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El hombrecito vestido de gris y otras soledades compartidas

Fernando Alonso





El hombrecito vestido de gris ha alcanzado la respetable edad de 21 años y 31 ediciones en España. El que era sólo mío es algo mayor; comenzó a nacer hace 27 años, en 1972, y concluyó su etapa de desarrollo en 1975. No obstante, debió de esperar que pasaran 3 años más: que una mayoría de los miembros del Jurado del Premio Lazarillo 1977 acordaran concederle su voto; la confianza y complicidad de María José Gómez Navarro, Michi Strausfeld y Jaime Salinas; y la inestimable contribución de Ulises Wensell para que El hombrecito vestido de gris viera la luz del día. Por eso, me ha parecido oportuno celebrarlo ordenando y actualizando unas notas que redacté con motivo de la concesión del Premio Mundial de Literatura José Martí en 1997.

En primer lugar deseo dejar muy claro algo que me parece fundamental: esta no es la interpretación que un autor hace de su obra. Nunca suelo hacerlo; porque no deseo condicionar la libre interpretación de los lectores. Me interesa desarrollar en mis textos la línea simbólica, entre otras cosas, porque la polivalencia del símbolo multiplica las posibilidades re-creativas del lector. Por eso, no seré yo quien incurra en el contrasentido de influir, dirigirlo, lo que es lo mismo, acortar dichas posibilidades. No me resulta difícil adoptar esta actitud, porque no tengo con mi obra publicada una relación de paternidad posesiva y excluyente.

Mientras estoy escribiendo un libro vivo con él, dentro de él, sueño con él; es aire que respiro, sangre que fluye por mis venas. En ese momento lo contemplo como algo propio de una manera absoluta; porque es una de las partes más importantes de mi vida. Quizá por esta razón me resulta muy difícil desprenderme de una obra y entregarla al editor para que la publique. Lo siento como una extirpación traumática; porque sé que, a partir de ese momento, el libro dejará de pertenecerme y pasará a ser patrimonio exclusivo de los lectores. Quizá para demorar esa separación me interesa participar en todos los procesos de la edición, hablo con los ilustradores, corrijo todas las pruebas...

A partir del momento de publicación el distanciamiento con respecto a mi obra es total y sólo me acerco a mis libros como lector. Como lector, utilizo el prisma de reflexión del momento anímico en que me encuentro, o una lente de aproximación que cambio con cada lectura.

En esa ocasión he tomado como lente de aproximación la idea de soledad; porque, como dice Ernesto Sábato, «es uno de los cinco o seis problemas entorno del corazón humano», porque la idea de soledad tiene diversas facetas y porque es una circunstancia inevitable que precede y acompaña al proceso de creación. Trataré, pues, de compartir mi soledad y la de mis personajes. Así que, sin más dilación, «A mis soledades voy...».

Comenzaré desde el principio; y ese principio puede ser el comienzo de mi obra El bosque de piedra:

Había una vez un niño que se llamaba Dito. Dito tenía diez años y vivía en una buhardilla de una pequeña casa situada al abrigo de la inmensa mole de la catedral. El niño pasaba mucho tiempo en el tejado. Salía por una claraboya y, desde allí, miraba la calle y las gentes. Luego su mirada se perdía entre las torres de la catedral.



El niño de mi historia se sentía alejado y distante de las gentes que pasaban bajo su tejado. De la mano de aquel distanciamiento, Dito llegó a un lugar que se llamaba Soledad.

Su espíritu de explorador le llevó a descubrir que aquel lugar podría ser terrible o sublime, dramático o fascinante. Por eso, la soledad provocaba en él sentimientos contrapuestos. Unas veces lo paralizaba por completo, llenando su espíritu de miedos, y su ánimo, de angustia; otras, se convertía en un espacio cálido donde uno podía dedicarse a imaginar, a soñar, a construir mundos nuevos. Y cuando deseaba neutralizar los efectos negativos de aquel lugar llamado Soledad, el protagonista de mi historia:

... jugaba a perder la mirada en el misterioso bosque de piedra que formaban las torres de la catedral y sus estatuas; a inventar aventuras fabulosas y alucinantes peligros sin cuento.



