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Delmira Agustini y la «feminización» del modernismo

Patricia Varas



Necesitamos conocer la escritura del pasado, y conocerla de una manera diferente de la que la hemos conocido siempre; no para superar una tradición sino para romper su control sobre nosotras.


Adrienne Rich, When We Dead Awaken: Writing as Revision                


Il y a autant de modernismes que de modernistes.


Abbé Alfred Loisy (Calinescu 79).                






Se ha interpretado al modernismo como un movimiento ideológico y espiritual, como una actitud. Zum Felde, por ejemplo, lo define como un «estado de conciencia» (Monguió 1943: 73) y el crítico español Federico de Onís en 1934 causó conmoción con su abarcadora definición del movimiento hispanoamericano:

«El Modernismo es la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu, que inicia hacia 1885 la disolución del siglo XIX y que se había de manifestar en el arte, la ciencia, la religión, la política y gradualmente en los demás aspectos de la vida entera, con todos los caracteres, por lo tanto, de un hondo cambio histórico cuyo proceso continúa hoy».


(1962: 97)                


Esta tesis fue corregida y aumentada por Ángel Rama, quien vio en el modernismo una crisis de la maduración de la expresión artística de la región, la que sentaría las bases para su autonomía literaria:

«La modernización no es una estética, ni una escuela, ni siquiera una pluralidad de talentos individuales como se tendió a ver en la época, sino un movimiento intelectual, capaz de abarcar tendencias, corrientes estéticas, doctrinas y aun generaciones sucesivas que modifican los presupuestos de que arrancan».


(1985a: 89-90)                


Así podemos aseverar que el modernismo es más que una escuela literaria, es una expresión original de renovación que, según Alfonso Reyes, fue un «fenómeno de independencia involuntaria» (de Onís 1962: 274), el cual creó una relación basada en la admiración y fecundación mutua con otros movimientos en diferentes partes del mundo. Esto hace de Darío, el maestro, más que una influencia literaria un punto de referencia para las generaciones futuras, por ser quien usó el nombre de modernismo para nombrar al movimiento que sincréticamente incorporó la escena contemporánea francesa, distinguiendo lo que había en común entre el parnasianismo, simbolismo y decadentismo1.

Esta adopción de las influencias francesas dio como resultado un movimiento nuevo y espontáneo; «una completa renovación del idioma una reforma total de la prosodia española, una nueva estética de libertad opuesta a la tiranía didáctica de la Academia» (Pacheco 1970a: xviii). Podríamos decir que el modernismo hispanoamericano tiene en común con otros modernismos occidentales que es una reacción estética y cultural, resultado de una búsqueda de una expresión independiente y nueva. Los modernismos que se instauraron contemporáneamente promovieron el cambio de la lengua y la estructura de sus creaciones y se encontraron con un gran problema: cómo reconciliar el presente fugaz con una forma de arte duradera. El artista quiere ser libre del pasado y sin embargo se ve añorándolo porque «el olvidar es un tipo de memoria, el negar es una forma de aceptación crítica» (Eysteinsson 1990: 56). El modernista vive el presente, es pura inmediatez, y se lanza al futuro, pero cuando cierra los ojos al pasado se encuentra huérfano y es sólo entonces que encuentra refugio en el arte, el cual se convierte en una justificación estética. De Onís articula el sentimiento paradójico que sintieron nuestros modernistas:

«La insatisfacción en América tenía que ser doble y distinta, porque en ella no podía significar la ruptura con el siglo XIX, cuya civilización, aunque imperfectamente asimilada y realizada, venía a ser consustancial con el nacimiento de la América independiente, y por lo tanto siguió siendo el ideal y meta de los americanos, al mismo tiempo que sentían la necesidad de superarla conforme a las tendencias europeas nuevas».


(1953: 98)                


De esta manera, los modernistas en la región intentaron llegar a un compromiso a través del cual podían abiertamente mostrar su aprecio por la tradición al mismo tiempo que buscaban la innovación en todas partes; siempre y cuando los principios de individualidad, subjetividad y transformación fueran respetados. A través de esta lucha por ser original y actual el modernismo se establece como una aventura sin reglas, sin hacer escuela y, paradójicamente, se convierte en una tradición antitradicional que reconoce varios «modernismos» porque cada poeta y nación creó el suyo propio (Pacheco 1970a: xi).

Los modernistas se dieron cuenta de que todos los movimientos y tendencias estéticas podían integrarse libremente sin temor a caer en la mera copia o dejar de ser originales. Martí en su «Prólogo» a su poema «Al Niágara» refleja este programa:

«Todo es expansión, comunicación, florescencia, contagio, esparcimiento... Las ideas no hacen familia en la mente, como antes, ni casa, ni larga vida. Nacen a caballo, montadas en relámpagos, con alas. No crecen en una mente sola, sino por el comercio de todas».


(Gullón 1980: 38)                


Esta actitud le dio al modernismo la oportunidad de contener lo nuevo y lo viejo, lo extranjero y lo nacional de una forma armónica, sin dar preferencia a ninguno. De esta postura fomentadora de lo híbrido nace la «energía y voracidad de consumo y transformación del modernismo» (Kirkpatrick 1989a: 5). El ansia de renovación llevó al modernismo a un cosmopolitismo que conectó a Hispanoamérica con el resto del mundo a través de su literatura. El eclecticismo trajo además la coexistencia del sensualismo, exoticismo, musicalidad, cromatismo, individualismo, amor a la libertad, parnasianismo, romanticismo, decadentismo, simbolismo, esteticismo, impresionismo, naturalismo, realismo y la influencia de escritores varios como Víctor Hugo, Rimbaud, Poe, Dostoyevsky, Ibsen, Baudelaire, Mallarmé, Leconte de Lisie, Pierre Loti, Gautier y Gabriele D'Annunzio, entre otros2. Esta «actualización histórica» (Rama 1985a: 92) produjo resultados contrastantes: algunos escritores dieron rienda suelta a su hipersensitividad y sensualidad, mientras que otros adoptaron un naturalismo brutal3.

Además de este proyecto estético, el modernismo en Hispanoamérica tiene un claro origen político y social ya que desde sus comienzos fue anti-burgués, cuestionador del sistema de valores imperante, y abogó por una independencia artística. Ricardo Gullón asevera que el escritor modernista «es en primer término hombre moderno, y como tal tiene la conciencia de su deber como ciudadano y cree en la posibilidad de la reforma política y social» (1990: 48). La búsqueda de una expresión original no nace de un mero afán individualista apoyado por las exigencias capitalistas de producción, sino que se debe a un fuerte deseo desde la independencia de ser culturalmente autónomos, de usar a la literatura «no sólo como instrumento de protesta social sino también como medio para modelar la conciencia nacional y crear un sentimiento de tradición» (Franco 1985: 23)4.

