorrados de tristeza, y les dijo: -Menester será que estemos todos prontos y que ningún ánimo decaiga. Yo solo -añadió- echaré sobre mí toda la culpa deste negocio, y si alguno ha de perecer sea yo, que aquí os traje.

Y hablando así, vino la luz del alborada y pasó un día y a la mañana del siguiente, entraron en el huerto y se asomaron a la cueva hasta treinta hombres, de ellos a pie y de ellos a caballo con lanzas y escopetas y alfanjes: mandados iban por un capitán. Acompañabales el Judas que delatara y traicionara a sus amigos, el Dorador.

Miguel solo y sereno se adelantó a los soldados, esperó el beso de Judas, declaró con altas y serenas voces que era él autor de todo aquello y él solo el culpable. Maniataron a los demás, maniataron a Miguel, despacharon un correo a caballo para que diese a Azán-bajá la noticia. La triste comitiva se puso en marcha. Miguel, en medio de cuatro soldados turcos de la guardia del rey, vestidos con blancas fustanelas, calzados con rojos borceguíes, armados con ricos mosquetes, marchaba con la cabeza baja, recordando las palabras del Maestro: Haec est hora vestra et potestas tenebrarum. Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas.




ArribaAbajoCapítulo XXII

La calle de la Amargura. -Juicio. -Miguel ante Pilatos. -Miguel resucita y escribe una carta


Llegada a Argel, con el correo de a caballo, la noticia de haber sido sorprendidos muchos cristianos prontos a fugarse en un barco fantasma, que había huido por la noche, pronto cundió por la ciudad, movió a los azotacalles, en ella tan numerosos, y alborotó a la chiquillería. Relamieronse de gusto muchachos y ociosos, como lo hacían los de cualquier ciudad española entonces al anunciarse que había ladrón ahorcado, bruja empalada o auto de fe y relajación al brazo secular. La crueldad sanguinaria, en aquellos tiempos, era tan propia de cristianos como de moros. Viendo verter ajena sangre, se perdía el miedo a derramar la propia: viviendo entre miseria pestilente, no se temían contactos ni se recelaban promiscuidades que hoy nos repugnan. De la sangre y de la miseria corporales nació quizás el desprecio de la vida. La crueldad fue, si no la madre, la nodriza del ascetismo y de la mística.

Atadas las manos, serena la frente, el justo Miguel de Cervantes recorría entre los fieros sayones de Azán-bajá su calle de la Amargura. Hasta la Alcazaba todas eran cuestas pedregosas, retorcidas, tan estrechas algunas, que los dos guardias habían de apretarse contra el cuerpo de Miguel para pasar por ellas. Las puertas que no se abrieron para la limosna, se abrían para la sañuda curiosidad. Hondo frescor perfumado salía de las casas, y con él rumores de risas y de cantos femeniles. En algún raro ajimez, tras la espesa celosía, se adivinaban dos ojos llameantes. El día era el último de septiembre: templado y amable calor circulaba por las venas. Asomando sus cabezas, de un verde insultante, por cima de las tapias, dejaban pender sus racimos de oro las palmeras, o bien permitían las higueras graves que hasta los ojos del cautivo llegara el halago de su frondosidad, recoleta en patios y huertecillos, y hasta las narices la fragancia de los higos negros, en cuya piel de color de tinta temblaba una gota de olorosa miel. La vida era amable, aun dentro del cautiverio: perderla era gran lástima y extraña locura...

Al pasar por algunas plazas, la chusma berberisca, arremolinada en torno al encantador de serpientes o escuchando al juglar, que gangueaba cuentos y leyendas al son del tarabuk, volvía hacia el cortejo de los cautivos cien cabezas interrogadoras. Pronto se sabía, entre verdad y embuste, de qué se trataba, y el alborozo de los moros era grande. Movíase entre ellos chillona greguería de insultos y ultrajes a los perros cristianos: prometíanse el grato espectáculo de ver empalar en el Zoco grande a aquel grave hidalgo español de la ancha frente, los alegres ojos y la barba taheña. Algún judío astroso, de nariz picuda, chillaba como una rata los más complicados y crueles denuestos, gozándose en la saña del viejo vocabulario castellano de los tiempos del Cid, para echárselo al rostro a los españoles. Los chiquillos, sin que les contuvieran los latigazos de los chaúces o alguaciles, se metían por entre las piernas de los prisioneros, escupiéndoles, arrojándoles inmundicias al rostro, gritando, entre brincos y morisquetas, el eterno bordoncillo:


    Don Juan no venir,
non escapar, non fugir
acá morir, perro,
acá, morir,
don Juan no venir.



Largo fue el camino y, como largo, doloroso. Con suplicantes voces rogaban los otros cautivos a Miguel, como a padre y maestro, que no los desamparase ni los entregara a la cruel venganza de los turcos. Procuraba Miguel esforzarles, ofreciéndose a permanecer constante en la tortura y a perder la vida por salvarlos. Al fin llegaron todos a la presencia de Azán-bajá, más muertos que vivos.

Azán-bajá los miró con el ojo experto del mercader que aprecia una buena compra: y aunque, por haber pasado tantos meses en la cueva, sin ver la luz del día ni tener con qué remediarse, estaban todos ellos barbiluengos y uñicrecidos, sucios y rotos, el astuto comerciante conoció en diversas señales, y más que en nada, en la apostura y gallardía que bajo los harapos conservaban, que eran buena presa, y desde luego los marcó por suyos, sin más averiguación. El capitán de los guardias dijo a su amo, señalando a Miguel, cómo aquel caballero se había declarado autor único y ejecutor principal de toda la trama urdida para huir.

Con esto, Azán-bajá interrogó a Miguel en la lengua franca o germanía, hablada en los puertos del Mediterráneo, mezcla de griego, veneciano, napolitano, provenzal y mallorquín, y amasijo de otros idiomas y dialectos.

Las palabras y la actitud de Miguel certificaron a Azán-bajá ser este cautivo un hombre de gran importancia y de noble y esforzado ánimo. Con la clarividencia que presta la codicia, le preguntó, y, aun cuando ya sospechaba que el miedo a morir no le había de hacer mella, con muerte cruelísima y despiadada le amenazó. Puso Miguel los ojos en el cielo y dio a entender al tirano que nada le importaba perder la vida, pues de salvar su alma estaba seguro. Pensó entonces Azán si acaso aquel hombre sería un místico o un mártir iluminado de los que había visto algunas veces buscar el martirio y morir gozosos, como se cuenta que sucedía en los tiempos de Nerón. Los ojos brillantes y alegrísimos de Miguel le salvaron, absolviendo esta duda de Azán.

Siguió el interrogatorio, y Miguel conoció que del más tremendo peligro se había librado. En las tortuosas insinuaciones y en los enrevesados raciocinios de Azán-bajá vio Miguel claros los ya por él conocidos repliegues y recovecos de la perfidia veneciana, los procederes sólitos de aquellos comerciantes habituados a escurrirse sin ruido por los silenciosos canales con el asesinato y el robo en la mente y la pérfida sonrisa en la boca. Adivinó, en suma, sus pensamientos. Para Azán-bajá, el prisionero Miguel era de interés, pero el fin que él iba persiguiendo en aquel negocio era más lucrativo y trascendente, como que se proponía enredar en él a fray Jorge del Olivar, porque pensaba, con acierto, que encarcelando estrechamente al pobre fraile mercenario como culpable en una tentativa de fuga, podría doblarle y aun triplicarle la talla, poniendo a la Orden de la Merced en el caso de pagar cuanto él pidiera.

Repitióse entonces la eterna escena dramática de la lucha entre la serpiente y el león. Deslizaba Azán-bajá entre las palabras de amenaza y las de benignidad e indulgencia su pensamiento, y Cervantes, rotundo, categórico, fuerte, insistiendo heroico en despreciar la vida, iba poniéndole vallas para que no resbalara más adelante de donde a su interés propio y al de los otros cautivos convenía.

En este juego en que se envidaba la existencia, conoció Azán, más aún que los mismos cristianos, con quién se las había, y por eso con mucha discreción ha dicho alguien que en la lista de los grandes admiradores de Cervantes debemos incluir ante todo a Azán-bajá, pues desde la primera entrevista comprendió que no era Miguel un hombre cuya vida pudiera despreciarse neciamente, entregándola sin más averiguación a la horca. Y aun diré más, a saber, que necio y vano me parece todo el ludibrio que sobre la memoria de aquel prudente renegado quieren echar historiadores indiscretos, como si a un mercader de carne humana pudiera exigirsele más de lo que él hizo. ¿Cuántos de los civilizados, progresivos y suaves jueces que hoy se gastan se dejarían persuadir por los largos razonamientos y por la entereza de un reo procesado por delito de los que tienen pena capital, como entonces la tenía el cometido por Cervantes? ¿Cuántos fiscales de los de ahora se meten a indagar si el reo a quien interrogan es un hombre de ánimo valeroso y de talento profundo, capaz de realizar empresas grandes que en el presidio se han de malograr para siempre?

