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ArribaAbajo- XVI -

Al caer la tarde, después de haber andado unas ocho leguas por la misma pampa triste y haber comido un resto de carne asada, que yo traía a los tientos, avistamos la gente de la población que hacía tiempo veníamos contemplando, gozosos por su verdor fresco. Allí siquiera había unos sauces, unos perros, un corralito y unos dueños de casa.

Otros paisanos llegaban ya para el trabajo del día siguiente. De lejos nos veíamos entre nuestras tropillas, mudar de caballo, preparándonos lo mejor posible. Agarré mi moro, crédito para el rodeo, porque no quería andar fallando. Le acomodé el tuse, lo desranillé y habiéndole puesto los cueros, caí al rancho   -208-   cortando chiquito al compás de la coscoja. Ya cruzábamos algunas palabras con los paisanos, en el palenque. Nos mirábamos los caballos ponderándolos cortésmente:

-Lindo el bayito -dije a un hombre que se acababa de apear cerca mío- ha de ser de conseguir, dentrando al pueblo.

-¡Azotes! -reía el paisano-. ¿Y su moro?

-Medio dispuesto p'al dentro. Pero ¿qué va a hacer con una desgracia en el lomo?

-¿Ande está la desgracia?

-Un servidor -dije señalándome el pecho.

-Este sí que es güeno -dijo un viejito flaco, acodillando su cebruno petizón, que no se movió más que un fardo de lana.

-¡Ahá!... ¡Ponderan la juria'el sapo! -rió el del bayo.

-No te fiés muchacho..., no te fiés de los gallos qu'entran a la riña dando el anca -aconsejó el viejo.

Un hombre achinado y gordo, que desembarraba con el lomo del cuchillo las paletas de su overo pintado, arguyó señalando el espléndido alazán de don Segundo:

-Ese es un pingo.

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Todos lo miraron con un silencio de asentimiento.

Con su voz clara y tranquila, don Segundo explicó a la gente callada:

-Lo cambié por unas tortas.

Cuando pasó la risa insistió imperturbable:

-El otro debía estar en pedo.

Era lo que habían pensado muchos sin animarse a decirlo. Don Segundo parecía querer recordar el hecho:

-Lo que no puedo acordarme es como estaba yo... Cierto que debía andar más fresco, al menos que ya hubiese llegao por la tranca a perder la vergüenza. Me parece acordarme de algo así como un barullo. La gente hasta pelió. Jue una linda diversión. Al día siguiente el paisano no se acordaba bien del cambio, pero yo le refresqué la memoria.

¿Yo le refresqué la memoria? Bien se imaginaban los oyentes la energía de esa ayuda. Además don Segundo había dicho: «La gente hasta pelió. Jue una linda divirsión.»

Ahora lo tasaban detallando su estatura, la reciedumbre de sus rasgos y sobre todo, esa tranquilidad con que debía tomar las cosas,   -210-   fueran como fuesen, como si le quedaran chicas. Yo sentía por una vez más esa fuerza de mi padrino, tan rápida para suscitar en el paisanaje, reservado e incrédulo, una incondicional admiración. Sabía desconcertar quedando impasible y a la duda que por momento despertaba, sobre su inocencia aparente o su profunda malicia, seguía de inmediato el respeto y la expectativa. Como otro arte suyo era saberse ir a tiempo, aprovechó la atención general para ponerse a hablar bajo con un hombre, que estaba a su lado.

El paisano del overo me preguntó de dónde éramos.

-De San Antonio.

-¿De San Antonio? -terció el del cebruno-. Yo he sabido trabajar allá, en los campos del General Roca. Y este hombre -dijo señalando al del bayo- ha andao hace poco con arreo por esos pagos.

-¡Ahá! -contestó el aludido- en una estancia de un tal Costa.

-Acosta -corregí.

-Eso es.

Nos fuimos arrimando al rancho. En el   -211-   patio grande, abajo de los sauces, ardían los fogones lamiendo la carne de los asadores. ¡Lindo olorsito!

Habría entre todos unos veinte paisanos. Al aclarar del día siguiente llegarían unos diez más. Todos venían de distantes puestos. Decididamente, iba a ser nuestra recogida un trabajo bruto y grande.

No hubo, antes de echarnos a dormir, ni muchas bromas, ni una alegría muy visible, ni guitarra. A la gente de esos pagos no parecía importarle nada de nada. Uno por uno enderezábamos al asador, cortábamos una presa, nos retirábamos a saborearla, en cuclillas. Los más salvajes y huraños desaparecían en lo oscuro, como si tuvieran vergüenza que los vieran comer o temieran que los pelearan por la presa. Como muchos, por tratarse de hacienda chúcara, habían traído sus perros, estábamos rodeados de una jauría hambrienta y pedigüeña.

Ya los fierros estaban desnudos.

Antes de acostarme dije a mi padrino:

-Lo que eh'esta noche, ansina llueva, naides me hace dentrar al rancho. Más que el   -212-   abrigo'e'las paredes con un loco adentro me gusta el amparo de Dios.

-¡Bien dicho, muchacho! -comentó mi padrino, y no supe si pensaba así, o si quería simplemente que lo dejara en paz.

Antes de aclarar salimos. Me habían dado por compañeros dos mocetones de unos veinte años. Uno alto, aindiado, lampiño. El otro rubio y flaco, con ojos sesgados de gato pajero. El rubio subió en un alazancito malacara que, ni bien sintió el peso, se arrastró a bellaquear. El mocito debía tenerse fe, porque a pesar de la oscuridad lo cruzó de unos rebencazos.

-S'tás contento con la fresca -dijo después de sofrenarlo.

El campamento que anoche parecía numeroso, desapareció en la noche y la pampa, disolviéndose en direcciones distintas, como un puñado de hormigas voladoras en el aire.

Mis compañeros me echaron al medio. El trigueño tenía un recadito que de corto parecía prestado por algún hermano menor. Su caballo era un azulejo overo zarco, salvaje y espantadizo como pájaro de juncal. Las colas iban   -213-   cortadas como una cuarta arriba del garrón. Los estribos, cruzados por delante hacían grupa bajo los cojinillos: modas sureras.

No decíamos palabra. Galopábamos por una huella que poco a poco se fue perdiendo, hasta dejarnos entregados al campo raso, sin más indicio de rumbo que el instinto de mis acompañantes. Pregunté no sin recelo por los cangrejales. El mocito del malacara me dijo que allí no había. En los cangrejales no podían aventurarse sino los que eran muy baqueanos y a nosotros nos habían dado un pedazo de campo limpio. Eso sí, tendríamos que cruzar los médanos y llegarnos hasta el mar, para de allí, por los arenales, echar hacia el lado del campo los animales matreros que sabían esconderse.

Nuevas curiosidades para mí: los médanos, el mar. No quise pasar por chapetón y dejé mis preguntas de lado, como una vergüenza, esperando instruirme por mis cabales.

En el cielo, las primeras claridades empezaban a alejar la noche y las estrellas se caían para el lado de otros mundos. Orillamos un bajo salitroso y unas lagunas encadenadas,   -214-   en que los pájaros, medio dormidos, se espantaron de nuestra presencia. Clareó más y comenzaron a vivir los animales de la pampa. Pasamos cerquita de una osamenta hedionda, que unos treinta caranchos aprovechaban, porfiando ganársela a la completa podredumbre.

¡Qué amabilidad la de esos pagos, que se divertían en poner cara de susto!

Al querer despuntar el sol, divisamos a contra luz la línea de los médanos. Era como si al campo le hubieran salido granos.

Varios vacunos trotaron por lo alto de una loma, nos miraron un rato y huyeron disparando. Mis compañeros iniciaron los clásicos gritos de arreo.

Pronto pisamos las primeras subidas y bajadas. El pasto desapareció por completo bajo las patas de nuestros pingos, pues entrábamos a la zona de los médanos depura arena, que el viento en poco tiempo cambia de lugar, arriando montículos que son a veces verdaderos cerros por la altura.

La mañanita volvió de oro el arenal. Nuestros caballos se hundían en la blandura del   -215-   suelo, hasta arriba de los pichicos. Como buenos muchachos, retozamos, largándonos de golpe barranca abajo, sumiéndonos en aquel colchón amable, arriesgando en las caídas el quedar apretados por el caballo.

Satisfechos nuestros impulsos, nos decidimos a atender el trabajo. Andábamos torpemente, hamacados por el esfuerzo del tranco demasiado blando. Ni un pasto entre aquel color fresco, que el sol nuevo teñía de suave mansedumbre. Me dijeron que en el ancho de una legua, entre tierra y mar, toda la costa era así: una majada monótona de lomos bayos, tersos y sin quebraduras, en que las pisadas apenas dejaban un hoyito de bordes curvos. ¿Y el mar?

De pronto, una franja azul entre las pendientes de dos médanos. Y repechamos la última cuesta. De abajo para arriba, surgía algo así como un doble cielo, más oscuro, que vino a asentarse en espuma blanca, a poca distancia de donde estábamos.

Llegaba tan alto aquella pampa azul y lisa que no podía convencerme de que fuera agua. Pero unas vacas galopaban por la costa   -216-   misma y mis compañeros se precipitaron arena abajo hacia ellas. Me hubiera gustado quedar un rato, si más no fuera, contemplando el espectáculo vasto y extraño para mis ojos. Más vale no hacerse el gusto, que pasar por pazguato y arremetí también contra las bestias.

En la arena mojada de la orillita, dura como tabla, corríamos a lo loco. Mi Moro se hizo ver tomando la punta, descontando la ventaja que le llevaban.

Por momentos nos acercábamos. Los chúcaros corrían como gamas y, al verse apareados, se sentaban gambeteando de lo lindo. Para mejor estaban más delgados que parejeros. Errábamos los topes a porrillo. Por fin un toro, más haragán o más pesado, cayó entre el alazán y el overo. Lo paletearon hasta echarlo por entre los médanos.

Yo había seguido por detrás de una yaguanesa y la llevaba cerca. Forzándola hacia el mar, cuyo ruido me sorprendía y achicaba, hice que se resistiera y así pude arrimarle el caballo. El Moro se le prendió como tábano en la paleta y allí íbamos con la vaca afirmándonos uno con otro.

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De repente entramos a pisar algo sonoro y resbaloso. Largué los estribos por las dudas. La yaguanesa, queriéndose caer, se atravesó, pero el Moro seguía echándola por delante con el impulso de la corrida. Y sucedió lo que debía suceder. Al salir del fragmento de roca resistente, encontrando la blandura de la arena, la vaca se tumbó. Sentí por el encontronazo que el Moro se daba vuelta por sobre la cabeza. «Con tal que no se quiebre» tuve tiempo de decirme, y me eché hacia atrás. Un momento se deja de pensar. El cuerpo cumple su deber por instinto. Sufrí en la planta de los pies el chicotazo del suelo. Tuve que correr unos pasos para recobrar el equilibrio. Volví sobre mi caballo, que aún se esforzaba por ponerse de aplomo. La vaca enderezándose me amagó un tope. Lleno de audacia le crucé el hocico de un rebencazo y le saqué el cuerpo. Tomé mi caballo de las riendas. Por ahí cerca venían los compañeros. ¡Pobre Moro! Lo hice caminar. Bien. Le manotié la arena del recado y las clines. Ya los dos muchachos estaban conmigo.

