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El debate de Almagro

Domingo de Yndurain



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José Monléon me ha pedido que haga en este artículo un esquema de las ponencias presentadas en las II Jornadas de Teatro Clásico Español que se celebraron en Almagro. Se trata, creo, de presentar las diferentes respuestas que se han dado al problema de la «Lectura actual de los Clásicos», tema de dichas jornadas.

Debo advertir que yo no estuve en Almagro; dispongo, eso sí, de los textos que fueron leídos en las jornadas y sobre ellos trataré de trazar el esquema que se me pide.

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En principio, habíamos pensado -o había pensado Monleón- seleccionar una serie de textos que pusieran de manifiesto las diferencias existentes entre la llamada crítica «universitaria», esto es, la erudita o arqueológica, y la de los «hombres de teatro», preocupados fundamentalmente por la representación viva y actual de los textos clásicos. El simple enfrentamiento de las ponencias, en los párrafos más significativos, debería dar lugar -pensábamos- al contraste de perspectivas y actitudes que ante el teatro clásico mantenían unos y otros; todo ello presentado de manera aséptica y objetiva desde el momento que se dejaba hablar libremente a los ponentes, sin otra interferencia del articulista que la selección de los párrafos u opiniones más representativas. Pronto, sin embargo, comenzaron a aparecer las dificultades: la primera fue obvia, me refiero a la creencia de que ya la mera selección de textos supone una interpretación; interpretación que se acentúa desde el momento en que los párrafos se «montan» para evidenciar diferencias, contrastes o analogías. Por otra parte, después de leer las ponencias, me pareció que la existencia de dos tratamientos era mucho más aparente que real y que, en el fondo, «eruditos» y «hombres de teatro» participaban de los mismos condicionamientos y, como era de esperar, buscaban poco más o menos lo mismo al estudiar nuestro teatro clásico.

En consecuencia, he decidido interpretar directa y explícitamente las ponencias leídas en Almagro, analizar sus contenidos y significaciones desde mi propia perspectiva, añadiendo comentarios, reflexiones y propuestas. De esta manera renuncio al enmascaramiento de la «presentación aséptica» dando entrada a mis opiniones para que el lector pueda separar por su cuenta lo uno de lo otro.

Ya antes de analizar las ponencias concretas o, en general, los estudios de unos y otros, las ideas recibidas avanzaban dos tipos de actitudes características: los críticos universitarios adoptarían una actitud arqueológica consistente en reconstruir la obra en su texto original y en averiguar el sentido que tuvo para sus lectores u oyentes de la época, situándose en el corte diacrónico propiciado por la metodología. Por contra, los hombres de teatro dedicarían todo su tiempo a resucitar los clásicos para el espectador actual. Pues bien, la dicotomía simplificadora se revela falsa a poco que se profundice en los planteamientos de unos y otros, como vamos a ver.

Todos los críticos y estudiosos del fenómeno teatral -tanto los que participaron en las Jornadas de Almagro como los que no- parecen estar de acuerdo en considerar nuestro teatro clásico efectivamente como teatro clásico, es decir que se trataría de obras que hoy siguen conservando valores para el hombre actual, son ejemplares para la creación y la recepción del momento presente, aunque disientan en que es lo vivo, cómo se accede a ello, etc. Esto significa que unos y otros, todos renuncian al estudio arqueológico del teatro del Siglo de Oro, sustituyéndolo por la perspectiva histórica, es decir, la que pone en relación el pasado con el presente, y el presente con el futuro: conocer nuestro pasado sería así una forma de explicar el presente, y recuperar el sentido de los textos supondría descubrir aspectos del presente escondidos o enmascarados. Parece claro, pues, que todos defienden la necesidad de un estudio filológico de las obras clásicas; otra cosa es que se queden sólo en eso o vayan más lejos.

En cualquier caso, nadie defiende -y me parece muy positivo- la actitud casi violenta que sólo ve en la obra clásica un motivo de excusa para hacer otra cosa, para crear otra obra, más o menos inspirada en el texto base, donde la fidelidad al sentido o a la forma original es pura anécdota. No obstante, si en la teoría esto parece muy claro, lo cierto es que en la práctica se ha producido con una cierta frecuencia; por supuesto que un autor es muy dueño de hacer lo que lo parezca bien y nadie puede prohibírselo; queda la justificada respuesta de quien compró entradas atraído por un autor o un título y luego se encuentra, por ejemplo, con que le han dado gato por Lorca.

