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ArribaAbajoTercera parte


ArribaAbajo- I -

Aunque ya estuviese bastante acostumbrado a la vida intensa de la gran metrópoli, Buenos Aires me mareó en un principio, y este fenómeno se explica: hasta entonces sólo había ido allí por paseo, sin nada bien determinado que hacer, el tiempo completamente mío, contando siempre con el refugio hospitalario de mi ciudad, como un baluarte que me defendería en caso necesario, pudiendo elegir mis relaciones, retraerme o prodigarme, según me conviniera; simple visitante, en fin, a quien hasta los enemigos reciben corteses, como en un alto del combate; mientras que esta vez, iba a radicarme allí, con un plan de conducta establecido en sus grandes líneas, y obligaciones políticas y sociales, deberes de orden diverso, necesidades urgentes como la de ponerme al diapasón del gran centro, para no hacer un papel ridículo, sin contar ya con tirios y troyanos, como que entraba decididamente en la arena, ni poder pensar en el modesto abrigo de la provincia, pues retirarme sería equivalente al más estruendoso fracaso. Al mareo contribuía también la embriaguez de mi triunfo, la satisfacción arrebatadora de verme con un pie en los últimos peldaños de la inmensa escala, pudiendo considerar que todo me era accesible, que todo estaba al alcance de mi mano. Y otra cosa más: quise, apenas llegado, reconstruir mis antiguos ensueños de cuando vagaba desocupado en la gran ciudad, aquel vasto proyecto de aparecer, y deslumbrar, trabajando activa y brillantemente por la unión estrecha de Buenos Aires y las provincias, por la extinción total de los viejos antagonismos; pero, apenas me puse a pensar en esta «misión» me   —210→   pareció trivial, infantil, ya realizada o en vías de realizarse, y temí dar pasos en falso, exponerme a las burlas de los hombres experimentados y escépticos, hablar como una criatura... No, si no es tan fácil la iniciación como parece.

-¡Bah! -me dije-. Lo que debo hacer es, por una parte, ocultar que estoy algo «boleado», que me azoro como un advenedizo, y, por otra, no darme por ahora aires de grande hombre, ni esforzarme por llegar a serlo, mientras no se me ofrezca una oportunidad verdaderamente favorable... Seamos modestos, Mauricio, hasta la hora de ser soberbios.

Gracias a un dominio de mí mismo que me permitía parecer tranquilo e indiferente en las mayores pellejerías, conseguí que nadie advirtiera mi azoramiento. En cuanto al otro autoconsejo, lo modifiqué, pensando que, sin aparentes pretensiones, podía y debía presentarme y aun con atildada elegancia en cuanto a mi exterior se refería. Renové, pues, mi guardarropa, abandonando los trajes que en provincia podían dar el tono, pero que en Buenos Aires resultaban lugareños por no sé qué detalles de corte, de color, creo que hasta de olor; comencé a frecuentar los grandes «restaurants» a la moda, los teatros, los clubs, los círculos que ya conocía, con el rumbo discreto que siempre acostumbré, y esto me hizo creer un instante que comenzaba a ser popular. Veíame siempre, en efecto, rodeado de un círculo de amigos y conocidos que se ensanchaba cada día, y del que era o del que creía ser eje principal, pues todos me demostraban no sólo deferencia, sino también hasta admiración. Señuelo de este rebaño habían sido algunos camaradas, que en mis visitas anteriores se sentaban a mi mesa y me iniciaban en el conocimiento de los más amables rincones de la capital; pero antes no eran tan numerosos ni tan permanentes -no me parecieron así, al menos gracias a lo transitorio de mi estada-, mientras que, en este nuevo período, llegué a considerarlos innumerables y pesados en demasía, sobre todo cuando saqué cuentas al cabo del segundo mes: me había gastado lo que creía suficiente para medio año, por lo menos. Mis recursos, grandes en provincia, resultaban escasísimos en la capital, llena de declives, cloacas y alcantarillas   —211→   por donde se va el dinero como agua en día de lluvia, sin que, para quedarse sin un céntimo, sea preciso caer en la exageración de prestar a cuantos piden. Resolví, pues, substraerme un poco a la admiración de mis contemporáneos, y recordé mis buenos propósitos de modestia, jurándome cumplirlos esta vez.

Con todo, y aunque hubiera podido descontar desde luego mis dietas de diputado, el dinero no me alcanzaba, en medio de aquel «maelstrom» devorador, sobre todo, si quería mantener íntegra mi pequeña fortuna, como era mi intención. Puede que se me considere ávido y hasta mezquino por esto, pero era sólo previsor y sabía gastarme las rentas sin pestañear. ¡Y qué hubiera sido de mí a no proceder de esta manera, cuando tantos más ricos que yo, arrastrados por la corriente, fueron luego a rodar al abismo de la miseria, o poco menos!

Era urgente, pues, arbitrar recursos, y para ello escribí a Correa, pidiéndole un auxilio, en forma de comisión gubernativa, u otra cualquiera. Había observado que los funcionarios y empleados mejor retribuidos eran generalmente ricos o de mediana posición, como si los poderes públicos se empeñaran en conservar y aumentar las fortunas, y mantener un patriciado seguramente necesario para la buena marcha del país. Esto es más lógico de lo que parece. Los hombres, por muchos méritos que tengan, acostumbrados a vivir con poco, no necesitan de grandes recursos, especialmente si trabajan de veras, y darles más que el bienestar en sus comienzos suele ser pervertirlos; mientras que los nacidos en la abundancia deben ver protegida y conservada su posición, pues de otro modo fácil sería que hicieran disparates, perdieran la riqueza y se hundieran, comprometiendo luego a buena parte de la sociedad, en su insuficiencia para resurgir por propio esfuerzo. Esta acción conservadora de los poderes y de la colectividad acomodada, es evidente y es plausible. ¿Quién no encontrará bien que, en el caso de Faustino Estébanez, perdido por deudas de juego, todo el mundo le ayudara pecuniariamente a salvarse, aunque fuera un inútil, mientras que a Renato Pietranera, el físico, que buscaba la solución de no sé qué problema y   —212→   se moría de hambre, nadie le facilitó recursos y tuvo que desistir, buscándose la vida como dependiente de comercio? En el primer caso, la vergüenza de Faustino recaía sobre todos los Estébanez, emparentados con la alta sociedad, y no era posible dejarlo en el pantano, por lo cual, después de pagadas sus deudas, se le envió con una misión al extranjero; en el segundo, nadie, ni el mismo Pietranera quedaba comprometido, y si sus trabajos eran realmente de valor, no se habían de evaporar por eso. Hombres más grandes que lo que él pueda ser, han vivido en la miseria, pero la humanidad no ha perdido sus obras. En suma, harta mezcolanza social hay en nuestro país, para que nos ocupemos en aumentarla.

Don Casiano, buen gaucho, considerando, sin duda, que yo podía serle muy útil en Buenos Aires, me procuró inmediatamente una prebenda, una representación innecesaria pero bien pagada, ante diversas oficinas públicas que tenían asuntos con la provincia. Con esto podía manejarme, pues ya he dicho que tenía prudencia, y no cometería locuras irremediables, ni siquiera peligrosas, aunque fuera capaz de despilfarrar las entradas y beneficios extraordinarios con la mayor impavidez, como lo hiciera hasta entonces. En las luchas anteriores a mi elección, la prensa opositora me acusó más o menos injustamente de malversaciones, de «coimas» exigidas a los proveedores de la policía, de sobresueldos secretos recibidos del gobierno, de cientos de vigilantes «comidos», como se los comía don Sandalio Suárez, el comisario de Los Sunchos; cierto es -no tengo reparo en confesarlo, porque en aquella época todo el mundo hizo lo mismo-, cierto es que acepté cuanto se me ofreció, pero también es verdad que no lo hice por aumentar mis capitales, sino con entero desprendimiento, por darme mejor vida: todo aquello, como vino se fue, y a no ser por la especulación de mi chacra y otras emprendidas con platita de los Bancos, mi fortuna sería muy modesta. Amo el dinero, pero no por el dinero mismo, sino por la libertad que procura y complementa -porque la libertad, sin medios de acción, no es libertad, ni es nada, tanto, que se ha llegado a hablar de la «libertad de morirse de hambre»-. Desgraciadamente,   —213→   las gangas a que más arriba me refiero, habían cesado, y en Buenos Aires no podía conquistarme otras nuevas mientras no estuviese en el ejercicio de mis funciones. Ya me desquitaría más tarde, y, entretanto, el sueldito de Correa me venía como anillo al dedo.

Para modificar mi vida, dejé, pues, el hotel suntuoso y caro en que me había hospedado y alquilé una casita antigua en la calle central -tres o cuatro habitaciones y las dependencias, no muy primitivas-, la hice empapelar, pintar, amueblar con cierto gusto -con ese gusto innato de la familia, que permite a uno de mis tíos hacer viajes a Europa con el beneficio de los muebles que compra allí y usa y revende aquí-, y me instalé como quien está dispuesto a llevar una vida seria y arreglada. Llamé a Marto Contreras para que fuese mi hombre de confianza, y completé el servicio con un cocinero y un sirviente que salía de una casa aristocrática, y que halló modo de robarme como un pazguato. Y, ya en mi casa, en vez de correr cafés y restaurants y «rotisseries», me limité a mis clubs y círculos, y frecuenté mis relaciones, previo estudio de sus características, y fui espiritual y escéptico en unas partes, bonachón y creyente en otras, austero aquí, liberal allá, tolerante acullá, sectario unas veces, despreocupado las más. Y así logré que se me recibiera con gusto, pero sin entusiasmo, porque mi figura permanecía indecisa y enigmática, e inspiraba, cuando mucho, una especie de tibia curiosidad.