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-¡Gran puta! -dije, y la palabra me sonó bien, aunque no fuera mal hablado-. Esta playa había sido como jeta'e comisario.

Subí dispuesto al trabajo. Por los médanos se perdió la yaguanesa. Mis compañeros se enredaban en mil dicharachos conmigo.

Comprendí que empezábamos a ser amigos.

No hay desayuno mejor que un porrazo para envalentonar el cuerpo. Estábamos más decididos para la recogida.

Después de un pesado galopar y gritar por los médanos, salimos al campo. Nuestro trabajo y el de los demás, que por ahí andarían, iba surtiendo efecto. La pampa, antes sola, se poblaba de puntas de hacienda que corrían, en montón o en hilera, para el lado opuesto al mar; para el lado de la gente hubiera dicho yo. Muy lejos, unas polvaredas indicaban las partes más numerosas de la recogida.

Ya podíamos estar más tranquilos. Las puntas se buscaban entre sí, constituyendo masas cada vez más grandes. Las huellas insensiblemente marcaban rumbos al animalaje. No teníamos más que hacer una atropellada, de vez en cuando, para que a muchas cuadras   -219-   repercutiera en un apuro y hasta en huidas sin fin.

Íbamos dejando a un lado las vacas recién paridas, que nos miraban hoscas, con una cornada pronta en cada aspa. Vencíamos la distancia lentamente, por tener que ir de derecha a izquierda en una fatigosa línea quebrada.

Los balidos formaban como una cerrazón de angustia en el aire, angustia de las bestias libres agarradas por su destino de obedecer, aunque acostumbradas a no ver hombres sino a muy largas distancias y muy de tiempo en tiempo.

Allí, como a legua y media, sobre una lomada, se formó un centro de movimiento. Debía haber gente sujetando ese principio de rodeo. Y, conforme íbamos andando, aquello se agrandaba, empenachándose de una creciente nube de tierra, sumándose de todos los retazos de hacienda destinados a desaparecer allí, como llamados por una brujería.

Hacía un rato el campo estaba despejado, nosotros lo poblamos de vida, para luego irla barriendo hacia un punto, dejando el campo nuevamente solo.

Conservábamos la vista fija en el lugar del   -220-   rodeo y deseábamos ya estar allí, pues poco que hacer y diversión encontrábamos en galopar atrás del vacaje cimarrón, que no se dejaba arrimar. Sin embargo anduvimos, anduvimos.

El rodeo aumentaba de tamaño, por los animales que llegaban y porque nos acercábamos. Ya el entrevero de los balidos se hacía ensordecedor, y empezamos a notar que aquello nos absorbía como única razón de ser posible, en el gran redondel trazado por el horizonte, dentro del cual todo lo demás parecía haberse anulado.

Llegamos. Algunos paisanos rondaban el tropel asustado de animales. Otros mudaban caballo. Otros con la pierna cruzada sobre la cabezada del basto, liaban un cigarro o platicaban con tranquilidad. Los caballos sudados, con los sobacos coloreando de espolazos, o embarrados hasta la panza, delataban la tarea particular a que habían sido sometidos. Reconocía caras vistas el día anterior, observaba otras nuevas.

Contemplé el rodeo. Nunca había presenciado semejante entrevero. Debían de ser unos cinco mil, contando grande y chico. Los había   -221-   de todos los pelos, todos los tamaños; pero esto no estaba hecho para asombrarme. Lo que sí llamaba mi atención, era el gran número de lisiados de todas clases: unos por quebraduras soldadas a la buena de Dios, otros a causa del gusano que les había roído las carnes dejándoles anchas cicatrices. Esos animales nunca fueron curados por mano de hombres. Cuando un aspa creciendo se metía en el ojo, no había quien le cortara la punta. Los embichados morían comidos o quedaban en pie, gracias al cambio de estación, pero con el recuerdo de todo un pedazo de carne en menos. Los chapinudos criaban pesuñas con más firuletes que una tripa. Los sentidos del lomo aprendían a caminar arrastrando las patas traseras. Los sarnosos morían de consunción o paseaban una osamenta mal disimulada, en el cuero pelado y sanguinolento. Y los toros estaban llenos de cicatrices de cornadas, por las paletas y los costillares.

Algunos daban lástima, otros asco, otros risa. Los sanos y jóvenes, que eran los más porque la pampa al que anda trastabillando muy pronto se lo traga, demostraban un salvajismo   -222-   tal, que se llevaban por delante, afanados en alejarse cuanto fuera posible.

Un lujo de toros de toda laya, hacía del rodeo un peligro. Ya varios andaban buscando enojarse solos.

Los atajadores tenían que quedar a cierta distancia, haciendo rueda, cosa que ocupaba a mucha gente. Más afuera las tropillas con sus yeguas maneadas, formaban el último círculo.

-¿Compañero no ha visto el venao?

Me interpelaba un paisano, bien montado en un oscurito escarciador, refiriéndose a que estábamos en ayunas.

A la verdad, nuestra hambre bien nos podía hacer ver cualquier cuadrúpedo comible, pues eran las diez y, desde las dos de la madrugada, no habíamos «matao el bichito» más que con unos cimarrones.

Miré para el lado de los carneadores, que ya llevaban a medio asar la vaquillona de año, que esa mañana habían volteado para el peonaje.

-¿Por qué no noh'arrimamos -pregunté- a tomar unos amargos si mal no viene?

No faltaban, de rodeos anteriores y anteriores carneadas, buenas cabezas de osamenta,   -223-   guampudas, en que asentar el cuerpo. Después mudaría caballo. Por el momento le aflojé la cincha al Moro y me ocupé de mí mismo.

Como la noche anterior, comimos y mateamos en silencio.

Decididamente esa gente me daba gana de estar solo y, como tenía tiempo antes de empezar trabajo, dejé mate y compañía para tardarme mudando caballo, hasta que el aparte empezara. Además, me alejaba un poco de esa baraúnda de balidos que ya me estaba hinchando la cabeza. ¿Por qué -me pregunté- esa luna repentina?

Me dejé estar, ensillando el bayo, que elegí por más corajudo y duro para el trabajo. Acomodé bien matra por matra. Emparejé como tres veces los bastos. Sirviéndome de mi alesna, que llevaba siempre a los tientos, con la punta clavada en un corcho para defenderla, corregí la costura de la asidera que estaba zafada en un tiento. Acomodé los cojinillos como para ir al pueblo. Desenrollé el lazo para volverlo a enrollar con más esmero. Y como ya no tenía qué hacer, lié un cigarrillo que por el   -224-   tiempo que puse en cabecearlo, parecía el primero de mi vida.

En eso oí un griterío y vi que un toro venía en mi dirección, corrido por unos paisanos.

Me le enhorqueté al Comadreja proponiéndome sacarme pronto el mal humor.

Los dejé acercarse. A breve distancia me coloqué bien a punto para llevar a cabo, mi intento. Cuando calculé por buena la distancia, grité:

-Con licencia, señores -y cerré las piernas al bayo.

Mi pingo era medio brutón para el encontronazo. Por mi parte había calculado bien. A todo correr, el pecho del bayo dio en la paleta del toro. Ayudé el envión con el cuerpo. Quedamos clavados en el lugar del tope. El toro saltó como pelota, se dio vuelta por sobre el lomo.

Había hecho una cosa peligrosa entre todas. Agarrar un animal, en toda la furia, a la cruzada, es un alarde que puede costar el cuero si la velocidad de cada animal no está calculada con toda justeza.

¡Buen principio que me comprometía para el trabajo bruto iniciado!



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ArribaAbajo- XVII -

Empezó el torneo bárbaro. Como éramos muchos, hacíamos varias cosas a un tiempo. Para un lado, hacía el señuelo, se paleteaban las reses. Para otro se arriaban a cierta distancia, campo afuera, a fin de voltearlas a lazo y curar, descornar, capar o simplemente cuerearlas, después del obligado degüello, si estaban en estado de enfermedad incurable.

En yunta con el mocito rubio, compañero de recogida esa mañana, nos dedicamos al aparte. Las reses eran escasas, pues se elegían toros jóvenes que, después de ser largados en un potrero pastoso y capados, se invernarían. ¿Qué iba a salir de bueno, para el engorde, de esa extraña reunión de patas largas y lomos   -226-   a lo boga? Él en un gateadito liviano, yo en mi bayo, formábamos una pareja luciente y ligera. Afanados por demostrar las habilidades de nuestros pingos, sacábamos de golpe los animales apretados entre los dos. Era inútil que quisieran buscar el campo o sentarse; iban como dulce de alfajor entre sus tapas de masa y ni siquiera pensaban en zafarse. No nos habían ni averiguado el nombre, que ya estaban con el señuelo.

El rubio resultó medio travieso, de modo que tenía yo que andar alerta para que no me venciera de salida, echándome los animales encima. Pero el bayo antes se quebraría los pichicos empujando, que ceder en el envión. Volviendo del señuelo al tranquito, dejábamos resollar los caballos. De paso teníamos tiempo de ver el trabajo de los otros y gritarles algo, como ellos lo hacían con nosotros.

Cada cual se esforzaba en lucir su crédito, su conocimiento y su audacia, con ese silencio del gaucho, enemigo de ruidos y alardes inútiles. Mi padrino había hecho pareja con el viejito del petizo cebruno. Era de verse su baquía para colocarse y vencer al vacuno, imponiéndole   -227-   la dirección debida, en un porrazo. Formaban con don Segundo y su alazán, una yunta brava y ya los miraban, de frente o reojo, según carácter, como maestros en el floreo y la eficacia del trabajo.

No hay taba sin culo ni rodeo sin golpeados. Un paisano que me había llamado la atención por su fisonomía taimada, tomó una vaca al cruce y la raboneó. No tuvo tiempo de zafarse; su zaino patas blancas se pialó en los garrones de la vaca y cayó como planazo sobre el costillar izquierdo. Corrimos en su dirección. El paisano no se levantaba. Entre dos, tomándolo de las piernas y los sobacos, lo sacaron a la orilla del rodeo y lo sentaron. El hombre respiraba bien y miraba a su alrededor.

-No es nada -dijo.

Le tantearon el cuerpo, preguntándole si sentía algún dolor. Se tocó la pierna izquierda. Aceptó un frasco de caña que le alcanzaban y tomó un trago como para unos cuantos. Luego sacó la tabaquera y empezó a armar un cigarrillo. Nos volvimos al rodeo.

-¡La pucha! -dije al rubio-, ¡qué golpazo..., si le ha apretao la pierna y lo ha hecho   -228-   chicotear contra el suelo con todo el cuerpo.

-Yo no sé -comentó mi compañero-. Es como macho'e dos galopes. Cuanto hay una trampa en que ensartarse, allá va él. Si algún día lo conchaban en un campo alambrao, se va a andar pelando la cabeza contra los postes.

Nos reímos.

Como si hubiera sentido la oportunidad que le brindaba nuestra distracción de un momento, el animalaje remolineó en un aumento de instinto chúcaro y formó punta por donde menos resistencia se le ofrecía. Primero se llevaron por delante, atravesándose en chorros dirigidos a distintas partes, pero, muy pronto de acuerdo, se empeñaron para un sólo lado con una decisión y una ligereza incontenibles.

