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El fin de la fiesta

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de La Revista española : periódico dedicado a la Reina Ntra. Sra. Núm. 125, domingo 1 de diciembre de 1833.]

Gran cosa es soñar, sobre todo para el que pueda buenamente soñar despierto; que soñar dormido, eso cualquiera lo hace, y la dificultad entonces ya no está en soñar, sino en dormir. Pero dejando aparte si en general dormimos o soñamos, y si nos movemos para despertar o si sólo nos volvemos del otro lado, así como el punto discutido de si son los sueños combinaciones casuales que se forjan y complican sobre ideas conocidas, o proféticos y misteriosos anuncios del porvenir, porque en esto ni han andado los pueblos muy acordes ni los filósofos muy acordados, me limitaré a sentar la proposición de que hay quien sueña, y quien sueña a voces, sin contar los que sueñan a golpes y porrazos. Hay tal que sueña además lo que le está pasando; y muchas veces acontece -decía Sancho- soñar uno que se cae de una alta torre a un hondo abismo y encontrarse al despertar, sin saber cómo ni por dónde, cubierto de contusiones y cardenales; esto es precisamente lo que suele suceder a los que sueñan en política.

Quisiera yo, además, que me asegurasen hábiles fisiólogos cuándo sueño y cuándo estoy despierto; porque es a veces tanta la confusión que de la contrariedad de los sucesos nace en mi fantasía, que, perdido ya el hilo, me entrego a creerlo y a dudarlo todo, y no diera un real de a ocho por la certeza de aquello mismo que estoy viendo. ¡Cómo de esas veces nos ha ocurrido tener ya encontrado un tesoro, y apretarle con las manos y restregarnos los ojos, exclamando: «¡Oh, esta vez estoy despierto; esta vez no se escapará!», y despertar a poco, vacías las manos y ¡llena la cabeza! A esos tales hábiles fisiólogos preguntaríales de buena gana, por ejemplo, si fue realidad lo del año 20 o pesadilla, si fue obra de sonámbulos lo del 23, o verdadero candilazo de moro en cantado, y si salen los sueños de muchas gentes de ahora por la puerta de marfil o por la de cuerno, según la clasificación que de los sueños ciertos y mentidos hizo Homero.

Adónde iríamos a parar con tal preámbulo y dónde despertaríamos, si nos dejaran, después de tanto dormir, ni es eso para pensado ni menos es para dicho. Retrocedamos, o vámonos siquiera más despacio, ya que así lo exigen las circunstancias; y antes de que me sospeche mi lector de malicia, confesaré que todo ese preámbulo conduce a contarle un sueño, que no ha mucho tiempo he tenido.

Fue el caso que dormía yo, y dormía hacía rato como cada hijo de vecino, con el tranquilo sueño de costumbre, cuando se me representó de pronto que había andado mucho camino, cosa que por cierto no era del todo verdad, como luego en despertando averigüé, y halléme en Bilbao poco más o menos, mezclado entre multitud de gentes que iban y venían con notable turbación y desaliento.

Ruido de armas sonaba por todas partes, voces y alaridos oía en derredor, chillones y quejumbrosos, como de quien está llevando una pesada zurra, y veía gran muchedumbre de facciosos fantasmas, que tal me parecieron, porque queriendo llegar a tocarlos luego se desvanecían. ¡Cosa más natural en sueños! «¿Qué hacemos aquí?», gritaban unos. «¿Qué hemos hecho?», clamaban otros. «¿Qué haremos?», pensaban los más. «¿Qué nos harán?», añadían algunos. «Estas fantasmas están adelantadas -dije yo para mí-: ahora se andan en las conjugaciones; mejor les fuera contentarse con declinar. Por lo visto -añadí- saben lo de Peña cerrada y lo de Vitoria». Y era así, que lo sabían, y que toda la algazara era motivada de hallarse esperando la decisión del que ellos llamaban su Gobierno. Fuime introduciendo como pude hasta la sala de la asamblea, y no fue poca fortuna; poco después de entrar yo, cerráronse las puertas, porque empezaba la sesión. Nadie echó de ver mi persona, porque aquellas gentes, ya de suyo, veían poco, y en aquellos momentos, sobre todo, no estaban para distinguir de colores. Componían la reunión parte de los de Bilbao, parte de los escapados de Vitoria. Había quien no quitaba los ojos de la puerta, quien hablaba volviendo atrás la cabeza a cada frase, creyéndose perseguido, y quien cantaba por lo bajo para espantar el miedo.