Mucho influyó en el ánimo de Azán-bajá, para no matar a Cervantes, la avaricia, el deseo de conservar a un cautivo de tan altos pensamientos; pero, en un caso análogo, ¿evaluaríamos hoy esta cifra moral, etérea, de la altura de los pensamientos y la grandeza de ánimo, para no sentenciar a muerte a quien por la letra de la ley fuese condenado? Veamos lo que el mismo Miguel dice, hablando de la justicia de los moros y turcos: «Las más causas despachó el cadí sin dar traslado a la parte, sin autos, demandas ni respuestas, que todas las causas (si no son las matrimoniales) se despachan en pie y en un punto, más a juicio de buen varón que por ley alguna, y entre aquellos bárbaros (si lo son en esto) el cadí es el juez competente de todas las causas, que las abrevia en la uña y las sentencia en un soplo, sin que haya apelación de su sentencia para otro tribunal».

Atento al interés suyo, sí, pero también considerando la valía de Miguel, sentenció Azán-bajá en provecho propio quedándose con todos los cristianos como cautivos y guardando en su poder y en su propia casa a Miguel, sujeto con muchos hierros y cadenas. Miguel respiró tranquilo y las lágrimas de los demás cristianos al despedirle atestiguaban su gratitud.

Digase ahora si es hiperbólica ponderación y encarecimiento propio de un biógrafo apasionado la aseveración de que, en aquel caso, el alma de Miguel igualó a la de los mayores héroes de la historia. Forzabale, es cierto, la necesidad y le impedía el instinto de legítima defensa, pero ¿quién no se hubiera turbado y perdido toda su elocuencia al verse en tan apretado trance?

Fueron, pues, los treinta años de Cervantes, viriles y fecundos. No llegaban los desengaños a su alma, cuando ya nuevos y admirables sucesos en que a prueba la ponía, le hacían recobrar la confianza y robustecer la fe que en sí mismo poseyó siempre, y mantener y criar ilusiones más grandes. Era Miguel a los treinta años un hombre completo, un aprovechado estudiante de la vida, aunque de ella había de recibir aún muchas y severas lecciones.

Encerrado en el calabozo de Azán-bajá, comedía consigo mismo las causas de haberse malogrado su bien urdido proyecto, y en vez de entibiarse su fe, al ver que de catorce cristianos a quienes pensara salvar le había salido un Judas perverso, aumentaba la seguridad que de su salvación tenía. De nada le habían servido al Dorador sus arteras delaciones, puesto que Miguel estaba vivo y su alma indomable seguía trabajando y tejiendo la tela de su próxima libertad.

No se sabe cómo, ni por dónde, pero aprovechando, sin duda, el encanto sugestivo que de su persona emanaba, supo pronto Miguel la suerte de los demás cautivos. Averiguó también que el santo fray Jorge del Olivar, temiendo verse envuelto en nuevas asechanzas de Azán-bajá, había enviado al doctor Antonio de Sosa las vestiduras, vasos y ornamentos con que decía misa, para que no cayesen en poder de los infieles, si le echaban en alguna mazmorra. A los tres días de estar preso Miguel en casa de Azán-bajá, sacaronle de la prisión y le llevaron a presenciar un bárbaro y cruento suplicio: el del pobre jardinero Juan, a quien su amo el otro Azán, renegado griego, por congraciarse quizás con el rey de Argel, había querido castigar por su participación en la frustrada fuga.

Por espantar y sobrecoger con una brutalidad tan grande el ánimo de Miguel, llevaronle al jardín de Azán el griego y allí vio, aún vivo, pero sin sentido ni vista ya, al pobre navarro que días antes cantaba alegre con su franca y brusca voz la copla vieja de Aben Jot:


    Si mi madre fuera mora
y yo nacido en Argel...



Su amo, Azán el griego, le había ahorcado por sus propias manos, colgándole de un pie al tronco de una palmera y entreteniéndose después en jugar al tira y afloja con la cuerda que al cuello le atara para que durasen más el padecimiento y la agonía. El pobre jardinero tenía la cara negra con vetas azules: sangrienta le colgaba la lengua fuera de la boca; hilos de sangre le corrían de la nariz al suelo y bordeaban los párpados morados, entre los que blanqueaban, fuera del casco, los globos de los ojos, ya sin brillo. De vez en cuando, unos esclavos negros sacudían la palmera y el cadáver se zarandeaba con macabras contorsiones, y sobre él caían y rebotaban los dátiles maduros. Miguel miraba aquello y entreveía esa parte misteriosa del vivir que, por ser superior a las fuerzas con que habitualmente arrastramos nuestro carro, nos parece un pedazo de la región ignorada del sueño.

No hemos de pensar que el espectáculo truculento amilanase a Miguel. Volvió a su prisión y a sus reflexiones, y con ellas a sus esperanzas. Pronto supo que el Rey Azán-bajá había pagado por él a su amo Dalí Mamí, una cantidad importante, como quinientos escudos de oro, y esta noticia no le disgustó, pues prefería habérselas con hombre de sagacidad y perspicacia como Azán-bajá, a depender de un simple usurero como Dalí Mamí. El drama de la vida iba complicándose a sus ojos, pero sin que la confusión de los hechos anublase ni empañara su visión poética de la realidad, visión que hoy nos parece romántica, porque no nos hacemos cargo de que en aquel tiempo los sucesos daban pie a que los hombres marcharan y procedieran románticamente.

No podía persuadirse Miguel de que la poesía no tuviera en la vida ajena tanta parte como en la suya. Por entonces supo que su antiguo camarada Mateo Vázquez de Leca había ascendido a ser archisecretario, o sea el que despachaba lo más de la correspondencia y relaciones de Felipe II, mientras Antonio Pérez se reservaba la parte secreta y grave y, quizás, olfateaba ya la tempestad que se le venía encima. Sabedor de algo de esto e insistiendo en su error, Miguel escribió a Mateo Vázquez una carta en tercetos.

Esta carta a Mateo Vázquez fue meditada muy despacio y escrita con mucho tiempo y no poca lima. Meses debió de pasar Miguel en pensarla y componerla hasta lograr convertir sus propias cuitas personales en patrióticos dolores y hacer, como pedía el poeta muerto ha poco, una cuestión general, casi universal, del caso privado y personalísimo suyo. Pensó Miguel que el alma de Mateo Vázquez se había ensanchado y engrandecido, como la suya propia, y la de Felipe II, cual la de su hermano don Juan. Principiaba cantando las alabanzas de su antiguo amigo. Narraba después su desventura:


    En la galera Sol, que escurescía
mi ventura su luz, a pesar mío
fué la pérdida de otros y la mía.
    Valor mostramos al principio y brío,
pero después con la experiencia amarga
conocimos ser todo desuarío.
    Sentí de ageno yugo la gran carga
y en las manos sacrílegas malditas
dos años ha que mi dolor se alarga.
    Bien sé que mis maldades infinitas
y la poca attrición que en mí se encierra
me tiene entre estos falsos Israelitas.
    Cuando llegué vencido y vi la tierra
tan nombrada en el mundo, que en su seno
tantos piratas cubre, acoge y cierra,
    no pude al llanto detener el freno,
que a mi despecho, sin saber lo que era
me vi el marchito rostro de agua lleno.
    Ofrecióse a mis ojos la ribera
y el monte donde el grande Carlos tuuo
leuantada en el ayre su uandera.
    Y el mar que tanto esfuerço no sostuuo,
pues mouido de embidia de su gloria
ayrado entonces más que nunca estuuo.
    Estas cosas boluiendo en mi memoria,
las lágrimas truxeron a los ojos
mouidas de desgraçia tan notoria.
    Pero si el alto Cielo en darme enojos
no está con mi ventura conjurado
y aquí no lleua muerte mis despojos,
    cuando me vea en más alegre estado,
si vuestra intercesión, señor, me ayuda
a verme ante Philippo arrodillado,
    mi lengua balbuciente y quasi muda
pienso mouer en la Real presencia,
de adulación y de mentir desnuda.
    Diciendo: «Alto Señor, cuya potencia
sugetas trae mil bárbaras Naciones
al desabrido yugo de obediencia,
    a quien los Negros Indios con sus dones
reconocen honesto vassallage
trayendo el oro acá de sus rincones;
    despierte en tu Real Pecho el gran coraje,
la gran soberbia con que una vicoca
aspira de continuo a hazerte ultraje.
    La gente es mucha, mas su fuerça es poca,
desnuda, mal armada, que no tiene
en su defensa fuerte, muro o roca.
    Cada uno mira si tu armada viene
para dar a sus pies el cargo y cura
de conseruar la vida que sostiene.
    De l'amarga prisión triste y escura,
adonde mueren veinte mill cristianos
tienen la llave de su cerradura.
    Todos (qual yo) de allá, puestas las manos,
las rodillas por tierra, solloçando,
cercados de tormentos inhumanos,
    Valeroso Señor, te están rogando
bueluas los ojos de misericordia
a los suyos, que siempre están llorando.
    Y, pues te dexa agora la discordia
que hasta aquí te ha oprimido y fatigado,
y gozas de pacífica concordia;
    Haz, o buen Rey, que sea por ti acabado
lo que con tanta audacia y valor tanto
fué por tu amado padre començado.
    Sólo el pensar que vos pondrá un espanto
en la enemiga gente que adeuino
ya desde aquí su pérdida y quebranto.»
    ¿Quién dubda que el Real pecho begnino
no se muestre escuchando la tristeza
en que están estos míseros contino?...