Otra reacción social a la modernidad capitalista fue la profesionalización de los escritores de la región. El artista modernista animado por la idea de la especialización, promovida por el positivismo, anheló poderse dedicar en cuerpo y alma a su creación para así producir un arte mejor y más original. Nervo escribe sobre este sueño:

«Sucederá muy pronto para bien de las letras y menos mal, muy menos, de los que escribimos, que los escritores... serán ricos: es decir no porque hayan ganado dinero con su pluma, sino porque tienen dinero, a pesar de la pluma. Una plutocracia literaria, ¡qué hermoso sueño!».


(1972b: 12)                


Esta incipiente profesionalización tendría, eventualmente, importantes consecuencias para la democratización de la sociedad, promoviendo el desarrollo social y la edificación de un público lector por medio de la educación popular, y para el desarrollo de las letras, adquiriendo un lenguaje y temas más apropiados para la realidad americana.

Dentro de esta exploración del compromiso artístico-social del modernismo, la incorporación de los modelos europeos que tanto admiraba resultó contradictorio ya que introdujo una cierta extravagancia de estilo y lenguaje que podía ser elitista. El poeta modernista se encerró en su torremarfilismo como reacción a un mundo donde los valores capitalistas amenazaban con quitarle todo lo que era bueno y bello; y al negarse a participar en esta sociedad consumidora se replegó en sí mismo, desconectando a su obra de la realidad: de aquí nació el escapismo y preciosismo que son la otra cara del movimiento con la cual se lo ha identificado más frecuentemente. Como amonesta el mexicano Nervo a los críticos: «lo único que usted lee en el modernismo es el trabajo de pulimentación y la riqueza de léxico. Esto es lo accesorio. Busque usted el alma y la encontrará tan luminosa que, si es usted artista, caerá de rodillas» (1972a: 343).

Esta alma se encuentra principalmente en el lenguaje. Los modernistas lo usan tanto como una estrategia para sobrevivir, como un esfuerzo por asimilarse a los tiempos modernos. Con el modernismo, el artífice de la lengua ha perdido su fe en sus instrumentos de trabajo y confronta la novedosa y dislocadora idea de la arbitrariedad del signo. La búsqueda por la palabra justa refleja la exploración de una expresión adecuada y única para una identidad o ser recién descubierto o alcanzado. Irónicamente este énfasis en la originalidad e individualismo coincidió con el espíritu empresarial y capitalista que amaba todo lo nuevo: sentimientos nuevos, mercados nuevos, productos nuevos. A pesar de su desprecio por los valores capitalistas, los modernistas tuvieron que reconocer que el capitalismo fue una fuerza liberadora para el arte. Así nuestros poetas se refugian en el esteticismo y toman conciencia del dilema que es parte de su destino artístico: «su negación de la utilidad y su exaltación del arte como bien supremo son algo más que un hedonismo de terrateniente: son una rebelión contra la presión social y una crítica de la abyecta actualidad latinoamericana» (Paz 1980: 20).

El enriquecimiento del lenguaje fue parte de la revolución del español, el cual se había anquilosado. Bajo el movimiento, las palabras dejaron de ser un referente permanente, y los modernistas debieron aceptar que en una realidad cambiante el lenguaje es producto de una «desarticulación crítica en el mundo de los objetos» (González Echevarría 1980: 159) y que la creación poética no es producto de una intuición sino que es un proceso consciente de sí mismo. El poeta modernista trabajó tanto la palabra que convirtió a la poesía en una fuente que no pudo contener el exceso de significantes, terminando vacía de contenido. Mientras esta crisis lingüística ya había ocurrido en Europa con el romanticismo, en Hispanoamérica es tardía. Por este motivo no debe sorprendernos que el modernismo estuviera lleno de cualidades románticas. Ya Paz nos advirtió que «el modernismo fue nuestro verdadero romanticismo» (1990: 128) y el mismo Darío preguntó: «¿quién que Es, no es romántico?» (1932c: 335). Finalmente, Emilio Carilla nos recuerda que «no es posible olvidar que prácticamente todos los modernistas de la primera generación [1882-1896] arrancan -en sus obras juveniles- como verdaderos románticos» (1958: 26).

El poeta se lanza en esta manera a darle un significado ya no sólo a su tiempo y valores, sino a sus palabras y arte. Lo que había creído decir, ha perdido su significado, reflejando la propia pérdida de su valor moral ya que «mientras el hombre no perciba todas las relaciones ni encuentre todos los símbolos, será imperfecto» (Nervo 1972c: 343). Este deseo de recuperar un valor ético y darle un mayor significado a la vida a través de la expresión perfecta adquirió un tono místico que llevó a los modernistas a descubrir las filosofías orientales, como el esoterismo y ocultismo, y el simbolismo. Darío en sus «Palabras liminares» de Prosas profanas revela: «[...] ¿y la cuestión métrica? ¿y el ritmo? Como cada palabra tiene un alma, hay en cada verso, además de la armonía verbal, una melodía ideal. La música es sólo de la idea, muchas veces» (1932c): 714).

Cathy Login Jrade y Raymond Skyrme han demostrado ampliamente la influencia del pitagorismo en el concepto del Ideal de Darío5. La búsqueda de este ideal satisface la necesidad de unidad que los modernistas habían perdido con la fragmentación del lenguaje y la alienación de la modernidad. Los poetas se convirtieron en los sacerdotes supremos de la palabra y al cultivar sus valores estéticos aseguraron su posición en la sociedad. De esta manera, el poeta se transformó en un profeta, que articulaba los sueños y deseos de los ciudadanos de las nuevas naciones. De una manera idealista y romántica el poeta se convierte en un pequeño dios, insertándose «de lleno en las corrientes literarias de moda en Europa, cuyo origen se encontraba en el romanticismo inglés y alemán» (Jrade 1988: 4). Al mismo tiempo esta actitud mística también tuvo un motivo político y social; el espiritualismo y esoterismo fueron reacciones al mundo moderno: «en cuanto eran teologías subsidiarias y eclécticas, no muy lejanas de la superstición y accesibles al charlatanismo, estos saberes, estas teosofías eran un sustituto de la religión y a la vez una forma de protesta contra el mundo moderno de la ciencia» (Gutiérrez Girardot 1983: 142).