Pero dejando esto, caben dos posibilidades fundamentales:

1). La de aquellos que propugnan un respeto y una fidelidad absoluta al texto original de la obra clásica y a la forma en que era presentada a sus contemporáneos. Por ello, entre otras cosas, se preocupaban de los recursos escénicos (J. E. Valey), el contexto literario (Luciano), el ambiente cultura, los condicionamientos sociales (Maravall y Díez Borque), etc. Como se ve por los nombres citados, esta posibilidad suele ser cultivada por la llamada crítica universitaria.

Se puede pensar, sin embargo, que esta finalidad es estéril ya que al variar el contexto, la obra -si se mantiene en toda su pureza- no se entiende o, lo que quizá es peor, no interesa a los espectadores actuales que no consaben ni comparten los valores de los oyentes de los Siglos de Oro. En consecuencia, se plantea la segunda posibilidad que consiste en la necesidad de:

2). «Traducir» la obra, traducción o adaptación que se puede realizar de dos maneras o con dos procedimientos. Uno de ellos, a) trata de lograr un efecto equivalente al que producía la obra en su momento; el otro, b) intenta «salvar» aquellos aspectos todavía vivos y actuantes en el presente, aunque enmascarados quizá por la lengua, condiciones escénicas, etc.

Entre las dos posibilidades, a y b, todo tipo de combinaciones son posibles, pero sin olvidar que a una mayor fidelidad arqueológica corresponde -dicen- un mayor alejamiento del presente y, en consecuencia, mayor incomprensión y desinterés. No es difícil espigar unas cuantas frases en las ponencias que ejemplifiquen las distintas posibilidades señaladas.

Por ejemplo, es evidente la preocupación de Monleón en obtener una lectura actual de los clásicos, por ello su ponencia empieza con estas palabras: «Si Lorca se había planteado la representación sencilla y fresca de nuestros clásicos ante públicos populares...», o cuando señala: «Creo que Adolfo Marsillach, como actos y director, fue quien se planteó con más seriedad el tema de un posible rejuvenecimiento de nuestros autores del Siglo de Oro, es decir, el que fueran realmente clásicos y no piezas de museo»; lo mismo parece indicar Ruiz Ramón cuando escribe: «Empezaré con la siguiente afirmación: todo nuestro teatro clásico está esperando ser puesto a prueba», y Monleón explica: «los últimos montajes registran una profunda desconfianza en los textos. Es decir, que no se trata de directores que crean en la substancia y en la forma dramática en cuestión y que luego se planteen los modos de materializarla en un escenario, sino de directores que empiezan dudando de las posibilidades -formales, comunicativas y de vigencia temática y dramática- de los textos ante un público de hoy.»