Llegó esta carta a Madrid en sazón malísima. Todos los días pasaban por manos de Mateo Vázquez cientos de epístolas, memorias, planes y proyectos para llevar a buen fin los asuntos de Flandes y otros de importancia. La fantasía española se echaba a volar mucho más que hoy en tiempos como aquéllos, cuando todo parecía posible y llano, hasta los mayores dislates. Al rey no solía darse cuenta de tales desatinos. Con ellos solían venir mezcladas secretas delaciones contra el secretario Antonio Pérez, contra la princesa de Éboli, contra Escobedo, secretario de don Juan, contra el mismo don Juan, que peleaba en Flandes. Suponíanse negociaciones de don Juan con los luteranos flamencos y de éstos con Inglaterra, tratos secretos del duque de Alba con los principales portugueses o con Francia, comentabanse las amistades de Requesens, los menores dichos del príncipe de Parma Alejandro Farnesio.

Mateo Vázquez había de leer y enterarse de tan intrincados y revueltos asuntos y dar cuenta al monarca de los que a su parecer revestían mayor gravedad. Mateo Vázquez hacía todo esto tembloroso y azorado. No era un carácter enérgico el suyo, como el de Antonio Pérez. Sin haberle podido sospechar ni prever, se veía envuelto en un laberinto de insidias y asechanzas, que sólo un hombre tan frío como el rey era capaz de contemplar sin pavor.

En medio de esta turbación suya, recibe Mateo Vázquez un día la carta de su antiguo amigo; se pasa la mano por la frente remembrando los días felices en que gustaba de versos y aventuras. La imponente rotundidad de los tercetos fija un instante y detiene la errátil inconsistencia de su embrollado cacumen. Brava carta es aquella, por Dios. Mateo Vázquez, aunque el tiempo no le sobra, la relee y diputa a su autor por un gran poeta.

Cuando está enjuagandose la boca con los versos, un ujier anuncia al secretario que Su Majestad le espera. Mateo Vázquez recoge sus papeles apresurado. Abrense puertas, alzanse cortinas. Mateo Vázquez se halla en presencia del soberano. De pie, junto a un bufete, al que sirve de escudero una gran mesa cargada de papelorios sujetos por muestras de mármoles y jaspes empleados en el Escorial, el monarca, todo negro, salvo la cara y las manos, que otros pedazos de mármol blanco veteado de amarillo parecen, espera, contesta al saludo, interroga, conciso y autoritario, una pierna algo contraída por fuertísimo dolor que no revela su semblante. Mateo Vázquez va volteando sus papeles. El monarca aparta unos y deja otros, inclinándose a veces. El secretario guarda para lo último la carta de Cervantes.

Antes de concluir el examen de documentos, Felipe II habla bajo a Mateo, sin que nadie sea capaz de oír su voz sino el secretario, del oído fiel y agudo, ni penetrar su intención, a no ser Dios, que todo lo sabe. Habla de Escobedo, de Antonio Pérez y, sin nombrarle, de don Juan. Mateo Vázquez queda confuso, alelado. Felipe II contempla orgulloso aquella confusión y alelamiento, como Tiziano contemplaría una de sus más amadas pinturas. ¡Si él pudiera producir aquel mismo efecto en el ánimo de Antonio Pérez!...

Resuelto ya a no decir al rey nada de otros asuntos, la perplejidad le desata la lengua: Mateo Vázquez habla de la carta, de Miguel, soldado que en Lepanto se portó como héroe; quizás insinúa que Miguel fue, cuando mancebo, quien escribió los versos laudatorios de la difunta reina doña Isabel de Francia, que esté en gloria, y que el también difunto cardenal Espinosa leyó a Su Majestad. El rey no lo recuerda; pregunta el contenido de la carta, y, al saber que es un proyecto relativo a Argel, frunce los arcos ciliares, en los que antaño no se veían cejas y ahora se ven dos líneas finas de plata desdorada. No obstante, coge el papel de manos de Mateo Vázquez. Mira los desiguales renglones y pregunta si está en verso aquello.

-En verso está, señor -contesta Mateo Vázquez poniéndose colorado, al comprender que acaba de incurrir en una ligera necedad. El rey nada dice; pero devuelve el papel a Mateo Vázquez con una mano desdeñosa. ¿Cuándo -piensan el rey y el secretario, aquél un poco molesto y éste un poco mohíno-, cuándo se ha visto que se trate en verso de asuntos hondos y graves de la nación? ¿Hay paciencia que sufra el atrevimiento de tanto y tanto loco proyectista, y a ello añada la audacia y sinrazón de los poetas? Mateo Vázquez conoce haber dado un paso en falso. El rey está en lo firme. Si fuera a hacerse caso de las ideas que les pasan por la cholla a todos los copleros cautivos o libres, buenos andarían los reinos de Su Majestad. La carta se queda, pues, como era natural y justo, sin contestación.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

Miguel escribe otra carta que no llega a su destino. -Se adivina la aparición misteriosa de una mano blanca y de unos ojos negros. -El Duque de Sessa se acuerda de un viejo soldado suyo. -De la Merced a la Trinidad. -Los héroes mueren. -«Don Juan no venir...»


Como había sabido otras tantas cosas en el apartamiento y soledad de su prisión, supo Miguel o recordó entonces que el general de Orán en aquellos días era don Martín de Córdoba, hijo del conde de Alcaudete, y después marqués de Cortes. Contaba la fama que este ilustre caballero, hallándose cautivo en Argel con otros diez y seis mil españoles prisioneros de la jornada de Mostagán, se propuso alzarse en rebeldía con todos los forzados (pues eran ellos mucho más numerosos que la guarnición turca del rey) y apoderarse de la ciudad, regalándosela al monarca de España. Sabíase y repetíase en Argel que, descubierta la conspiración, don Martín de Córdoba había sido encerrado en una torre lejana, y costó a su familia el rescate veintitrés mil escudos de oro. Decíase que el traidor había sido un valenciano llamado Morellón y que, con este motivo, fueron numerosos y cruelísimos los suplicios de los cristianos mezclados en la rebelión, muriendo entre ellos aquel famoso corsario y audaz navegante Juan Cañete, a quien llamaban el terror de Berbería.

En los relatos de esta malograda proeza, que ocurrió diez y nueve o veinte años antes, había mucho de leyenda fantástica: no así en el fondo, cuya solidez y verdad Miguel calculó y dedujo, pesando y midiendo todos los inconvenientes y dificultades que en la práctica podía ofrecer un plan por el estilo. Al mismo tiempo, imaginaba cuán grato podía ser para un caballero de tanto valor y fama como don Martín de Córdoba el realizar, en la edad madura y con los medios y fuerzas de que disponía entonces, aquella empresa con que soñó en su juventud. Muy despacio y con gran calma pensó Miguel en la posibilidad del proyecto: con palabras cuya eficacia y elocuencia hemos de inferir por la precisión y acierto con que habla siempre al emitir juicios en materia militar, escribió lo que pensaba.

Mucho más que en ello debió de tardar en arbitrar un medio de que la carta llegase a manos de don Martín de Córdoba. Cómo se las industrió Miguel para conquistar y seducir a un moro que llevase la carta con otras dirigidas a varios caballeros y jefes militares residentes en Orán y a quienes conocía y le debían de conocer a él por haberse hallado quizá en Lepanto y en Navarino, es cosa que las historias callan; pero si Miguel, preso con los moros acusados de varios delitos, en el baño de Azán-bajá, no es probable que hallara medios para sobornar ni pagar al mensajero ¿será tan disparatado suponer que de este plan formó parte o a él coadyuvó alguna intriga amorosa y femenina de las que hizo figurar en todas las obras suyas donde trata asuntos como éste?

No han buscado ni investigado los historiadores cuáles fueron los modelos vivos de aquellas moras enamoradizas y complacientes que en las comedias argelinas y en las novelas de cautividad puso Miguel. ¿Es lógico pensar que tales seres y semejantes intrigas son obra de la ficción literaria o elementos meramente poéticos e imaginativos con los que Miguel aderezó sus historias? ¿Por qué había de ser esto fingido y lo demás verdadero?