De esta manera, en este período de grandes avances científicos el modernismo encontró refugio en la «irracionalidad» del ocultismo y en el esoterismo del mundo espiritual. Este camino alternativo hacia la armonía contrastaba con la racionalidad y materialismo científicos porque permitía «ver hacia adentro» (Nervo 1972a: 398). Este espiritualismo se conectaba con la poesía porque ésta, a través del simbolismo y del lenguaje, encerraba un poder místico que se revelaba por medio de un sistema de analogías y correspondencias que hacía del arte una religión secreta. Darío, que creía que «la idea de lo misterioso no puede ser destruida en la mente humana» y aseveraba que «el ocultismo o ciencia oculta se dice la Filosofía por excelencia, madre de todas las ciencias, posee un método especial, la analogía» (Anderson Imbert 1967: 203) cultivó la siguiente analogía: el ritmo poético es el ritmo del universo, y debido a que toda imagen poética corresponde a una imagen del universo, la sinestesia es la figura retórica por excelencia. Dice Darío en su ensayo «Catulo Méndez [sic]: parnasianos y decadentes» (1888):

«Creen y aseguran algunos que es extralimitar la poesía y la prosa, llevar el arte de la palabra al terreno de otras artes, de la pintura verbigracia, de la escultura, de la música. No. Es dar toda la soberanía que merece al pensamiento escrito, es hacer del don humano por excelencia un medio refinado de expresión, es utilizar todas las sonoridades de la lengua en exponer todas las claridades del espíritu que concibe».


(168-169)                


Paz resume esta creencia: «[...] todo se corresponde porque todo es ritmo. La vista y el oído se enlazan; el ojo ve lo que el oído oye: el acuerdo, el concierto de los mundos. Fusión entre lo sensible y lo inteligible: el poeta oye y ve lo que piensa» (1990: 135).

La palabra justa necesitaba una forma perfecta para expresarla. De aquí nace la obsesión modernista, legado del parnasianismo, por la forma. Dentro de la saturación lingüística que llevó a las palabras a multiplicarse, se implanta la necesidad de una pureza de la forma que aspira a un cierto orden dentro del caos. Pero como en el modernismo la extravagancia impera, la pasión por la forma (el «yo persigo una forma» de Darío) adquiere una teatralidad que ha hecho que el modernismo sea recordado como un movimiento de princesas, joyas y arabescos. Esto ha llevado a la crítica Gwen Kirkpatrick a preguntarse provocativamente:

«¿Cómo es posible que un movimiento que abogó por los principios románticos de libertad espiritual, por el acceso a lo sublime a través de experimentaciones sinestésicas de sonido, color y ritmo, sea mejor conocido hoy por su formalismo, por sus exageraciones, a veces grotescas, de la iconografía del parnasianismo francés y los estilos simbolista y decadente?».


(1989a: 18)                


Esta frustración fue compartida por los contemporáneos de los modernistas, quienes se cansaron de los arabescos tortuosos, de los lirios lánguidos y de las estatuas femeninas de fría belleza. Es por esto que Enrique González Martínez escribe en su famosa parodia, «tuércele el cuello al cisne»: «[...] tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje / que da su nota blanca al azul de la fuente; / él pasea su gracia no más, pero no siente / el alma de las cosas ni la voz del paisaje» (1971: 116) en que hace un llamado a la pulsación verdadera del modernismo que había quedado olvidada en el exceso de la forma. Este legado de la búsqueda de la belleza por encima de todo ha resonado en la imaginación de los críticos y lectores por igual, quienes han olvidado la revolución original de los modernistas (quizá porque ellos mismos la olvidaron también en momentos de su creación). El mismo Darío reflexiona sobre cómo ha perdido el camino en su desmesurado deseo de renovación y esteticismo:

«[...] me he llenado de congoja cuando he examinado el fondo de mis creencias, y no he encontrado suficientemente maciza y fundamentada mi fe, cuando el conflicto de las ideas me ha hecho vacilar y me he sentido sin un constante y seguro apoyo... Después de todo, todo es nada, la gloria comprendida».


(1917: 214-215)                


En 1895 fue fundada en Montevideo la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, convirtiéndose en la fecha oficial del despegue del modernismo en la ciudad. El «Programa» de la revista era «sacudir el marasmo en que yacen por el momento las fuerzas vivas de la intelectualidad uruguaya» (Rodríguez Monegal 1973: 48); es decir, quitarles a los intelectuales lo que Herrera y Reissig había identificado como la «ordinariez de su intelecto» (1978b: 304). El nuevo movimiento cautivó rápidamente la imaginación de los escritores montevideanos y empezó a manifestarse en la novela antes que en la poesía.

Las mujeres se encontraron excluidas de este movimiento lleno de maestros y padres porque la estructuración del modernismo consistió en un paradigma dominante que reflejó las condiciones represivas sociales. Por ejemplo, el modernismo desarrolló un vocabulario rico en iconos de la imaginación masculina con características fetichistas, como el cisne, la musa, Venus, la estatua fría y de belleza perfecta, flores, colores y joyas. A pesar de esta exclusión y aunque no podía participar de los círculos literarios como la Torre de los Panoramas o el Consistorio del Gay Saber, Delmira Agustini escribió dos ensayos sobre el modernismo que son proclamaciones que demuestran una actitud contradictoria hacia el movimiento. Uno está citado por Ofelia Machado de Benvenuto y el otro por Magdalena García Pinto en su edición de 1993 de las Poesías completas de la poeta.

Machado de Benvenuto cita el ensayo escrito en 1903 por la poeta en francés para La Petite Revue, el cual expresaba su posición en cuanto al movimiento. Delmira escribió: «[...] nous devons aussi nous souvenir que la poésie appartient à l'âme et non à l'oreille et que nous n'arriverons jamais au coeur de personne avec des vers bien rimés mais avec de poésies bien senties et saturées de notre propre âme» (1944: 156). Con estas palabras Agustini se alinea con un modernismo que no es puro parnasianismo y sus palabras, sin adoptar su distancia paródica, reverberan las de González Martínez. Su credo es que la poesía debe ser un acto creativo que lleva impreso el alma de la poeta. Con esta idea Agustini parece acercarse a un concepto romántico de la creación, la cual debe reflejar el sentir del poeta. Al mismo tiempo rechaza la idea de que la poesía fluye como producto de la intuición, y sostiene que el escribir es un trabajo arduo: «[...] dans leur éxagérée [sic] vitesse ils n'ont pas le temps de réfléchir à ce qu'ils écrivent, et ils croient qu'il est possible d'atteindre la gloire en affichant une factice [sic] fécondité» (Machado de Benvenuto 1944: 156). Aquí Agustini se presenta como una escritora que aboga por el acto de escribir con cuidado, no con la «fecundidad ficticia» que impide la calidad del arte. Estas palabras pueden ser una reacción a las demandas que imponía el periodismo sobre la cantidad y calidad artística de los escritores que se dedicaban a esta segunda carrera para poder sobrevivir. Aún no había llegado el día en que el verdadero escritor, como soñaba Nervo, se dedicaría por completo a su obra.