Fue un entrevero brutal. Los toros, enceguecidos, cargaban por derecho, a pura aspa. Los terneros gambeteaban con la cola alzada. Los demás, medio perdidos, arremetían a la buena de Dios. El paisanaje se desgañitaba gritando. Los ponchos se levantaban en lo alto flameando. Sonaban los rebenques contra las caronas. Las atropelladas y los golpes llegaron a su máximo. No faltó quien se   -229-   hiciera rueda por el suelo, en una confusión de novillo, caballo y hombre.

Un toro barroso se empeñaba con más tesón que ninguno, en porfiar para el lado de los médanos. Le asenté fuertes porrazos pero no cedía. El bayo excitado hacía fuerza en la boca hasta cansarme los brazos. Lo largué por tercera vez contra el toro, que tomó demasiado adelante, pasando de largo. Haciendo peso para atrás con el cuerpo, para sujetarlo, no pude ver el peligro. Cuando volví la mirada, la cabeza aspuda estaba ya encima. Apreté las espuelas. Inútil. El caballo se me caía, golpeado de atrás, y lo di vuelta tan ligero como pude, para que el toro pasara olvidándonos. Así fue, pero Comadreja rengueaba. Lo aparté un trecho y me desmonté. El pobre animal tenía rajado el cuero del anca en un tajo como de dos cuartas. Revisando la herida vi que era honda. Estaba furioso de que ese bicho mañero me hubiera agarrado en un descuido. ¡Quedar de a pie cuando el alboroto y la diversión estaba en lo mejor!

Ya muy lejos, la montonera de hacienda iba alargándose y eran los gritos un eco reducido.   -230-   Llevando de tiro al bayo, me fui para el lado de las tropillas, que miraban fijo, con todas las orejas apuntadas en dirección de las corridas. ¡Qué silencio! En un montón escaso, quedaba el señuelo con su principio de tropa y los tres hombres que los cuidaban. El rodeo estaba desierto. Sólo el paisano golpeado quedaba tal cual, fumando siempre, pues se le veía de vez en cuando escupir su nubecita de humo. Pensé que el vacaje, volviendo enceguecido, podía pisotearlo. Pero tenía hasta entonces tiempo suficiente para mudar caballo.

Ya en mí, lobuno Orejuela, volví al rodeo, me largué al suelo cerca del lastimado y prendí un cigarrillo en las brasas del fogón agonizante.

-¿Cómo va ese cuerpo?

-Bien no más.

-¿Estará quebrao?

-No creo..., machucadito no más.

-¿No se puede enderezar?

-No señor. No siento la pierna.

-Y... mejor no moverse.

-Pasencia, nos dejaremos estar no más.

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Miré allá, y colegí que los paisanos vencerían en la lucha con los animales. Ya los habían doblado por la punta y pronto correrían en nuestra dirección. Subí en el Orejuela y esperé.

El rodeo abandonado tenía un curioso aspecto. En un círculo extenso, alrededor del palo, el piso negreaba, rociado por los orines y la bosta del vacuno, cuyo pisoteo había machucado el todo, convirtiéndolo en resbaloso barrito chirle, que guardaba el retrato de las pezuñas, impreso en miles de moldecitos desparejos.

Para el lado del señuelo, las apartadas habían rastrillado el piso y largos rastros de resbaladas, recordaban posibles golpes.

Quedaban también los cadáveres de siete enfermos cuereados, carnes secas apenas capaces de disimular el hueso, pobres cosas rojizas, lamentablemente estiradas a breve distancia del redondel, sobre las que se asentaban peleando gaviotas y chimangos. Y había sobre nosotros miles de estos pájaros, entreverando sus revuelos como humareda sobre el fuego, largándose de tiempo en tiempo contra   -232-   las miserables reses, para arrancarles pedazos de carne sufrida, por la que después se atacaban haciendo gambetas y trenzas en el aire.

A todo esto, la animalada se acercaba en tropel mudo. Era una cosa de verse. Cinco mil chúcaros dominados por unos treinta hombres, dispuestos en hilera a sus flancos. Avanzaban. Por los caballos y el modo, reconocíamos a la gente. No había ya porfiados ni eran necesarios grandes ataques. Aquello se venía como un solo e inmenso animal, llevado por su propio impulso en un sentido fijo. Oíamos el trueno sordo de las miles y miles de pisadas, las respiraciones afanosas. La carne misma, parecía surtir un ruido profundo de cansancio y dolor. Ya llegaban.

Recordé al paisano caído y, ni bien los primeros animales pisaron el rodeo, los atropellé para imprimirles un movimiento de rotación. Volvieron a menudear golpes y alaridos, hasta que, al fin dominada, la hacienda optó por girar sobre el redondel de barro pisoteado, como si ya hubiera perdido la razón de ser de su carrera.

Por un lado la ganábamos porque la fatiga   -233-   los domaba. Por otro la perdíamos pues, muchos toros embravecidos, entorpecerían la libertad de correr, con alguna arremetida.

El rubio traía un pañuelo atado en la cabeza y, acercándome, noté que tenía ensangrentada la cabeza y la blusa sobre el hombro. Me explicó riendo:

-Andamos en la mala, cuñao. A usté le cornean el pingo y a mí viene y se me corta el lazo.

Ver sangre humana alborota la propia. Al fin, casi teníamos derecho de rabiar.

-Más bien no acordarse -comenté.

El rubio comprendió mi sentimiento y me miró con simpatía.

-Ansina es -sonrió.

Como había hecho yunta con él y su caballo estaba cansado, esperé que lo mudara.

El trabajo proseguía más empeñoso y enérgico.

Volvimos con mi compañero a las mismas, sañudamente.

Algunas bestias se empacaban; les poníamos el lazo y, quieras que no, allí iban donde debían ir.

Inesperadamente, nos dijeron que el trabajo había concluido. La tropa no sería más que   -234-   de unos doscientos animales. ¿Para eso tanta bulla? Pero en esos pagos, que con todo me sorprendían, era mejor no averiguar cosa alguna, ni interesarse por nada.

Ahí quedamos todos un rato, como pan que no se vende.

El rodeo no comprendía su libertad. Los primeros en irse caminaban despacio husmeando alrededor. Así descubrieron las osamentas y se arremolinearon en un ataque de furia y de llantos. La lengua, chorreando baba, se les hamacaba en la jeta, los ojos se les blanqueaban de terror y saltaban bufando en torno a los carcomidos cadáveres de los compañeros. Tuvimos que atropellarlos repetidas veces para que se fueran.

Al paisano caído, se lo llevaron al puesto en un carrito de pértigo. El rubio se apeó junto al fogón, pidió el frasco de caña, con el que mojó el pañuelo que volvió a atarse. Pude ver la herida corta de labios hinchados. El ojo también se le iba poniendo gordo. Después quiso curarlo a mi bayo. Juntos le revisamos la cornada y me dijo:

-Pa llevarlo va a andar mal. Si es de   -235-   su idea venderlo yo se lo compro, siempre que noh'arreglemoh'en el precio.

Miré para el campo. Ya el rodeo se iba perdiendo en la distancia. Recordé los cangrejales. ¡Abandonarlo al pobrecito Comadreja, así herido, en esas pampas de rechazo!

-Vea cuñao. Pa qué vi'a mentirle. Yo al mancarrón le tengo cariño y... ¡dejarlo en esta tristeza!

El rubio me explicó que no era de allí. Él se llamaba Patrocinio Salvatierra y vivía como a unas ocho leguas de distancia, en una tierra linda y pareja. No tenía yo más que ver su tropilla de gateados. Era cierto y le dije que le contestaría esa noche.

-Si es su voluntá -agregó- también le compro el lobuno.

-Allá veremos.

Me quedé cabizbajo. El día anterior casi había perdido al Comadreja y ahora me veía obligado a venderlo.

-Está de Dios -dije- que no me había de ir con el bayo. Hoy me lo cornean, ayer por poco no deja el cuero en el cangrejal.

-¿Qué andaba haciendo?

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-Curiosiando.

-¿Curiosiando? ¡Por bonitos que son!

-Pa'l que nunca ha visto.

Calló un rato para enseguida ofrecerme.

-Si quiere ver toito el cangrejerío rezando a la puesta'el sol, puedo llevarlo aquí cerca. Son cangrejales grandes. Los que usté vido ayer, no alcanzan a ser más que retazos.

Acepté el ofrecimiento y, nos fuimos galopando, rumbo a los médanos, hacia un lado distinto del que a la madrugada habíamos seguido para la recogida.

Ya el campo había vuelto a su calidad de desierto. Del rodeo no quedaba casi recuerdo ni en la llanura, ni en mi memoria. Parecía haber sido una pura imaginación, que negaba el vacío de los pajonales. Vacío que tenía algo de eternidad.

De lejos ya, vimos negrear las largas franjas de barro. Arrimándonos las veíamos agrandarse, y era algo así como si el mundo creciera. Pero, ¡qué mundo! Un mundo muerto, tirado en el propio dolor de su cuero herido.

Por unas isletas de pajonal, Patrocinio me fue conduciendo de modo que también sentí el cangrejal a mis espaldas.

  -237-  

-Aura verá -me dijo.

Se bajó del caballo, a orillas de un cañadón de bordes barrosos y negros, acribillados como a balazos por agujeros de diversos tamaños. De diversos tamaños, también, eran unos cangrejos chatos y patones que se paseaban ladeados, en una actitud compadrona y cómica. Esperó que, cerca, un bicho de esos saliera de la cueva y hábilmente, le partió la cáscara con un golpe del cuchillo. Pataleando todavía, lo tiró a unos pasos sobre el barro. Cien corridas de perfil, rápidas como sombras, convergieron a aquel lugar. Se hizo un remolino de redondelitos negruscos, de pinzas alzadas. Todos, ridículamente, zapateaban un malambo con seis patas, sobre los restos del compañero. ¡Qué restos! Al ratito se fueron separando y ni marca quedaba del sacrificado. En cambio, ellos, sobrexcitados por su principio de banquete, se atacaban unos a otros, esquivaban las arremetidas que llegaban de atrás, se erguían frente a frente con las manos en alto y las tenazas bien abiertas. Como nosotros estábamos quietos, podíamos ver algunos de muy cerca. Muchos   -238-   estaban mutilados de una manera terrible. Les faltaban pedazos en la orilla de la cáscara, una pata... A uno le había crecido una pinza nueva, ridículamente chica en comparación de la vieja. Lo estaba mirando, cuando lo atropelló otro más grande, sano. Este aferró sus dos manos en el lomo del que pretendía defenderse y, usando de ellas como de una tenaza cuando se arranca, un clavo, quebró un trozo de la armadura. Después se llevó el pedazo al medio de la panza, donde al parecer tendría la boca. Dije a mi compañero:

-Parecen cristianos por lo muy mucho que se quieren.

-Cristianos -apoyó Patrocinio-, ahá... aurita va a ver los rezadores.

A unas cuadras más adelante, nos detuvimos frente a un inmenso barrial chato.

Así fue. El sol se ponía. De cada cueva salía una de esas repugnantes arañas duras, pero más grandes, más redondas que las del cañadón. El suelo se fue cubriendo de ellas. Y caminaban despacio, sin fijarse unas en otras, dadas vuelta todas hacia la bola de   -239-   fuego que se iba escondiendo. Y se quedaron inmóviles, con las manitas8 plegadas sobre el pecho, rojas como si estuvieran teñidas en sangre.