En esto, pasóseme el tiempo y llegaron los primeros días de mayo, el mes de la apertura del Congreso en que iba a estrenarme. Ahorro la crónica de las sesiones preliminares, de las largas guardias en los salones y los pasillos de la vieja casa que parecía un reñidero de gallos en el recinto, y una carnicería para gigantes desde afuera, y llego a la defensa de mi diploma, que fue en un día desagradable, de humedad y viento norte, enervante y hosco, tal como sólo se ve en Buenos Aires. Los días húmedos de la capital, cuando reina el norte pegajoso y hasta mal oliente, me molestan de un modo indecible. Los ruidos me son más discordantes, más ensordecedores, los movimientos más difíciles, como dolorosos, las ideas más escasas, como ausentes, los olores más   —214→   intensos e ingratos, hasta nauseabundos, la luz falsa, engañosa, mareadora, las aceras son lodazales, las paredes chorrean agua, los vidrios sudan, los hombres se muestran irritables, provocativos, impertinentes, las mujeres andan como sonámbulas y todas parecen viejas; cualquier frase, insignificante en otros momentos, se convierte en insulto; los nervios, exasperados, nos hacen momentáneos pero acérrimos enemigos de seres y de cosas, y creo que en un momento así no nos sería muy difícil acabar con el mundo, si ello dependiera de nuestra voluntad. En tales condiciones tuve que mantener la validez de mi diploma.

Comencé vacilante, con la palabra floja y cansada, en medio de la indiferencia ambiente; pero el mismo desgano de mi auditorio me excitó, me irritó poco a poco, lanzándome en mi oratoria acostumbrada. Soy verboso y brillante. No importa que no sepa lo que voy a decir: sustituyo fácilmente las ideas con figuras, con frases retumbantes y efectistas, con imágenes a veces pintorescas, que subrayan muy bien mis actitudes y ademanes de actor. Como no me detengo pese a las frecuentes interrupciones, ni doy tiempo al examen, llego sin esfuerzo a cautivar a los oyentes y aun a arrancarles el aplauso. Aquella tarde memorable, a las acusaciones de coacción, contesté entre otras cosas, cuando ya estaba en vena:

«¡Se me acusa de la antítesis de mi acción! ¡Precisamente! He garantizado la libertad del sufragio, me he desvivido por ella en las altas funciones que me incumbían; no he movido un dedo para que se proclamara mi candidatura... Estaba demasiado ocupado en mantener la paz y el orden en nuestra provincia: estaba demasiado ocupado en arrancar, más por la persuasión que por la violencia, de manos de los agitadores, las armas con que querían imponernos un estado anárquico... Y si mi candidatura surgió en el último instante, una vez pacificada la provincia, gracias a mi humilde esfuerzo, cuando ya no era jefe político, sino comisionado eventual para mantener el orden, fue porque la parte honesta, la parte patriota, la parte bien pensante de la opinión -que es, afortunadamente, la mayoría en mi provincia, y en el país entero-, quiso afirmar, exteriorizar,   —215→   materializar sus nobles aspiraciones, eligiendo por su representante al más modesto de los ciudadanos, al más insignificante de todos, sólo porque había realizado desinteresados y generosos -¡sí, generosos!- sacrificios en pro de la verdadera libertad, que no es la licencia ergotista, ni menos la incendiaria anarquía... Al oleaje desbordado de las pasiones inconfesables y de las ambiciones malvadas, se ha opuesto en mi persona sin relieve ni méritos, la playa de arena, mansa, que aplaca sus furores, siendo como es, apenas, un lazo de unión entre la ola devastadora y la tranquila paz de los campos fecundos».

Ya con Pegaso desbocado agregué que a estas consideraciones de hecho se sumaban otras simplemente morales, intelectuales y étnicas, que, haciéndome un prototipo de la nacionalidad (gracias, Vázquez), demostraban hasta la evidencia la bondad de mi elección:

«El hombre que lleva en todo su ser el sello de la familia -de una familia que ha dado héroes y mártires a la patria-, dondequiera que vaya es reconocido como miembro de esa familia, como genuino, como su más genuino representante, y yo me encuentro aquí, en el seno de mi verdadera familia patricia, como un hijo pródigo quizá, pero afectuoso y sin mancha, que se enorgullece de reincorporarse a los suyos... ¡Sí, señor Presidente! ¡Sí, señores diputados! ¿Sabéis cómo me llama la gentil Buenos Aires? ¿Sabéis cómo se me indica en todos los centros políticos y sociales que tengo el honor de frecuentar?... ¡El provinciano!... ¡El provinciano!,5 adjetivo que me enorgullece, porque demuestra la legitimidad de mi representación... Aunque sin merecerlo, puedo afirmar que dondequiera que yo esté está mi provincia... ¿Y qué, si no esto, manda la Constitución al estatuir que todas las regiones del país estén sintéticamente reunidas en este recinto? ¿Y cuál de mis honorables colegas -no vacilo en llamarlos así, adelantándome a su justa sanción- puede invalidar este doble reconocimiento de mis comprovincianos y del resto de los argentinos reunidos en la capital, síntesis del país?»

  —216→  

Alguien replicó que todo esto era literatura y que yo sólo había demostrado mi carácter de... provinciano; y como la barra había aplaudido, y como mi diploma estaba aprobado de antemano, se votó y pasé a prestar juramento.

Grandes felicitaciones en antesalas, comentarios, lisonjas:

-¡Nos ha nacido un gran orador!

-No desmiente la casta.

-¡Está bien, amiguito; así me gusta!

Un opositor, echándoselas de inglés, murmuró el título de una comedia de Shakespeare:

-Much ado abouth nothing.

Y otro le replicó:

-Esperemos a que vengan las ideas.

Raza envidiosa, raza de víboras. ¡Como si ellos tuvieran tantas!




ArribaAbajo- II -

No sé si bien o mal inspirado, don Evaristo me convidó a comer antes de mi partida para Buenos Aires. La reunión, muy íntima -estábamos únicamente los tres-, fue, sin embargo, casi tan ceremoniosa como nuestros primeros encuentros con María en su casa. Sólo Blanco demostraba o afectaba buen humor, y me invitó a que le escribiera dándole noticia de mis primeros actos e impresiones, cosa que le prometí:

-Y usted, María, ¿me escribirá? -le pregunté.

-Yo no sé escribir, Mauricio, pero siempre acertaré a decirle si estamos buenos o no. Cualquier cosa que añadiera podría hacerlo enojar.

Esta alusión al final de nuestra última entrevista me supo mal, pero sólo repliqué, tratando de ser afectuoso.

-Aunque sea una línea suya, me hará muy feliz. Me permitirá esperar con calma que se cumpla el plazo.

-¡Ah!... ¡Falta tanto aún!... Ya pensará en otra cosa...

Ciego, no veía o no quería ver que la niña me estaba despidiendo, que desde mucho antes había renunciado a su   —217→   capricho de un minuto, que yo no significaba nada para ella, y que todos mis esfuerzos, todo mi amor propio, toda mi pasión, se estrellarían contra su indiferencia. Pero también, que mantendría su palabra, y que no se avenía a que se pisoteara su orgullo con un desdén.

-Y usted ¿pensará en «otra cosa»? -pregunté.

-No, Mauricio, yo no tengo más que una palabra... Lo dicho, dicho está. Y escuche, ¿quiere? Deseo de veras, deseo con toda el alma que cuando el plazo se cumpla podamos darnos la mano... para toda la vida.

-¡Ah! Esto me consuela de muchos malos ratos... ¿Es decir que me quiere un poquito, María?

-Sí...

La despedida fue más tierna de lo que yo esperaba. Ambos nos conmovimos y quedamos largo rato con las manos enlazadas. Llegué a creer que la había vencido, conquistado para siempre, y sentí honda satisfacción. Pero esto duró poco. A un saludo que la dirigí al llegar a Buenos Aires contestó con una fórmula corriente de cortesía, y con esto quedó cortada casi radicalmente nuestra correspondencia. Así se explica que pensara poco en mi cuasi-novia, en medio de las febriles disipaciones de la capital, que, aun sin tener que concurrir a la Cámara, no me hubieran dejado en aquel tiempo ni un minuto para la meditación. Bailes, tertulias, comidas, teatros, carreras, paseos, no me permitían ni siquiera seguir mi vieja costumbre de leer algunas horas, por la noche, en cama, buscando la tranquilidad de los nervios antes de dormirme. La noche me la consumían, después del teatro, las partidas, las largas partidas en el círculo, con los prohombres de la situación.