Estas palabras tienen implicaciones importantes porque contradicen la máscara de la poeta posesa que Agustini cultivó, como vimos en el capítulo anterior. La imagen demoníaca de la creadora romántica que escribía febrilmente por la noche se contrapone a la imagen de la escritora moderna que trabaja con disciplina como una profesional de la pluma. Con estas palabras Agustini confirma su habilidad de crear máscaras y de desembarazarse de ellas cuando no le convienen. Sus máscaras son precisamente eso: imágenes, construcciones, disfraces que ayudan a traducir social y estéticamente sus gestos, pero que no explican ni explicarán totalmente quién fue.

Finalmente, Agustini es consciente de la «gloria» que busca el poeta, la cual depende completamente de su público, que, por lo tanto, merece más que «de papier de vers qui n'ont de poésie que le nom» o una poesía «qu'ils n'en pénétrent pas les sens... simplement parce que les dites poésies n'ont pas de sens» (Machado de Benvenuto 1944: 155). Con estas frases, Delmira demuestra una gran conciencia y respeto por el público. Sus últimas palabras son una crítica sutil a los excesos creativos que hacían la lectura difícil y la habían vaciado de un significado profundo.

El otro ejemplo de crítica literaria de Agustini son los fragmentos que ha recogido García Pinto bajo el título de «La ultrapoesía», siguiendo el término que la poeta usó para referirse a su poesía: «[...] la poesía vaga, brumosa del ensueño raro, del mito, del atroz jeroglífico, de la extravagancia excelsa» (Agustini 1993: 356). En estos fragmentos la poeta presenta una visión opuesta a la del ensayo de La Petite Revue, mostrando una mayor preferencia por lo exquisito y abigarrado que por la expresión clara de los sentimientos del alma. Aun es más, ella distingue entre los lectores iniciados y los profanos, quienes simplemente no pueden entender el «dulce oriental» de su poesía porque creen que es «un falso sabor [...] indeciso, confuso, empalagoso...» (1993: 356). Sólo los artistas y lectores que pertenecen al culto o religión del modernismo y tienen la clave para descifrar el significado de cada palabra, podrán entender verdaderamente que la búsqueda de perfección de la forma y la belleza no es un ejercicio frívolo, sino un «misterio supremo». De esta manera, Agustini usa adjetivos e imágenes modernistas para adoptar una postura defensiva contra aquéllos que vieron al movimiento como escapista y superficial.

Es obvio que Delmira se contradijo no sólo al definir su poesía, sino también al cultivar la imagen de la poeta posesa por el genio de la creación junto a la de la artista que cincelaba la palabra. Sin embargo, ella apoyó una poesía que pertenecía a los tiempos modernos, escrita por una escritora que discierne en cuanto a su trabajo y su público lector, orgullosa de su labor. Lo que nos impresiona de estos fragmentos es la fuerte conciencia de Agustini de crearse un lugar como artista cara a cara al modernismo, el que no fue fácil de encontrar; ya que por la serie de proclamas contradictorias, podemos conjeturar que la poeta estaba luchando por su puesto en el movimiento. Ella se dio cuenta de que tendría que mediar entre el movimiento y su poética y que el desarrollo de su ser profesional y creativo requería que el modernismo incluyera a más mujeres. Esta lucha será, junto a su erotismo, su contribución más subversiva a las letras hispanoamericanas.

Hay un poema, «El poeta leva el ancla» (1993: 95), que interpretamos como un arte poética a través de la cual podemos continuar trazando la búsqueda y creencias artísticas de Agustini. En este poema la creación se compara a un velero con velas azules que de manera optimista se desliza por el mar abierto hacia el oriente donde la «fantasía» aguarda para inspirar al «yo» lírico y a su musa: «partamos musa mía». «El poeta leva el ancla» pertenece a la colección El libro blanco de 1907 y fue revisado detenidamente para otra publicación en 1913. Según García Pinto, este poema es uno de los que más revisiones demuestra en la obra de Agustini.

Las variantes que García Pinto señala afectan de manera particular la percepción que tiene el «yo» lírico de la poesía. El primer cambio se encuentra en el título, en el cual originalmente faltaba un sujeto y contaba con el gerundio para una construcción activa pero impersonal: «Levando el ancla». Con «El poeta leva el ancla» se reconoce al sujeto, quien leva el ancla es el poeta masculino. La segunda variante de importancia está en el primer verso: «el ancla de oro canta» por «el ancla de oro suena». Si bien ambos versos están conectados al oído/música/ritmo, Agustini opta por un verbo activo. El cantar es un acto de volición mientras que el sonar es una propiedad independiente de la voluntad. La última variante que nos interesa señalar se encuentra en el verso doce: «sueño lo que me aguarda en los mundos no vistos?...» por «sé -oh Dios!- lo que me aguarda en los mundos no vistos?» Agustini opta por la incertidumbre de «soñar», el cual es el verbo al que ella recurre para referirse al crear, sobre la certeza de «saber». La ambigüedad que acompaña a la creación se ve reforzada por el uso de la elipsis a continuación del signo de interrogación y el «yo» deja de invocar a Dios como si la maravilla que rodeara al escribir sólo tuviera que ver con la poeta y su creación.

Este poema en verso libre tiene un ritmo interno, el ritmo de las esferas celestes, y usa una profusión de elipsis y signos de interrogación y exclamación que caracterizan a la poesía de Agustini. No hay duda de que el «yo» se encuentra preso de gran emoción y que sus sentimientos fluctúan en este viaje que va a iniciar debido a que no sabe cuál es su destino final. Esta actitud titubeante se plasma en la última estrofa: «¿acaso un fresco ramo de laureles fragantes, / El toisón reluciente, el cetro de diamantes, / El naufragio o la eterna corona de los Cristos?...». La creación final puede resultar un éxito y dar gran felicidad, como simbolizan los clásicos «laureles fragantes», o puede ser un fracaso y producir dolor, como la «eterna corona» de los Cristos sufrientes sugiere.