Dito vivió algún tiempo en su bosque de piedra. Pero, un buen día, sintió que aquel mundo inventado comenzaba a desmoronarse; entonces:

Una soledad densa lo empapó hasta los huesos y la sombra larga de inseguridad le estremeció la mirada.



Mi personaje descubrió que no es bueno inventar mundos nuevos para escapar de una realidad ingrata; sino que era preciso luchar para cambiar nuestro propio mundo, con el fin de hacerlo más habitable para todos. Este personaje y el entorno en que se mueve, son un reflejo bastante aproximado de mi propia circunstancia vital. Mi infancia fue como la de tantos niños de la España negra de los años cuarenta y cincuenta.

Nací en Burgos, muy cerca de la catedral, en el año 1941; dos años después de terminar la Guerra Civil. Una guerra estúpida, injusta y terrible como ninguna otra. Fueron años muy duros para todos; pero muy especialmente para aquellas que no se contaban entre el grupo de los vencedores. Debido a estas circunstancias, crecí desposeído de muchas cosas materiales; pero rico en otro tipo de vivencias más importantes. Las primeras imágenes que se grabaron en mi memoria fueron las estatuas, los pináculos y las gárgolas de la catedral. Supongo que esas vivencias estéticas son distintas de las que recibe un niño que abre sus ojos a un semáforo, a un edificio de apartamentos o a las chimeneas en flor de una planta química contaminadora. Quizá por carecer de tantas cosas materiales, comencé a contemplar la catedral como un patrimonio propio. Quizá naciera allí mi temprana afición por el arte en general y por la escultura y la pintura en particular. El paso del tiempo me llevó a descubrir que tenía otro patrimonio importante: el lenguaje. Estudié los primeros cursos del bachillerato en un colegio de jesuitas en el País Vasco, en Durango. Allí había un profesor que estaba convencido de la pureza con que se hablaba el castellano en Burgos, mi ciudad natal. Por eso, solía usarme como manual ambulante de fonética y sintaxis para casos de duda sobre una pronunciación determinada, o sobre la construcción de una frase. Reconocer que el lenguaje era otro patrimonio que poesía me llevó a interesarme por él. Quizá este hecho, unido a mi afición por la lectura y mis inclinaciones hacia la creación artística, me llevaron a esforzarme de manera muy especial en las redacciones y los trabajos literarios que nos mandaba.

En aquellos momentos tuve la suerte de no recibir ningún estímulo directo para que escribiera. Una de las notas más destacadas de mi carácter era el espíritu de rebeldía y de contradicción, que me habrían hecho desinteresarme por la escritura si un profesor me hubiera animado a escribir.

Cuando tenía dieciséis años publiqué en un periódico de Burgos mi primer cuento. Era un cuento terrible, que se titulaba Los gatos negros, lleno de las ideas existencialistas que poblaban mi cerebro; un cuento que hablaba de soledad en un ambiente social hostil y amenazador. A partir de aquel momento, quizá por la emoción de ver mi nombre escrito en letras de molde, decidí ser escritor y comencé a poner todos los medios para llegara conseguirlo. A la hora de escoger estudios universitarios, me incliné por Filología Románica, que cursé en la Universidad Complutense de Madrid. Allí tuve la gran fortuna de ser discípulo de D. Dámaso Alonso y D. Rafael Lapesa. Mis primeros ejercicios literarios me llevaron a descubrir el aspecto creativo de la soledad: la soledad como vía de reflexión serena, de conocimiento personal y como atalaya para analizar el mundo, sus gentes y los problemas que nos afectan a todos.

La soledad dejaba de ser un abismo proceloso para convertirse en un ámbito rico, luminoso y lleno de vida; para convertirse en Soledad sonora, como diría uno de nuestros más grandes poetas líricos.