¡Aquello me hacía una profunda impresión! ¿Era cierto que rezaban? ¿Tendrían siempre como una condena, las manitas9 ensangrentadas? ¿Qué pedían? Seguramente que algún vacuno o yeguarizo, con jinete, si mal no venía, cayera en aquel barro fofo, minado por ellos.

Levanté la vista y pensé que por leguas y leguas, el mundo estaba cubierto por ese bicherío indigno. Y un chucho me castigó el cuerpo.

Había oscurecido. Nos volvimos despacio, callados. A lo lejos divisamos la pequeña arboleda del puesto. Pero estaba todavía tan lejos, que bien podía ser engaño. Teníamos que cruzar un juncal tendido. Entramos en él. De pronto y, gracias a Dios, vi cerca un bulto oscuro. Digo, gracias a Dios, porque el verlo me salvó de algo peor que lo que había de sucederme. El toro, medio enredado en los juncales, me miraba. Yo también lo miraba a él. ¿Era el barroso que me   -240-   había corneado el bayo? No concluía de reconocerlo cuando me atropelló. Había arrancado con tanta violencia que apenas logré evitar el bote. Me pareció sin embargo que por segunda vez me tocaba el caballo. ¡Dios me perdone! Me agarró una de esas rabias que le nublan al hombre el entendimiento. Abrí el caballo hasta un claro, entre los juncos, porque no hay que entrar así ofuscado en la lucha.

-Fíjese si me ha corniao -pregunté al rubio.

Patrocinio se puso detrás de mi lobuno.

-Una nadita. A gatas le ha alborotao el pelo. Debe haberlo tocao con el costao del aspa. ¿Qué va a hacer? -Me preguntó viéndome armar el lazo.

-Quebrarlo -contesté.

Aunque fuera temeridad mi intento y él tuviera cierta responsabilidad con el dueño de la hacienda, no me dijo nada. Un hombre en la pampa sabe mirar a otro hombre y comprende lo irreparable de ciertas decisiones.

Por mi parte, la rabia se había asentado en mí, tomando cuerpo de una resolución decidida   -241-   a ir hasta el fin. Me había propuesto quebrarlo al toro y lo quebraría.

Patrocinio armaba también su lazo. ¡Lindo! En la voluntad de matar que ya estaba en nosotros, nacía el sentimiento de una amistad fuerte. Dos hombres suelen salir de un peligro tuteándose, como una pareja después del abrazo.

Unas cuantas veces invité con el ademán y el grito al toro, para que me atropellara y, como era voluntario, conseguí sacarlo a un abra. Le ladié el caballo, lo dejé tomar distancia y con buena puntería, la suerte ayudando, le cerré la armada en las mismas aspas. Estábamos prendidos uno a otro, imposibilitados para huirnos, como dos paisanos que van a pelear atados pie con pie.

Tenía yo una confianza absoluta en la resistencia de mi lazo. El primer tirón lo hizo sentar al toro sobre los garrones. Aunque era ya oscuro el atardecer, nos veíamos bien. El barroso sintiéndose sujeto se enderezó furioso. También él se afirmaba en su voluntad de matar. Miró para todos lados, a mí, a Patrocinio que se mantenía listo. Parecía   -242-   más alto y más liviano. Y arrancó contra mí a lo bruto. Era lo que yo quería. Lo esperé, confiado en la agilidad de mi Orejuela. Fue rápido. Llegaba, le quité el pingo y bolié el lazo por sobre la cabeza, para quedar aprestado al cimbrón. Pasó el barroso con tanta furia que Patrocinio, aunque supiera mi intento, no pudo evitar la exclamación:

-¡Cuidao!

Yo tuve tiempo de pensar dentro de mi saña: «Cuanto más te apurés, mejor te vah'a quebrar».

Casi junto con el grito de Patrocinio, oí un ruido como de cachetada. «Tomá», me dije, pero el lazo se había cortado. El lobuno, llamado por el tirón, se me iba de entre las piernas. Quise abrirle; una espuela se me trabó, enredada en el cojinillo. Y nos fuimos, como boleados contra el suelo. ¡Qué golpe! No importaba; yo no quería pensar sino en el toro. Tenía que estar quebrado. Quería que estuviese quebrado. A unos metros lo vi intentando enderezarse. Estaba como pegado por el tren trasero en tierra. Me miraba fijamente.

  -243-  

-Lo ha de haber quebrao del espinazo -decía Patrocinio.

El lobuno se levantó, sin dar señas de estar estropeado. Era manso y podía dejarlo así, rienda abajo. Yo sentía el brazo derecho completamente caído y el hombro me hormigueaba como cangrejal. Comprendí lo que me pasaba. Me había quebrado la eslilla y... tal vez tuviera el brazo sacado. Entretanto Patrocinio le había puesto el lazo al toro. Me acerqué. Pensaba con pesadez en mis caballos golpeados... Tenía que luchar contra un embotamiento progresivo. Patrocinio, que sabía lo que había que hacer, estiró su lazo y la cabeza del toro quedó contra el suelo, quieras que no.

-¡Sos malo! -le dije. Y saqué con la zurda el cuchillo. Creí que me iba a caer. Puse una rodilla en tierra. Sin embargo, tenía que concluir.

-Esta carta te manda el bayo -le dije al toro, y le sumí el cuchillo en la olla hasta la mano. El chorro caliente me bañó el brazo y las verijas. El toro hizo su último esfuerzo por enderezarse. Me caí sobre él. Mi   -244-   cabeza, como la de un chico, fue a recostarse en su paleta. Y antes de perder totalmente el conocimiento, sentí que los dos quedábamos inmóviles, en un gran silencio de campo, y cielo.



  -245-  

ArribaAbajo- XVIII -

-...después se deja estar tranquilo.

Hice un gran esfuerzo para comprender lo que quería decir aquello. Vislumbraba, que era algo para mí y que debía escuchar. Pero, ¿qué quería decir? y ¿qué era esa cara de hombre, rubia, por cierto conocida, y esa otra de mujer en que dejaba estar mis ojos con placer, recordando un sentimiento borroso de gratitud tal vez? Una luz me hacía daño y todo me parecía hostil, menos la expresión de esos dos rostros.

¡Oh, el dolor de no poder comprender y la sensación de estar hombreando un mundo de pesos vagos, que sin embargo aparecían como míos! ¿Qué era cierto? Hacía un rato   -246-   vivía en un mundo liviano y me lo explicaba todo:

Estábamos en la estancia de Galván, bajo los paraísos del patio; el patrón poniéndome una mano sobre el hombro me decía:

-Ya has corrido mundo y te has hecho hombre, mejor que hombre, gaucho. El que sabe los males de esta tierra por haberlos vivido, se ha templao para domarlos.

Andá no más. Allí te espera tu estancia y, cuando me necesités, estaré cerca tuyo. Acordate...

Cerca nuestro había un rosal florecido y un perro overo me husmeaba las botas. Yo tenía el chambergo en la mano y estaba contento, muy contento, pero triste. ¿Por qué? Me habían sucedido cosas extraordinarias y sentía casi como si fuera otro..., otro que había ganado algo grande e indefinido, pero que tenía asimismo una impresión de muerte.

Pero bien suponía que eso no era cierto. Verdad era mi abrumador estado de incomprensión y la lucha matadora en que me empeñaba para despojarme de esa torpe ignorancia. La luz me atribulaba; más lejos, habían sombras y algo se movía en ellas, haciéndome   -247-   presumir que debía concentrar mi atención en su sentido.

-...después se deja estar tranquilo.

Llegué a un recuerdo, como a un abra en el monte:

-¡Patrocinio!

-Déjese estar no más y no se mueva.

Me dolía todo el lado derecho del cuerpo y la cabeza, también del lado derecho.

-¿Qué tengo?

-Se ha quebrao la eslilla y se ha lastimao la cabeza. Parece que el costillar lo tiene machucao.

Recordé: El toro, el tirón... Y entré claramente en la comprensión de lo sucedido y lo actual.

Pedí un vaso de agua y miré alrededor.

Estaba en una prolija pieza de rancho, acostado en un catre. Patrocinio, sentado en un banquito bajo, me espiaba de vez en cuando. Una muchacha desconocida, bonita, entró con un jarro de agua y me ayudó a enderezar la cabeza para beber. Por amor propio hubiera querido desenvolverme solo, pero por el placer que me daba su mano, soliviándome la   -248-   cabeza, y un extraño sentimiento de gratitud para con su sonrisa afectuosa, me callé.

El inútil y brutal esfuerzo por comprender, había desaparecido. Estaba contento. No podía moverme.

-¡Bien haiga! -dije-. Entoavía la osamenta no se me ha desnegao pa vivir.

Patrocinio reía. Yo también. Me sentía tan agradablemente inútil que me dormí.

Al despertar fue lo más amargo.

Sin acordarme de mi mal, quise incorporarme y todo el cuerpo me gritó de dolor.

-No se mueva compañero -me advirtió una voz.

En un rincón del cuarto, aclarado por el amanecer, vi al paisano que en el rodeo había caído raboneando una vaca. Sentado sobre una matra, con la espalda apoyada en la pared, fumaba despacito, echando sus nubes de humo. Comprendí que no había dormido y pensé que estaba en la misma postura desde el día anterior a eso de las doce. «Gaucho duro», dije en mis adentros, y me prometí aguantar sin queja mi parte de dolor.

-¿No se halla mejor? -le pregunté.

  -249-  

-Igual no más.

-¿Durmió?

-Hasta aurita, no más.

De golpe, y por primera vez, me agobiaron las ligaduras con que me habían inmovilizado el brazo. Una lonja de cuero de oveja, con lana para adentro, me sujetaba, pasada en ocho bajo el sobaco derecho y sobre el hombro izquierdo, toda la parte superior del pecho y la paleta. La lonja tendría unos cuatro dedos de ancho y apretaba que era un contento.

-Me han maniao de lo lindo -dije en voz alta.

-El otro pajuerano ha sido -explicó el lastimado-, ése que vino con usté.

Tomé confianza porque lo hecho por don Segundo, bien hecho debía de estar. ¿Qué más quería? Quebrado de la eslilla, con los costillares machucados y un golpe en la cabeza, no podía hallarme como de baile.

Patrocinio trajo una pava caliente, se sentó en medio de la pieza, y nos estuvo cebando dulces más de una hora. Para que pudiera yo dormir, me colocó unos pellones atrás de la cabeza. Al cabo de aquel momento de   -250-   tranquilidad y conversación, cayó una curandera del pago. Era una viejita seca como tasajo y arqueada del espinazo. Vino para mi lado, me saludó con tanto cariño como si me hubiera parido, me revisó las vendas, me dijo sin desvendarme que estaba quebrado en el mismo medio de la eslilla, que tenía unos raspones en el costado derecho, y que el tajo de la cabeza iba a cerrar muy pronto. Después, preguntó quién me había arreglado como estaba y dijo que no era necesario cambiar nada. Yo la miraba con cada ojo como patacón boliviano, no comprendiendo cómo sabía tan bien todo, sin siquiera revisarme. Me puso la mano sobre la cabeza y me dijo:

-Que Dios te bendiga, hijo. Dentro de tres días, con licencia'e la Virgen, vendré a verte. Te podeh'enderezar si así es tu gusto, porque estás vendao por alguien que sabe y no tenés peligro ninguno.