El poema rinde homenaje al modernismo al emplear el cromatismo («oro», «azul», «sonrosado», «brillante»), las piedras preciosas («cristal», «pedrería», «diamantes»), el exotismo («oriente claro»), los mitos y alusiones al mundo de la antigua Grecia («Eolo», «laureles fragantes») y el lenguaje de ensueño de la fantasía: «En el oriente claro como un cristal esplende / El fanal sonrosado de Aurora. Fantasía / Estrena un raro traje lleno de pedrería / para vagar brillante por las olas». Otro tema modernista que vale la pena mencionar es el sentimiento erótico que aparece cuando el «yo» se encuentra cara a cara con el momento de creación; su reacción es física, casi orgásmica: «[...] ¡el momento supremo!... Yo me estremezco; ¿acaso / Sueño lo que me aguarda en los mundos no vistos?...». El «yo» emocionado reacciona en el «momento supremo» como al contacto con un amante.

De esta manera, en esta primera arte poética vemos que Agustini inscribe su obra y un ser poético masculino -el «yo» lírico- dentro del modernismo. Si bien es cierto que «El poeta leva el ancla» no es uno de sus mejores poemas, vemos en éste, su primer esfuerzo por definir la poesía, su deseo de formar parte de una tradición literaria con la cual podía identificarse, aunque después fuera cosa natural que cuestionara y subvirtiera los códigos estéticos del modernismo y los «feminizara». Así parece contenta con identificarse con un poeta que leva el ancla que impedía la libertad de su fantasía, dejando un testimonio de su práctica modernista. La «feminización» del modernismo por Agustini, la cual permitió que una mujer encontrara en este movimiento masculino un vehículo para expresar sus deseos, preocupaciones y ser artístico, vino más tarde con la lenta apropiación del movimiento a través de varias etapas y estrategias.

Las mujeres no pueden alcanzar una conciencia estética sin tener una identidad, una conciencia de su ser primero. Al comienzo esta identidad o ser es una ficción o signo creado por la sociedad, y los hombres en particular. Como las expectativas sociales patriarcales circunscriben a la mujer al espacio doméstico, las artistas tienen que luchar por un espacio que les permita escribir y crear como si fuera una labor y no un mero pasatiempo. Cuando se les ha permitido crear, ha sido sólo porque su obra ha estado determinada y confirmada por su naturaleza femenina, como podemos ver a través del homenaje que le rindió Darío a Agustini en la carta que ella usó como prólogo a Los cálices vacíos:

«De todas cuantas mujeres hoy escriben en verso ninguna me ha impresionado el ánimo como Delmira Agustini, por su alma sin velos y su corazón de flor. A veces rosa por lo sonrosado, a veces lirio por lo blanco. Y es la primera vez que en lengua castellana aparece un alma femenina en el orgullo de la verdad de su inocencia, a no ser Santa Teresa en su exaltación divina. [...] Sinceridad, encanto y fantasía, he allí las cualidades de esta deliciosa musa. Cambiando la frase de Shakespeare, podría decirse 'that is a woman', pues por ser muy mujer, dice cosas exquisitas que nunca se han dicho».


(Agustini 1993: 223)                


Es obvio que el sexo inscribe el arte de la poeta para el maestro. Lo que es singular de su obra es que está hecha por una mujer, una «deliciosa musa» que dice cosas «que nunca se han dicho».

En la carta de Darío hay dos elementos que aparecen constantemente en la crítica de la obra de nuestra poeta. El primero es el uso del cromatismo que ya hemos visto con las palabras de Medina Betancort. Este cromatismo modernista necesariamente objetiva a Agustini (quien tenía ya veintisiete años y moriría un año después) y la presenta como una sublime aparición sonrosada como la rosa, y blanca como el lirio. El segundo es la urgencia de des-erotizar la obra de la poeta, empleando descripciones como inocencia, sinceridad, encanto y comparando su obra a la de la mística Santa Teresa. Para Darío, el alma femenina y pura de Agustini habla a través de su poesía; por esto el escribir no es una vocación ni una labor, sino la expresión de sus sentimientos y su «ser femenino» que dependen de la intuición y la exaltación divina.

Históricamente, la vocación literaria no fue vista como una alternativa para la mujer. Como indica Showalter:

«[...] el trabajo, en el sentido de autodesarrollo, estaba en conflicto directo con la subordinación y represión inherente al ideal femenino. El egocentrismo implícito en el acto de escribir hizo de esta carrera especialmente amenazadora; requería de un compromiso de los sentimientos y el cultivo del ego en vez de su negación».


(1991: 22)                


El ideal de la mujer abnegada requería que sirviera y se dedicara a los demás; su sitio era el espacio doméstico, no el público donde se construye la literatura y la escritora.

Darío impone su autoridad patriarcal sobre Agustini y su obra. Al enfatizar su sinceridad e inocencia en realidad le roba a la poeta su habilidad de trabajar la lengua, usar su ingenio y de incorporarse al modernismo como una igual. Agustini queda sin poder, sin lengua, sin métier, sin máscara que la amparen. Esta orfandad en que queda sumida la poeta tiene grandes implicaciones para el desarrollo de su ser artístico, porque la máscara como el lenguaje le sirven para crear escudos protectores que impiden su objetivación: «así como el reconocimiento de lo ficticio de la lengua, el origen de las máscaras puede mediar entre una poeta y el mandato cultural de que las mujeres son objetos» (Homans 1980: 222).

Por negársele control a la mujer de sus circunstancias externas, es importante que la poeta se dé cuenta de que la voz poética no está localizada sólo fuera de su ser/persona, como en el caso del artista masculino que existe y manipula el mundo y el lenguaje público. La mujer debe apreciar su experiencia interior, para así aceptar que se puede alcanzar una trascendencia a través de la esfera personal. Por esto muchas artistas no pueden separar quienes son de su arte porque ambos se alimentan de la misma fuente: su ser interior. Las profesionales que deciden seguir su vocación no sólo eligen una profesión sino su vida misma porque resuelven el conflicto entre escribir y ser.

Esta valoración de la experiencia no debe caer en esencialismos superficiales que a la larga podrían impedir la instauración de un arte y estética femenina. La relación entre vida y obra es por demás compleja y puede estar basada en un reconocimiento total por parte de la autora de la importancia y vitalidad de su crecimiento personal para su obra o en una negación completa y un distanciamiento de ella por temor a verla reducida a una serie de eventos personales vaciados de significado. Las palabras de Mary Louise Pratt nos sirven de recordatorio sobre la complejidad de la relación entre artista, obra y crítico:

«Es una cosa para el poeta, o incluso el crítico-poeta, el aseverar que su arte existe en un universo propio y que no tiene ninguna relación con la sociedad en la cual vive junto a sus lectores. Es otra cosa que el estudioso literario acepte sin cuestionar tal forma de ver como la base de una teoría de la literatura. La declaración del poeta que no desea que su trabajo esté asociado a la 'sociedad' o 'realidad' o al 'comercio' o a las 'masas' es apenas un motivo para que el crítico decida que las asociaciones de hecho han dejado de existir o dejado de pertenecer a la empresa crítica».