Levantose por fin uno que hacía de principal, y con voz mal segura:

-Señores -dijo-, no hay que tener miedo; no hagan ustedes caso de mí. Han vencido a los de Vitoria, pero a nosotros no nos vencerán.

-De eso yo respondo -interrumpió otro, colocándose las espuelas.

-En buen hora: procedamos entonces a deliberar lo que en tan urgente caso se ha de hacer. Señores, el error ha estado en reunirnos y querernos constituir en orden o gobierno; opino que nos desbandemos, y si nos llaman facciosos, ¿qué importa? A bien que las palabras no matan. Sabidas son las ventajas de esta especie de guerra. Tomadas, pues, las medidas que para satisfacer a nuestro pueblo bajo creemos necesarias, y publicada una proclama, que ya veremos de redactarla como podamos, por la cual se varíe la forma de nuestra existencia según las urgencias del momento, falta saber si habrá quien tenga ánimos para hacer la vida de faccioso andante...

-¡Todos -clamaron los presentes-, todos!

Alzáronse entonces varios de los concurrentes, salió de sus filas el más osado y dirigiéndose al Presidente con gran sumisión y respeto, imaginé hallarme de pronto trasladado a los antiguos tiempos de la caballería, según la petición, ceremonia y lenguaje que creí presenciar y oír. «¡Cosa increíble!», dirán algunos; pero como de esas cosas se ven en sueños, y como de esos sueños hay que verdades son.

-Dos veces, señor Rebeldísimo -comenzó: que tal era el tratamiento que se me figuró oír, como había de haber oído Excelentísimo, u otro semejante-, dos veces, señor Rebeldísimo, fui faccioso, y tengo para mí que es la vida que hay que hacer, y nada de esto de orden y gobierno, como han tratado, gravemente errados, Vuestras Rebeldísimas de plantearlo. Las causas perdidas, no nos hagamos ilusión ahora que el pueblo no nos oye, han de defenderse con gentes perdidas. Suplico a Vuestra Rebeldísima, pues, me atavíe y autorice para salir de población y no volver a obedecer a especie alguna de bando, ni forma de gobierno o junta, y para volver a los montes, de que nunca debiera haber salido, según es grande la necesidad que tienen de mí los despoblados; y me dé licencia de pelear en calidad de faccioso para enderezar los derechos del señor emperador Carlos V, nuestro amo y señor natural (que en paz descansa), los cuales tengo para mí que andan a la sazón en estos reinos un tanto cuanto torcidos.

-Levantaos -dijo el Presidente-, oh nuevo don Merino, y creed...

-No me levantaré, señor Rebeldísimo, mientras no me otorgue el don que pedirle intento; no me haga Vuestra Rebeldísima tan ignorante que no sepa, después de dos salidas que hice de mi aldea, con este mismo objeto de correr los montes como faccioso en honra de Dios y provecho mío, enderezando derechos de gente menesterosa y deshaciendo casas y otras frioleras; no me haga, repito, tan ignorante que no sepa que debo recibir la primera licencia de la Rebeldísima más inmediata, que luego las demás yo me las tomaré.

-Yo os lo otorgo -dijo contestando el Presidente en el mismo tono anticuado y quijotesco de aquella gente atrasada-, yo os lo otorgo y os hago faccioso, aunque vos os lo pudierais hacer solo, para que toméis libremente y sin escrúpulo de conciencia el dinero de las administraciones, como es uso y costumbre de caballeros facciosos; saqueéis a vuestro sabor los pueblos que alcancéis a ver; huyáis de los más y acometáis a los menos, como en buena ley de esta orden que abrazáis se observa; y para que toméis en boca el nombre santo de la Religión y del Trono, siempre que alguna de las mencionadas cosas penséis hacer; que con eso os seguirán los pueblos enteros como la soga sigue al caldero, y os llevaréis de calles a las gentes; y nombrad la religión aunque os las hayáis con enemigos más cristianos que vos, si cabe, que sí cabrá; pues eso no importa al intento.

-No me levantaré -añadió el andante faccioso mientras no me absuelva Vuestra Rebeldísima del voto que en una malhadada exposición hice de defender los derechos de la reina doña Isabel...

-¡Miren en qué se para el señor faccioso! -susurraron entonces las fantasmas todas.

-Yo os le levanto -repuso el Presidente-, a pesar de no ser necesario; que yo tengo entendido que el caballero faccioso puede jurar y perjurar como y cuando y lo que guste, en poblado o en despoblado, de palabra o por escrito, con tal que no haga ánimo de cumplirlo. Además de que yo tengo para mí que faccioso tan cumplido como vuestra merced, haría al jurar una restricción mental, como en muchos autores de estas cosas se encuentra...