Cuando terminé mis estudios, acepté una propuesta de trabajo en la editorial Santillana, en cuyo equipo fundador trabajé durante seis años y donde entré en contacto, por primera vez, con el mundo de la infancia y la juventud. Esto me llevó, de manera natural, a interesarme por la Literatura para Niños y Jóvenes. Los libros de Lectura, de los que estaba encargado, me sirvieron de banco de pruebas para la configuración de mi propio estilo personal. Los libros Senda 1 y Senda 2, como las dos series de Cuentos para Preescolares, que escribí para Santillana pueden desvelar la evolución de mi estilo hasta llegar al «Hombrecito...», a mi obra posterior:

Había una vez un pedazo de cartón que quería ser cometa. Pasó un señor que tenía gafas y bigote y el pedazo de cartón le dijo:

- Yo quiero ser una cometa.

En medio de un pequeñísimo jardín había una estatua. Vestía un maravilloso uniforme militar. Cada día había más coches. Y la estatua, con el sable levantado, gritaba:

- ¡No rocéis el jardincito!

Pero los coches no le hacían caso. Por eso tenía mal genio la estatua. Y, por eso, le molestaba todo. Le molestaban los rayos del sol. Le molestaban las gotas de la lluvia; los brazos largos del viento y el manto frío de la nieve.



Antes de pasar a contemplar El hombrecito vestido de gris bajo el prisma de la soledad, me parece fundamental mencionar otra soledad en la que me vi envuelto. Me refiero a la soledad estéril de los pioneros, de quien se esfuerza en abrir senderos nuevos; del autor que se introduce en un campo en que no existe la inercia confortable de una tradición bien cimentada.

Cuando inicié mi primera aventura literaria dentro de la Literatura para Niños era el año 1967. Tras la ruptura traumática y total que supuso la Guerra Civil, España se encontró sin una tradición de Literatura para Niños. Salvo honrosas excepciones, los libros para niños que se publicaban entonces estaban escritos desde la pedagogía, desde la moral religiosa o desde los principios fundamentales del Régimen establecido. Los autores que deseábamos crear una obra literaria personal, libre y progresista, nos veíamos obligados a ir abriendo nuestros propios caminos en medio de un gran esfuerzo que significaba, en el mejor de los casos, ir aprendiendo de los propios errores.

Aquella soledad estéril del pionero comportaba perder mucho tiempo y esfuerzos para llega a formular hipótesis de trabajo que ahora, en la distancia, me parecen el paradigma de la obviedad.

Estos son algunos de los principios que yo defendía de forma obsesiva:

- Escribir desde la literatura, sin condicionar la obra en función del posible público destinatario.

- Escribir para mí mismo, como forma de conocimiento propio y del mundo en que vivimos.

- Mostrar la realidad sin recortes ni secuestros temáticos.

- No intentar descender a encontrarnos con el lector, tratando de llevar la literatura bajo el brazo; sino tender una escala rica en matices y en niveles de interpretación, por la que el lector pudo ir ascendiendo según sus posibilidades y sus deseos.

- En definitiva, trazar un camino respetuoso hacia el lector, que parte del respeto hacia uno mismo.

Y ahora que «de mis soledades vengo», creo que es el momento de pasar a El hombrecito vestido de gris.

Todos los cuentos que integran esta obra están configurados de acuerdo con unos criterios comunes y con una serie de temas recurrentes. Como pretendía presentar una visión del mundo que me rodeaba, comencé a desgranar, a lo largo de nueve historias -digo nueve historias porque, al principio, El hombrecillo de papel formaba parte de este libro cuando lo presenté al Premio Lazarillo- los problemas que a mí me preocupaban de aquella sociedad española de los años 1972 a 1975 en la que iba sobreviviendo mientras escribía este libro. Por eso, quizá, El hombrecito vestido de gris puede entenderse como una obra unitaria, como un cristal tallado en ocho facetas. Quizá las ocho historias que componen este libro no son sino una única historia, narrada desde las ocho facetas distintas de ese cristal tallado.