(1977: xviii)                


Sin duda alguna hay un problema que nace de la identificación entre obra y autora: el «yo» lírico se confunde con la poeta misma, haciendo que el lector y el crítico se olviden de que es una voz poética. Esto tuvo funestas consecuencias, como hemos visto, para la crítica de Agustini que no supo interpretar el marcado e inexplicable erotismo proveniente de una casta e inocente joven. De ahí, que se trató de explicar su obra como un milagro resultado de una intuición incomprensible, misteriosa, o como una obra mística donde los arrebatos sensuales no eran más que producto de un arrobamiento religioso.

Otra variable a considerar cuando una mujer elige escribir es que no sólo debe luchar por crearse un espacio propio, sino que debe concebir una tradición propia que rompa con el dominio masculino de la forma y el lenguaje. La falta de autoridad femenina ha hecho que la subjetividad de la mujer sea percibida como carente de una epistemología fundadora de una tradición que valore su experiencia y clasificaciones de la realidad. Sólo con una tradición propia podrá la artista articular una voz femenina que no sea ahogada por la masculina.

Es necesario enfatizar que la exclusión de Agustini del canon modernista no es una mera imposición simbólica de silencio, sino una obliteración real de su persona ya que el ser poético no es un fantasma o doble imaginario sino un correlato estético de la persona (Corngold 1986: ix). Para la mujer, que cuida su ser poético con gran esmero y afecto, la máscara poética es una expresión verdadera y concreta de sus sentimientos y pensamientos que no pueden encontrar otra manera de ser articulados y que sin ella estarían condenados al silencio.

En gran parte la aceptación de una tradición basada en el ser poético de la mujer se debe a la revolución romántica, la cual le dio importancia a la subjetividad, emociones, experiencia personal y voz poética: todas características generalmente consideradas «femeninas». Con el romanticismo se pudo llevar a cabo la conexión entre arte y vida «haciendo la vida poética y el arte autobiográfico» (Boym 1991: 4). Pero sería errado pensar que el romanticismo tuvo como objetivo emancipar a la artista. Su meta fue liberar una serie de cualidades interiores, que con el tiempo se habían identificado como femeninas, y reclamarlas para el artista masculino. En realidad el romanticismo aumentó el distanciamiento entre el arte y lo que consideró la poética de la mujer: «[...] hizo difícil para el artista si no imposible, separar su identidad sexual de sus escritos» (Homans 1980: 3) y mientras cantó al genio del hombre como una deidad, las poetas no tuvieron el mismo fin. Sin embargo, la mujer sí adquirió un beneficio del romanticismo: se reconocieron y valoraron las características personales que permitieron admitir con el tiempo que las mujeres tenían sus modos específicos para proceder, los cuales podían divergir de la ruta tomada por los hombres (Vogel 1986: 29). La supremacía de los sentimientos, de la especificidad y diferencia y de la «infinita variedad de expresiones auténticas de la individualidad» (Vogel 1986: 34) fue el legado del romanticismo que dio poder a lo personal y a las artistas.

Finalmente, un último obstáculo para la creación femenina es el problema de la originalidad o autenticidad. Escritores como T. S. Eliot se opusieron de lleno a la idea de que poesía y vida estaban conectadas. Para él la verdadera obra de arte estaba libre de emociones y más bien caía en lo impersonal, porque debía ser «un escape de la personalidad» (1950: 58). Por supuesto, esta idea entra en conflicto y desvaloriza la actividad artística de la mujer porque la identidad femenina, al estar estructurada de otra manera, no incluye el deseo de escapar de las emociones y refugiarse en un anonimato que lo único que hace es ocultar, acallar y reprimir un ser que le ha costado mucho construir.

El problema de la autoridad y originalidad es central durante el modernismo, el cual bajo las presiones del individualismo fomentado por el capitalismo consideraba la originalidad del artista como una cualidad esencial de la verdadera obra de arte. Como la voz poética ha sido identificada como primordialmente masculina, toda autenticidad había estado relegada a la experiencia del hombre mientras a la de la mujer se le había quitado autoridad. Edward Said cuestiona qué uso filosófico puede tener un individuo si su inteligencia, lenguaje, estructura de la realidad están dominados por el orden de una «mente transpersonal» (en este caso la del hombre) que hace de la «subjetividad individual una función como cualquier otra» (1985: 293). Esta problemática del ser se transfiere al arte porque es necesario preguntarnos, ¿dónde se localizan la escritura y autoridad femeninas? (Miller 1988: 2).

De esta manera, la comparación de la obra de Agustini con la de otros poetas masculinos modernistas es bastante difícil de llevar a cabo, porque su poesía refleja la configuración de su ser femenino a través de su historia personal y social. No debemos olvidar que la construcción de la identidad masculina y la femenina son muy diferentes, y que esto se refleja en la literatura:

«[...] porque las mujeres no han tenido la misma relación histórica de identidad con el origen (o principio de las cosas), la institucionalidad y la producción que los hombres; las mujeres, creo, no han sentido demasiado (colectivamente) el peso de la sentencia Sum, ergo cogito, etc. Como el sujeto femenino ha sido excluido jurídicamente de la polis, y por consiguiente también descentrado, 'desoriginado', desinstitucionalizado, etc., su relación con la integridad y la textualidad, con el deseo y la autoridad, conducen a que su obra sea estructuralmente diferente».


(Miller 1986: 106)                


Las contradicciones que podemos observar en la poesía de Agustini provienen tanto de la naturaleza del arte femenino en general, como de su reacción personal contra la tradición artística masculina del modernismo.

Veamos pues cómo estas variables y obstáculos marcan la relación de Agustini con el modernismo. A pesar de que, como ya hemos visto, Agustini siente una ambigüedad crítica frente a esta estética podemos afirmar que deseaba pertenecer al modernismo y que incorporó sus características y definió su escritura teniéndolo en cuenta. Esta actitud contradictoria está corroborada por su debate con Alejandro Sux y Vicente Salaverri, la única discusión literaria de Delmira de que tenemos conocimiento. En ella vemos el franco deseo de escribir y de cultivar una expresión original, que necesariamente contrasta con las normas de la época que sostenían que la creación de la mujer era algo espontáneo. Agustini demuestra en su polémica que ha desarrollado una estética de resistencia en la cual clama por el reconocimiento de su empresa literaria, al mismo tiempo que adopta y subvierte el trabajo de sus colegas masculinos.