No es una hipótesis folletinesca, sino una opinión autorizada por cien hechos semejantes que la historia registra, la de que en este asunto del moro, manos femeninas intervinieron, proporcionando recursos o dando órdenes inapelables.

Miguel era el gallardo español del baño de Azán-bajá. Ponderaban su ingenio y desenvoltura cuantos le conocían de cerca: su figura era interesante y simpática: los hechos recientes y la antigua manquedad pregonaban su temeraria valentía. Azán-bajá, que como enamorado y hombre de erótica violencia aparece en El amante liberal, lo cual nada insólito parece en un hijo de las lagunas venecianas, tenía, sin duda, en su harén mujeres sensibles, renegadas unas, moriscas y griegas otras, alguna cristiana en secreto. El algo de verdad que haya, en la protección de estas bellas e interesantes moras de las comedias cervantescas a los cautivos cristianos, no sabemos cuál es, pero algo de verdad hay, sin duda, siendo lo demás, como es, pintura fiel y justa de la realidad. El gallardo español contó, pues, con que unas manos blancas y suaves le quitasen algunas piedrecillas del camino.

Salió el moro con las cartas de Miguel, pero tan mala fue su estrella que en el camino le cogieron otros moros, espías o soldados: le registraron, le encontraron los papeles, llevaronle a Azán-bajá. ¿Quién supondrá la indignación y furia del taimado veneciano al ver la firma de Cervantes al pie de aquellos sediciosos escritos?

Por lo visto, el malhadado cautivo de la mano manca era el hombre más contumaz y terrible que en Argel había. Era menester descubrir todo cuanto en el plan hubiese ya de realizado y de peligroso. Para ello comenzó por atormentar al moro; después le hizo empalar y en el palo murió sin decir palabra que a Miguel comprometiese.

Este hecho que repetidamente se ha consignado, ¿es tan vulgar e insignificante que no merezca atenta consideración? ¿No revela a las claras cómo los medios por Miguel empleados para ganarse el ánimo del moro fueron tan poderosos y enérgicos, que llegó hasta a comunicarle la constancia cristiana y la estoica fortaleza de su corazón? ¿Qué juramentos y qué compromisos mediaron entre Miguel y el moro para que éste muriese sin declarar? Juzguen ahora tal hecho los que estiman que la vida de Miguel puede contarse como la de un hombre cualquiera y que nada hubo en ella de maravilloso; y asimismo, los que prescinden por completo de toda intriga amorosa y de todo empeño femenino en algunos sucesos de ella.

Nuevamente se halló Miguel cara a cara con Azán-bajá. Ya sabía el renegado que poco podían con su cautivo las amenazas. No obstante, pusole grillos en manos y pies y mandó atarle una cuerda al cuello. Ordenó que le diesen dos mil palos en la barriga y en las plantas de los pies, como era costumbre, para matar lentamente a los cautivos desmandados. Miguel no pestañeó al oír la cruel sentencia; acaso detrás de las cortinas que en la sala de justicia de Azán vestían las paredes o entre los enrejados de un ajimez vio lucir unos ojos negros brillantes que le devoraban el rostro...

A Miguel, no sólo no le dieron los dos mil palos, pero ni siquiera se alzó una mano para ultrajarle.

¿Por qué fue esto? Fuera por lo que fuese, el alma de Miguel, pasados los instantes en que el heroísmo la sublimaba, vivía en constante vacilación y perplejidad. Los dos momentos cordobeses, el sustine y el abstine se sucedían en ella. Pinta esta situación un diálogo entre el soldado triste Saavedra y su alegre camarada Leonardo (en El trato de Argel). Dice Saavedra, declarando el primer pensamiento triste de Miguel:


    -En la veloz carrera apresuradas,
las horas del ligero tiempo veo
contra mí con el cielo conjuradas.
    Queda atrás la esperanza y no el deseo
y así la vida dél, la muerte della
el daño, el mal aumentan que poseo.
    ¡Ay, dura, inicua, inexorable estrella!
¡Cómo por los cabellos me has traído
al terrible dolor que me atropella!



Y replica su alegre compañero Leonardo, en quien no hemos de ver sino al propio Miguel dejándose llevar por el segundo pensamiento alegre y descuidado, como de quien se crió en Sevilla:


    -El llanto en tales tiempos es perdido,
pues si llorando el cielo se ablandara,
ya le hubieran mis lágrimas movido.
    A la triste fortuna, alegre cara
debe mostrar el pecho generoso
que a cualquier mal buen ánimo repara.



Más triste aún replicaba Saavedra:


    -El cuello enflaquecido, al trabajoso
yugo de esclavitud amarga puesto,
bien ves que a cuerpo y alma es peligroso.
    Y más aquel que tiene prosupuesto
de dejarse morir antes que pase
un punto al modo de vivir honesto.



Y con el mismo tono se plañía Miguel a Mateo Vázquez, en los memorables tercetos de su carta:


    Yo, que el camino más baxo y grosero
he caminado en fría noche escura,
he dado en manos del atolladero.
    Y en la esquina prisión amarga y dura,
a donde agora quedo, estoy llorando
mi corta infelizísima ventura.
    Con quexas tierra y cielo importunando,
con sospiros al ayre escuresciendo,
con lágrimas el mar accrescentando.
    Vida es esta, Señor, do estoy muriendo,
entre bárbara gente descreída
la mal lograda juventud perdiendo.
    No fué la causa aquí de mi venida
andar vagando por el mundo a caso
con la vergüenza y la razón perdida.
    Diez años ha que tiendo y mudo el passo
en servicio del gran Philippo nuestro,
ya con descanso, ya cansado y laso...



Sollozaba de este modo el cuitado Miguel, viendo otra vez por tierra sus intentos de libertad. A los treinta años, lloraba su juventud perdida y por perdida ha de tenerla irremisiblemente quien alcanza aquella suave filosofía que sabe convertir las penas en versos. Si alguna intriga amorosa o por lo menos algún trato femenil hubo en su cautiverio y en la malograda intentona de la carta, no era Miguel hombre que se aviniese a la candonguería y molicie de la mujeril protección con que algunos despiertos esclavos se aliviaban, como aquel desenvuelto y poco aprensivo Leonardo, que dice:


A mi patrona tengo por amiga,
Trátame como ves: huelgo y paseo.
«Cautivo soy» el que quisiere diga,



pero Miguel tenía prosupuesto de dejarse morir antes de pasar un punto al modo de vivir honesto, y así como no claudicó su fe divina, tampoco cedió a la satisfacción de ímpetus y anhelos momentáneos el propósito de lograr la libertad, primero que ocupaba su alma.

Atento a este fin, supo que el capitán talaverano don Francisco de Meneses había logrado convencer al amo en cuyo poder estaba cautivo, de que le dejase partir a España bajo su palabra, prometiéndole pagar, por este medio, su rescate, que subía a mil ducados de oro. Trato igual habían hecho con buen resultado antes dos caballeros portugueses, Sosas de apellido, y lo hizo por aquel tiempo o después don Fernando de Hormaza y Herrera, noble señor de un antiguo solar de Extremadura.

Cómo desde su prisión comunicó Miguel con el caballero Meneses, no lo sabemos; pero es seguro que este noble talaverano, al ser aceptada su libertad bajo palabra, trató con Miguel y le prometió visitar a su familia en Madrid, y procurar recursos para su rescate. Dos años larguísimos había pasado ya en el cautiverio: no decaía su ánimo, pero sí iba transformandose su carácter y sufriendo un tanto su buen humor con tan repetidos reveses de fortuna.

Partió de Argel don Francisco de Meneses a principios del año 1578. Antes de partir firmó un contrato con dos mercaderes valencianos, estantes en Argel, Hernando de Torres y su cuñado Juan Fortuny o Fortunio, para que, en cierto plazo, pagasen la cantidad estipulada, la cual don Francisco devolvería en España. Llegado a Madrid, ratificó la obligación en 27 de febrero; pero desconfiado Azán-bajá, retuvo como rehenes y garantía de los mil ducados al erudito sevillano doctor Becerra. Qué trazas se daría este ingenioso doctor para lograr que Meneses pagara los mil escudos y además su propio rescate, el cual, como de un pobre escritor, no subía sino a doscientos cuarenta ducados, no lo sabemos; pero sí que ambas cosas logró más adelante, verificando el pago Baltasar de Torres, hermano y socio de Hernando, y el banquero veneciano Jerónimo Zuma.