No sé por qué se niega que el juego de naipes tenga otro interés que el del dinero y se diga que los que «cambian cartas es porque no saben cambiar ideas». Yo le encuentro, entretanto, mucho interés «moral» y hasta una grande importancia, no por sus combinaciones y azares en sí, sino por lo que desarrolla la facultad de conocer a primera vista el carácter de los hombres, y hasta adivinar sus pensamientos. Más que cualquier otro, un jugador sabrá cuándo una persona le miente y hasta qué punto llega la mentira, y estoy   —218→   cierto de que Facundo Quiroga veía más esto por jugador que por gaucho. A mi juicio, todo político debe ser jugador -con tal que no se dedique a juegos de simple azar ni de pura destreza-, pues la práctica de los naipes le dará dominio sobre sí mismo, facilidad para improvisar ardides y subterfugios, ojo clínico para descifrar caracteres, habilidad para descubrir las tretas del adversario, y esa serenidad que permite perder hasta la camisa sin que nadie se entere, serenidad que en el público versátil hace sobrevivir el prestigio a las mayores derrotas, facilitando así el, de otro modo, imposible desquite.

¡Ay del político si el pueblo advierte que está totalmente arruinado! Ése no volverá a brillar, porque no le ha quedado ni un albur, como un jugador sin plata y sin crédito, que no puede apostar sobre palabra.

Por otra parte, aquellas largas partidas eran mucho más interesantes que las de mi club provinciano, y no porque parecieran más animadas. Por el contrario eran correctas, casi frías, sin las exclamaciones y los ternos que solían salpicar las nuestras; pero en los intervalos se cambiaban algunas ideas útiles, algunos datos importantes, entre todos iba formándose una especie de solidaridad, de complicidad, y no faltaban, tampoco, las notas amenas. Una noche, por ejemplo, extrañábamos la ausencia del secretario de policía, gran punto que nos tenía locos por su apasionada manera de jugar, cuando lo vimos entrar como una tromba y sentase en su sitio acostumbrado, exclamando:

-¡Llego tarde, porque vengo de sorprender a unos jugadores!...

Ni faltaba su poco de psicología, más o menos trasnochada. Uno de mis colegas de la Cámara, sin darse o dándose cuenta de que escupía al cielo, me dijo cierta noche:

-Mire, Herrera; uno se siente caballero junto a un tapete verde; pero si permanece mucho tiempo aquí, seguro que se levanta siendo un pillo...

-O un sonso -completé.

Sin embargo, los «griegos» eran escasos en nuestras reuniones, en las que no se hacían «más trampas que las necesarias», como dicen los prestidigitadores espirituales según   —219→   la receta. Varios hubo... Pero esto es tan general en el mundo civilizado que no hay para qué entrar en detalles.

Algunas veces, al dejar la partida y salir a la calle, la hora del alba sumergía el empedrado, las aceras, las fachadas, en un baño de azul tan intenso, que yo me quedaba absorto ante aquella maravilla monocroma, mucho más sorprendente al dejar la iluminación anaranjada de los salones. Pero sólo un espectáculo excesivo como éste podía llamarme la atención en el enervamiento de la partida; las medias tintas, los matices me dejan indiferente.

Así también la vida de la ciudad, que sólo podía detenerme en sus grandes manifestaciones, y cuyos matices me escapaban, en la preocupación de la importante partida que estaba dispuesto a jugar, pero que no veía «armada» en ninguna parte: la partida de mi porvenir.

La iniciación era muy dura. Muchas veces me eché a muerto, renunciando a abrirme camino de las últimas a las primeras filas. ¡Era tanta la competencia en todos los terrenos accesibles para mí! Aun en el del servilismo. Recuerdo el caso de aquellos dos personajes, hombres de reconocido valer, que se precipitaron a abrir la portezuela del carruaje, para el Presidente que salía del Congreso. El que quedó atrás, dijo al otro, irritado:

-¡Adulón!

Y su competidor triunfante, todavía doblado en una gran reverencia, replicó:

-¡Envidioso!

Mi incipiente reputación oratoria no me bastaba, faltándole las ocasiones de hablar sin peligro y con brillo. Se debatían cuestiones demasiado complejas, demasiado técnicas para que pudieran lucir las lindas y sonoras frases huecas de mi repertorio, y no me encontraba con valor suficiente, por el momento, para emprender el estudio a fondo de un asunto determinado, tanto más cuanto que, desde nuestras filas, los argumentos debían ser muy especiosos y singularmente hábiles para que resultaran admisibles. Toda la elocuencia parecía haberse vuelto del lado de la oposición...

Debatíame, pues, en la oscuridad, y más que entonces, mucho más que entonces lo comprendo ahora cuando, como   —220→   fondo a mi individualidad, trato de poner aquella decoración de ciudad-emporio, y aquella época de delirio de las grandezas. Desaparezco, no resulto yo, «pigmeizado», y lo peor es que tampoco acierto a dar la impresión de aquel pandemonium, de aquel desenfreno de ambiciones y lujurias, sólo regido por el egoísmo más feroz, y en el que la gente solía entredevorarse acariciándose. Así los «amigos» del club, indiferentes en cuanto se levantaban de la mesa...

Pugnaba yo por abrirme paso en la alta política, pero el destino, mi protector incomprendido entonces, no lo permitió. Me guardaba para después, no quería que me comprometiera. ¡Sabio destino! Él veía en el futuro que toda aquella grandeza iba a ser derribada de un soplo, y que sólo subsistirían, no los árboles erguidos, sino el cepellón que crece mejor cuando el bosque se aclara. Bien es cierto que, después, si yo he crecido, muchos de aquellos árboles tronchados han vuelto a retoñar. No hay que quejarse. Sólo los muertos no vuelven.

Perdóneseme esta digresión: es la última o una de las últimas, porque comprendo que, después de tan larga caminata como hemos hecho juntos, el lector, viendo o creyendo ver próxima la etapa final, me incita a no detenerme a coger flores y contemplar el paisaje, sino a seguir andando «derecho viejo», hasta el apetecido descanso. Dejaré, pues, que los hechos se expliquen por sí solos, tanto más cuanto que pienso en la posible excelencia de unas memorias escritas de ese modo desde la primera página. Resultarían admirables quizá, pero no serían «mis» memorias, pues tengo cierta cavilosidad característica que me lleva a los análisis minuciosos. Mas lo prometido es deuda. Vamos a los hechos descarnados.

Luis Ferrando, uno de mis camaradas del club, joven insignificante pero muy difundido en los salones de la alta sociedad, me abordó cierta noche diciéndome:

-Usted, que es un verdadero orador, ¿no sería capaz de hablar en una velada de caridad que organizan las Amigas de los Pobres, una sociedad formada por las señoras más distinguidas?...

-Si ellas creen que puedo servirles...-contesté, pensando que aquello me era conveniente.

  —221→  

-Me han encargado, justamente, que se lo pida.

-Entonces, no hay más que decir... Cuando esas damas quieran.

La fiesta resultó magnífica y en ella pronuncié el más florido de mis discursos, como podrá verse por el siguiente párrafo, que no era, ni con mucho, el más deslumbrador:

«Como la cascada que, saltando desde la altura, deshecha en lluvia de colores, en avalancha de piedras preciosas, fecunda todo el alto monte y toda la campiña, desde la planta aromática de la cumbre hasta la flor de la falda, hasta la espiga del llano, hasta el árbol corpulento y añoso que crece entre las grietas del peñasco, así el sentimiento desbordante, así la irisada caridad de la mujer argentina baja desde la cima excelsa en que es soberana, hasta la hondonada oscura en que hormiguea la humanidad doliente; y lo que arriba se llama Gracia, abajo se llama Beneficencia. ¡Oh! ¡Dadme, dadme vuestra limosna admirable como único premio de mi vida! ¡Si soy un mendigo, tendré por vosotras dónde recuperar los alientos perdidos; si soy un triunfador, encontraré en vuestras manos la corona de laurel; si soy un poeta, tendré en vuestros ojos, cuando entone un sublime canto, la gota diamantina de rocío, la gema incomparable que no puede pagarse con todos los tesoros de la tierra, de vuestros tiernos, de vuestros abnegados, de vuestros preciosos sentimientos, emanación única de Dios!»

Esto parecerá rebuscado, enfático, y a los más exigentes hueco, ¡pero había que oírmelo decir con mi voz sonora y musical, y mi ademán, al propio tiempo amplio, rítmico y dominador! Un calofrío por toda la sala, como una ráfaga de viento en un trigal; las mujeres lloraban, los hombres aplaudían a despellejar las manos. ¡Qué triunfo aquél!

Al salir del teatro, en medio de los agasajos, los apretones de manos, las felicitaciones entusiastas que exteriorizaban mi triunfo, Ferrando se me acercó en el vestíbulo, donde las damas aguardaban sus carruajes mal cubriendo con los abrigos todavía innecesarios, dada la estación, sus riquísimos trajes de soirée.

-Un caballero y una señorita muy distinguida acaban   —222→   de pedirme que lo presente. Allí están aguardando en el coche. ¿Quiere venir?

-¿Quiénes son?

-Don Estanislao Rozsahegy (pronunció Rozsahegui) y su hija Eulalia, una muchacha preciosa...

Y mientras yo le decía «Vamos allá», él agregaba aún:

-La más rica heredera de Buenos Aires...