La historia de unos seres que viven oprimidos por unas estructuras sociales injustas y autoritarias que les impiden realizarse como personas. Y sueñan, y tratan de construir los caminos que conviertan esa sociedad opresora en una sociedad libre donde pudieran ser felices. La historia de un país oprimido bajo el poder autoritario y despótico de uno de tantos Guardianes de la Torre.

«Y el hombre, pobre, pobre...» como diría César Vallejo, vive lastrado por el peso de un traje de plomo que le impide flotar; oprimido por la rutina alienante que le impide cantar; sujeto a unas normas abusivas y arbitrarias que le impiden bailar; impregnado de una soledad y una tristeza que le impiden volar; encerrado en la cárcel de cristal de una botella o de la esfera de un viejo reloj; viendo que sus árboles soñados no pueden florecer en aquel árido mundo de piedra. Y así iban arrastrando sus vidas, hasta que un día decidieron reaccionar.

Entonces decidieron unir sus propias soledades para agrandar el tono de su voz. Unieron la soledad rutinaria del Hombrecito vestido de gris; la soledad creativa de quienes buscaban soluciones para su mundo de piedra; la soledad alineada de los números encerrados en la esfera del viejo reloj; la soledad insolidaria y mezquina del barco encerrado en la botella; la soledad expectante del barco de plomo en el fondo de acuario; la soledad reprimida del espantapájaros; la soledad adocenada de los habitantes del barrio tiranizado por el Guardián de la Torre, y la triste soledad de la pajarita de papel. Y, unidas todas estas soledades, su voz se hizo grande como un mundo y les dio fuerzas para levantarse y actuar, cada uno en la medida de sus posibilidades. Y el pobre Hombrecito vestido de gris, solo y tantas veces humillado, adoptaría un silencioso y elocuente gesto de protesta, que se convertiría en la imagen viva de la libertad de expresión amordazada:

Se sujetó la mandíbula con un pañuelo y se fue a su trabajo. Así no podría cantar. ¡Aunque quisiera! Y día tras día, año tras año, estuvo nuestro hombrecito; con su pañuelo atado, fingiendo un eterno dolor de muelas.



El barco de plomo, solo y hundido en su acuario, sería la imagen de quienes esperaban tiempos mejores en los que todos pudieran flotar juntos y felices:

Y las burbujas de aire, que salían por el boquete del casco, tenían forma de sonrisa.



Y el espantapájaros... ¿Qué más podía perder un espantapájaros? Con la fuerza que da el no tener nada que perder, tomará una posición activa y se enfrentará solo, en desigual combate como solía hacer Don Quijote, contra la injusticia de Don Justo:

A cada bofetada que recibía, el espantapájaros perdía un poco de paja, unos trozos de madera. Al fin, del espantapájaros sólo quedó la ropa: El levitón del viejo titiritero.



Y el viejo levitón del espantapájaros y el pañuelo del Hombrecito vestido de gris y las burbujas de aire que brotaban del barco de plomo se convirtieron en banderas de libertad. Entonces, todas las pajaritas descubrieron que, si rompían su soledad, si se agrupaban, tendrían la fuerza que necesitaban para levantar el vuelo con sus alas de papel. Los hombres de piedra descubrieron que, uniendo sus sueños, podían hacer florecer sus árboles de piedra. Los barcos encerrados en su cárcel de cristal supieron que, si destruían aquellos muros insolidarios, podrían encontrar un mundo verdadero y libre; en donde, una vez que se hubieran desplomado los altos muros de la Torre, y el Guardián se hubiera perdido en la lejanía del tiempo, todos podrían vivir felices, en mundos elegidos libremente, igual que habían hecho los números del viejo reloj.

Todas estas historias pueden constituir, pues, una sola historia narrada desde cada una de las ocho facetas de un cristal tallado; o como ocho resellas que forman un único mosaico. Un cristal o un mosaico formado por una serie de temas recurrentes como: la libertad, la solidaridad, la acción de grupo, único camino para resolver los problemas sociales.

