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El espejo. Conversaciones femeninas

Concepción Gimeno de Flaquer

Aunque nos hallamos reunidas para conversar, mis queridas señoras, no vamos a ocuparnos del prójimo, dejemos las conversaciones de boudoir y de salón en las que indefectiblemente se deslizaría la murmuración, al tratar por ejemplo, del famoso viaje de la diosa del agua, de la cruzada emprendida por algunos periodistas contra los empresarios de teatros, de la profanación que está sufriendo el laurel apolino desde que se ha ofrecido al espada Ponciano y de otras cosillas de actualidad, y pasemos al cuarto tocador.

En esta sagrada mansión, en la que jamás deja penetrar la mujer discreta, ni al novio, ni al primo, ni al marido, podremos presentar el alma sin velos, como nunca deben verla los hombres, porque el alma tiene también pudor. Quitémonos un rato la eterna careta que tanto nos sofoca y que estamos obligadas a soportar, y demos expansión a nuestro pensamiento para que se revele una vez siquiera, sin eufemismos, sin ambages, sin perífrasis, rindiendo culto a la verdad, a esa invisible diosa que ha llegado a quedarse sin templo, sin altar, sin sacerdotes.

Hallándonos en el tocador lo más oportuno es hablar del espejo; raciocinemos sobre su decantada fidelidad.

La fidelidad del espejo es negativa cuando es consultado por una mujer: ella busca diferentes combinaciones de luz para que reflejen sus facciones sin abultarse, hace ejercicios geométricos para medir alturas y distancias, estudia la manera de colocarlo más hábilmente, y tras de tantas supercherías, el espejo acaba por adularla, que es lo que ella anhelaba inconscientemente. Es inútil advertir que cuando una mujer consulta el espejo, no es para hacer experimentos científicos, sino para averiguar los grados de belleza que posee, y en tan crítico momento no es posible que su razón sea buen graduador.

¿Acaso pueden alardear los hombres de tener la razón serena momentos antes de librar formidable batalla, o cuando alguna evolución política les permite vislumbrar una cartera ministerial?

Ya lo sabéis lectoras, la belleza es para nosotras más que todo esto, porque representa martirio o gloria, derrota o triunfo. Una mujer bella alcanza todos los homenajes, todos los acatamientos: posee un cetro que le permite ser déspota sin que se pronuncien sus súbditos. Ser bella, es asumir los mejores títulos, es tener el derecho de ejercer la tiranía, y no podemos menos de confesar ahora que estamos solas, que nos encanta ese derecho; es en suma ser omnipotente, invulnerable, infalible.

Nada importa que el espejo esté bien bruñido o bien azogado; una mujer fea lo encuentra siempre empañado.

No hay nada más falsario que el amor propio femenino, ¿verdad señoras? Él nos presenta un cristal convexo para mirar a nuestras rivales, al través del que aparecen horribles, él nos ofrece un engañoso cristal para juzgarnos a nosotras mismas, tan indulgente, tan benévolo, que hasta los defectos nos parecen primores.

El amor propio crea un estrabismo en nuestra razón que no nos permite mirar bien; desarrolla una hinchazón en nuestro criterio, que no es comparable con la mayor hipertrofia física.

El amor propio es nuestro mayor enemigo: él tuerce nuestra rectitud, enferma nuestra sindéresis, debilita nuestros nobles impulsos, hace vacilar nuestros buenos propósitos; es un seductor audaz que conoce el lenguaje de la voluptuosidad, con el que se apodera de nuestros sentidos haciéndonos caer.

No, no hay verdad en el espejo en que se mira una mujer, porque al mirarse, el amor propio, que es la mentira, se asoma a sus ojos.

Hase hablado mucho de la gran pasión de las mujeres por las joyas; esto no es exacto, la gran pasión de la mujer es el espejo.

Confíanle sus cuitas la mujer seria, la frívola, la joven, la vieja. Acarícialo con candor la virgen inocente, dirígele fogosa mirada la mujer sensual, hácele cómplice de sus estrategias la coqueta.

El espejo tiene en su mutismo, un lenguaje convincente para la mujer; es agradecido porque le devuelve las sonrisas y miradas que le dirige, es reservado porque no revela lo secretos de que es conocedor: encerrad a una mujer en una habitación sin sol, mas no la encerréis en una habitación sin espejo.

El amor al espejo es en la mujer la prolongación del amor a sí misma; la mujer ama al espejo como ama a la plancha fotográfica, porque uno y otra centuplican su imagen que no se cansa jamás de ver reproducida.