En efecto, esa desconfianza existe, y es lo que da lugar a las dos posibilidades de adaptación a que antes me he referido. La posibilidad 2-a se puede ejemplificar en las opiniones de Cesar Oliva, que señala la distancia entre texto y escenario: «La fundamental idea que los semiólogos dividir de forma expresa lo que puede ser motivo de semiosis escénica y lo que es de semiosis libresca. Nunca como ahora podemos valorar más y mejor lo que significa estudiar semióticamente un texto en cuanto hecho escénico o en cuanto hecho literario», observación muy justa que, sin embargo, afecta por igual a la literatura moderna y a la antigua, aunque, quizá, en ésta resulte más claro el contraste. La distancia entre literatura y escena es un problema muy complejo que no es éste el momento de tratar, pero es que César Oliva lo engarza con la lectura y la escenificación de los clásicos: «El director estudia sólo signos teatrales, que proceden de los libros o de su condición de artista, y que se transforman en escénicos por el hecho de la representación. Es una lógica y coherente prolongación. El director difícilmente valorará un signo escénico inexistente -todavía en su imaginación en fase de gestación- pero sí lo hará de su provocador, encontrando en el baúl de posibilidades que su entorno cultural le brinda. Y es en ese baúl de posibilidades donde estimo que la semiología ofrece una ordenación sistemática de los materiales a estudiar, y donde, en efecto, puede empezarse a hablar de una ciencia de la puesta en escena, alejada de improvisaciones y mimetismos». Más adelante, tras reflexionar sobre las refundiciones de textos clásicos en el XVIII, acaba con las siguientes conclusiones: «La dificultad de un texto arcaico, el lenguaje en verso, etc., son obstáculos poco fáciles de superar. Pero, sin embargo, el paso del tiempo hace mella sobre determinadas partes del texto y hace obvias otras. El adaptador, en ese momento, adquiere la enorme responsabilidad de seleccionar de todo un drama el porcentaje suficiente para, como hoy se dice, dejarlo vigente y al gusto actual. Difícil tarea, pero atractiva al mismo tiempo, pues en la eternidad de la obra de arte está el vigor de los clásicos. La estructura superficial de una obra pone de relieve el tipo de formación de cadenas en sus secuencias. Estas dibujan unos contornos de secuencias medias y microsecuencias muy concretas, cuyo análisis posibilita saber, entre otras cosas, la variedad en la formación interna de sus elementos. Planteadas todas las cadenas secuenciales, no es difícil apreciar si ellas tienen determinadas coincidencias. Secuencias, o secuencias medias, de idéntico trazado, motivado por personajes comunes, pueden sustraerse sin dañar en exceso el contorno general, y siempre que las funciones que cumplan se repitan asimismo en otras secuencias. Porque hay que pasar inmediatamente a hacer la semiótica, esto es, a estudiar su estructura profunda, para valorar los tipos de funciones que plantea. La existencia de funciones del mismo grado hace asimismo sustraíbles tales partes del texto, así como la aparición de funciones cuyo sentido disminuye con el tiempo. La movilidad de la función del signo está en idéntica proporción que la del propio signo, desmostrada por Honzl, y, de esta manera, funciones que en su momento tuvieron especial vigencia, hoy día apenas poseen capacidad comunicativa de relieve. Las funciones que cumplen los signos que emite un personaje ofreciendo una descripción (Don Gonzalo contándole al rey Alonso, en su residencia sevillana, cómo es la vida en Lisboa; El burlador de Sevilla, acto II), han evolucionado notoriamente de su nacimiento acá. De ahí que sea imprescindible valorar convenientemente el interés de las funciones de los signos». Se trata, pues, de establecer una serie de procedimientos mediante los cuales el director de escena puede comunicar, variando determinados signos, a espectadores actuales lo que la obra en cuestión comunicaba a sus contemporáneos. Esta actitud implica la necesidad de estudiar la obra según criterios filológicos, la posibilidad I) será una etapa imprescindible. E implica, también, que César Oliva cree que el sentido global de las obras clásicas sigue siendo válido hoy en día, variando, solamente, los medios, instrumentos, procedimientos o signos -como se quiera decir-, de comunicación.

También Martín Recuerda opina que el valor central de las obras del pasado sigue funcionando hoy, especialmente porque -para él- ese valor es algo abstracto, intemporal, casi metafísico. La diferencia fundamental con César Oliva es que Martín Recuerda cree que ese valor hay que descubrirlo, desenterrarlo de la faramalla de elementos enmascaradores e inútiles que lo ocultan; así, por ejemplo: «Si lo mítico en La Celestina es la destrucción de todos los valores sociales y religiosos establecidos, por esta razón se relaciona con las grandes creaciones del drama o tragedia universal». O bien: «Por ese camino, hasta ahora, veo la línea más clara de la posible universalidad de nuestros clásicos, o sea, clásicos que en sus obras ni ensalzan virtudes raciales, ni llevan la consolación, sino que desenmascaran a la sociedad para decirnos así sois, haceros mejores». También en su análisis de las obras de Calderón se revela con claridad esta actitud. Si César Oliva mantenía lo que podríamos llamar una posición técnica, Martín Recuerda basa su planteamiento en el criterio de verdad/mentira, muy próximo, para él, al de utilidad, al de una determinada utilidad: «Así sois, haceros mejores»; y, en sentido contrario, rechaza la validez de las obras mentirosas (o inútiles): «Pensando con Descartes, creo que si la obra dramática para llegar a una comunicación tiene que seguir esta manera de Lope, el teatro nacional español es una gran mentira que hoy yo no puedo aceptar. Si el espectador sigue al dramaturgo porque lo que quiere oír son verdades engañosas, el teatro así, hoy, no tiene razón de ser. Esto nada quita a los valores dramatúrgicos de Lope; del Lope poeta y dramaturgo que tiene su magia y misterio para el arte de la comunicación artística; belleza que trasciende en la dignificación de un ser humano o de un pueblo entero».