-Sí hice.

-Tanto más, señor andante, cuanto que el toque de ser faccioso está en salir a correr el campo y no a jurar, y que si ha de correr el tal campo ha de ser por el caído, y no por el que mande; porque en otro caso no habría facción.

Asiendo en seguida de una espada, ciñósela, añadiendo:

-Con ella cortaréis cristianamente hasta la quinta generación, los miembros de aquellos que pilléis desbandados y que no reconozcan al gran don Carlos V, y aun en caso de apuro, a los que le reconozcan. Este bastón -añadió, dándole el suyo propio, con las iniciales A. S. en el puño, que debían querer decir a saltear- os servirá de mandar a palos.

Diole entonces un bofetón, en insignia y representación de los muchos que lleva diariamente su causa, y díjole:

-Dios haga a Vuestra Rebeldía muy buen faccioso y le dé ventura y aventuras.

En cuanto a dinero, camisas y espuelas, fue advertido que no las traía, y preguntole el que le armaba el porqué; a lo cual repuso que dinero no llevaba porque era sabido que un faccioso tenía dinero en todas partes donde lo hubiese, y que él pensaba ganar tanto y tan bueno en el primer encuentro, que no había de poderse contar; en lo de camisa, dijo que él no sabía que un faccioso hubiese usado nunca camisa; en punto a espuelas, contestó que él no había leído en ninguna parte -si bien no gustaba de leer- que llevasen los facciosos espuelas a sus expediciones, sino antes que había visto muchos que ni estribos llevaban, cuanto más espuelas; pero que si lo juzgaba conveniente tan gran faccioso como era el señor Rebeldísimo, que él daría la vuelta a su lugar, donde conocía a un negro a quien pensaba pedírselas prestadas, pena de la vida.

Díjole Su Rebeldísima a esto que nada decían los libros de las espuelas, como cosa que se callaba por sabida, y que reparase si no, cómo en todos los partes se aseguraba que se salvaban muchas veces los caballeros facciosos por la velocidad de sus caballos.

Dio, pues, palabra el faccioso de llevar espuelas, y en cuanto a lo del velar las armas, convínose que no las velaría, por hallarse el cabecilla Sarsfield algo cerca ya de Bilbao a aquella hora, y porque harto tendría que velar quien había de andar siempre a salto de mata; con lo cual se acabó la ceremonia, creyéndola yo ver repetir poco más o menos con los demás que a tanta distinción y a tan holgada vida aspiraban; y tomando en seguida todos para el despoblado con los que del pueblo quisieron seguirles, que fueron los menos.

Gran bulla y confusión se armó, al llegar aquí, entre las gentes que en la plaza esperaban tumultuariamente; desesperábanse los del Gobierno y pedían tiempo, pero como no fuera posible aplacar a la muchedumbre, cogió el Presidente un papel blanco, y con gran prisa y temor zurció una proclama con honores de decreto, y saliendo a la escalera, y puesto en el dintel de la anchurosa puerta, comenzola a leer en los términos siguientes, si mal no me acuerdo, y decía conforme yo la oí en medio de mi pesadilla:

«Fieles vasallos que ibais a ser del señor don Carlos V las cosas van de mal en peor, y se acercan las tropas del cabecilla Sarsfield. ¿Cómo han llegado hasta aquí?, se me preguntará. Ahí veréis. Vuestra Junta, sin embargo, no cree oportuno esperarle; vosotros mismos conocéis que todo encuentro con él sería desagradable. Vuestro Gobierno, pues, meditada su situación y que probablemente no podrá mandar donde manden las tropas de la Reina, por antiguas antipatías que entre unos y otros existen, ha pensado jugarles una burla y darles un brillante chasco; pensarán acaso que los esperamos, pero vuestro Gobierno no espera a nadie; quédense, pues, solos, y ahí les quedan las Provincias; nosotros imitemos al señor don Carlos V y sigámosle la paralela. Hijos, corred, volad, no ya a las armas, pero corred, corred adonde podáis. Ellos quieren que haya libertad de pensar y de obrar...».

-¡Qué escándalo! -gritó el pueblo.

-Si no queréis pensar, pues, salvaos. Vuestro Gobierno ha decretado lo siguiente:

«1.º El Gobierno del señor don Carlos V se desgobierna por sí y ante sí.