Sin darme tiempo para responder, se fue arrastrando las alpargatas a cucar al otro hombre. Le hizo alzar el calzoncillo más arriba de la rodilla, le dijo a Patrocinio que trajera un cabresto o un correón y le pidió a   -251-   uno de los paisanos, que por curiosidad se habían agolpado en la puerta, que se arrimara a ayudarla.

-Está sacao -dijo.

La viejita hizo que Patrocinio se colocara atrás del enfermo, pasándose el maneador por debajo de los brazos, sobre el pecho, y aguantara cuando el otro paisano tirara del pie, en el momento que ella avisaría.

«Lo van a estaquear», pensé con angustia.

-¡Aura! -dijo la viejita y, en el momento en que tiró del pie el paisano y Patrocinio hacía fuerza para atrás, se apoyó con las dos manos sobre la rodilla enferma. El dolor debió ser medio regular, porque de zaino que era el herido, se puso más amarillo que patito recién salido del huevo.

-Sta güeno -dijo la curandera y aconsejó que al hombre se lo llevaran para su rancho, en algún, carrito o zorra, porque tendría para unos veinte días de no moverse. Dicho esto lo vendó con unos trapos y después de agraciarlo con un «Dios te ayude», habiéndole puesto la mano sobre la cabeza, se fue quebradita del espinazo como había entrado.

  -252-  

No bien la curandera se despidió, vi entrar a la muchacha que, hacía pocas horas, me había ayudado a tomar agua. Enseguida se puso a andar de un lado para otro, risueña, acomodándolo al compañero golpeado, para que pudieran llevarlo. Por mi parte no la perdía de vista ni un momento. ¡Qué chinita más linda y armadita! Era de un altor regular, tenía una cara desfachatada y alegre como un canto de jilguero y cada movimiento del cuerpo, me insultaba como un relámpago los ojos. Adivinando mi intención, me miró de soslayo y se rió. ¿Sería de las casas? ¡Qué a tiempo me había quebrado! Con tal que la convalecencia durara siquiera medio mes.

Al poco rato, lo sacaron al paisano, colocándolo sobre un cuero de vacuno soliviado por dos hombres. Me levanté en el cuarto solo y fui hasta la puerta, para presenciar su partida. En un carrito de pértigo, (el de las carneadas) lo acomodaron, con la espalda afirmada contra uno de los bastidores.

-¡Que se mejore! -le grité.

-Igualmente -contestó-. ¡Aura vamos lindo   -253-   no más! -y echó las necesarias nubecitas de humo, para convencernos de que siempre era el mismo.

Se fue el carrito y la gente que lo despedía entró a la cocina, a matear seguramente. Yo también quería ir; dolor no sentía ninguno y como no me habían desnudado, me eché el pañuelo al pescuezo, mordí una punta para poder hacer el nudo, me reí de mi inhabilidad de mando y me apronté para enderezar a la cocina, que estaba en otro rancho más chiquito, haciendo escuadra con la casa. Antes de llegar a la puerta para salir, me topé con la mocita risueña.

-¿Ande va tan güeno? -me preguntó.

-...¿güeno?... Güeno soy no más. Manquera tengo pa un rato cuanti más y ya la estoy sintiendo.

-¿Andará por enlazar otra vez

-No..., pero las muchachas me van a buscar plaito en viéndome ansina, tan incapaz.

-Pobrecito. Verdá que no está como pa alzar mozas en l'anca.

En medio de su burla había un arrimo. Yo no quería dejarme tomar por infeliz, pero ya   -254-   me estaban entrando ganas de buscarle el lado tierno. Serio le pregunté:

-¿Es de acá usté?

-Soy de ande más me gusta.

-¿Y por dónde le gustaría?

-Acasito no más.

-¡Bien haiga! ¡También yo sería de acasito mientras usté lo juera!

-¡Dios me ampare!

-¿Dios me ampare? ¿Seré tan desgraciao y de tan mala presencia que ni una lastimita me tenga?

En el juego de tira y afloje nos habíamos seguido sonriendo. Ella se puso seria y me dijo cordialmente:

-Siéntese en ese banquito. Yo vi'a trair un mate pa cebarle, así no anda caminando por ahí más de lo que debe.

Se fue, obedecí sentándome en el banco y esperé unos diez minutos.

Llegó con una pava, el poronguito y una yerbera, se acomodó en una silla petiza y, con gran seriedad, como si de pronto hubiese perdido el habla, se concentró en los preparativos de la cebadura.

  -255-  

Yo la miraba con un hambre de meses y con la emoción de todo paisano, que solamente por rara casualidad queda frente a frente con una mujer bonita. ¡Vaya si era bonita! Y sus ademanes hábiles y las muecas coquetas de flor de pago que se sabe admirada. Y las delicadezas de las manos hacendosas. Y el cambiar de posturas, de puro vicio, para ver de marearme mejor y tenerme sujeto a su vida como cinta de sus trenzas.

El tiempo pasaba.

-Sta seria la cosa -dije con malicia.

-No. Si todo va a ser chacota.

-¡Amalaya!

Cambió de tema, siempre burlona:

-¿Durmieron bien en el rancho'el bajo? Pensé que el rancho del bajo debía ser el del embrujado.

-¿Qué hombre eh'ese? -pregunté, recordando la flacura seca de don Sixto Gaitán.

-Un hombre güeno. Pobre..., aurita hemos tenido noticias dél. La noche que estuvieron ustedes en el rancho, se le murió un hijo que tenía enfermito.

-¿Qué me dice?

  -256-  

-Lo que oye. A cualquier hombre se le puede morir un hijo.

Entonces, asustado con aquella coincidencia y mi recuerdo, le conté la locura de don Sixto.

La chica se santiguó. Me acordé del fin de aquella relación que dice:


Quisiera darte un besito
donde decís enemigos.

-Pero ¿por qué milagro -exclamé- ha nacido una flor en un pago tan tioco?

Admitiendo con naturalidad el piropo me explicó:

-Yo no soy de aquí. He venido con mi hermano Patrocinio pa ayudar, estos días. Aquí hay tres mujeres que ¡si las viera! no andaría gastando saliva en una pobrecita olvidada de Dios como yo.

-No ser Dios -comenté- pa poderla olvidar tan fácil cuando me vaya.

-Zalamero -me dijo sin risa ni aparente emoción.

-No sé si...

En10 eso entró Patrocinio.

-¿Cómo va ese cuerpo, cuñao? -interpeló.

  -257-  

¿Cuñao? Yo le había llamado así todo el día anterior, sin saber qué privilegio eso significaba.

-¿Sabe que va lindo? -le dije-. Ni siquiera me acuerdo'el porrazo.

-Y yo que craiba que llegaría finao. Como tres veces se me desmayó por el camino. ¿Se acuerda del trabajo que tuvimos pa alzarlo en el caballo?

-Y ¿cómo vi'acordarme, si he venido muerto todo el camino?

-No señor. Si a trechos se componía y cuando le puse el maniador pa sujetarle el brazo, usté me ayudaba y me decía: Mah'arriba..., aura va bien..., ansinita.»

Hice todo lo posible por recordar aquello pero fue inútil. Habría hablado dormido. ¡Qué larga mi pérdida de conocimiento!

Patrocinio se dirigió a la hermana:

-Andá pues Paula, que en la cocina te andarán necesitando.

Sometidamente la prenda alzó sus cachivaches y se fue. Patrocinio se sentó y volvió a hablarme de mis caballos:

-¿Y cuñao, cerramos trato?

  -258-  

-¿Cómo anda el bayo?

-Rengo no más.

-¿Y tiene tanto apuro por cambiarlo'e dueño?

-Le vi a decir, cuñao. Yo mañana me güelvo pa'l rancho.

Adiós, pensé. Se me va el amigo y la moza, y yo tengo que quedar como peludo de regalo en estas casas, donde ni conocidos tengo. Con razón dice el refrán que «no hay golpeado que dé con las casas». Asonsado por la noticia, ni se me ocurrió remedio a la desgracia y me largué a muerto.

-Y güeno. Lléveselos.

-Tenemos que arreglarnos por el precio.

-Será lo que usté diga.

-¿Ochenta pesos por el bayo y el lobuno?

-Son suyos.

Patrocinio quedó un rato como pensativo, luego despidiéndose con un «hasta aurita», me dejó solo.

Me levanté y di unos pasos por el cuarto, rocé un banco con la pierna y rabioso lo aventé de una patada.

Salí para afuera. Pasé cerca de Paula y   -259-   me hice el que no la veía. Por detrás de las casas crucé la sombra de los paraísos, y me acodé sobre un poste del alambradito que cercaba el patio, mirando para el campo. Manco o no manco, rengo y aunque fuera sin cabeza, yo también me iría al día siguiente. Ya estaba recansado de esa tierra descomedida y no habría diablo que me sujetara, así tuviera un facón de tres brazadas.

Me saqué el sombrero, me rasqué la cabeza y me puse a silbar un estilo:


Yo me voy, yo me despido,
yo ya me alejo de vos,
quedá mi rancho con Dios.

A lo lejos vi que Patrocinio arrimaba mi tropilla. Al día siguiente, pensé, me iría con ella. No hay querencia mejor que el lomo de sus caballos para un resero, ni cama más acomodadita que sus jergas y sus pellones. «No necesito mah'embras que mis pulgas», me dije.

La voz de Paula me increpó juguetonamente:

-Oiga, mozo. Se le van a asolear los recuerdos.

  -260-  

Poniéndome el chambergo, me encaminé hacia ella, deseoso de volcarle encima mi despecho.

-Y usté, no va a tener tiempo pa acomodar sus adornos pa mañana.

-¿Estamos de baile?

-¿Y cómo no? De algún modo hemos de festejar la despedida.

-¿Quién se va? ¿Usté? No lo veo tan garifo como pa que lo conchaben.

Su voz se había puesto a tono con la mía. Por primera vez le observé un gesto de agria altanería:

-Por mal compuesto que esté -repliqué, no queriendo cejar- me he de ir cuantito ustedes se hayan ido.

-¿Ustedes?

Los brazos se me cayeron como alones de avestruz cansado. No comprendía y juzgué que debía tener un aspecto regularmente sonso.

-¿No se va con Patrocinio? -pregunté.

Encogiéndose de hombros y frunciendo despreciativamente los labios, me retó:

-Entoavía no tengo dueño que me ande mandando.



  -261-  

ArribaAbajo- XIX -

En un par de días, tuve tiempo para conocer los habitantes del rancho.

Con la partida de los paisanos, que habían venido a ayudar, quedaron las casas como eran siempre.

Comíamos en la cocina, los hombres: Don Candelario, dueño de casa, Fabiano, un mensual, y Numa, un muchachote tioco, de mi edad. Nos servía la mujer de don Candelario, doña Ubaldina, alcanzándonos galleta y unos platos que casi nunca usábamos pues, cortada nuestra presa del churrasco, comíamos a cuchillo, tajeando los bocados sobre la misma galleta.

Eran los únicos momentos de reunión, salvo los del mate mañanero.

  -262-  

El puestero era hombre afable, aunque de pocas palabras. Interrogaba siempre con tono suave y comentaba las respuestas con exclamaciones de admiración: ¡Ah, pero qué bien!, ¡no le digo!, ¡ahahá! Subía las cejas agrandando los ojos para expresar su sorpresa, con lo que corregía la indiferencia de sus bigotes caídos y ralos.