Con este tipo de afirmaciones y distingos entramos de lleno en la posibilidad I-b, esto es, la que elige del total de una obra aquellos aspectos hoy útiles, interesantes, divertidos... para el espectador actual (léase el crítico); para ellos la lectura actual supone potenciar esos rasgos positivos y, al mismo tiempo, subordinar o eliminar los -hoy, para ellos- anecdóticos, circunstanciales... o, en último término, inútiles por falsos.

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El representante más extremado de esta actitud es Ruiz Ramón, si yo he entendido bien lo que quiere decir, cosa de la que no estoy nada seguro. Monleón, por su parte, se sitúa en una posición intermedia, ambigua a veces. Por una parte, rechaza el aprovechamiento parcelado de las obras y defiende la reproducción, mediante los procedimientos necesarios, del sentido global y original de la obra: «Quiero subrayar que mis apreciaciones no suponen la defensa sistemática del uso pretextual de los clásicos, es decir, de su actualización puramente anecdótica. Crear o formar paralelos entre personajes o situaciones de la obra y personajes o situaciones de nuestro tiempo puede ser también un modo de banalizar a los clásicos. Es decir, otra, forma de menosprecio. El problema es otro. Se trata de desentrañar las significaciones del drama para la sociedad de su tiempo, y, a través de ellas -y, por lo tanto, del drama, en cuanto propuesta poética concreta-, de las que pueda tener hoy entre nosotros». Constata las dificultades, la lejanía: «Y cuando esa ocasión se producía, nos encontrábamos con un espectáculo que parecía siempre el mismo, con actores agobiados por el vestuario, diciendo unos versos difíciles de entender. Los clásicos, en fin, no tenían nada que ver con nuestra vida, como no lo tenía el Imperio con la asustada España de los años cuarenta». Parece aquí como si Monleón coincidiera con César Oliva en ver en determinados signos (en este caso el vestuario o los versos) elementos distanciadores que deberían ser sustituidos por sus equivalentes actuales, a fin de conseguir un efecto equivalente al histórico, pues para los hombres del Siglo de Oro aquel vestuario es el normal; no creo que la España Imperial, por otra parte, no tuviera nada que ver con la de los años cuarenta, pero dejando esto ahora, tenemos que, sin embargo, Monleón valora positivamente el procedimiento 2-b: «Y el hecho de que en Los siete Infantes de Lara predominara la sensación de la crueldad y de la sangre, en lugar de hermosear la hecatombe con la máscara del honor, nos pareció una respuesta ideológica llena de sentido. Eso aclara los niveles de momificación con que solían aparecer los dramas clásicos. En aquella versión de la obra de Lope, la escena ya no era una ilustración escolar de la historia. Las pasiones pesaban lo bastante para que la historia fuera el resultado de las acciones de los personajes y no la página escrita antes de alzarse el telón». Si yo entiendo bien, lo que aquí dice Monleón es que el valor actual de la obra se ha conseguido mediante el procedimiento de potenciar los elementos de crueldad y reducir la importancia del sentimiento del honor. Había que preguntarse hasta qué punto esa alteración del centro de gravedad de la obra no altera también el sentido histórico o, si se prefiere, arqueológico de la obra.