Este amor al espejo es muy antiguo en nosotras, señoras mías. Ya recordaréis que al abrir Eva los ojos a la luz, lo primero que buscó fue la tersa superficie de un lago para ver reflejada su gentilfigura: aquel lago fue el primer espejo del perdido paraíso.

El espejo viene representando un importante papel desde la antigüedad: han existido espejos mágicos en los que los astrólogos pretendían leer lo que ocurría en países lejanos y lo que había de suceder en lo futuro.

Según algunos historiadores, Arquímedes quemó las naves romanas que habían sitiado a Siracusa, con un espejo, hecho que no se ha confirmado, pero que produjo, muchas discusiones entre los sabios. El famoso espejo ardiente de Arquímedes era una especie de espejo ustorio, el cual se forma de un cristal cóncavo de una superficie muy tersa por cuyo medio se reflejan los rayos de calórico reuniendo su actividad, de suerte que en el punto que llaman foco, abrasa cualquier cuerpo que se le presenta.

Según Eurípides, existían ya los espejos de oro en la época de la guerra de Troya, pues en su tragedia Hécuba, habla de ellos refiriéndose a las cautivas troyanas: Platón y Jenofonte mencionan el espejo, Pausanias refiere haber visto uno incrustado en el muro de un templo. El espejo adivinatorio tuvo gran importancia en los altares de Ceres.

Séneca, censurando el lujo de las mujeres de su tiempo, dice que tenían espejos tan grandes como el cuerpo humano: en esos espejos se empleaban como adorno plata, oro y piedras preciosas, con lo que alcanzaban precios fabulosos.

Los egipcios usaban espejos de metal, habiendo sido muy famosos los del templo de Hielópolis. Los primeros espejos de los griegos componíanse de una mezcla de estaño y cobre; a estos, siguieron los espejos de plata que alcanzaron en Roma gran favor: Pompeyo los tuvo muy artísticos. Los mejores espejos de la antigüedad fabricáronse en Corinto.

Los primeros espejos de cristal vinieron de Sidón, metrópoli de Fenicia, que hoy se llama Saida. Los romanos hicieron espejos de obsidiana, los aztecas de una piedra semejante, a la cual llamaron iztli.

En el imperio de Nerón descubriose una piedra, de alabastro gris, que se denominó piedra especular porque se empleó en espejos; tenía en las literas de las damas el lugar que tiene el vidrio en nuestros carruajes. Nerón dispuso que el famoso templo de la fortuna llamado casa de oro, se decorase con la piedra phengitès que reflejaba los objetos como el cristal azogado de hoy. El emperador Domiciano que vivía siempre inquieto temiendo a sus muchos enemigos, quizás porque le acusaba la conciencia, rodeó su palacio con muros de esa piedra para averiguar si le acechaban.

Demóstenes estudiaba sus actitudes ante un espejo preparándose para pronunciar un discurso, como las estudia la coqueta, en cuyas redes pretende enredar a sus amantes.

En las ruinas de Pompeya y Herculano se han encontrado espejos de acero. El templo que tuvo más espejos en la antigüedad fue el de Venus, lo cual no es extraño, siendo la más bella de las diosas; su estatua era giratoria y por cualquier lado que se volvía encontraba reproducida su imagen. En cambio, en el templo de Minerva, jamás se halló un espejo; lo que denota que siendo este objeto artístico empleado para satisfacer la vanidad, tenía que desdeñarlo la severa diosa que representa la prudencia, discreción y sabiduría.

Cuando se dice, señoras mías, que una mujer puede entregar su espejo a Venus, quiérese significar que ya no es joven. Este símbolo se ha tomado de una anécdota ateniense, en la que se cuenta que una griega notablemente hermosa, al verse en el rostro las primeras arrugas y en el cabello las primeras canas, indignose contra el espejo que le revelaba su derrota, y tomándolo bruscamente, salió a la calle y lo depositó en el altar de Venus con esta frase: «Toma tú que eres la única cuya belleza no se marchita jamás».

Procuremos adquirir virtudes y méritos, queridas señoras, y de este modo cuando hayamos dejado de ser jóvenes, en vez de enfadarnos con el insensible cristal que tanto nos ha deleitado y que ya no sabe adularnos, nos miraremos en el espejo de nuestra conciencia, único espejo inalterable, y sonreiremos satisfechas.

México, febrero de 1890.