Estos banqueros Torres, como otros que tenían casa abierta en Argel y en constante tráfico y comunicación con otras casas suyas de Valencia, Barcelona y Mallorca, eran hombres mafiosos y listos que habían logrado implantar un activo comercio de mercaderías y de dinero a la sombra de los rescates. Muchos cautivos se rescataban por manos de ellos, sin intervención de los padres mercenarios o trinitarios, y ambas órdenes solían recurrir a la ayuda de los mercaderes en sus apuros o cuando, por las brutales y anticristianas exigencias de los turcos, no podían acabar con ellos trato. Explotaban asimismo el negocio a que daba margen la concesión de licencias para sacar mercaderías lícitas (según la fórmula oficial) de un puerto con destino al de Argel, licencias que el rey concedía para auxiliar, sin soltar un maravedí, a las mujeres de cautivos o a las viudas menesterosas como doña Leonor, que pedían a S. M. para rescatar a sus hijos.

Al llegar a Madrid don Francisco de Meneses, vio a la familia de Cervantes, y, excitados, sin duda, el cirujano Rodrigo, doña Leonor y sus hijas por las cartas de Miguel y por la patética pintura que de su situación y sucesos hizo Meneses, comenzaron otra vez sus empeños y diligencias.

Pidió Rodrigo de Cervantes nueva información de los méritos de Miguel ante el licenciado Ximénez Ortiz en 17 de marzo de 1578. Por indicación del capitán Meneses, o por avisos del mismo Miguel, acudieron a declarar sus antiguos camaradas de Lepanto, el buen navarro Mateo de Santisteban y el puntual montañés Gabriel de Castañeda, quienes contaron las gloriosas hazañas de Miguel en la batalla naval. Informó también el sargento Antonio Godínez de Monsalve, uno de los veteranos de Túnez que hacían temblar la tierra con sus mosquetes. Declaró además el caballero don Beltrán del Salto y de Castilla, quien, así como Godínez, había visto a Miguel en el cautiverio y sabía cuánto perjudicó al soldado de Lepanto el habérsele descubierto las cartas del duque de Sessa y del señor don Juan.

No contento con la información, de cuyo resultado no podía menos de dudar, recordó una vez más Rodrigo de Cervantes la añeja deuda que con él tenía el licenciado Pedro Sánchez de Córdoba. Fue esta deuda en la familia de Cervantes uno de esos señuelos engañosos en que suelen confiar las gentes cándidas o las que no cuentan con recursos habituales y regulares para vivir. Se espera el cobro de la deuda como se aguarda el premio de la lotería, la herencia del pariente lejano o cualquier otro recurso fantástico y casi inmaterial que nunca llega. En el año de 1578 se sabe que estuvo Sánchez de Córdoba en Madrid; pero, sin duda, no hallaron los Cervantes medio alguno de hacerse pagar, o quizás ni siquiera vieron a su insolvente deudor. Tan desgraciado era en todo Rodrigo de Cervantes que ninguno de los procedimientos empleados por él obtuvo ni sombra de éxito.

Mientras tanto, su mujer y sus hijas se daban toda la prisa y ponían en ejecución todos los recursos posibles para sacar adelante su propósito. En mayo, doña Magdalena daba poder a cierto Alonso de Córdoba para que fuese a la ciudad de Jerez de los Caballeros, donde residía don Alonso Pacheco de Portocarrero, ya casado y en posesión de su patrimonio, para reclamarle, requerirle y apremiarle al pago de los quinientos ducados, ya famosos en la familia y casi tan ilusorios e imaginarios como los ochocientos del licenciado Sánchez de Córdoba. Por su parte, doña Andrea, a quien debieron de quedar bienes de su difunto Nicolás de Ovando, y que tal vez estaba casada en segundas nupcias o en preparativos de boda con el florentín Santes Ambrosi, se comprometió a aprontar doscientos ducados de su bolsillo.

Todas las mujeres de la casa menudeaban sus visitas al convento de la Merced, sin que aquellos buenos padres pudieran decirles palabras muy halagüeñas y consolatorias respecto de rescates, pues aun se estaba en Argel sin rescatar, viejo y enfermo y casi a punto de muerte, el santísimo fray Jorge del Olivar, por falta de recursos en la Orden o por otros motivos. No obstante, un fraile del convento de Madrid, el comendador fray Jerónimo de Villalobos, apremiado y compadecido por las súplicas de las llorosas mujeres, les dio algunas esperanzas de posible redención.

Sirviendo como intermediario el padre Villalobos, entraron los Cervantes en relaciones con Hernando de Torres, el mercader valenciano de quien, sin duda, les había hablado ya don Francisco de Meneses: así que en 29 de junio se comprometió toda la familia a pagar, sobre los doscientos escudos ofrecidos por doña Andrea y los mil setenta y siete reales entregados ya al comendador fray Jerónimo, para que se los enviase a Torres, todo el resto de la cantidad bastante a completar la suma del rescate de Miguel.

Notase en este documento la personalidad que había cobrado ya doña Magdalena y cómo, estando soltera, comprometía su firma y sus bienes. Adviertese además cuán grande era la unión de toda la familia y cómo la ausencia no había entibiado el afecto que al hijo y hermano tenían. Trataban, todos unidos, de hacer un supremo esfuerzo para salvarle, y comprendiendo que al poder material del dinero convendría añadir la eficacia moral de-un testimonio en que se acreditara nuevamente lo que valía Miguel, quizá escribieron a Flandes para pedir una certificación al señor don Juan, y de fijo que la petición halló ya al héroe acechado por la calentura y en malísima disposición de espíritu. Lo seguro es que acudieron al duque de Sessa, don Gonzalo Fernández de Córdoba, que se hallaba a la sazón en Madrid. Trabajo debió de costar a las Cervantas entrar en la casa del desengañado prócer, mas consiguieronlo por fin, y en 25 de julio de 1578 firmó el duque la nueva certificación que se le pedía.

Si alguna prueba hiciese falta de la extraña fascinación que la persona de Cervantes ejercía en derredor suyo, la tendríamos en las justas y elocuentes palabras del duque de Sessa. Habían pasado siete años casi y habían caído sobre el melancólico espíritu del duque no pocas lluvias, nieves y escarchas de desilusiones, que blanquearon su cabeza y entumecieron su corazón, cuando he aquí que se le presentan unas mujeres enlutadas a preguntarle por un soldado de tantos como hicieron proezas memorables en la batalla naval... Cuando el duque recordaba tan particularmente las de Miguel, ¿cómo no atribuir esto a la honda impresión que le causara ver, conocer y tratar después en Nápoles a aquel soldado raso?, ¿cómo no creer, según ya se ha dicho, que debió de hablar con él de versos o de amores, de esperanzas y desengaños?

Soldados heroicos había tenido muchos a sus órdenes: soldados poetas y de tan fino y hondo intelecto como el que Miguel en sus palabras revelaba, ningún otro. Seca ya el alma, como de la aridez de sus frases se infiere, el recuerdo de Miguel persistía en ella.

Cuenta el duque en términos concisos, sin ninguna fórmula de elogio lo que le vio hacer a Miguel y lo que de él se le quedó en la memoria. El certificado es tanto más honroso cuanto que en ninguna línea de él se traduce la más leve chispa de afecto. Pedidles afección y dulzura a los caballeros del Expolio o a los soldados del San Mauricio del Greco: pedídsela a aquellos hombres de las negras ropillas y de las manos afiladas. La hora de la blandura aún no había llegado. Las fórmulas aritméticas y los teoremas geométricos del cardenal Martínez Silíceo, infiltrados en el alma del rey para toda su vida, parecían rezumar de la suya a la de sus cortesanos y generales. Peleó muy bien y cumplió con lo que debía, eran ponderaciones y elogios exagerados en boca de un general, hablando de un simple arcabucero.

Despacio, muy despacio iban, pues, las diligencias de doña Leonor y de sus hijas. Todo el estío se les pasó llamando a diferentes puertas. En muchas ocasiones, el fiel amigo Getino de Guzmán acompañaba a las tristes solicitantes y les facilitaba el entrar en las covachuelas y oficinas donde, entre bostezos de tedio y de apetito, se recibían a diario centenares de solicitudes análogas.

En diciembre se logró una cédula real autorizando a doña Leonor a sacar de Valencia con destino a Argel dos mil ducados de mercaderías lícitas, con cuyo beneficio pudiera atender a los gastos del rescate; pero estas licencias, dadas más para taparles la boca a los peticionarios, que para satisfacer de verdad, se concedían muy a menudo y costaba trabajo revendérselas a los mercaderes que habían de aprovecharlas. La otorgada a doña Leonor caducaba a los seis meses y por mucho que corrió y se afanó la pobre señora no encontró hasta el mes de marzo mercader que diese por ella más de sesenta ducados.

Generoso el monarca, en apariencia al menos, para hacer estas concesiones que nada valían, era o eran sus empleados los contadores y receptores de Cruzada muy exigentes en pedir cuentas de cualquier dinero que se hubiera librado para los rescates. Repetidas veces reclamaron a doña Leonor que justificara la inversión de los sesenta escudos que se le dieron para rescatar a sus dos hijos, sin que las contestaciones de la buena señora pareciesen convencer a aquellos covachuelistas. En febrero de 1579, cuando más esperanzada se hallaba de obtener nuevos recursos, recibe un pliego en que el receptor de Cruzada la manda restituir los sesenta ducados que se le libraron dos años antes y amenaza con ejecutar al fiador, que era el alguacil Getino de Guzmán.