Ruiz Ramón se refiere, como todos, al problema central para una lectura actual de los clásicos: «El hombre de teatro tendrá que plantearse correctamente esos problemas, teniendo siempre en mente esa difícil relación dialéctica entre el significado pasado y el sentido presente del texto clásico»; para él, la respuesta al problema es la selección de aquellos aspectos que hoy siguen interesando o que hoy sí interesan: «Desde la perspectiva de los conceptos citados, el problema del por qué y para qué de la puesta a prueba de nuestro teatro clásico queda así conectado con, a la vez que exigido y justificado por la necesidad que cada generación, en su específico momento histórico y en función de la problemática que le es propia, fundada como está en el sistema -conceptualizado o no- de ideas, vivencias, convenciones, valores, preferencias, fobias, y urgencias, tiene de materializar, actualizar o concretizar por referencia precisamente a ese sistema, la estructura de la obra en cuestión, si se quiere que ésta signifique de nuevo realmente algo capaz de provocar una nueva respuesta que sustituya, al sustituir la imagen que la obra provoca, aquellas respuestas -las propias de otras generaciones históricas- que ya no pueden satisfacernos». Me parece entender que Ruiz Ramón quiere no producir la misma respuesta con otros medios (como proponía César Oliva), sino producir otra respuesta con otros medios. Y el criterio, como era de esperar, se basa en la verdad o utilidad de la respuesta provocada en el espectador por la obra; así, ejemplificando con No hay mal que por bien no venga, de Ruiz de Alarcón, escribe del protagonista de la obra: «Con su actitud don Domingo muestra no sólo su independencia frente a las convenciones sociales, ni sólo la primacía de la moral personal, estribada en principios firmes y racionales, frente a la convención moral, estribada en apariencias, sino también la falsa racionalidad de ese mundo social». La racionalidad de Ruiz de Alarcón coincide con la de Ruiz Ramón, sus enemigos son también los mismos; en consecuencia, la obra es válida para el espectador actual; y siempre que ese tipo de crítica a la falsa racionalidad de ese mundo social se encuentre en la obra podrá aceptarla el público de hoy, Claro que éste es un ejemplo privilegiado; habitualmente, -dice Ruiz Ramón- «no debemos buscar en nuestros textos clásicos la crítica de la sociedad como crítica explícita», sino, claro, como crítica implícita que al crítico o al hombre de teatro le toca situar en primer plano para actualizar la obra en cuestión.

Ruiz Ramón representa aquí el nexo entre los «hombres de teatro», ámbito al que pertenece, y la llamada crítica universitaria, por lo menos cierta crítica universitaria. Especialmente con la crítica de Maravall o de Díez Borque.

En la ponencia presentada a las Jornadas de Almagro, Maravall se mantiene en un nivel general en el que establece la relación entre literatura y sociedad: «Saber algo de la sociedad es alcanzar a saber algo del teatro; pero, a su vez, investigar lo que es el teatro es, en unas circunstancias determinadas, penetrar, por una vía especialmente interesante, en el conocimiento de una sociedad»; ahora bien, este academicismo «desinteresado» deja paso en algún momento a otra visión, a la visión de la «sociedad en crisis del siglo XVII y teatro ilusionista al servicio de los mitos conservadores del Barroco», donde la relación entre sociedad y teatro se contempla en clave política y donde el grupo mitos conservadores resulta revelador, especialmente en cuanto conecta con otros trabajos literarios del profesor Maravall, pienso, por ejemplo, en El mundo social de la Celestina, en La oposición política bajo los Austrias y, sobre todo, en Literatura y sociedad en el Barroco. En todos ellos es fundamental la búsqueda y mise en relief de un acto, escena, estrofa o verso que ponga en solfa el orden Imperial; esa crítica social y política es, para Maravall, el rasgo definitorio de las obras válidas. Y esto es así porque, a pesar de todo el bagaje erudito, «arqueológico», desplegado por Maravall, lo cierto es que su interés se centra no en la descripción sincrónica de las relaciones texto literario-sociedad, sino en la utilidad que esos «descubrimientos» pueden tener en el momento presente: un texto clásico será más interesante y valioso, más vivo -para él- en tanto en cuanto proporcione críticas que puedan afectar al presente, sea útil ideológicamente. En algunos momentos, la necesidad de aliados hace que no se olvide el crítico de la relación texto-sociedad, pero sí de la de todo fragmento con el contexto literario en el que aparece. Así, determinados versos o frases son aisladas, se toman por sí mismas, como planteamientos absolutos y suficientes, de manera que determinadas formantes resultan privilegiadas en detrimento del conjunto. Con ello, el sentido de la obra (y el sentido del verso o la frase aislados) resultan alterados para adecuarla a los intereses del momento presente. No es un estudio arqueológico, ni siquiera un estudio histórico; es algo que se acerca mucho a la posibilidad wildeana en cuanto el texto clásico sirve solamente de pretexto o motivo para decir otra cosa, lo que de antemano se necesitaba decir.

Monleón, como quien lo ha sufrido, ve muy bien el conflicto: «El mismo interés del pensamiento oficial en legitimar a los clásicos como grandes monumentos del pasado y fuentes del pensamiento imperial, suscitaba el deseo de la respuesta contraria: la de darles vida y alumbrar sus contradicciones».