ArribaAbajo- III -

Soplaba el pampero, picante y vivaz, y bajo mi sobretodo sentíame como un hombre nuevo, más alegre y más resuelto que de costumbre, para quien todas las empresas tenían que resultar fáciles y gratas. Por el cielo azul cobalto, transparente como una vidriera de colores, cruzaban rápidas nubes blancas y cenicientas, caprichosamente redondeadas, mientras que el sol, velado por momentos, lanzaba en otros a la tierra sus rayos cálidos aún, en una iluminación de apoteosis. Bajé a buen paso por las calles que el domingo dejaba desiertas y vibrantes como una caja de resonancia, hasta la vieja y miserable Estación Central, donde iba a tomar el tren para Los Olivos. Don Estanislao Rozsahegy me había invitado a una «garden-party» -la última de la estación- en su magnífica quinta.

Durante el viaje recapitulé, sacudido por el traqueo del vagón, los preliminares de nuestra naciente amistad. Después de la presentación en el vestíbulo de la Ópera, me había abierto su casa, y suplicado a Ferrando que me llevara una noche, pues, de otro modo, yo sería «capaz de no ir». Los había visitado una o dos veces, y digo «los», porque quien me atraía era Eulalia, que, indiscutiblemente, había quedado prendada del orador y del hombre, y que no trataba de disimularlo. ¡Es tan grato verse querido!... Aunque sea por la hija de don Estanislao Rozsahegy, advenedizo enriquecido en el comercio y la especulación, que comenzó su carrera triunfal ejerciendo los oficios más bajos, a quien todo el mundo adulaba y de quien todo el mundo hablaba mal en su ausencia. Nadie sabía, a ciencia cierta, cuál era el verdadero   —223→   punto de partida de su enorme fortuna, valorada en muchos millones: unos decían que se había «sacado una grande» en la lotería; otros que Irma, su mujer -eslava o teutona, zafia e ignorante, que quién sabe qué había hecho en su primera juventud-, le llevó en dote unos cuantos miles de pesos; los menos afectaban sospechar una procedencia poco honesta, si no criminal, a los fondos con que inició su brillante carrera de agiotista. Hablillas sin fundamento quizá, y para cuya aclaración hubieran sido necesarias las investigaciones más minuciosas, porque en un cuarto de siglo de triunfos, los testigos de los comienzos habrían desaparecido u olvidado. Lo incontestable era su riqueza, su habilidad de banquero, su adivinación de especulador, su acierto y su suerte de bolsista, que le permitían aumentar sin tregua una fortuna ingente ya. En cuanto a su físico y sus maneras, sólo diré que era rechoncho sin ser obeso, moreno y velludo, con la cabeza como una bola, los ojos pequeños y maliciosos; negros como el grueso bigote teñido que dominaba una nariz chata y ancha, de grandes fosas bien abiertas, como para olfatear mejor los negocios, brazos cortos y manos gordas, enormes, peludas, de dedos enanos y deformes -atractivos todos estos complementados con ademanes bruscos e irregulares, voz rotunda de bajo, franqueza afectada hasta la vulgaridad si no la grosería, y lenguaje incorrecto de hombre que nunca aprendió gramática alguna, ni la de su país de origen ni la de aquél en que había clavado definitivamente su tienda-. Irma, su mujer, debió ser hermosa cuando joven, pues aún le quedaban algunos restos que la hacían parecer a la Isabel Bas de Rembrandt, pero sin la extraordinaria nobleza de esta gran dama de la burguesía flamenca. Era, también, tosca y familiar con todo el mundo, hasta extremos chocantes, y hablaba en un inverosímil dialecto de su exclusiva composición.

En cambio, Eulalia era tan bonita como distinguida, y lo parecía más junto a sus padres, por contraste, como si éstos fueran zafios y grotescos para que resaltara la delicadeza de su fina persona, su frente clara y abovedada, sus ojos profundos rodeados de una aureola oscura que les daba un encanto   —224→   dulce y luminoso, la boca dibujaba como una caricia, la nariz algo larga, recta, la barbilla como la de un niño. Y con esto unas manos de largos y admirables dedos, una voz argentina, convincente y subyugadora, que subrayaba siempre su linda, su graciosa sonrisa de buen humor, y un cutis terso, blanco, sin mancilla, ligeramente matizado de rosa. Parecíame mucho más bonita que María Blanco, sobre todo mucho más mujer y mucho más niña. La otra iba rodeada de una aureola de severidad, que la hacía como lejana e intangible, y sus trajes modestos, casi austeros, poco o nada ceñidos a la moda, añadían a la impresión de alejamiento que esto producía. Eulalia, en cambio, siempre alegre, siempre riente, conversadora y bromista, vestía trajes elegantes, quizá demasiado ricos y vistosos para su edad y su estado -pero, por otra parte, ya se había perdido en el país la costumbre de hacer que las jóvenes se vistieran sencillamente y sin joyas hasta el día de su casamiento...- Puestas ambas en parangón, y como mujeres, no como Egerias, no cabe duda que el triunfo correspondería a Eulalia.

Me había encantado, pero no estaba enamorado de ella como podría creerse: otras aventuras, muy recientes aún, y con todo el atractivo de la novedad, me absorbían entonces, y mis relaciones con Laurentina de la Selva, la viuda treintona codiciada por tantos y tan apetecible, no eran un secreto para la parte de la sociedad que frecuentábamos... ni para el resto tampoco. Esta vinculación -sobre la que no insistiré porque es innecesario- bastaba para distraerme y hacerme rehuir o postergar todo otro devaneo, pues, en cuanto a la parte seria de la vida, no abandonaba por estas consideraciones, galanteos y flirts, mis proyectos matrimoniales con la buena María.

Llegué, en fin, a Olivos y a la quinta de Rozsahegy, donde, pese al fresco intempestivo del día, numerosas parejas paseaban por los jardines y se divertían animadamente en diversos juegos, al son de una música discreta. Eulalia debía estar atisbando, pues apenas llegué salió alegremente a mi encuentro.

-¡Bien venido! ¡Bien venido! -me decía con una voz que parecía un canto, un arrullo, un mimo.

  —225→  

Casi podría tomarse aquello por una declaración, si el infantil regocijo que caracterizaba a Eulalia no explicase sus arrebatos, de todas maneras inocentes.

Ella misma me tomó del brazo e hizo que la acompañara por el jardín, que recorría como sus padres, cuidando de que no le faltara nada a los invitados, y entretanto parloteaba como un pájaro, me miraba sonriente con sus ojos grandes e ingenuos, movía el cuerpo flexible con gracia serpentina, agitaba las manos finas -sin anillos que deslucieran su belleza en el errado supuesto de llamar la atención- con ademanes mesurados y curvilíneos que no eran seguramente fruto del estudio, sino don natural. Hablamos de arte, de música, de pintura, de letras... Sin decir nada nuevo ni profundo, no decía tampoco disparates; era educada, relativamente instruida, había pasado algunos años en un colegio de hermanas francesas, y luego el roce social acabó de barnizarla. No criticaba a sus padres, pero se veía que, en el fondo, hacía comparaciones, y que este mismo análisis contribuía a refinarla.

Pasé, en suma, una tarde deliciosa, sin ocuparme casi para nada del centenar de personas más o menos elegantes, ricas o aristocráticas que pululaban en el jardín y en los salones. Apenas si había cambiado cuatro palabras con Rozsahegy y con Irma. Pero esta última iba a tratar de desquitarse. Y, en efecto, cuando un grupo numeroso pasó a tomar el té en el comedor, la buena señora alzó de pronto la voz y, encarándose conmigo, que estaba al otro extremo de la mesa:

-¡Herrera! ¿Por qué no nos repite el discurso?

Eulalia se puso roja, y apenas acertó a murmurar:

-¡Mamá, por Dios!

Yo, sonriendo, para no dar importancia al despropósito que ya provocaba disimuladas pero irresistibles risas, repliqué:

-No es el momento, otra vez... Son ustedes de una amabilidad tan exquisita y esta reunión es tan agradable, que no hay que turbarla sino con palabras de agradecimiento. Brindemos, pues, por los dueños de casa.

Eulalia me agradeció con una sonrisa y una mirada en   —226→   que se mezclaban la emoción y la alegría. Creo que me consideró un héroe.

Ferrando, que volvió conmigo en el tren, me dijo en tono confidencial, probablemente para quitarme las ganas:

-La muchacha es un coquito, pero lo que es el «gringo» no la larga a dos tirones... El que la pretenda tiene que «hamacarse»... y ser muy rico. ¡Es natural!... Un millonario como Rozsahegy...

-Sin embargo, creo que usted no pierde la esperanza -observé, riendo.

-Sí, pero la chica «no las va» por ahora... y los viejos tampoco... Veremos después... Lo único que me da ánimo es que el «gringo» se «pirra» por entrar de veras en la buena sociedad, donde apenas si lo admiten de vez en cuando, como de lástima, y eso sólo en las kermesses y en las fiestas de caridad, en que la entrada es libre para todo el mundo... Con mi nombre y mi familia...

Y desarrolló largamente el tema de su nobleza, él, cuyo padre había sido mercero en la calle Buen Orden, y cuyo abuelo fue remendón o sastre en la de Potosí, casi en el «barrio del alto, donde llueve y no gotea»...

Pero el dato me llamó la atención y me hizo pensar: ¿Conque Rozsahegy y todos sus millones ambicionaban emparentar con una familia patricia para que sus nietos y su misma hija obtuvieran «patente limpia» y no sufrieran más tarde los desaires disimulados que él debía olfatear necesariamente, pese a su tosquedad? No era malo saberlo, y quién sabe si...