2.º En vista de que Su Majestad el señor don Carlos V, que decíamos, se ha atenido a la paralela que le sigue el cabecilla Rodil a lo largo del Portugal, declara al señor Carlos V nulo para el paso, y antes de desgobernarse, nombra por su sucesor al señor don Carlos VI, y así sucesivamente hasta el fin de la numeración conocida, si fuese necesario.

3.º Vuestro Gobierno, al desgobernarse, no queriendo separarse de lo usado en tales circunstancias, se lleva los fondos que tiene a su disposición, con el objeto de pasar a Francia o a cualquiera otra parte, pues es de todo rigor en esta clase de levantamientos que se salven las cabezas, y sólo sean cogidos y fusilados los pobres que se han sacrificado».

-¡Bravo! ¡Bravo! -interrumpió de nuevo el pueblo, enternecido, llorando a lágrima viva de entusiasmo y gratitud-. ¡Bravo! ¡Viva nuestro paternal Gobierno!

«4.º Vuestro Gobierno prohíbe a ninguno de vosotros que penséis ni sobre ese ni sobre otro particular ninguno; debiendo dejar la libertad de pensar y de obrar para los enemigos del señor ex Carlos V, quien tampoco piensa ni obra.

5.º Vuestro Gobierno autoriza a todo el que quiera, para salir a los campos a ser faccioso, y los gajes todos y manos puercas de esta especie de ocupación.

6.º Da por nulos los ejercicios todos que diariamente celebrasteis por espacio de mes y medio, para prepararos a recibir al enemigo, en vista de que ya no se le espera.

7.º El Gobierno, en fin, de Su Majestad el señor don Carlos VI, Rey por deposición de su augusto padre, quien le deja en herencia el cetro que nunca tuvo, os suelta y desata de todos cuantos vínculos os ligan a su causa, y renuncia generosamente a gobernaros, en vista de las vivísimas instancias que para ello le hace el cabecilla Sarsfield; pudiendo el que guste, a su llegada, manifestarse fiel a sus principios y su causa, y decirse oprimido y forzado, y demás fórmulas de estilo, hasta ocasión más favorable. Dada y tomada en Bilbao, antes del año 1.º, si cabe».

-¡Viva! ¡Viva! -gritaron a un tiempo los concurrentes.

Grave rumor oí entonces que se acercaba por las calles: «¡Sarsfield! ¡Sarsfield!», gritaban varios. «¡Carlos V!», añadían débilmente algunos; y tal gira se armó y tal zalagarda, que imaginé que me llevaban los diablos, es decir, los facciosos en cuerpo y alma.

Esparciose entonces en derredor progresiva y densísima oscuridad, que unos decían ser el crepúsculo de la mañana, y otros el de la noche, ni uno ni otro: era una opaca niebla que a mi entender se alzaba de la ría a proteger a los que huían. Veíase cada vez menos; oíanse truenos a lo lejos, y tiros a lo cerca; encontrábanse todas, unas con otras, las fantasmas, y se empujaban y me hablaban a manera de soplo frío, y con ruido monótono semejante al glu glu de botella que se vacía; palpábanme, y mi carne se estremecía. Doblábanse las sombras, y aparecían inmensos grupos al través. Por último, sucedió el silencio y desapareció aquella batahola de movedizas, vociferantes y apiñadas figuras; como agua que se desliza, se derramó y corrió fuera de las calles y plazas.

De allí a poco, al estrépito y acompasado estruendo de las cajas y clarines y de numerosos vivas a Cristina y a Isabel, creí ver que la niebla se desparcía y disipaba; seguíala yo por ver si era ella la que me ocultaba la inmensa muchedumbre del bando carlista; pero en vano tendía la vista por uno y otro lado. «Habrá quedado vacía la población», exclamé, pero Bilbao estaba allí, y más numeroso gentío que antes llenaba de nuevo las calles y las plazas; las ventanas estaban llenas de gentes, lleno el aire de vivas... Alguna que otra cara creí reconocer de las pasadas en la multitud... (cosas de sueños). Pero ¿y los facciosos? Ellos y la niebla, todo había desaparecido. El entusiasmo, en fin, y la apretura me despertaron dudoso y fatigado. «¿Fue sueño? -exclamé- ¿Fue realidad? ¿Y las provincias rebeldes?».

En aquel punto entró hasta mi lecho mi criado, y dándome un papel:

-Señor -dijo-. La Gaceta extraordinaria.

¡Viva Cristina! ¡Viva Isabel II! Las Provincias son ya nuestras, y allí ya la fiesta es acabada.

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La Revista Española, n.º 125, 1 de diciembre de 1833.