Pero para aspirar a realizar sus proyectos, para poder ver cumplidos sus sueños, los personajes de El hombrecito vestido de gris debían superar toda una serie de problemas y de dificultades. El factor que más influye para dificultar una acción solidaria, lo que impide el simple hecho de formar un grupo social, es la soledad. No la soledad traumática de miedo al futuro, que impregnaba al protagonista de El bosque de piedra; no la soledad creativa que conquista el protagonista de El misterioso influjo de la barquillera y de El árbol de los sueños; sino la soledad alienada y estéril que agobia al protagonista de Sopaboba. La soledad de los que no opinan; la soledad de quienes se confiesan apolíticos, como si eso fuera una coartada; la soledad de quienes «no saben, no contestan» en los sondeos de opinión.

Soledad que propician las sociedades injustas como mecanismo de defensa; sociedades injustas como era la sociedad española bajo la dictadura; o como es la sociedad actual bajo la tiranía del consumo. La sociedad de consumo fija las metas del individuo en el disfrute de unos supuestos bienes materiales, avalados y promocionados desde la suprema autoridad que emana de los Medios de Comunicación de Masas. Para acceder al disfrute de estos bienes, reservados a unos pocos elegidos, los ciudadanos deben lanzarse a una lucha sin cuartel, que comienza desde los primeros años de vida.

A partir de tan temprana edad de selección, como aparece reflejado en mi obra Sopaboba, al individuo se le empuja a la insolidaridad; porque la persona que tiene al lado ha dejado de ser su compañero para convertirse en el enemigo que puede llegar antes a la meta y arrebatárselo todo. Luego, se repliegan a descansar de su lucha en la intimidad minúscula de un hogar amurallado; donde, en la más insolidaria soledad, tratan de proteger y disfrutar los bienes que han conseguido. Es preciso comenzar por irrumpir en esa soledad alienada para despertar la conciencia de las gentes, de suerte que lleguen a descubrir que los objetivos de su lucha diaria son egoístas, exiguos y mezquinos. Esa era una de las ideas que rondaban por mi cabeza cuando decidí escribir el cuento de El barco en la botella.

Consideraba fundamental romper el cristal de esa botella, para dejar que entrara el aire fresco de la solidaridad. Pensaba que entonces se produciría el milagro:

Todos comprendieron que no sirven para nada los mundos encerrados en botellas.



Una vez quebrada la soledad insolidaria y las actitudes de desinterés hacia los problemas de los demás, una vez despierta la conciencia social, se encontrarían en un entorno nuevo:

Allí sabían qué era cada cosa y qué era cada uno. Y sabían que todos formaban un solo mundo. Y a partir de aquel momento, en que sabían qué era cada uno y para qué servía cada cosa, pudieron comenzar una vida nueva.



Esta ha sido una de las re-creaciones que puede hacer un lector de la obra El hombrecito vestido de gris. No importa nada, no condiciona nada, la circunstancia de que ese lector sea la misma persona que, hace años, escribió la obra. Entre otras cosas, porque nunca suelo escribir por una sola razón, sino por muchas razones, que pueden encerrar nuevas posibilidades de interpretación. La magia de la lectura, la magia de la obra literaria, reside en que el lector nunca agota las posibilidades de interpretación de un libro. Un libro es rico, como la vida; y, al igual que en la realidad, en un libro las cosas pueden no ser lo que parecen.

Yo sé que la obra absorbe, asimila, todas las imágenes, toda la riqueza y toda la vida que le aportan los lectores. Por eso soy consciente de que El hombrecito vestido de gris, que cumple ahora 21 años, es mucho más rico, mucho más luminoso, que cuando lo publiqué. Entonces, como antes decía, yo tallé un cristal en ocho facetas para contar una serie de historias. Veintiún años después los lectores me devuelven ese cristal engarzado y convertido en brillante. Por eso, lleno de alegría y de complicidad creativo, sigo dejando esta obra El hombrecito vestido de gris, esperando nuevos lectores.





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