Pero apenas bajamos del tren y nos fuimos a comer en el Café de París, entonces en todo su apogeo, olvidé a Eulalia, a los Rozsahegy, y creo que aquella noche sólo conté dos o tres veces la salida de pie de banco de Irma pidiéndome que repitiera mi discurso en su «garden-party».

En casa me esperaba una cartita muy lacónica de María Blanco, diciéndome que todos estaban buenos y pidiéndome noticias mías. «Hace un siglo que no escribe, y eso no está bien». ¡Eh!, ya le escribiría cuando tuviera tiempo y algo que decirle, algo referente a mis primeras armas en Buenos Aires -no en sociedad, se entiende- y a mis primeros   —227→   triunfos. Me fastidió que no me dijera nada de mi éxito en la Ópera, aunque le hubiera mandado varios diarios con sendos bombos y uno que publicaba íntegra mi «magnífica pieza oratoria», como decía el encabezamiento.

Tenía muchos amigos en la prensa de todos los colores, pues desde el primer momento traté de propiciarme el «cuarto poder del Estado». Pocos periodistas son venales entre nosotros, pero ninguno, si no es un díscolo feroz, deja de mostrarse sensible a las atenciones y las lisonjas; otros, los menos, suelen ser candorosamente parásitos, como los escritores del Siglo de Oro, considerando su parasitismo como un derecho. Y yo me esforzaba por estar bien con todos.

Los periodistas que me habían conquistado más completamente, o, mejor dicho, que yo había conquistado con mis amabilidades e invitaciones, me demostraban a veces su afecto, exigiéndome pretextos para hablar de mí y renovar mis dos triunfos anteriores.

-Es preciso hacer algo -repetían-. Si usted no hace nada, nada se puede decir. Usted es demasiado hombre para quedar empantanado en las noticias sociales.

-Pero, ¿qué he de hacer? -preguntaba yo.

-Cualquier cosa. Escribir, hablar, dar conferencias.

-¿Como el padre Jordán? No. Por ahora no tengo nada que hacer, y me basta con figurar en sociedad. Ya llegará el momento.

Pero no dejaba de comprender que para salir de la penumbra era necesario un esfuerzo, y tanto es así que pensé en realizarlo. La época estaba completamente entregada a las finanzas; nunca se ha estudiado ni discutido más -en ninguna parte del mundo- la economía política, y nunca -en ninguna parte del mundo, tampoco- se han hecho más disparates económicos. Juzgué, pues, que bien o mal, para mi estreno definitivo en la Cámara debía hablar de hacienda pública, cosa que quizá facilitara mi progreso en la carrera política. Para hacerlo, busqué algunos tratados especiales, sin detenerme mucho en ver si eran antiguos o modernos, y leí a salto de mata algunos economistas, entre otros a Paul Leroy-Beaulieu, a Juan Bautista Say, a Adam Smith. En este último encontré lo que buscaba, aunque fuera   —228→   librecambista rabioso. Sus opiniones sobre la fuerza del trabajo y de la industria me dieron pie para demostrar que los argentinos debíamos ser proteccionistas a todo trance, porque la industria es la base de la riqueza, pero ¿cómo tener industria si las cosas nos vienen hechas del extranjero y los productos nacionales no pueden competir ni en calidad ni en precio? Ahorro lo demás al lector, aunque con aquel discurso creyera, entonces, que la crematística no tenía ya secretos para mí, opinión en que me confirmaron varios amigos a quienes leí mis borradores, llenos de frases rotundas y deslumbradoras.

-¡Eres el orador más brillante del país!

-¡Todo un poeta! ¡Ni el mismo Guido te iguala en la euritmia de las frases!

-Sí, pero, ¿y el fondo? ¿Qué me dicen ustedes del fondo?

-De eso yo no puedo hablar, pero... me parece que está muy bien.

-¡Ni Rivadavia, hermano, «creme»!

Llegó el momento de dar a luz aquella pieza histórica. Tratábase de conceder entrada libre, sin derechos de aduana, a la maquinaria y el alambre para una fábrica de clavos, así como la excepción de todo impuesto nacional y municipal, y la concesión de pasajes subsidiarios (gratuitos) a los obreros que debían venir de Europa a poner en movimiento aquella «nueva industria argentina». Mis razones eran elocuentes... Se me escuchó con agrado; algunos pasajes produjeron efecto, hasta en la barra, que ya comenzaba a ser decididamente opositora. El proyecto pasó como era lógico. Varios colegas me felicitaron. Pero en antesalas sorprendí cuchicheos, en los que no desdeñaban tomar parte algunos correligionarios de espíritu inquieto y burlón. Y por todas partes me parecía oír como un estribillo, como un zumbido persistente y cargoso:

-¿Qué ha dicho?

-¿Qué ha dicho?

-¡Habla muy bien!

-¡Lástima que no diga nada!

-Decididamente -pensé-, aquí no estamos en la Legislatura   —229→   de mi provincia... Es preciso no volver a meterse en... economías.

Y luego, profundamente sorprendido, me pregunté:

-¿Pero de dónde salen sabiendo, todos estos burros?... ¿O basta con que sepan dos o tres, para elevar el nivel científico de la Cámara?... ¡Eso ha de ser, pero es curioso!




ArribaAbajo- IV -

Esto me dio mucho que pensar, confirmándome en mis primitivos temores de ver mi personalidad anulada en Buenos Aires. Y la naciente experiencia me planteaba este dilema de hierro:

O eres un hombre de verdadero valor, tienes que conducirte como tal, y entonces verte probablemente condenado al desdén si no a la persecución, pues renunciarías a tus amigos actuales sin conquistarte antes otros que te defendieran, o eres un hombre mediano que debe contentarse con la medianía y aprovechar las migajas sin provocar los grandes golpes de fortuna, aguardándolos, por si llegan un día, y conservando, entretanto, todos sus puntos de apoyo.

Tengo de lo uno y de lo otro, y caben en mi cabeza las grandes ideas, aunque no me dé por los grandes sacrificios, y yo, como el héroe de Stendhal, capaz de disimular mi superioridad en beneficio propio, opté por esto último.

Un gran orador, secundado por algunos opositores de pelo en pecho, comenzó por aquel entonces una terrible campaña contra el gobierno, tratando de demostrar que éste procedía ilegalmente en no quiero recordar qué combinaciones financieras importantes, sobre todo para las provincias. Al propio tiempo, como movimiento convergente, formábase un gran partido con todos los elementos heterogéneos que no comulgaban con la política oficial. Vi el abismo abierto a nuestros pies, cuando todo el mundo quería negarlo, pero me dije que el lado de los dirigentes era y sería siempre... el lado de los dirigentes. Los hombres de gobierno pueden   —230→   verse alejados pero no suprimidos de la escena -porque forman una verdadera casta, una institución-, y los gobiernos se renuevan con hombres que han gobernado ya, nunca, sino en muy pequeña dosis, con hombres nuevos, que no saben el mecanismo del poder. Comprendí, pues, que para no caer definitivamente, sin remedio, debía caer con los míos, y me aferré a la defensa del Presidente y su política. Grité contra aquel orador de cara de Nazareno, que hablaba con voz aflautada de mujer, armoniosa a veces, retumbante otras, y creo que, parodiando a misia Gertrudis hasta insinué que era mulato y mal nacido... Esto no lo hacía en discursos -voluntaria y radicalmente suprimidos-, sino en simples interrupciones. Los correligionarios me estimulaban, me agasajaban para sacar las castañas del fuego con la mano del gato, pero yo sentía el gran vacío de una posición falsa, y de pronto cesé hasta en mis invectivas, buscando también el silencio y el olvido. Poco antes, algunos diarios me atacaban, tomándome como pretexto para mesar las barbas del Presidente en persona, y presentándome como su vocero, como su alma condenada. Esto me afligía y me torturaba, aunque en las calles, en los clubs, en el Congreso y en el teatro me diera aires de Matamoros, y... al buen callar llaman Sancho. El grande hombre de Los Sunchos, el árbitro de la capital provinciana, era, cada vez más, uno de tantos en la capital de la República...

Coen, el banquero, cuya mujer me hacía ojitos en casa de Rozsahegy, y con quien había hecho varias jugadas de Bolsa, me dijo un día:

-Yo le aconsejaría, don Mauricio, que realizara. Usted tiene algunos negocios, como el de sus tierras, que pueden darle todavía magnífico resultado. Si espera un tiempo más es muy posible que se vaya «al bombo». Realice y compre oro para dentro de tres meses; pero compre oro efectivo, no se contente con las diferencias, porque si no se embromará. Esté cierto de que va a quebrar medio mundo el día menos pensado.

-¡No embrome! -le dije, sonriendo-. Ésos son cuentos para asustar a las viejas.

  —231→  

Sin embargo, fui a ver al Presidente y le hice comprender en forma velada lo que había en la atmósfera.

-¡Bah! Ésos son excesos de la oposición -me dijo-. Y usted, ¿qué piensa hacer?

-¿Yo? No mover un dedo. Sabiendo lo vinculado que estoy a la situación, y por más insignificante que sea, una maniobra temerosa mía podría acelerar un pánico que nuestros adversarios se esfuerzan en producir. Yo soy muy amigo de mis amigos... y de mis protectores -agregué, al ver que arrugaba el vanidoso entrecejo.