Hablando con él, tenía uno la sensación de estar diciendo siempre cosas extraordinarias. Preguntaba:

-Son campos güenos los de por allá. ¿No?

-Muy güenos, sí, señor. Campos altos y pastosos.

-¡Fíjese! (los ojitos se le asombraban).

-De lo que saben sufrir es de la seca.

-¡Pero vea!

-¡Ah, sí! cuando dentra a no querer llover, puede ir arriando la hacienda.

-¡Hágase cargo!

-Y a veces no hay más que ir cueriando por el camino.

-¡Qué temeridá!

Doña Ubaldina, chusca, enterrada en la grasa, era una chinaza afecta a la jarana, y solía   -263-   pimentar sus bromas con palabrotas, que tiraba en la conversación como zapallos en una canasta de huevos.

Fabiano, que no decía nunca palabra, reía entonces con una alegría de niño y la miraba como el perro mira a la res volteada. Su contento solía llevarlo hasta el escándalo de golpearse con el puño las rodillas, exclamando: «¡Aura sí, aura sí, que la junción se ha puesto güena!» y los demás hacíamos coro a sus carcajadas.

Numa era un pazguato sin gracia, con una cara a lo bruto. Nunca estaba en nada y si no perdía las alpargatas en su lento andar de potrillo frisón, era porque se olvidaba de perderlas.

Además de esta gente, estaban las tres muchachas de las casa, de las que ya Paula me había hablado burlonamente: «¡Si las viera!..., no andaría gastando saliva en una pobrecita olvidada de Dios, como yo.» Si Dios se había acordado de ellas, debió ser en un día de mal humor. Eran unas tarariras secas y ariscas que nunca salían de la pieza. Cuando uno las sorprendía en la puerta, como lechuzas   -264-   en la boca de su cueva, se llevaban por delante afanadas por disparar, o contestaban el saludo con una mueca de susto. Comían en su rincón y Paula con ellas. Pero Paula luego salía, siempre hacendosa y risueña, para alegrar el patio del rancho con su andar cadencioso, sus saludos, bromas y retruques con todos. Que Paula y las otras se llamaran igualmente mujeres, era una verdad que no entraba en mis libros.

No había tardado, ¡cómo había de tardar!, en darme cuenta de que Numa le arrastraba el ala a mi prenda. El asunto resultaba más bien ridículo. ¡Qué rival! Yo le guardaba rencor a Paula por haber inspirado amor a semejante gandul, que andaba como sonso rodeándola por donde quiera, para mirarla con ojos de ternero enlazado, suplicante y húmedo de ternura. Me reía por no saberlo hacer mejor.

Nos topábamos a cada salida o entrada en el rancho, a cada vuelta de pared. Le rogué a Paula que espantara a ese mosquito, pero sólo conseguí que me reconviniera en son de burla:

  -265-  

-Había sido celoso hasta de lo que no es suyo.

No digo menos; pero ¿por qué entonces esa baquía para encontrarme abajo de los paraísos, al caer la tardecita, y los cabeceos de flor en el viento, cuando le arrimaba algún requiebro halagüeño sobre su donosura y los reproches cuando por prudencia evitaba estar demasiado tiempo con ella?

-Se ha hecho chúcaro como guayquero...; tal vez está extrañando la flor de su pago y anda por ahí mandándole las cartas que no le sabe escrebir.

La mujer bonita es coqueta y buscadora, eso lo sabe todo paisano, pero a veces por poner trampas se sabe quedar enredada.

Y para no mentir, yo presumía de que Paula no me miraba con disgusto.

El pobre guachito iba bebiendo el veneno como agua bendita. Aprendía poco a poco a mirar en lo que siempre desconoció y su corazón se mareaba en esas cosas que sólo había oído mentar: cariño de mujer, gusto de no hacer nada sino remover pensamientos de amor, tranquilidad larga de convalecencia.

  -266-  

¿Qué puede hacer un hombre, en tal situación, y para qué sirve un gaucho que se deja ablandar por esas querencias? Tras de todo veía mi libertad, mi fuerza. Sin embargo me disculpaba con argumentas de circunstancia. Me era imposible partir antes de componerme y, en mi estado, todo trabajo remataría en nuevas dolencias. Todavía me anulaban dolorosos insomnios. Soñaba que me metían en un pozo, como poste de quebracho, y que apisonaban la tierra, haciéndome crujir los costillares y cortándome el aliento.

La viejita curandera volvió al tercer día de mi quebradura, según su promesa, y me trajo el alivio de aflojarme las vendas, dando con esto mayor juego a mi cuerpo. Pero ¡qué poca cosa para el amor es un pobre manco, que ni siquiera puede suponer un abrazo sin el consiguiente «Ay» de dolor! De abrazos, a pesar de esto, tenía llena la imaginación, cuando conversábamos con Paula detrás del rancho.

A los diez días de tal tratamiento, me sentía sano del brazo y enfermo del alma. Estaba todavía maneado por las lonjas, que me servían de vendas. Mis juegos de toma y traiga   -267-   con Paula ya se servían de grandes palabras, y la antipatía entre Numa y yo, amenazaba reventar con algún rebencazo.

Esto último se resolvió de golpe.

No tuve duda de que Numa se evalentonaba viendo mi manquera. Aquel pavote se animaba a reír mirándome, aunque ninguna frase de burla acudiera en su ayuda. Me miraba y se reía.

Una tarde, lo hizo mejor que las demás y yo lo tomé peor que de costumbre, a fuerza de hartazgo. Lo mandé a que fuera a la cocina, para aprender como se despluman batituces.

Un bruto nunca hace las cosas bien. Numa embestió más que nunca la expresión de su cara. Hizo unos pasos hacia nosotros.

-¿Estaré en la escuela pa que me den liciones? -decía-. ¿Estaré en el colegio? ¿Ahá? ¿Estaré en el colegio pa que me den liciones?

Su desplante pareciéndole bueno, lo repitió hasta cansarse. Entonces, a pesar de la inquietud de Paula, me reí a mi vez con convicción. Numa se puso furioso. ¡Qué confianza no le daría mi manquera! Sacó el cuchillo   -268-   y se vino derecho. Hice un paso de costado, lo que debió parecerle inverosímil, dado el tiempo que puso en rectificar la dirección de su atropellada. Tres veces se repitió la misma maniobra y ya empecé a ver, yo también, la posibilidad de concluir la jugarreta en sangre. Pero el opa de Numa daba lástima, tan sonsamente perdía el rumbo.

-State quieto -le dije amenazando-, sosegate no te vah'a llevar por delante un cuchillo.

Paula también le gritaba, pero ya nada era válido para aquella porfía. Presumí lo que iba a suceder, visto que Numa me acorralaba cada vez con más empeño.

Lo dejé venir cerca. Al tiempo que me tiraba, de abajo, un puntazo de mala intención, saqué el puñal y, de revés, mientras esquivaba el bulto, le señalé la frente para acobardarlo. Así fue. Numa dejó caer el cuchillo al suelo y quedó con las piernas abiertas y la cabeza baja, esperando su susto. La herida, un rato blanca, se llenó, como manantial, de sangre y empezó a gotear, luego a chorrear abundantemente. El infeliz estaba blanco   -269-   como un papel y, largando un quejido como para escupir la entraña, se abrazó la cabeza y salió para el lado del rancho. Iba despacio. Metódicamente gruñía su ¡Ay! de idiota, mientras dejaba un rastro rojo tras de su paso. Paula se fue con él.

Me quedé solo, sin saber en qué pararía aquello. Confusamente experimentaba lástima ¿pero era mi culpa? ¿no había sido una cobardía su ensañamiento en atropellar a un hombre que creía inválido? Al fin de cuentas me daba rabia. Me habían forzado la mano y también a Paula la sentía culpable. ¿Por qué no había espantado de su vecindad a ese embeleco pegajoso? «Si tiene gusto -me dije- en andar con ese tordo en el lomo, que le aproveche». Y decidiéndome a una acción rápida, enderecé a la cocina, donde debían estar los mayores:

Al pasar frente a la pieza en que dormí la primer noche, vi al hembraje amontonado. Ahí debía estar el herido. Seguí para la cocina donde encontré a don Candelario y a Fabiano. Este último era el hombre que necesitaba.

  -270-  

-Güenas noches -saludé.

-Güenas noches -me contestaron.

-Me va a hacer un favor, cuñao -dije a Fabiano-. Echeme la tropilla pa este lao, que algún día si la ocasión se presienta le devolveré el servicio.

El silencioso Fabiano, salió con un gesto de aceptación, y quedé solo con don Candelario.

-Siéntese -me dijo éste y me alcanzó un mate.

-Le vi a pedir disculpa -empecé- por lo que ha sucedido. A mí me han atendido por demás bien en esta casa y vengo a pagarle con un dijusto. Sta mal sindudamente, pero, válgame Dios, que yo no he buscao el plaito...

-Deje estar -me interrumpió suavemente don Candelario-. ¿Piensa dirse?

-Dentro de un rato, sí, Señor. He faltado a la casa y quiero que me olviden cuanto antes.

-¡Pero si usté no lleva culpa!

-No le hace, Don. A lo hecho pecho. Graciah'a Dios ya estoy güeno.

Decidido, corté con el cuchillo las lonjas   -271-   que me sujetaban el brazo quebrado. Hice unos movimientos con prudencia y vi que andaba bien. Don Candelario me miró sacudiendo la cabeza.

Cada hombre -dijo- sigue su destino. Si ha de ser el supo dirse, Dios lo habrá dispuesto. Lo que es por mí, puede quedarse si gusta, que nadie dirá que en mi rancho no sé ofrecer lo que pueda al que anda de mala suerte. Soy mayor que usté mocito y, eso sí, puedo darle el consejo de que se cuide de andar peliando por hembras.

-Así es -cerré, sin querer entrar en explicaciones.

Entró doña Ubaldina.

-Güenas noches.

-Güenas noches.

Dirigiéndose a su marido, dijo la puestera gorda:

-Ya lo h'emos vendao y ha parao la sangre. No ha de morir por tan poco -sonrió mirándome- ni ha de dejar de encandilarse con las polleras.

De pronto sentí que de la estúpida aventura, podía quedar un comentario sucio para   -272-   Paula. Agaché la cabeza y, Dios me perdone, me sentí hondamente triste.

Salí para el patio a ver si la cruzaba para hablarla. ¡Si me la hubiera podido llevar! Creo que no hubiese dudado un momento. Estaba en estado de olvidarlo todo. Al cabo cruzó a unos metros de donde yo estaba:

-Paula, quisiera hablarla.

Me miró por sobre el hombro:

-No sé de qué -me respondió, sin detenerse.

¿Así que se iba a hacer la farsa de que yo era el solo y único culpable? ¿Era un criminal por haberme defendido?

Entré a la cocina mal dispuesto. Si un hombre cargara con palabras como las de Paula, «pitaríamos del juerte» juntos.

Al rato cayó Fabiano.

-Ahí están sus caballos.

-Gracias, cuñao.

Fabiano me ayudó a juntar mis pilchas, mi ropa, y a ensillar.