Por intervención de éste se logra en marzo parar el golpe, hablando al secretario Juanes, quien dice a los otros señores del Consejo de Cruzada que, en efecto, él ha visto rescatado a Rodrigo. Aquellos señores se fían del dicho de Juanes, por ser de la casa, y suspenden la ejecución, atendiendo más a las recomendaciones e influencias, como sucede y sucedió siempre en España, que a las perentorias y justas razones expuestas por doña Leonor.

En los primeros meses de 1579 se sabe que la Orden de la Trinidad prepara una nueva redención que deje memoria y achique y oscurezca a la realizada últimamente por la Merced. Las Cervantas dirigen ahora sus implorantes pasos y sus repetidas súplicas al convento de la calle de Atocha.

Ya muy entrado el año, conocen y tratan a un santo varón de grandes luces, de singular dulzura, que oye a las enlutadas mujeres con amable interés. Entrando en confianza con él, acaba doña Leonor por confesarle la inocente mentira en que ha incurrido para inspirar compasión, diciendo ser viuda. Le cuenta los apuros de la familia, la incapacidad de su marido Rodrigo, motivada por su sordera, los arbitrios de que viven ella y sus hijos, el constante ir y venir suyo a Alcalá de Henares, donde aún conserva amigos y parientes. Fray Juan Gil es, además de fraile, un discreto hombre de mundo, que rápidamente se hace cargo de todo. Con las mejores palabras que sabe y él las posee bonísimas, procura quitar del alma de las pobres mujeres la pesadumbre que las abate. Fray Juan Gil es un hombre alegre, animoso, optimista. Su lucio y redondo semblante inspira confianza. Doña Leonor, con instinto de madre, presiente que sus asuntos van, por fin, a encaminarse bien.

En tanto Miguel, que por su ingenio y recursos ha logrado otra vez mayor holgura y menos rigor en la prisión, vuelve a tratarse con los más principales cautivos de Argel. Andando por las calles o entrando en los baños reconoce a su antiguo amigo y paisano el capitán Jerónimo Ramírez, natural de Alcalá de Henares, a quien había conocido en Italia; al caballero sanjuanista don Antonio González de Torres; al noble señor aragonés don Jerónimo de Palafox, a quien Azán-bajá tiene por el cautivo de mayor rescate entre todos los suyos. Acaso va Miguel con frecuencia a visitar al doliente anciano fray Jorge del Olivar, que lleno de achaques y tendido en un camastro, aguarda tranquilo la muerte.

La fe que en los dichos y hechos del casi moribundo religioso resplandece, inspira a Miguel admirables versos místicos que intercaló en sus comedias argelinas y en cuya inspiración y belleza casi nadie se ha fijado; pero no se limita a escribir versos. De acuerdo con él, con el doctor Becerra y con los otros caballeros cautivos, hasta veintinueve de los más significados de Argel, redacta el doctor Antonio de Sosa un mensaje o memorial, en latín, cuyas copias dirigen al papa Gregorio XIII y al rey don Felipe y a otros príncipes y grandes señores de la cristiandad, exponiéndoles el tristísimo estado en que fray Jorge del Olivar se encuentra, y el poco o ningún caso que de su heroico sacrificio se hace por quien más debiera interesarse en ello y piden que sea rescatado, cueste lo que cueste, y que se quede en Argel para bien y consuelo de los demás cautivos, pues todos como a padre le aman y reverencian.

La tristeza que le causa el ver cuán pronto se olvidan los libres de los cautivos, aun siendo éstos tan considerables cual fray Jorge del Olivar, vienen a aumentarla los tropiezos que para su propio rescate encuentra Miguel en Hernando de Torres.

Lentos van pasando los días y los meses sin que la esperanza luzca en el horizonte lejano. En todo el estío y en los comienzos del otoño no corre por Argel otra noticia sino la de haber llegado a África un formidable ejército mandado por el propio rey de Portugal, don Sebastián el animoso. Piensan los cautivos que va a repetirse por tierra un hecho de tal importancia como el de Lepanto. Sabese que es don Sebastián un rey caballero andante, que sueña con dominar y poseer toda África, correr la Arabia, pasar a la India. La audacia de los navegantes portugueses necesita y requiere ser completada y confirmada con la osadía de los portugueses soldados. De aquel pequeño reino saldrá tal vez el dominio de Europa en todo el mundo. La empresa de don Sebastián es el comienzo de un poema como la Gerusalemme o de un libro de caballerías como el Orlando. Miguel presta oído atento, desde su prisión, al lejano rumor de las armas.

A primeros de agosto, la noticia de haber sido aniquilado el ejército de don Sebastián en Alcazarquivir, corre súbita y terrible por Argel. La derrota ha sido más grande aún que la de los turcos en Lepanto. Del rey nada se sabe. El poema ha quedado roto en el primer canto: el libro de caballerías, anegado en sangre en el primer capítulo. Van pasando los días y Miguel conoce nuevos pormenores de la catástrofe. En ella ha perecido peleando como bueno aquel delicado poeta filósofo que se llamó el capitán Francisco de Aldana. Con él, la flor de los caballeros portugueses y muchos españoles.

Entrado noviembre, otra noticia más triste aún hiela la sangre en las venas de Miguel. Cristianos venidos de España dicen que a primeros de octubre murió en Flandes, y no en el campo de batalla, sino en un lecho de hostería, como un soldado cualquiera, el señor don Juan de Austria. Miguel contempla rotas las figuras de los dos bravos paladines y llora la muerte de su general, en quien ponía sus esperanzas todas. Andando por las calles, los moriscos repiten el sonsonete lúgubre:


    Don Juan no venir,
Don Juan no venir,
acá morir,
acá morir.



El día 12 de diciembre de 1578, Azán-bajá, presentes todos sus esclavos, mata en su casa, por sus propias manos, a fuerza de darle palos en la barriga, al cautivo mallorquín Pedro Soler, que había intentado huirse a Orán. A Miguel le retiñen en las orejas las agrias voces de los moriscos:


    Acá morir,
acá morir,
don Juan no venir...



Ya no podía venir don Juan. Las esperanzas iban apagandose.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

El baño grande del rey. -Dos renegados españoles. -Cervantes, poeta mariano. -Los apuros de un mercader. -Renace la calma


El baño grande del rey Azán-bajá era una espaciosa cuadra o aposento de setenta pies de largo por cuarenta de ancho, en el que se amontonaban a veces centenares de cautivos, a veces millares. Tenía dos pisos y estaba rodeado de aposentos para los cautivos que lograban la dicha de hallarse solos. En el centro del piso bajo había un aljibe, de claras aguas. En un extremo se mostraba un altarcillo de fábrica, sin retablo ni imágenes, para que los sacerdotes dijeran misa, lo cual hacía cada cual con los ornamentos que pudo salvar de su desventura y con un crucifijo propio o prestado: a veces se celebró sin más imagen que una estampa de escapulario, una hoja de misal, una Virgen pintada en un naipe o un Cristo arrancado de un rosario. Los días de misa, que eran muchos, unos cautivos avisaban a otros, y de los demás baños acudían a cumplir con la devoción y a comunicarse entre sí.

Hay que pensar hasta qué punto aquellos hombres se hallarían hambrientos de conversación y sedientos de nuevas, y cómo aprovecharían las ocasiones de reunirse y contarse luengas mentiras con que nutrían su decadente esperanza. ¿Cómo podremos representarnos el estado del alma de casi todos los cautivos sino recordando que muchos de ellos habían olvidado los sucesos anteriores a la cautividad, y algunos, hasta sus apellidos paternos? Así había tanto Juan Vizcaíno, José de Cuenca, Antonio Montañés. Quizás algunos disfrazasen su nombre verdadero por vergüenza de la miserable vida que arrastraban.

Con todo, como sucede siempre en reunión de hombres a quienes aflige común desgracia, no era raro que por el baño del rey pasase una ráfaga de alegría. Sabese que en aquel sitio se representaron comedias. ¿Quién nos dice que no fuese Miguel uno de los intérpretes o directores de ciertos pasos y coloquios de Lope de Rueda, que de fijo fueron allí ejecutados? Afligida y contristada su alma no podía estar mucho tiempo, pues sabemos que las mayores tribulaciones no le robaron su buen humor. Además, el organizar y dirigir una fiesta semejante era para él medio de imponerse a la admiración de los otros cautivos, de poner en movimiento aquella masa amorfa y sufrida, quizás de requisar entre ella el hombre o los hombres que necesitaba para sacar adelante sus perpetuas imaginaciones y sus no abandonados proyectos de fuga.