-Haga lo que se le antoje. Y no se crea que puede comprometer todavía la marcha del país -dijo con sorna.

-La oposición sabe exagerar, cuando le conviene. Estoy seguro de que se fija en todo... hasta en mí... Yo estoy a la baja...

-Sí, es lo mejor. Pero no se preocupe. Son «alharacas» de los opositores, nada más.

Pepe Serna, el secretario particular del Presidente, me dijo más tarde en el club, que mi actitud había complacido mucho al Presidente.

-¡Poco me importa! -contesté-. Lo único que quiero es demostrar carácter. Podría comprar oro, realizar ahora mi fortunita y ser muy rico; pero prefiero mirar al futuro y no hacer pavadas que lo echen a perder. ¿Y «vos»?

-Yo -contestó Pepe- se lo debo todo al «doctor»; soy consecuente y tengo miedo de dejar de serlo, porque entonces dejaría de estimarme a mí mismo. ¡Como que si me estimo un poco todavía es sólo por eso!...

Nos fuimos a comer juntos sin hablar más de la cuestión, aunque ambos siguiéramos pensando en ella. Alguien que comía en el mismo Café de París, con otros amigos, un comprovinciano muy al corriente de todos los chismes de nuestra ciudad, me mandó con el maître d'hotel un diario de mi provincia, al margen del cual había escrito con lápiz: «Hay noticias interesantes para usted».

Busqué la noticia interesante, y fuera de la habitual palabrería política no encontré nada. Miré al comprovinciano, mostrándole el periódico y encogiéndome de hombros, para indicarle que aquello me importaba un bledo. Él sonrió,   —232→   me hizo con la mano señas de que esperase y escribió en una tarjeta: «En la Crónica Social». La noticia era ésta:

«El doctor Pedro Vázquez ha pedido la mano de la distinguida señorita María Blanco, hija de don Evaristo Blanco, uno de los hombres que en nuestra provincia, etc., etc...»

¿Me puse pálido? Creo que sí, aunque no puedo afirmarlo. Sé solamente que aquello, tan previsto, sin embargo, me produjo una honda sacudida, un profundo desgarramiento de mi amor propio. El plazo no había vencido, María no me había dicho nada, yo no había retirado mi palabra, antes bien insistía aparentemente en mi solicitud...

-¿Qué tienes? -me preguntó Pepe Serna, advirtiendo mi turbación.

-¡Nada! Me acabo de acordar de que esta misma noche debo ir a casa de Rozsahegy, y me fastidia pensar que he estado a punto de cometer una gran grosería. No puedo dejar de...

-¿De ver a Eulalita, no?

-¡Como lo dices! Precisamente, de ver a Eulalita.

Una vez más era juguete de las circunstancias que, en lugar de perjudicarme, han sido siempre mis abnegadas servidoras. Algunos, a quienes suelo estorbar todavía, dicen que soy un «oportunista». ¡Bah! Ése es un rótulo como cualquier otro. La verdad es que siempre he sabido amoldarme a la vida, aunque en mi interior ardan todas las pasiones, convencido de que la pasión sólo sirve para hacer disparates. Y siempre he sido el hombre de las resoluciones rápidas.

-Pero algo te pasa -insistió Pepe-. El simple propósito de hacer una visita no puede turbarte así...

-Mañana... o pasado lo sabrás... Tengo un proyecto que ha de influir en todo el resto de mi vida...

-¿Ésas tenemos? -murmuró, adivinando.

-Sí.

Pagué la cuenta y salimos.

Eran las diez cuando entré en el palacio de Rozsahegy, la casa solariega de una vieja familia de próceres, que el advenedizo había comprado a fuerza de dinero para darse cierto barniz «ladrillesco» de aristocracia.

  —233→  

Había en el salón unas diez personas de clase muy mezclada: los dos jóvenes «conocidos» -Ferrando y otro-, un político secundario, muy mercachifle, con ínfulas de influyente; el banquero Coen, con su mujer, rubia, miope y tierna, figulina de Sajonia medio resquebrajada ya pero siempre de colores chillones y como infantiles, que me hacía una corte asidua e incondicional; una señorita extranjera, con aires de demoiselle de compagnie en reemplazo de su señora; un sabio europeo venido a estudiar no sé qué epizootia y a llevarse no sé cuántos pesos; el dueño de la casa, don Estanislao Rozsahegy, su esposa Irma, con su idioma tan semejante al alemán como al castellano, y la linda Eulalia, que reunía en torno suyo a los dos elegantes, la muñequita de porcelana barnizada y la demoiselle de compagnie, mientras que el gran Rozsahegy acaparaba al político, al banquero y a la germano-criolla, es decir, la parte más seria de la sociedad.

-¡Por fin sale usted del bosque! -exclamó Eulalia con la libertad de ideas de las niñas «de sociedad», acudiendo presurosa a recibirme, con gran disgusto de los dos gomosos.

-¿Del bosque, Eulalia, en pleno Buenos Aires?

-¿No dicen que los osos, insociables, viven en los bosques? Y usted es un poquito oso, ¿no es verdad? ¡Vaya! Deje a los viejos que hablan de negocios y especulaciones sin ocuparse de los muchachos, y véngase con nosotros...

La alusión a la señora de la Selva había sido clara, pero ni me di por entendido, ni ella insistió, por buen gusto innato, aunque criada en un medio que no era cultivador de semejantes matices.

En el grupo juvenil, bullicioso, superficial, y entrometido, me encontré molesto, porque no iba a mantener conversaciones generales: iba en busca de algo decisivo, y necesitaba hablar aparte con Eulalia. Buscaba el medio de alejarla del grupo, cuando Rozsahegy me hizo muy indirectamente el juego, llamándome.

-La situación sólida, ¿usted cree? -preguntó con aire de inocencia y de perplejidad, aunque fuera un zorro viejo.

-Sí, don Estanislao. Todo va bien. No hay que hacer   —234→   caso a la oposición. Su misma fiebre lo demuestra. Son perros que ladran a la luna...

-Muchos perros... Ese mitin del Frontón.

-¿Ha viajado por el campo? En las estancias, en cuanto ladra un cuzco, todos los perros desocupados se ponen a ladrar también, sin saber por qué, y no muerden, porque no tienen qué morder...

-¡Oh! -dijo Coen, con aire misterioso-. La Bolsa está tranquila...

-¡Bah! Contra los que juegan al alza están los que juegan a la baja. Es una partida reñida, pero jugarreta al fin.

-La apuesta es la fortuna del país, no unos cuantos pesos de los jugadores...

-El país es demasiado rico para que eso pueda comprometer su fortuna.

-¡Hum! Usted está muy confiado, muy confiado, lo mismo que el gobierno. ¿Qué hace el gobierno?

-¡Pues, nada! ¡Provocar la baja! Y lo conseguirá. ¿Quién lucha, don Estanislao, contra el poder y el dinero, el poder total, el dinero inagotable?...

-Sí, eso es muy importante -murmuró Rozsahegy, sin convicción.

-Papelitos impresos -murmuró Coen.

-¡Oro! ¡El oro caerá en la Bolsa como el maná en el desierto! El ministro lo ha prometido. ¡Será el maná, y los israelitas no se morirán de hambre!...

-Eso no dudo -insistió Coen, burlón.

-Y... eso, ¿usted tiene confianza, entonces? -preguntó Rozsahegy con aire extremadamente candoroso.

-¡Absoluta!

-Yo también -apoyó don Estanislao, entre sonrisas indescifrables-. Yo también... por ahora.

Y llamó a Eulalia para decirla que hiciera servir el té, poniéndola así a mi alcance fuera de oídos indiscretos.

Me acerqué a ella y entablé el coloquio proyectado.

-¿Conque soy un oso, no?

-«Silvestre», sí, según se dice.

-¡Vamos, Eulalia! Dejemos los árboles, y yo le demostraré que soy, por el contrario, una fiera domesticada. ¿No   —235→   me cree usted capaz de abandonar la arboricultura para dedicarme al cultivo de las flores?

-¿De qué flores?

-De las más hermosas, las más gallardas, las más perfumadas... Usted, por ejemplo.

-¡Oh! -y el rubor le invadió las mejillas, mientras que un ligero calofrío le corría de los pies a la cabeza.

-Ni el momento ni el sitio parecen oportunos Eulalia; pero, sin embargo, son favorables para quien no puede aguardar más. Hace mucho que tengo que decírselo: La quiero... Y usted, ¿me quiere?

Le clavé los ojos; ella no desvió los suyos, humedecidos y vagos. Buscó el botón de la campanilla, tras de su espalda, con la mano izquierda, como para disimular su turbación, y no pudo menos que tenderme la derecha, que sentí trémula de emoción en la mía, seca y febril.

-¿Está dicho?

-Sí.

Un lacayo apareció.

-El té -dijo Eulalia, con voz temblorosa-. El té en el comedor.

-¿Por qué en el comedor? -preguntó Rozsahegy-. Aquí estamos muy bien.

-En el comedor, papá... -insistió Eulalia, con ese acento profundamente persuasivo que sólo saben encontrar las mujeres, y sobre todo las muy jóvenes, mezcla de orden y de súplica.

Rozsahegy no insistió, ni hubiera insistido aun tratándose de cosas de mayor importancia; en el trato social se dejaba guiar ciegamente por su hija, confiando en su discreción y en su cultura, él que no tenía el menor roce, y que sólo sabía tratar con los hombres de negocios, y sus empleados y peones.

