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Dormir al sol [Fragmento]

Adolfo Bioy Casares






L

Desperté en un cuarto blanco, en una cama de hierro blanca, junto a una mesita blanca, sobre la que había un velador encendido. Al principio me asombré de verme con un pijama azul, porque todos los que tengo son rayados. Con la mayor tranquilidad, como si explicara un hecho conocido, dije entonces las palabras reveladoras de mi infortunio; «No estoy en casa». Enfrente había una puerta y a mi derecha una ventana. Me levanté y quise abrir primero una, después la otra; no pude.

Se oían explosiones en la calle y pensé en el susto que tendría la pobre Diana, la perra. Cuando empezaron las campanadas, los silbatos, las sirenas, vi que el reloj marcaba las doce en punto. Muy atribulado recordé que era Navidad. «Menos mal que no me sacaron el reloj. Bueno fuera, no estoy preso» reflexioné. Abrí el cajón de la mesa de luz; ahí encontré la billetera con todo mi dinero adentro, el lápiz y el peine. Me faltaba, cuándo no, la cédula. Pensé: «Tengo que reclamarla».

Había dormido todo el día. Me pregunté qué pasaría en casa. Empecé a preocuparme de que Diana y Ceferina estuvieran preocupadas por mí. Apreté un timbre. Quería averiguar si las habían llamado por teléfono para avisarles y de antemano me indigné, porque supuse que no las habían llamado. «Pobres mujeres, a esta hora estarán medio locas por culpa de este médico».

Iba a apretar de nuevo el timbre, cuando apareció un enfermero y después la enfermera que me ofreció el cafecito el día que vine a buscar a Diana.

-Me voy inmediatamente -anuncié- pero antes van a tener la gentileza de prestarme el teléfono. Voy a hablar a casa y a mi abogado, el doctor Rivaroli, para ponerlo al tanto de este atropello.

Vi que por detrás del enfermero, la enfermera me miraba con aire de súplica y movía negativamente la cabeza.





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