Azán-bajá y los turcos poseedores de cautivos, por su parte, no ponían dificultad a estas fiestas, con las cuales tenían a sus esclavos contentos por unos días. Como había entre los cautivos españoles e italianos muchos hombres de ingenio y donaire, decidores y faceciosos, acudían a las representaciones, a más de los esclavos, algunos cristianos libres, ricos mercaderes de Argel, renegados de suposición y moros, y a veces hasta moras, que muy bien velado el rostro no habían inconveniente en codearse con los perros cristianos, a quienes por su ley y costumbre no estimaban siquiera como hombres. Acaso no faltaban en la representación un veneciano que supiese cantar lindos rondeles y fiorini con voz de varón y voz engolada de hembra, un francés que tuviese amaestrado a su perro a saltar por el rey de Francia y volver el hopo por el puerco judío, dos napolitanos o griegos luchadores y un español que entonara al son del guitarrillo o de castañetas, largos romances de La bella mal maridada y del Conde Claros, de Don Bueso y de Delgadina. ¿Quién sabe si este español que con voz acordada y suave y con muy gracioso juego de ojos recitaba era Miguel de Cervantes? Y si lo fue, ¿quién duda que, no bien abriese la boca, tuviera por suyos todos los ánimos, no ya sólo de los cautivos, sino de los renegados y turcos que entendían el castellano y adivinaban el donaire del que había de entretener gratamente a los siglos venideros?

Aquellos hombres que habían renegado, o eran seres de alma baja y cobarde en quienes no podía menos de causar admiración la sabida entereza de Miguel, o eran hombres, como el propio Miguel, juguetes de la desgracia y que en ella habían ganado una dosis de escepticismo bastante a hacerles verlo claro todo.

Entre estos renegados, a quienes Miguel conoció y trató, había dos que pronto ganaron su confianza. Al uno le llamaban Abderramán, y según dijo a Miguel desde sus primeras conversaciones, su verdadero nombre era el licenciado Girón, granadino, hijo de un hidalgo de Osuna. El otro era un alegre y simpático murciano, hombre de riesgo y ventura y de desgarrado vivir, arráez que fue o que era al presente de alguna galeota, a quien los moros llamaban Morato y los cristianos por apodo Maltrapillo.

Estos dos tipos tan diferentes fueron pronto grandes amigos de Miguel. Reservado y taciturno el de Granada, Cervantes conoció pronto que hondos combates interiores trabajaban su corazón. Alegre y descuidado el levantino, supo Miguel llevarle el genio con sus donaires y ganarse toda la simpatía de su alma ligera.

Si el cordobés siempre es un dogmático y el sevillano casi siempre un escéptico, el granadino es siempre un hombre de fe profunda, pero intranquila, un hombre de conciencia alborotada. El licenciado Girón, que no sabemos por qué causa había renegado, estaba hondamente arrepentido de ello. En hábiles conversaciones supo Miguel sacar a flor de labio el alma perturbada de su amigo. «Entendiendo -dice el mismo Cervantes- que dicho renegado mostraba arrepentimiento en lo que había hecho de hacerse moro y su deseo de volverse a España, por muchas veces le exhortó y animó a que se volviese a la fe de Nuestro Señor Jesucristo».

Pero no vaya a creerse que Miguel se metió a predicador y catequista solamente por conseguir una ayuda para su libertad. No. Precisamente este año de 1579 es decisivo en el alma de Cervantes. Las conversaciones y pláticas devotas con el doctor Sosa, con el doctor Becerra y con el doliente mártir fray Jorge del Olivar y los mismos arranques de abnegación que un día y otro hacían estremecer su espíritu, influyeron sin duda en el ánimo de Miguel, y en él crearon una devoción varonil y robusta, una adhesión fuerte a la fe cristiana que en sus andanzas de soldado no había tenido ocasión de manifestarse, salvo en la visita a Loreto. Un Garcilaso sin comento y unas Horas de Nuestra Señora le habían acompañado por Italia, como libros de sus devociones íntimas. Porque en todo fuese española pura su construcción espiritual, quizás ningún santo ni persona de la Santísima Trinidad le inspiraba tanta fe como la Virgen María. No se suele colocar a Cervantes entre los poetas marianos, porque no estaría bien al par de tanto chirle y ebene como anda con este título; pero quizás después de Petrarca y de fray Luis de León, no hay ningún poeta comparable con Miguel en fervor por la Virgen, y sus mejores versos juveniles son versos marianos. Si no las compuso en Argel, en Argel sintió y pensó las admirables estrofas del fugitivo a Orán en El trato de Argel:


    Virgen bendita y bella
remediadora del linaje humano...



y las otras que reza Aurelio, el protagonista de la obra, es decir, el propio Miguel.


    En vos, Virgen santísima María,
de Dios y de los hombres medianera...,
en vos, Virgen y Madre, en vos confía
mi alma, que, sin vos, en nadie espera...
    Bien sé que no merezco que se acuerde
vuestra eterna memoria de mi daño,
porque tengo en el alma, fresco y verde,
el dulce fruto del amor extraño:
mas vuestra alta clemencia, que no pierde
ocasión de hacer bien, mi mal tamaño
remedie, que ya estoy casi perdido
de Scila y de Caribdis combatido...



y, en fin, el magnífico soneto que está en la comedia Entretenida y que no han leído aquellos hombres de pésimo gusto para quienes Cervantes nunca fue poeta:


    Por ti Virgen hermosa, esparce ufano,
contra el rigor con que amenaza el cielo
entre los surcos del labrado suelo
el pobre labrador el rico grano.
    Por ti surca las aguas del mar cano
el mercader en débil leño a vuelo
y en el rigor del sol como del hielo,
pisa el soldado alegre el risco y llano.
    Por ti infinitas veces, ya perdida
la fuerza del que busca y del que ruega
se cobra y se promete la victoria.
    Por ti, báculo fuerte de la vida,
tal vez se aspira a lo imposible y llega
el deseo a las puertas de la gloria.
    ¡Oh esperanza notoria,
amiga de alentar los desmayados
aunque estén en miseria sepultados!



Fue la devoción de Cervantes arranque poético propio de una juventud malograda, pero ni estos versos ni los demás que a la Virgen dedicó en sus primeros años de poeta, son un tema retórico ni una ficción lírica. El sentimiento que los dictó estaba bien arraigado desde los años de la adversidad y poseído por él, acertó a comunicárselo al licenciado Girón y a convencerle de que sus luchas interiores no podían ni debían tener otro término que la vuelta a la patria y a la fe de sus abuelos.

Persuadido ya, hablaron Miguel y el licenciado Girón con cierta mercader valenciano de los residentes en Argel, llamado Onofre Exarch o Exarque, amigo o pariente de los Torres y de Juan Fortuny. Onofre Exarque era, como los otros mercaderes que hacían sus negocios a costa de la cautividad, un hombre alegre y bonachón, de amplias tragaderas, tan amigo de moros como de cristianos, pues con unos y con otros vivía. No obstante, los ardorosos razonamientos del licenciado Girón y la comunicativa elocuencia de Miguel fueron parte a convencerle de que podía ser negocio para él adelantar más de mil trescientas doblas, para adquirir una fragata armada, «persuadiéndole -declara Cervantes- que ninguna otra cosa podía hacer más honrosa, ni al servicio de Dios y de S. M. más acepta: lo cual así se hizo, y el dicho renegado compró una fragata de doce bancos y la puso a punto, gobernándose en todo por el consejo y orden de Miguel de Cervantes». La persuasión de Exarque al soltar las mil trescientas doblas para una empresa tan descabellada, semejante a otras muchas que se habían malogrado, es una de las obras maestras de Cervantes.

No se dice por chiste ni ironía, pero en verdad que mucho más admirable que componer La Galatea nos parece, mirándolo bien, convencer a un comerciante de piel curtida en los negocios y muy hecho a los tratos de moros y cristianos, igualmente perjuros y fementidos, según se estaba viendo todos los días, de que realizaba una magnífica explotación soltando su dinero y poniéndole en manos de un renegado y de unos cuantos cautivos, cuya responsabilidad no era muy superior a la del pobre soldado Miguel, para facilitarles un medio de evasión.

Maravilla causa además el considerar que Miguel no podía concebir nunca un proyecto mezquino. Con el talento y la industria que empleó para esta y las anteriores intentonas de huida, si los hubiese empleado en fugarse él solo, hubiera podido hacerlo cien veces, pero a él no le satisfacía su propia libertad si no hacía participar de ella a sus buenos y desdichados camaradas. Corrió, pues, secretamente, la voz de la proyectada fuga por entre lo más florido de la cautividad. Hasta sesenta caballeros de hábito y de título, sacerdotes, frailes y cautivos de menor cuantía estaban enterados y de acuerdo. El mes de septiembre avanzaba y el otoño iba acercandose. Notemos la fecundidad de los otoños para Miguel. Siempre entre septiembre y octubre concibe y acomete las grandes hazañas, desde su adolescencia hasta su vejez. La primavera suele serle adversa, el otoño propicio. No es un cándido de los que en la primavera confían: es un experimentado, de los que en el otoño creen: y así en el otoño de su vida fue cuando produjo sus frutos más sazonados.