¡Qué sola me parecía la noche en que iba a entrar! Siempre, hasta entonces, lo tuve a mi padrino y con él me sentí seguro. Hasta   -273-   alcanzarlo, en el puesto en que estaba trabajando, siete u ocho horas de camino, me encontraría perdido ante las sorpresas tristes que me habían deparado esos pagos de mal agüero.

Volví. Cenamos los de siempre menos Numa. Junto con el asado, mascaba yo mi despecho al que no quería dar salida.

Al concluir la cena, me despedí de los presentes. Don Candelario me acompañó hacia afuera. En el rancho de las mujeres, pegó unos puñetazos contra la puerta:

-¡Se va este mozo y quiere despedirse!

Salieron las tres tarariras flacas y Paula. Les di la mano, una por una, diciéndoles adiós. Paula fue la última.

-Siento -le dije- lo que ha pasao. No he tenido intención de agraviarla.

-No me gusta -retó nerviosa y encabritada- la gente ligera pal cuchillo.

-Tampoco -respondí- me gustan a mí las mujeres que andan haciendo engreír a la pobre gente.

Lo decía mucho por Numa y un poco también por mí. Últimamente no quería discutir y agregué:

  -274-  

-Le encargo muchos recuerdos pa mi amigo Patrocinio.

-Serán dados -concluyó secamente.

Ya al lado de mi caballo, me despedí de don Candelario y Fabiano, que me deseaban buena suerte.

Le bolié la pierna al Picazo. ¡Qué lindo andar bien montado y estar libre! Mi brazo derecho, aún dormido, me servía sin embargo. Me habían indicado el camino. La silbé a la madrina Garúa y eché los caballos a su cola. Lo de siempre. Pero nunca había hecho tan noche sobre mí.

Aunque el trecho que me separaba del puesto, en el que encontraría a mi padrino, era un tanto largo, me puse a andar al tranco. Llegaría recién al amanecer ¡qué importaba! tenía ganas de pensar o tal vez de no pensar, pero seguramente sí de que los últimos acontecimientos se asentaran en mi memoria. Además no quería abusar de mi brazo, por el que corrían tropelitos de cosquillas.

Miseria es eso de andar con el corazón zozobrando en el pecho y la memoria extraviada en un pozo de tristeza, pensando en la injusticia   -275-   del destino, como si éste debiera ocuparse de los caprichos de cada uno. El buen paisano olvida flojeras, hincha el lomo a los sinsabores, y endereza a la suerte que le aguarda, con toda la confianza puesta en su coraje. «Hacete duro, muchacho», me había dicho una noche don Segundo, asentándome un rebencazo por las paletas. A su vez, la vida me rebenqueaba con el mismo consejo. Pero qué mal golpe que me aflojaba la voluntad hasta los caracuces, sugiriéndome la posibilidad de volver hacia atrás, con un ruego de amor para una hembra enredadora.

Contrariando mi debilidad, miraba adelante, firme.

Crucé unos charquitos llorones, que quien sabe qué dijeron bajo los vasos del caballo. También el barro se pega en las patas del que quiere caminar.

Pobre campo sufridor el de estos pagos y tan guacho como yo de cariño. Tenía cara de muerto.

La noche me apretaba las carnes.

Y había tantas estrellas, que se me caían en los ojos como lágrimas que debiera llorar para adentro.



  -[276]-     -277-  

ArribaAbajo- XX -

Junto con la noche, terminó mi andar. A la madrugada, según mis previsiones, llegué a un puesto aseadito, en el que encontré a mi padrino, disponiéndose a salir con un hombre en quien, por las primeras palabras de conversación, reconocí al encargado de aquel potrero.

Don Segundo no se extrañó de mi presencia, pues habíamos quedado en que, una vez sano, iría yo a buscarlo para seguir viaje hacia el Norte. Mi brazo desvendado explicaba mi venida y evitaba las burlas posibles a propósito de mi ridícula historia. Me guardé muy bien de desembuchar mis sinsabores.

Un día quedamos en aquella población, para partir a la mañana siguiente.

  -278-  

Dos veces hicimos noche: una acampo raso, otra en el galpón de una chacra.

Cuanto más distancia dejábamos a nuestra espalda, entre nosotros y aquella costa bendita, más volvía en mí la confianza y la alegría, aunque en el fondo me quedara el resabio de un trago amargo.

Traspuesto que hubimos unas cuarenta leguas, pude sonreír mal que mal ante lo sucedido. Lindo me resultaba el rendimiento de cuentas: un brazo quebrado, un amorío a lo espina, un tajo a favor de un tercero por cuestión de polleras, fama de cuchillero, el lazo cortado y dos caballos vendidos a la fuerza. Lo que menos sentía era esto último, pues si bien es cierto que perdía con el Orejuela y el Comadreja un par de pingos seguros, ganaba una jineta de sargento para mi orgullo. ¿Hay mejor prueba de buen domador que el que le salgan a uno compradores para sus caballos, después de un rodeo? Contaba también el hecho de que los vendidos fueran mis dos primeras hazañas de jinete.

Además, se me presentaba la ocasión de   -279-   cumplir con un deseo largo tiempo acariciado: aviarme de tropilla de un pelo. ¿No disponía, como base para ello, con el dinero ganado en la riña de gallos? Podía golpearme el tirador para sentir el bulto de los pesos, enrolladitos en sus bolsillos.

Si bien es cierto que nunca faltan encontrones cuando un gaucho se divierte, también sucede que en sus tristezas le salga al cruce alguna diversión.

A los seis días de marcha, caímos a un boliche, donde se debían de correr esa tarde unas carreras.

En medio del callejón, del que habían elegido un trecho bien parejo, clareaban dos andariveles, emparejados a pala-ancha.

Ya un gringo había instalado una carpa con comida, masas y beberaje.

Una china pastelera, paseaba sus golosinas en dos canastas, perseguidas por las moscas y alguno que otro chiquilín pedigüeño. Un viejo llevaba de tiro un tordillo enmantado, ofreciendo números de rifa. Y, tanto la carpa como la pulpería, tenían pa su «mamao» por adelantado.

  -280-  

Yo conocía esas cosas desde chico, y me movía en ellas como sapo en el barro.

Empezaba a caer gente. Dos parejeros eran centro de un grupo de paisanos. Grupo muy quieto y misterioso, que se secreteaba por lo bajo.

Almorzamos en la pulpería. Al «mamao», que enseguida se nos pegó, dándonos latosos informes sobre la carrera grande de la tarde, le di un peso a condición de que se fuera a «chuparlo» a la carpa.

Comimos primero unos chorizos, que empujamos con un vino duro, después un pedazo de churrasco, después unos pasteles.

El gentío aumentaba por momentos en el mostrador, así como afuera crecía en número la caballada. ¿Qué paisano no se trae el más ligerito de la tropilla, con la esperanza de ensartar uno más lerdo? Visto que mi Moro era de buena pinta y trotaba como amartillado para una partida, algunos me lo filiaban de paso. ¡No había cuidado que me hiciera pelar de vicio, con un caballo que traía una semana de camino!

Mi padrino encontró dos amigos ¿cómo había   -281-   de ser? Ellos también tenían oficio de reseros y, como es natural, nos pegamos unos a otros, con esa súbita familiaridad de los ariscos, cuando se encuentran medio apampados por el ruido y la gente. Eran hombres de unos treinta años, curtidos y risueños; nos preguntaron qué sabíamos de las carreras. Mi padrino les repitió una parte de los datos del «mamao»:

-Son dos pingos que hay que velos amigo, que hay que velos. ¡El colorao tiene ganadas más carreras aquí!... Entuavía no ha perdido nenguna, más que una que le ganaron como por siete cuerpos... ¡Qué animal ese escuro que trajeron de los campos de un tal Dugues! De entrada no más lo sacó al colorao como cortando clavos con el upite..., y ya se acabó. ¿Creerá cuñao?... Ya se acabó... Sí, señor... Pero el colorao, hay que velo amigo...; si parece como que se va tragando la tierra... Pero ahí tiene, a mí más me gusta el ruano que train de pajuera. Ahí tiene..., la manito del lao de montar es media mora... No vaya a creer..., a mí me gusta el ruano; ahí tiene...

  -282-  

-Y yo -dijo don Segundo- le vi a jugar al ruano por hacerle el gusto a un hombre en pedo, porque el hombre que se mama ha de ser güen hombre.

-Aura sí que está lindo..., y ¿por qué? -preguntó uno de los paisanos que, conociéndolo a mi padrino, colegía algo sabroso, detrás de esa sentencia.

-Porque el hombre que se mama sabe que va a hablar por demás y al que tiene mala entraña no le conviene mostrar la hilacha.

-¿Sabés que es cierto, hermano? -dijo el paisano, volviéndose hacia su compañero.

-¡Claro!..., como que aurita no más le vah'a dentrar a pegar al frasco.

Y echamos afuera toda la risa, con esa nerviosidad del gaucho que, cuando anda entre gente, parece como si sintiera que le sobra la vida.

A toda eso iba a empezar la función y yo estaba con ganas de desquitarme de mis disgustos.

La paisanada, a caballo, se había desparramado a lo largo de los andariveles en forma de boleadoras de dos, es decir, un poco amontonada   -283-   en el lugar del pique y el de la raya y raleando a lo largo de la cancha.

Esperamos con paciencia de quien no está acostumbrado a esperar. Casi diría que ese momento de inacción era lo que más me gustaba en las fiestas, porque ya había tiempo todos los días para que sucedieran cosas y era bueno, de vez en cuando, saber que por largo rato nada cambiaría.

¿Los corredores se andarían pesando? Y bueno. ¿Los dueños estarían discutiendo los últimos detalles de las partidas, del lado, del peso? Y bueno.

Ya veríamos los animales cuando entraran a la cancha, destapados, y podríamos alcanzar una o dos partidas, para luego colocarnos en el sitio menos cargado de gente, a media distancia, donde por lo general se define la carrera, a no ser que resulte muy parecida. Lo mejor era informarnos un poco, y así lo hizo don Segundo, interpelando a un paisano que pasaba cerca nuestro.

-No somos de acá, señor, y quisiéramos saber algo pa poder rumbiar en la jugada.

El hombre explicó:

  -284-  

-La carrera es por dos mil pesos. Cuatro cuadras a partir dellas, igualando peso. Si uno de los corredores se desniega a largar después de la quinta partida, han convenido los dueños poner abanderao.

-Ahá.

-Parece que los dos bandos train plata y que se va a jugar mucho de ajuera.

-Mejor pa'l pobre.

-Ocasión han de hallar.

-Y ¿son de aquí los dos caballos?

-No, señor. El ruano lo train de p'ajuera. Lindo animalito y bien cuidao. El colorao es destos pagos. Si quieren jugarle en contra, yo tomo una o dos paradas de diez pesos.

-Graciah'amigo.

-Güeno, entonces vi a seguir, con su licencia.

-Es suya y gracias, ¿no?

El hombre se fue. Don Segundo comentó:

-Medio desconfiao el paisano. Nos quería jugar, porque estaba maliciando que éramos de los que han venido con el ruano.

-Le tiene fe al colorao -insinué, tentado.

  -285-  

-Bah -dijo mi padrino- la ganancia está en las patas de los caballos.