Por su parte, Diez Borque, en sus libros, sigue en cierto modo la línea marcada por Maravall; en la ponencia de Almagro, dedicada al público de los Corrales, adopta un enfoque descriptivo, aséptico; quizá en algún caso, en algún párrafo, se pueda ver otra cosa, por ejemplo: «Hay que tener presente que la reunión de tantos públicos en el mismo público no significa homogeneidad en el sistema de valores, como se ha pretendido, aunque haya unas bases de coincidencia [...] en el siglo XVII en el mismo lugar de representación, la misma obra teatral estructuraba distintos niveles de significación».

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En resumen, una parte de la crítica universitaria no hace crítica arqueológica, en absoluto, ni siquiera exclusivamente histórica desde el momento que vivifica los textos clásicos, adaptándolos a la realidad presente en dos aspectos complementarios o, quizá, contradictorios. Por una parte denuncia la falsa unanimidad ideológica del Siglo de Oro, las contradicciones internas, etc.; esto para oponerse a la unanimidad falsa de la Dictadura cuyo espejo, era, precisamente, ese pasado imperial, roto el espejo -o roto el modelo-, el sistema totalitario basado en la aceptación general y no en la opresión queda desenmascarado al desenmascarar la imagen de referencia o, en el peor de los casos, queda como un caso único, extraño y raro, poco convincente y verosímil, pues, para cualquier observador atento. Por otra parte, estos estudiosos buscan aliados para sus propias ideologías, aspectos positivos ahora; de ahí salen las reflexiones sobre el populismo de Lope, el progresismo racionalista de Alarcón, la tolerancia de Tirso, etc. Y los estudiosos del teatro no están solos; por citar una sola actitud semejante, recordaré la faceta destructiva, crítica; negadora de la ideología oficial, representada por La reivindicación del Conde don Julián; la otra faceta es la que sostiene Carlos Blanco Aguinaga, en De mitólogos y novelistas, cuando reprocha a Goytisolo haber atendido sólo a los aspectos negativos, olvidando la gran cantidad de aliados presentes en nuestra historia.

Así pues, los dos tipos de crítica teatral coinciden en muchas más cosas de lo que pudiera parecer a primera vista: la finalidad es la misma aunque haya diferencias en el método o, más, que en el método, en el aparato retórico.

En definitiva, todos buscan traer el teatro clásico al presente y utilizarlo como instrumento en sus respectivas luchas ideológicas; hay, eso sí, diferencias de grado, matices, etc., en que se manifiesta este teatro de combate, político y, en todo caso, didáctico o pedagógico, como hemos visto en Martín Recuerda. Y, sin embargo, el arte es libre, no siempre ofrece «armas», puede ofrecer otras cosas que quizás en un momento de urgencia sean, o parezcan, inútiles. Esa «inutilidad» depende de la capacidad del receptor: la irritación que determinados textos no combativos producen revelan la polarización unidimensional del receptor, no la vaciedad del texto porque en cuanto receptores (no en cuanto conceptualizadores) perciben o experimentan -malgre eux- unos valores que, sin embargo, no son los que convienen a sus intereses inmediatos. Son, por ejemplo, los «valores dramatúrgicos de Lope» de que habla Martín Recuerda. Estos valores son, efectivamente, inútiles para una finalidad concreta, coyuntural y, esperemos, pasajera.

El fenómeno está ahí y puede explicarse, al menos en parte. La causa más obvia y evidente es la lucha contra la Dictadura que polariza las energías intelectuales en un sentido muy concreto, en una sola dirección que acaba borrando o atenuando cualquier posibilidad que no contribuya al anhelado final, cada día más próximo y más urgente; tras tantos años de estar en lo mismo, en muchos casos se ha llegado a condicionar el reflejo: la respuesta surge de manera automática aun cuando el estímulo sólo sea ya una señal, vacía de contenido, de realidad. Pero hay más causas de esa actitud, por ejemplo nuestro ahistoricismo; Monleón señala lo siguiente: «El teatro, en lugar de un arte intemporalizado, se nos mostraría como la expresión de una época, a la que podríamos acceder desde la nuestra, gracias a la representación. Y no me refiero a una aproximación de orden erudito o arqueológico, sino a una aproximación real y viva, en tanto que nuestro tiempo y nuestra condición están implicados en el pasado». Y precisa el enfoque poco después: «Se diría -quizá como ruptura de tanta propaganda de las pasadas grandezas- que somos una colectividad mayoritariamente convencida de la inutilidad de nuestra Historia, de lo estéril del encuentro con las obras dramáticas que encarnan los conflictos y las actitudes estéticas del pasado» [...] «Las sociedades no incrementan su lucidez desentendiéndose del pasado, sino todo lo contrario».