Agustini reclama al modernismo como algo suyo; después de todo, ¿qué otra tradición podía adoptar? ¿qué otras madres habían fundado un movimiento o comunidad femenina con la cual podía identificarse en su época? Esta identificación parece ser un momento necesario en el arte de sujetos marginados que precede a un movimiento de resistencia o contestatario y finalmente resulta en una forma de arte autónomo que se define independientemente del arte dominante6. La aceptación de la tradición es un primer momento casi instintivo que marca el deseo de sobrevivir a cualquier precio. Sólo después de asentarse en el movimiento y de haber practicado su métier puede la artista aceptar y proclamar que sus diferencias no son una deficiencia sino lo que la definen y constituyen como sujeto artístico (Bovenschen 1977: 113-115). En este momento la poeta se da cuenta de que puede desarrollar su propia voz y tiene el coraje de preguntarse: «¿queremos hacer tanto como los hombres, o la misma cosa que los hombres?» (Bovenschen 1977: 117).

Como veremos a continuación, Agustini atraviesa por estas fases. Hay un primer deseo de ser identificada con los grandes poetas modernistas, lo cual le da autoridad a la principiante. Sólo una vez establecida esta posibilidad de pertenecer al modernismo y de escribir como los modernistas es que Agustini se lanza a establecer su identidad artística autónoma y se jacta de ser diferente, de ser ella misma. En este momento final la poeta deja su huella femenina y lleva a cabo lo que llamamos la «feminización del modernismo».

Clara Silva en su biografía ha publicado la polémica de Agustini con Sux y Salaverri que tuvo lugar en La Razón durante el mes de septiembre de 1911 bajo el título «Un 'affaire' literario de la época» (1968: 119). Es el único debate público literario en el cual participó la poeta que nos revela algunas prácticas literarias del período y la actitud de Agustini frente a ellas.

El debate comienza con la reproducción en La Razón de una carta de Alejandro Sux que apareció en Mundial, la revista publicada por Darío en París. En esta carta, Sux, caballerosa y gentilmente, se ofrece a corregir una ofensa que, según él, se le ha hecho a la poeta por los reseñadores de El libro blanco. Sux hace un llamado al crítico montevideano que «halló influencias de Darío, de Nervo, de Lugones» a darse cuenta que estas «frases comunes» no alcanzan a captar la obra de Agustini porque es única, «un hermoso bouquet de flores cultivadas en jardín propio, con los buenos o malos elementos naturales de que disponía su autora» (1968: 122. Las bastardillas están en el original). Sux reconoce que al comienzo no sabía cómo recibir el libro; si alabar incondicionalmente su originalidad o someterlo a una evaluación más analítica. Según Sux, optó por la segunda y en su evaluación, si bien reconoce que aún es promesa la joven escritora, enfatiza sin vacilar «la inexperiencia, la ingenuidad, la sencillez, de que hace gala en todos sus versos» (1968: 122). De esta manera, aunque Sux asevera que ha hecho un juicio crítico, en realidad lleva a cabo la misma exposición laudatoria común entre los estudiosos y admiradores de la precocidad de Agustini.

Su carta continúa alabando a la poeta cuyos poemas son ejemplos de su alma exquisita, independencia, idealismo y vigor y la exhorta a que siga sus impulsos sin tomar en cuenta a los que la han criticado por ello:

«En resumen, el alma de la poesía de Delmira Agustini tiene robusteces quizás demasiado notables para un bardo femenino, pero en todas ellas su espíritu delicado y su alma suprasensible ponen dulzuras que suavizan la estructura a veces ingenuamente desordenada que tiene.

Yo recomendaría a esta joven y hermosa poetisa que continuara cantando en la misma lira que ha pulsado para su Libro blanco, sin hacer caso de los críticos y obedeciendo solo [sic] a sus impulsos naturales, a su propia fecunda inspiración, que me ha proporcionado admirables momentos de placer cerebral».


(Silva 1968: 124)                


Es interesante además ver cómo las palabras de Sux se inscriben dentro de una crítica patriarcal y paternalista a pesar de sus «buenas intenciones». Estas palabras hacen eco a la dificultad que tienen los hombres de que una mujer siga su vocación artística y penetre el espacio público de la literatura. Las «robusteces» a que se refiere Sux puede ser esa intromisión en el espacio público o también pueden referirse a temas que quizá no pertenecían a la gama femenina permitida, el erotismo y la energía vital que caracterizó la obra de Agustini, o a la falta de pulimento de su expresión debido a su carencia de educación formal, como corrobora su mención a la estructura «desordenada que tiene». Pero como Sux no puede dejar que nada negativo tina su comentario de la obra de la poeta, lo templa con una serie de palabras («delicado», «suprasensible», «dulzuras», «suavizan», «ingenuamente») que nuevamente enfatizan más que el valor de la obra el sexo de la poeta, «el bardo femenino». Y si en el primer párrafo parece que le da control artístico a la poeta sobre su poesía, en el segundo párrafo cae en el motif de la inspiración o «impulsos naturales» sobre los cuales nadie puede ni debe dictar. Finalmente, con un tono paternalista, Sux menciona la novedad del «placer cerebral» que ha obtenido de esta poesía que a pesar de las dulzuras y el alma suprasensible de la poeta no es sentimental, como sería de esperarse de una poesía escrita por mujer.

Sux comienza su panegírico reprochando a los críticos que no han sabido apreciar la singularidad de la obra de Agustini y más bien han visto en ella la huella de otros poetas. En una época en que se tenía gran estima por la originalidad e individualidad, estas palabras insinúan un reconocimiento del verdadero valor de nuestra poeta. El crítico agrega que si bien aún le queda por madurar, la vitalidad y la calidad natural del verso -sus robusteces- son importantes también. Y aunque Sux nos proporciona nuevos elementos críticos para entender cómo sus contemporáneos recibieron la obra de Agustini, el crítico no puede escapar a la crítica patriarcal tradicional cuando se refiere a la belleza y edad de la poeta. Así sus palabras no se diferencian marcadamente de las de otros contemporáneos. En su deseo de enfatizar su singularidad, Sux, termina aislando a Agustini de la tradición modernista y, de hecho, la deja huérfana, sin un movimiento literario al cual pertenecer.