Lo cierto era que me sobraban ganas de comprometer mis pesos y qué, estando en perfecta ignorancia en cuanto al mérito de los caballos, tenía que proceder arbitrariamente. La plata me andaba incomodando en el bolsillo. Calculé el monto de mi fortunita. De la riña de gallos, ciento noventa y cinco pesos. Del último arreo cincuenta, van doscientos cuarenta y cinco. Sesenta pesos, que tenía antes de la riña, van trescientos cinco. Y ochenta de Patrocinio por mis pingos; total, trescientos ochenta...

Don Segundo me sacó de mis cálculos, anunciando la venida de los parejeros. Los vimos sin mudar de sitio.

El colorado pasó, ya montado, braceando impaciente. Era alto y fuerte, de buenos garrones y con un ojo chispeador de bravo.

¡Qué pingo! Pensaba yo: ¿cuándo podría tener uno igual? Seguramente cuando fuera Coronel por lo menos, porque no de otro modo pegaría andar en semejante chuzo.

El ruano también era bonito. Lo traía el corredor de tiro y venía tranqueando largo,   -286-   sobrando como de una cuarta el rastro de la mano con el de la pata. Parecía enaceitado de lustroso y era fino como galgo.

-Vaya uno a saber -dijo mi padrino-, pero yo voy a cumplir con el mamao no más.

El corredor del colorado era un tipo flaco de bigote entrecano. Se había puesto vincha y miraba para todos lados, como si le fueran a pegar un cascotazo. El que traía de tiro al ruano, no era más alto que un muchacho de doce años, hocico pelado y hosco como un pampa.

Los vimos partir dos veces. El borracho tenía razón, al decir que el colorado quería como tragarse la tierra. En cambio el ruano picaba de costado, medio salido del andarivel.

Ganamos nuestro sitio. Las apuestas menudeaban por ambos bandos. Iba a largarse la carrera y yo no había jugado. Un perudo panzón se dirigió a mí:

-¿Vamos veinte pesos? -yo juego al ruano.

-Pago -respondí.

Se quedó mirándome, insatisfecho.

-¿Vamos cuarenta?

-Pago -volví a responder.

-¿Vamos sesenta? -propuso.

  -287-  

Algunos nos miraban, curiosos. ¿Hasta cuándo seguiría subiendo?

-Pago -le acepté sonriente.

-¿Vamos ochenta? -su voz se hacía cada vez más suave.

Los curiosos espiaban mi decisión. Sin quitarle la vista, propuse a mi vez, imitando su cortesía:

-¿Por qué no vamos cien?

-Pago -accedió.

Ya la gente se hacía montón, como si nosotros fuéramos los caballos de la carrera. Pasado un rato, propuse con una voz imposible de superar en tono de dulzura:

-¿Vamos ciento cincuenta?

El hombre rió de muy buena gana y, ya con voz natural, cerró la broma:

-No gracias, estoy jugao.

-¡¡Ellos y se vinieron!! -gritó uno de los mirones.

Ras con ras, sin aventajarse de un hocico, llegaban, pasaban delante nuestro, se iban para el lado de la raya. Nos agachamos sobre el cogote de nuestros caballos. El paisanaje invadió la cancha. Alcanzamos a ver que los   -288-   dos corredores castigaban. Esperábamos el grito que anuncia el resultado; ese grito que viene saltando de boca en boca, haciendo, de vuelta la cancha, en la décima parte de tiempo que los caballos.

-¡¡Puesta!! -oímos-. ¡Puesta! ¡No se pagan las jugadas! -pero ni bien quiso entablarse el obligatorio comentario, vino la contravoz, dando el fallo verdadero:

-¡¡El ruano, pa todo el mundo!! ¡¡El ruano, por un pescuezo!!

-Está entrampada -trajo otro como noticia-, está entrampada y parece que van a peliar.

Pero la voz, que enseguida se reconoce como la verdadera, insistía en todas las bocas.

-El ruano, por un pescuezo.

Di vuelta el tirador, conté hasta cien pesos, en billetes de diez y de cinco, y se los alcancé al perudo, que esperaba cortésmente sin mirar para mi lado.

-Tome, Don.

-Gracias.

En cambio mi padrino embolsaba cincuenta.

-Voy -me dijo, fingiendo salir al galope- a ver si hallo otro mamao.

  -289-  

Yo tenía rabia. ¿Hasta en el juego me pelarían?

Nos recostamos contra el alambrado del callejón, donde menudeaban los comentarios.

-Tiene pa ganarle a dos como el caballo de aquí -aseguraba un viejo, montado en un zaino aperado de plata-, ...pa ganarle fácil -puntualizó.

El paisano con quien iba la discusión, retobado y huraño, decía despacio pero claro:

-Fácil, es la palabra.

-No, señor. No son palabras. Y si tienen con qué correrle, ahí está el hombre pa que lo hablen.

-Yo no tengo con qué.

-Pero esos otros, pues, que parece que no ven, cuando la ocasión se presienta.

-¡Bah! No hay que ir muy lejos. Ahí está el tordillo de los Cárdenas.

-¡Qué va a hacer con eso! Poco lo conozco al mentao. Tres veces lo han quebrao de lo lindo, en mi presencia, y si no le disjusta, yo mesmo lo he tenido cuidando y le he tomao el tiempo.

-¡Ahá!

  -290-  

-Sí, señor, y le he tomao el tiempo con los dos reloses que tenía: uno rigular y el otro de sacarlos ligeros a los caballos, y con nenguno me dio más que cualquier matungo.

El paisano callado, no debía entender de relojes porque, sin entrar en más controversias, hizo caminar su malacara hacia gente menos doctora.

Oímos un tropel y una gritería. Nos arrimamos para la cancha. Acababan de correr una carrerita de dos cerradas, entre caballos camperos. El paisano ganador, montado en un picacito overo, pasó delante nuestro fatigado y sonriente. Ya estaban partiendo con un rabicano pampa y un zaino pico blanco. En cada pique, el zaino se despatarraba, desesperado por correr. Pero, cerca mío, un grupo de gente rica, bien montada, hablaba de una de las carreras depositadas. El que parecía más al corriente que los demás, explicaba:

-Yo no sé cómo Silvano se ha metido a correr con el mano blanca de los Acuña; su alazancito es un animal nuevo, muy bruto. Ustedes verán que es capaz de asustarse con la gente y cambiar de andarivel...

En eso pasó un muchacho, ofreciendo treinta   -291-   a veinte, contra el rabicano que estaba partiendo. Tomé la parada porque sí.

-¡Se vinieron! -gritó el mismo muchacho.

La gente corría para el lado de la largada. Unos decían: «se ha muerto», otros aseguraban que el pico blanco, desbocado, se había llevado por delante como siete hombres, de a pie. Resultó finalmente que el caballo, embravecido por los repetidos piques, había hecho carretilla, atropellando el alambrado y haciéndose pedazos en él. El corredor salvó, por milagro, con unos chichones y peladuras en la cabeza.

Gané treinta pesos, casi sin haberlo pensado.

El mozo, que explicaba los defectos del alazancito del tal Silvano, señaló con el cabo del rebenque.

-Ahí vienen.

-¿Vamoh'a verlo? -propuse a mis compañeros.

¡Qué pintura el alazancito de Silvano! Mientras lo contemplábamos, repetí lo que había oído.

Pasó el mano blanca. Un veterano tranquilo, más bien feo, de pelo zaino oscuro. Empezaron a jugarle dando usura. Los seguimos para verlos partir.

  -292-  

El alazancito lo sobró en dos piques y la plata se puso a la par.

El perudo, que me había ganado los cien pesos, me hizo una entrada:

-¿Y mocito? ¿Cuánto va al mano blanca?

-...

-Le doy desquite de los cien.

-Pago.

Ya el corredor del alazán había convidado dos veces, sin resultado, y llevaban seis partidas. Se veía que el del mano blanca quería salir de atrás para rebalsarlo. El del alazán, muy confiado, reía. Ambos parecían decididos a hacer efectiva la carrera cuanto antes.

Se vinieron juntos. En un abalanzo, el alazán descontó distancia. «¡Vamos!», convidó su corredor, soliviándolo en la boca. De atrás, el mano blanca lo alcanzaba. La partida lo iba a favorecer. Imprudentemente, o tal vez por sobra de confianza, el del alazán volvió a convidar:

-¿Vamos?

-¡¡Vamos!!

El mano blanca tomó ventaja, como de medio cuerpo.

  -293-  

-¡Ahá! -rió el del alazán y, cediendo rienda, adelantando el cuerpo, se apareó al contrario, lo venció, le hizo tragar tierra, le sacó dos cuerpos, tres... ¡Qué sé yo! El del mano blanca levantó su caballo a media carrera.

-¡Buena porquería el mentao de los Cárdenas! -grité.

El perudo sonrió:

-Anda en la mala.

Le pagué los cien pesos.

-Vamos a ver -le dije, caliente- si nos topamos en otra.

-Aquí estaremos a su servicio -me contestó, embolsando mi dinero- siempre que no nos guste el mismo caballo.

Pero, ¿qué desquite iba a encontrar esa tarde?

Jugué en una cuadrera. De a posturas chicas, comprometí setenta pesos. Llevaba las paradas en el puño y, de entre mis dedos salían los papeles, como espinas de un abrojo. Una por una, tuve que entregar las paradas.

Me fui un rato a la carpa, con mis compañeros, donde tomamos unas cervezas y ensartamos pasteles en la punta del cuchillo. Don   -294-   Segundo perdía cincuenta pesos. En cambio, entre los dos reseros amigos, juntaban ciento setenta y dos de ganancia. A uno de esos suertudos le entregué cien, para que me los jugara. Me los perdió en la primera ocasión, quedándome sólo cinco como todo capital. ¿Ah sí? Pues, perdido por perdido, fui a ver mi contrario perudo, que por su parte, de entrada, me ofreció desquite.

-No tengo con que pagar -le dije- pero si usté quiere, le doy en prenda cinco caballos que usté podrá ver aurita si gusta.

El hombre aceptó y, para mostrar liberalidad, me dejó elegir caballo en la carrera siguiente. Con una fidelidad de borrego guacho, me ensarté con el perdedor.

¡Muy bien! Me dedicaría a mirar.

La gente parecía cansada y caía la tarde. Algunos, por haber ganado o por desplumados, se volvían a sus pagos. Don Segundo no me sacaba el rebenque de sus bromas y, lo que era peor, yo me quedaba atufado, sin responder.

No sé cuanto duró la tarde, ni si fueron muchas o pocas las carreras que se vieron. Los grupos se despedían, dándose la mano.   -295-   Para los dos lados del callejón, iban dos hileras de gente a caballo. Frente a los despachos de bebida, los borrachos eran como unos diez o doce.

Lejos, se veían algunas polvaredas de los que se habían retirado primero.

Poco a poco nos fuimos quedando solos. Al hombre que me había ganado casi toda la plata le mostré mi tropilla y, quedando conforme, se llevó los cinco animales, dejándome con dos y el Moro.

Nos despedimos de nuestros compañeros. Nosotros seguiríamos viaje, haciendo noche donde ésta nos tomara. Cambié de caballo. Me quedaban Garúa, el Vinchuca, el Moro y el Guasquita, en que iba montado.

-¿Vamos? -me dijo mi padrino, remedando a los corredores.

-¡Vamos! -le contesté.

Y salimos al galope corto, rumbo al campo, que poco a poco nos fue tragando en su indiferencia.



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