De las dos posibles actitudes ante las obras del pasado, los críticos, en general, optan por la continuidad, esto es, la que consiste en arrancar la obra de su tiempo (con más o menos marco o contexto pegado a su alrededor) para traerla al presente y ver qué nos aclara -aquí y ahora- de los problemas que tenemos entre manos. En general, no se plantea la otra posibilidad que, a mi manera de ver las cosas, es la más literaria, la más teatral y, en definitiva, la más enriquecedora: me refiero a la que consiste en ir o llevar el espectador a los problemas y condiciones de la obra, superando el extrañamiento inicial previsible para «meterle», viviéndolo como si fuera suyo, en ese mundo ajeno, precisamente por lo que tiene de ajeno.

A mí, la primera da las dos posibilidades me recuerda la mentalidad medieval en cuanto trataba de recuperar las obras clásicas adaptándolas a sus problemas: es lo que hace el autor del Libro de Alexandre, cuando habla del conde Don Demóstenes, convocan a concejo general o concluye afirmando que Alejandro supo dominar toda la tierra, pero no supo vencerse a sí mismo. Por contra, el Renacimiento, como señaló Panotsky, se produce cuando los hombres ven el pasado como tal pasado, diferente del presente e irrecuperable... y van hacia él.

Hoy por hoy se prefiere, casi diría que sólo se percibe, la posibilidad medievalista, quizás a causa de nuestra incultura, quizá por el solipsismo que caracteriza nuestra actitud vital; quizá por nuestro absolutismo que nos lleva a no ver más que nuestra verdad, y verla como verdad única y absoluta despreciando como hojarasca, adorno, etc., todo lo que no sirva para apuntarla... o para combatirla. La perspectiva del Renacimiento cuenta con pocos defensores y, sin embargo, las personas dedicadas al teatro deben poseer una especial sensibilidad para ella. En efecto, a nadie se le ocurriría decir que puesto que él no es celoso o no es dubitativo, las figuras de Otelo o de Hamlet no le interesan porque no le afectan, que sólo le parecen valiosos aquellos rasgos -periféricos- de carácter que en aquellos personajes coinciden con los suyos. Un actor encarna caracteres que no son el suyo, se mete en ellos; un buen actor hace que el espectador participe con él de ese carácter. Un director hace que los actores y espectadores vivan obra. Quizá así se pueda tomar conciencia desde dentro de las variedades humanas, de las posibilidades de lo real. Por supuesto, nunca se llegará a una identificación completa con la época.

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Claro que es difícil, aunque, como dice F. Varnet, cada obra lleva en sí misma los indicios o las marcas que permiten reconstruir su sistema de valores y el contexto en que se produjo. Naturalmente, esos indicios, marcas o signos son absolutamente inútiles si el lector o espectador desconoce, por falta de cultura, el mundo correspondiente, o si es incapaz, por sobra de dogmatismo, de aceptar cualquier posibilidad que no sea la suya. En uno u otro caso no hay más que una perspectiva, siempre la misma, lo que impide siquiera imaginar que las cosas pudieran ser de otra manera. Además, en otro orden de cosas, nuestro teatro no favorece precisamente la actitud «renacentista», pues casi no permite la vía de acceso personal, la que pasa por la simpatía (o antipatía) con un personaje, para, a partir de ahí, interesarse por el problema en que se encuentra metido. Me refiero a que, frente al teatro de Shakespeare, muy psicológico, el nuestro suele funcionar como un juego de ajedrez, donde el valor de las figuras (galán, dama, gracioso, barba, etc.), está definido de antemano y es siempre el mismo; lo que varía son las jugadas. Y esto (con los matices que se quiera) es válido para el teatro lopesco lo mismo que para el de Calderón, Valle Inclán o Buero Vallejo.

No obstante las dificultades, creo que sería conveniente, de vez en cuando, intentar el camino que lleva hacia lo ajeno, hacia lo otro, aunque yo no sepa decir cómo hacerlo.





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