Causa admiración asimismo comedir la confianza de Miguel, su fe inextinguible. Nos asombra que Don Quijote acometiera a los molinos de viento y hostigara a los leones, porque no reflexionamos que Miguel acometió a renegados y moros y hostigó repetidas veces a Azán-bajá, de quien sabía que era hombre con fiereza de tigre. Nos sorprende que Don Quijote salga tantas veces apaleado y no se nos representa que, al año de ser vendido por el Dorador, Miguel pone un secreto idéntico al que el Dorador rompió, no ya en manos y lenguas de los catorce o quince hombres metidos en la cueva, sino en las de sesenta cautivos desparramados por Argel. Como Don Quijote, su creador no escarmentaba: su osadía era mayor cuanto más adversa la suerte.

Conocida la psicología de Cervantes ¿cuesta algún trabajo explicarse la psicología de Don Quijote?

Dos días o tres antes del señalado para la fuga, supo Cervantes que el caso del Dorador se había repetido. Sabidas las diligencias de Miguel y conocida la compra de la fragata, el rey Azán-bajá calló para coger a los fugitivos en flagrante delito, castigarlos proporcionalmente, apoderarse de los cómplices y sobre todo echar mano de Onofre Exarque, de cuyas riquezas sabía.

El Judas había sido un fraile dominico extremeño, natural de Montemolín, junto a Llerena, el cual se hacía llamar el doctor Juan Blanco de Paz y decía ser comisario y familiar del Santo Oficio. Este hombre execrable, que ya tiene bastante castigo con que su nombre le conserve la Historia, delató el plan de Miguel, confiándoselo a un renegado florentino llamado Caibán, el cual se le dijo al rey Azán-bajá.

Supo Miguel la delación y una vez más se ensanchó su alma. La humanidad le mostraba de nuevo los escondidos inagotables tesoros de su maldad y perfidia. Indignóse consigo mismo por haber puesto en autos de su proyecto a un hombre desalmado y sacerdote perverso como aquel Blanco de Paz, cuyas malas mañas conocía, pero pensó que para huir de Argel no era hacedero que le acompañaran arcángeles y serafines, sino hombres de toda traza y disposición. Meditando qué remedio podría haber al desastre, huyó del baño del rey y se ocultó en una banda o escondrijo dispuesto por su amigo el alférez Diego Castellano, que era uno de los dispuestos a evadirse. Comunicó Cervantes la traición por medio del alférez Castellano y de su noble y franco amigo Alonso Aragonés a los demás conjurados. Supolo Onofre Exarque, y un miedo inconcebible, el miedo del capitalista, que ve sus dineros, su libertad y tal vez su cabeza en peligro, invadió su ánimo.

Conocedor Onofre Exarque, por su oficio y manera de vivir, de las miserias y flaquezas humanas, su temor era justificado. Si, descubierta la trama, cogían a cualquiera de los comprometidos y en el tormento declaraba la participación del mercader valenciano ya podía darse por perdido. Lleno de terribles congojas fue Exarque en busca de Miguel y le comunicó sus temores. El rey Azán-bajá, en tanto, mandó buscar a Miguel, pregonó su cabeza, decretó pena de muerte contra quien le hubiese escondido. Al hablar Exarque con Miguel, le ofreció toda su fortuna o, al menos, lo necesario para rescatarle y que huyese en unos navíos que en el puerto estaban.

Miguel lo pensó todo y le dijo a Exarque cómo él iba a presentarse a Azán-bajá y a echar sobra sí la culpa de todo lo concertado. Al decir esto, aseguraba Miguel, con la mano sobre el corazón, que ni amenazas ni tormentos bastarían para hacerle delatar a su amigo el generoso comerciante. Cómo daría su palabra Miguel, apenas podemos imaginarlo: sí sabemos que Onofre Exarque creyó en ella, como los apóstoles creían en la palabra del Redentor, y se marchó a su casa tranquilo y ni siquiera pensó huir en aquellos navíos que iban a levar anclas. ¿Se quiere más prueba del encanto que Miguel ejercía sobre quien hablaba con él y de la confianza que sus dichos inspiraban?

Salió Miguel del escondrijo, despidiéndose del buen alférez Castellano y fue en busca de su amigo el arráez Morato Maltrapillo, quien gozaba mucho predicamento con Azán-bajá. Le contó el caso por menudo y su pensamiento de presentarse a que el rey hiciese de él lo que quisiera. Maltrapillo, asombrado, apenas quería dar crédito a semejante hatajo de disparates cometidos por hombre a quien juzgaba tan discreto: no obstante, prometió echar mano de toda su influencia con Azán-bajá para que el castigo no fuese irreparable aunque dudando mucho de que tanta reincidencia hallase piedad en hombre tan cruel.

Por tercera vez fue presentado a Azán-bajá Miguel, con el ya conocido cortejo de chauces o alguaciles, sayones y soldados. Mandó el rey que se le echase una soga al cuello y se le atasen las manos a la espalda. Lleno de cólera le interrogó, sin que toda su astucia veneciana lograse obtener otra respuesta más de que él, sólo Miguel, era el autor y ejecutor de aquella traza, en la que intervinieran también cuatro caballeros que ya estaban libres, pues la demás gente que había de ir en la embarcación aun no lo sabía.

Consideraba Azán-bajá la audacia inconcebible y la serenidad nunca vista de Miguel, gozando sibaríticamente el espectáculo, con aquel refinado placer que los antiguos déspotas de Oriente disfrutaban al ver retorcerse a los siervos a quienes mandaron envenenar. Aunque muchas figuras de esclavos y de fugitivos habían pasado por ante sus ojos, contractos y amarillos los semblantes por el terror, bien recordaba Azán-bajá la cara serena de aquel cautivo suyo con quien nada podían las amenazas. También Miguel sabía que en la indiferente gravedad de su rostro y en la dureza y decisión de sus palabras era donde estaba la salvación de su vida. Puede ser que ya le hubiesen hablado a Azán-bajá, a más de Maltrapillo, que era gran admirador de Miguel, otros renegados y moros que le conociesen por hombre resuelto o por gracioso poeta y recitante. Como quiera, Azán-bajá no podía persuadirse de que no fuese aquel un hombre de ignorada casta, superior, sin duda, a la de los demás cautivos y por ello se resolvió a perdonarle aún la vida, si bien con gravísimas amenazas.

Con el rostro radiante, Miguel volvió a las mazmorras y después a la cárcel de los moros, arrastrando cadenas y grillos, pero sin que nadie osara tocarle al pelo de la ropa.

¿Creéis que puede atribuirse su perdón a que Azán-bajá hubiera cedido en sus crueldades? Pues sabed que, dos meses después de haber perdonado a Cervantes, uno de los conocidos de Miguel, un tal Juan Vizcaíno, intentó fugarse a Orán. Cogieronle los guardias del rey y llevaronle a su presencia. Era el día de Nochebuena de 1579. Los cristianos del baño grande y los que, como Miguel, estaban en el baño de los moros, procuraban celebrar como podían, dentro de su inopia, la fiesta de Navidad. Cuál rezaba, cuál cantaba, cuál castañeteaba las cadenas, por hacer ruido. De repente, los chauces entraron en la prisión y mandaron a los cautivos subir al patio de la Alcazaba. De allí algunos, casi de seguro Miguel entre ellos, subieron a la sala donde estaba Azán-bajá y vieron cómo entre el rey y sus verdugos mataban a palos al pobre Juan Vizcaíno.

Pasó el invierno Miguel en sus imaginaciones quizás repensando la traza para alzarse con Argel, pues a cada plan fracasado, surgía en su inteligencia otro más vasto y grandioso. Llegó la primavera. Un día tibio de últimos de mayo, mandó Azán-bajá de nuevo que los cautivos acudieran a ver la ejecución de un español llamado Lorenzo. Era un montañés, recio y membrudo. Cansaronse Azán y los verdugos de apalearle, sin que aquel hombre hercúleo entregara la vida. El espectáculo de tan fiera lucha entre la crueldad y la robustez y resistencia de un reo, pocas veces se había visto. A los cautivos les rechinaban los dientes, de temor a unos, de rabia a otros.

Al salir de la Alcazaba para volver al baño, escuchó Miguel gritos de júbilo. -¡La Trinidad viene! ¡Viene la Trinidad! -vociferaban algunos cristianos por las calles.

Aquel mismo día llegaron a Argel los redentores fray Juan Gil y fray Antonio de la Bella.



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