La respuesta de Agustini apareció el 27 de septiembre. Comienza con una defensa de sus críticos montevideanos, quienes la han «'mimado', como hija predilecta» (Silva 1968: 125), y les agradece, junto a su público, por su apoyo y alabanzas. Luego responde a los comentarios de Sux sobre las influencias literarias en su obra y alude a lo que ella llama la «trinidad artística» de Darío, Nervo y Lugones. Al discutir y proclamar las influencias de otros artistas en su obra la poeta fluctúa entre la aceptación y rechazo de los «maestros» y cae en una contradicción que refleja una ansiedad sobre el sitial y originalidad de su obra frente a la de otros artistas masculinos.

Agustini lucha por definir el término «influencia» y las connotaciones negativas que Sux emplea y responde: «[...] se llegaron a inventar, no sé con qué siniestras intenciones, ciertas influencias de Darío, Lugones, Nervo» (Silva 1968: 125) y aclara su relación con estos maestros: su obra ha sido comparada a la de ellos de manera positiva y elogiosa tanto por el crítico Botana, como por el poeta Fernández Ríos. Esta comparación favorable confirma, para la poeta, no sólo su habilidad de dominar como los grandes las técnicas poéticas, sino que incluso podía sobrepasarlos, porque Fernández Ríos ya había dicho que su poesía tenía «más sentimiento que Darío, más originalidad que Nervo, y más alma que Lugones» (Silva 1968: 126).

Con un golpe magistral Agustini reclama el modernismo como su tradición, a los modernistas como sus colegas e iguales, y le da a su obra autoridad y originalidad al mismo tiempo. Si bien excusa a Sux por su entusiasmo, Agustini también termina su carta con el mismo tono paternalista que su «defensor» había usado: «[...] solo [sic] quiero hacer constar mi protesta ante esta absurda defensa de una obra que jamás la necesitó de nadie y hoy, después del triunfo, mucho menos» (Silva 1968: 126). Con cierta arrogancia, Delmira deja en claro al público que nunca necesitó de un intercesor, porque la recepción de su obra fue positiva y tuvo un público que la adoraba. Por esto, las palabras de Sux, que vivía en Europa y estaba «alejado necesariamente de nuestra vida literaria» (Silva 1968: 126) son por demás inútiles y no había necesidad de dejarlo representar, ni defender, ni hablar por la poeta que estaba claramente triunfando7.

El 28 de septiembre Vicente Salaverri escribió una carta en defensa de su amigo Sux. Salaverri no comprende el tono ofendido de Agustini ante una reseña que sólo intentó ser elogiosa: «[...] ¿no le hubiera sido más cómodo que escribir un par de elogiosas páginas sobre El libro blanco, guardar un silencio indiferente?» (Silva 1968: 128). Según Salaverri, el único error de Sux fue que no identificó correctamente las influencias sobre la obra de la poeta e increpa a Agustini por su tono duro.

Agustini responde el 29 de septiembre con, por lo que sabemos, la última palabra sobre el asunto en una atrevida «Carta Abierta». Ella asegura que no fue su intención agredir a Sux y que su referencia a las «intenciones siniestras» de imputarle influencias literarias estaba dirigida a ciertos críticos tendenciosos y malintencionados. Agustini enfrenta nuevamente el problema de las influencias literarias, ya que, más que resarcir el daño a Sux, ése era el objetivo de su carta. Para ella la influencia literaria no es un insulto, porque es algo imposible de evitar debido a que todos los escritores se influyen entre ellos mismos: como todos son cómplices, no hay culpa en la imitación. Si estar influido por otro escritor es una falta «envolvería en ella a todos los nombrados [la trinidad artística] que resultan, interpretándolo así, influenciados los unos por los otros. En tal caso, los cómplices no serían malos...» (Silva 1968: 132).

La poeta continúa su exposición con su habitual falta de modestia y cita a varios «jóvenes panegiristas» junto a los críticos y escritores famosos que han aclamado su poesía. Por último, asegura que su obra tiene valor por sus propios méritos: «[...] no he buscado la exaltación de mi obra, que usted tampoco puso en tela de juicio. En todos los casos valdrá siempre lo que vale. Ni usted, señor Salaverri, ni yo, podemos quitarle brillo» (Silva 1968: 132).

Esta carta es otro acto paradójico de aceptación y rechazo. Agustini acepta las alabanzas que ha recibido porque su obra las merece. Pero, como mujer y artista, es consciente de que si debe insistir en su singularidad y en la originalidad de su obra está condenada a la soledad porque le falta una tradición propia. Por un lado, ella necesita acoplarse a la tradición literaria patriarcal a la que sus colegas masculinos pertenecen en una comunidad de escritores; y por otro lado debe enfrentar cara a cara su orfandad, rechazar la fácil comparación con la trinidad artística y presentarse como una artista original. Al definir el significado de copiar deja en claro que ella no imita sino que es parte de la relación compleja que existe entre artistas en la cual todos son cómplices e introduce el concepto que hoy entendemos como intertextualidad. Agustini ha pasado de la fase femenina de imitación, a una feminista de separación. Su interpretación personal del modernismo será su fase de mujer, como veremos en los capítulos siguientes.

La escritora sufre la «ansiedad de la influencia» de la tradición literaria de manera diferente que los hombres8. Mientras éstos persiguen su originalidad y llegan a ser parricidas de sus maestros o padres estéticos, la mujer debe aceptar que su expresión está llena de anomalías y subversiones incomprensibles que no se ajustan al camino trazado por otros, porque si llegaran a incorporar los patrones creados por sus predecesores masculinos terminarían sumidas en el silencio. Agustini demuestra que la poeta al carecer de una tradición literaria sufre de manera diferente que sus hermanos y brega menos con el fardo del pasado artístico. La búsqueda de su voz, que «decía cosas nuevas», es parte de una exploración personalísima relacionada a poder decir lo que se quiere y como se quiere, aunque fuera necesario confrontar las normas modernistas.

La selección que hizo Agustini de los prólogos a sus poemarios son guías de cómo quería que fuera leído e interpretado su ser artístico y su obra: la jovencita bella e inocente canta cosas nuevas bajo el poder del ensueño y la inspiración, haciendo vibrar a sus lectores. Sin embargo esta imagen era sólo una primera etapa en la transformación de su estilo y ser literario. Como vemos en sus breves escritos y cartas literarias, la poeta había pensado detenidamente sobre su arte y su postura frente al modernismo. Más adelante la poeta subvierte este movimiento, cuestionando y exacerbando sus contradicciones y pulsaciones eróticas hasta crear un espacio suyo y una voz singularmente propia, ejerciendo su doble voluntad de pertenecer y reconfigurar al modernismo.





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