Entretanto, los dos grupos, interesados por nuestro aparte, hacían converger sus miradas hacia nosotros, lo que me demostró que nuestra actitud no había sido tan disimulada como lo esperábamos. Supongo que Eulalia haría la misma observación, pero siguió a mi lado sin dar importancia a la curiosidad que nos rodeaba.

  —236→  

-¿Es cierto, Herrera? ¿Es cierto... Mauricio?

-¡Sí, Eulalia!

-¡Oh! Si usted supiera cómo temía...

-¡Y yo, Eulalia! ¡Cuánto desearía que estuviéramos solos para decirle!...

-Ahora... cuando entren a tomar el té.

Mentira; no deseaba que estuviéramos solos. Me sonreía, por el contrario, aquella declaración en plena sociedad; ésta justificaba la falta de arrebatos románticos y me permitía no buscar frases y actitudes artificiales y dramáticas. Me gustaba Eulalia, me había prendado desde el primer momento, pero me era imposible encontrar para ella frases arrebatadoras, explosiones de pasión. Tras de la princesa de cuento de hadas veía los dos ogros que entibiaban mi ardor, como una amenaza.

Cuando los invitados pasaron al comedor, nos quedamos un momento en la sala, desierta y rutilante de luz. Muy ruborizada, con las manos caídas, torturando el abanico de nácar, la niña esperó.

-¡Está usted deslumbradora esta noche!

-No quisiera...

-¿Por qué, mi Eulalia?

-Porque lo deslumbrante no se ve.

-¡Ah, coqueta! Y usted quiere ser vista...

-Sí. Con todos mis defectos y todas mis fealdades... para que después no venga el arrepentimiento.

-Usted no tiene defectos ni fealdades...

-Quizá sea que no se ven ahora...

-Para mí no existen... No existirán nunca, Eulalia.

-¿De veras? -murmuró, casi burlona.

-¡No se ría!... ¡La quiero con el alma!

Se puso seria, muy seria, de una gravedad insólita para decirme:

-Yo también a usted... Pero me aflige pensar... en la arboricultura y otras cosas.

-¿Y usted puede creer?... Habladurías, malevolencias.

Me miró sonriente esta vez, tranquila, vencedora, y preguntó con intención:

  —237→  

-No, pero... ¿Qué cree usted que pensaría la mujer de César?

-No colijo...

-Pues... que César no debería ser sospechado, él tampoco.

La miré como haciéndola un montón de promesas y juramentos, y, por fin, murmuré, decisivo:

-Es preciso que me autorice...

-¿A qué, Mauricio?

-A pedirla a sus padres.

Fijó en mí los ojos, tan vagos, tan empañados que temí verla desmayarse.

-Sí, Mauricio -murmuró apenas.

Y el «Mauricio» sonaba en su boca como una caricia de sus labios, porque ese nombre, mi nombre, debía haber sido besado mil veces al pasar por sus labios, aunque su estructura parezca no prestarse al beso tanto como otros, Pepe, por ejemplo, que son dos besos seguidos.

-¡Pues, esta misma noche! -dije-. Mañana... a más tardar...

El grupo de los jóvenes, viendo que la montaña no se acercaba a ellos, se acercó a la montaña, saliendo del comedor. Fui buen príncipe, ayudando a formar la rueda y reanudando la conversación general, de modo que Eulalia pudo recobrar su sangre fría. La señora de Coen me lanzó una indirecta como un mazazo:

-¡No hay como la soledad para los idilios!

-Oh, señora, cuando yo tenga un idilio, le aseguro que estaré más y menos solo que hoy.

-No entiendo...

-¡Eh! Así son los idilios... nadie los entiende, sino el que los hace o el que goza de ellos... Los demás cuando mucho, aciertan a echarlos a perder, por indiscreción o por... competencia.

Se mordió los labios, y oí que se juraba en silencio vengarse de mi impertinencia.

Al despedirme, pedí a Rozsahegy una entrevista para el día siguiente.

  —238→  

-Vaya a mi escritorio, a cualquier hora.

-No es cosa de negocios.

-Entonces, aquí, de nueve a diez de la noche. ¿Le conviene?




ArribaAbajo- V -

A la noche siguiente, y no sin haber vacilado todo el día, me presenté en casa de Rozsahegy para pedir la mano de Eulalia. Era un paso comprometedor, al que me impulsaban el deseo de vengarme de María o más bien de demostrar que su indiferencia y su traición eran, por lo menos, simultáneas con las mías, y al propio tiempo los atractivos indiscutiblemente seductores de la niña. Pero me fastidiaba enajenar tan prematuramente la libertad, y a no ser porque una gran fortuna facilitaría mi rápida ascensión, convirtiéndome en un hombre de verdadera importancia, mis cavilaciones de aquel día me hubieran hecho volverme atrás, y renunciar al casamiento, o dejar, por lo menos, las cosas pendientes.

Rozsahegy me recibió sonriente y curioso en el soberbio bufete lleno de libros vírgenes que tenía en su palacio. Algo sospechaba de la naturaleza de la entrevista, pues no le podía haber pasado inadvertida nuestra intimidad con Eulalia, pero no estaba seguro, porque ésta no había querido hacerle confidencia alguna. Mostrose benévolo, casi servicial, como lo era con todos los hombres de la situación que podía utilizar como instrumentos. Yo, por mi parte, no me anduve por las ramas.

-Usted es todo un hombre -comencé-, y no le gustan los rodeos.

-Está claro. Al vino, vino. Es lo mejor.

-Y cuando yo resuelvo algo, necesito realizarlo inmediatamente.

-Yo también. Es lo mejor.

-Todos los hombres de acción somos así... Ahora, lo que me trae, don Estanislao, no puede ser más sencillo:   —239→   Quiero a Eulalia, ella me quiere, y vengo a pedirle su mano... Me parece...

-¡Eh! -exclamó, interrumpiéndome.

Abrió enormemente los ojos; un deslumbramiento pasó por ellos... Lo había soñado, lo había pensado, lo esperaba, pero aún le parecía imposible. Me echó las enormes y velludas manos sobre los hombros, me atrajo hacia sí como si intentara besarme en la boca, y tartamudeó, olvidado del castellano por la emoción:

-¡Donner! ¡Donner! ¡Qué bueno! Yo a mi mujier diciendo... ¡Irma! ¡Irma!... ¡Kommen Sie!

Se había asomado a la puerta que da al vestíbulo, y gritaba. La voz de la dama que acudía corriendo, contestó desde el salón:

-Was ist los?

No había acabado de entrar en el bufete, cuando ya don Estanislao casi la alzaba en sus cortos y forzudos brazos, gritando:

-¡Todo hecho! Herrera quiere casar con Eulalia.

-¿Y «echa» qui dice? -murmuró la pobre mujer, como alelada.

-Hay que preguntárselo, señora -dije, sonriendo, a pesar de la gravedad interna de la situación.

Y nuevos gritos:

-¡Eulalia! ¡Eulalia! Schnell! Schnell! Apresúrate -como si se tratara de un sueño que pudiera desvanecerse de un momento a otro.

Eulalia apareció, muy colorada, sabiendo lo que se le iba a preguntar. Pero no vaciló y dio su respuesta en firme:

-¡Sí!

Con un movimiento lleno de gracia tomó entonces con la izquierda dos dedos de la mano de su padre, y me tendió la diestra a mí, mientras miraba mimosa y conmovida la redonda cara plácida de Irma, a punto de llorar. Después, desprendiéndose de ambos, corrió a colgarse del cuello de la madre, y le cubrió las mejillas de besos, que en parte me dedicaba, sin duda.

¡Qué contraste! De aquellos rudos y espinosos troncos importados de qué sé yo comarcas extranjeras, había   —240→   brotado como por milagro aquella suave y delicada flor criolla, como de los torturados espinillos brotan en primavera las aromas de oro, más sutiles, más finas y más perfumadas que cualquier florescencia de invernáculo.

Irma, un instante después, me sometió, como a una prueba masónica, a un concienzudo abrazo, y me besó en ambas mejillas con verdadero furor.

Mi solicitud había sido aceptada, pues, no sólo con benevolencia, sino con entusiasmo y sin ninguna aparatosa formalidad. Eulalia y yo nos acercamos mientras «los viejos» se hablaban aparte, y comenzamos una de esas gentiles conversaciones que pueden compararse al arrullo, porque las palabras no dicen nada, mientras que la expresión lo dice todo... y muchas otras cosas más.

Nos interrumpió Rozsahegy, para decirnos que, con Irma, habían resuelto dar una comida a sus amigos más íntimos, para comunicarles a los postres nuestro próximo casamiento. La comida se celebraría dos días después.

-Dentro de dos días, sin falta, don Estanislao -observé-. Tengo que ir a mi provincia lo más pronto posible.

Dos días después, los salones de Rozsahegy se hallaban llenos de gente. A las ocho en punto, un lacayo abrió de par en par las puertas del comedor, donde estaba la mesa tendida, con gran lujo de flores, de cristales y de vajilla de plata. Entramos, dando el brazo a nuestras parejas. La mía, en la circunstancia, era naturalmente, Irma. Sólo Rozsahegy se quedó atrás, como haciéndonos la guardia, y fuimos desfilando ante sus ojos relampagueantes de orgullo, que parecían decirnos:

Miren ustedes cómo se hacen las cosas, y digan después que soy un patán enriquecido... Sí, yo, el antiguo peón, el «changador» miserable, soy ahora un gran señor con mucho estilo, y esos muebles principescos, y ese mantel con encajes, y esa vajilla de plata -de plata legítima y maciza-, y esas orquídeas maravillosas, y esos cristales tallados, que parecen diamantes, y esas porcelanas que son como pétalos de flores, y esos frascos tallados en que los licores y los vinos brillan como piedras preciosas, como una cascada de piedras preciosas que se derrama sobre el mantel, tan   —241→   deslumbradoramente blanco... todo eso y mucho más es mío... Y mucho más; porque, si mi mano, un poco torpe aún, volcara sobre la mesa el Oporto de cincuenta años, como antes el chacolí o el espeso vino negro griego en las tabernas, llamaría a mis lacayos y haría cambiar en un momento la decoración, con más encajes, y más plata, y más cristales, y más porcelanas, y flores más hermosas, y todavía podría exclamar con mi gruesa voz alegre: -«¡Rompa, rompa, que está pago!»

¡Y ningún orgullo semejante a aquél!

Yo había dado, pues, el brazo a Irma, conduciéndola a su asiento en una de las cabeceras de la mesa, y fui, menos Rozsahegy, el último en ocupar su sitio. No habían puesto tarjetas indicando la colocación de los convidados, y Ferrando, no sé si distraído o presuntuoso, quiso sentarse junto a Eulalia. Irma, que vio esto, corrió hacia él, le golpeó amistosamente el hombro, y le dijo:

-Permite, permite...

Y cuando el otro se apartó, desconcertado, me llamó a mí, indicándome la silla y diciendo:

-Sienta... sienta aquí... Al lado novia.

Tal fue el parte oficial de nuestro compromiso que aguó el probable discursito de Rozsahegy.

Eulalia se mordía de vergüenza... y yo también, porque jamás me he visto en una situación más ridícula, situación que hubiera sido intolerable, sin el desconcierto del infeliz Ferrando, que no sabía lo que le pasaba ni cómo debía tomar semejante salida. Lo miré, y unas atroces ganas de reír me asaltaron de pronto, haciéndome olvidar mi propia desventura. Ferrando, ciego, buscaba dónde sentarse, tropezaba con muebles y personas, sin comprender que nadie le observaba sino yo y la señora de Coen, y pensaba evidentemente en marcharse a la francesa, como gato escaldado, cuando esta última, compadecida o resuelta a consolarse con él de mi indiferencia, lo llamó junto a su redonda persona, a sus ojillos miopes y parpadeantes, a su traje de colores deslumbradores, a sus manos regordetas anquilosadas por los anillos, a su descote en que los brillantes parecían agua de manantial en la sima de un profundo barranco.

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Y, a los postres, la voz de Rozsahegy retumbó como un trueno, haciendo retemblar hasta aquellos mismos peñascos de carne:

-¡Traiga champaña! ¡Ahora tenemos que brindar por los novios: mi hica Eulalia y don Mauricio Comes Herera!

¡Oh, manes de mis antepasados! ¡Qué satisfechos debisteis sentiros en aquel momento! Y, al fin y al cabo, ¿por qué no? Si no entonces, lo habréis estado más tarde, al ver unida a la fuerza del conquistador que ante nada se detiene, esa otra fuerza más pura y distinguida que proviene de vosotros...

No hay que buscar tres pies al gato en nuestra plebeya aristocracia, donde, salvo algunos, todos tenemos abuelos mercaderes o artesanos. Y nuestros antepasados más nobles no se quejan. Ellos mismos lo han dicho en sus declaraciones doctrinarias: todos somos iguales, un detalle de educación no es cosa que puede conmover sus huesos en la gloriosa tumba... Además, Eulalia hubiera podido ser en sus tiempos, como lo es hoy, una gran señora, porque como vosotros, ¡oh, abuelos míos!, hijos de europeos también, nació en esta tierra de belleza y de intuición...

En suma, cuando brindamos, eran ya las doce de la noche, porque el menú había sido desbordante. Una taza de café o de té, enormes cigarros habanos, licores, más champaña para los que lo deseaban -Coen, el político influyente, Ferrando, el otro highlife, varios jovenzuelos-; bombones para las niñas; monadas de madama Coen, dirigidas ya abiertamente a Ferrando, con abandono de mi humilde persona; una o dos frases pseudoamables, pero bien perversas, de la demoiselle de compagnie, sobre la demoníaca maldad de los hombres y lo inane de las riquezas; lagrimitas de mamá Irma; rubores y balbuceos de Eulalia; risotadas jubilosas de Rozsahegy; cálculos tele-futuros de Coen -vidente de lo que yo podría hacer con mi nombre y con «nuestra» fortuna al cabo de diez años-, sonrisas entendidas de los mundanos, comentando el chisme sensacional que yo les proporcionaba inesperadamente para el club y las tertulias medianochescas de Matilde y la Calandraca, puntos de reunión de aquel tiempo de lo más granado   —243→   de la sociedad oficial, militares y paisanos; continuos paseos de los sirvientes de librea, ofreciendo vinos, refrescos, helados, sandwichs y bombones a los comensales de un patrón que fue quizá su camarada; un poco de música, unas vueltas de vals...

Se marcharon, al fin, todos aparentemente contentos; excepto la demoiselle de compagnie, más que nunca deseosa de ser actriz y no espectadora; los elegantes que hacían el inventario de la fortuna de Rozsahegy; el político sin prestigio que hubiera dado generosamente esta negación a cambio de los millones rozsaheguianos; la mujer de Coen, que había debido cambiar el programa y postergar la data de sus deseados estudios psicológicos; algunos otros... y nadie más, porque ya el resto era de la «familia», salvo Coen, quien, al fin y al cabo, «sabía» que «sabía» sacar provecho de todas las circunstancias.

El tête a tête con Eulalia, que siguió a la fiesta fue encantador, pero corto. Aquella virgen de Andrea del Sarto me arrebataba, y hasta me hacía olvidar, en esos minutos, que al pedir su mano sólo había obedecido a un rapto de despecho, a un impulso de orgullo satánico. Estaba enamorada de mí, y nada embriaga tanto a un hombre como verse querido incondicionalmente. Es como si tomara a grandes copas el más capitoso de los licores. ¡Ah, si María!...

-¿Cuándo piensa usted casarse? -me preguntó Rozsahegy, acercándose.

-Lo más pronto posible, don Estanislao.

-También a mí me gusta. Eulalia es rica, más rica que usted (no lo digo por mal), porque... Venga un poco aquí y le diré.

Me tomó aparte, y continuó.

-Porque usted tiene...

Y me dejó boquiabierto, presentándome de memoria un inventario de mi fortuna, que yo mismo hubiera sido incapaz de hacer, ni aun tomándome dos meses de tiempo para buscar los datos y ordenar los papeles. Total, realizando en aquel momento, mi capital ascendería, por lo menos, a un millón seiscientos o setecientos mil nacionales. Ahora bien, habría que rebajar la deuda a los Bancos (pero   —244→   ésta no era de preocuparse), y considerar que yo no tenía renta alguna, sino el simple aumento por la especulación. Pero eso no importaba. Eulalia tenía rentas de sobra, y yo, con «dejar dormir», mis propiedades, me despertaría una mañana poderoso.

-«¡Déquese estar! ¡Déquese estar!» -me repetía Rozsahegy, sonriendo con su ancha cara rojiza y bigotuda de mozo de cordel-. En este país, para ganar plata, lo mejor es no hacer nada, nada, nada sino esperar las gangas. Para hacerse rico «trabacando», hay que ser muy vivo y no tener «sonseríos».

Divertido, y, al propio tiempo, vejado por esto, quise poner término a los desarrollos económicos de mi futuro suegro, diciéndole:

-¡Pero don Estanislao! Si me caso con Eulalia es sencillamente porque la quiero, no por otra cosa. Es la niña más bonita y más espiritual de Buenos Aires.

-Eulalia Cómez Herera -exclamó sentenciosamente el viejo-, es una cosa. Pero si Eulalia Cómez Herera no tuviera más que lo que tiene el marido, sería otra cosa. Eulalia Cómez Herera, hija de Rozsahegy, es una gran persona, y el marido también, y el padre también.

-¡Oh, sí! -exclamó Irma, corriendo otra vez a abrazarme.

Eulalia se moría de vergüenza y de amor. Yo tenía unas ganas locas de echarme a reír. Pero besé a Eulalia en la frente, abracé a la suegra, estreché la ancha y velluda pata sudorosa de Rozsahegy y me despedí, diciendo:

-Mañana salgo para mi provincia. Allí estaré dos o tres días, nada más. Entretanto, comenzarán a hacerse todos los preparativos para el casamiento.

-¡Se va! -exclamó Eulalia, como si oscureciera de repente.

-Pero escribiré, querida -le dije al oído-. Si me voy, es precisamente para que seamos felices más pronto...

Cuando me marché, pareciome que aquel palacio olía a grosera felicidad, como un local dudoso, donde se hubiera desarrollado una fiesta rayana en orgía. Eulalia era allí como una flor olvidada que se agostaba en la atmósfera caliginosa.