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ArribaAbajo- VI -

En aquel momento había cerrado la noche con toda su negrura; las ráfagas huracanadas del Sudoeste silbaban horriblemente por entre los mástiles y aparejos de la fragata Lord Efingham, contra cuyo casco se estrellaban con imponderable   —114→   furia y estrépito grandes masas líquidas en forma de montañas, que vertían de su vasto seno torrentes de agua sobre el puente del buque, el cual tan pronto parecía remontarse a las regiones aéreas como descender al fondo de un negro e insondable abismo. Colíjase por lo dicho cuán atroz sería su movimiento y la ansiedad de los navegantes.

Veamos ya lo que pasó en el interior de la fragata durante la tormenta.

-¡A la capa!, aulló el capitán viendo que el huracán arreciaba tomando proporciones espantosas.

Pocos minutos después se oyó en el aire un ruido tan atronador e indescriptiblemente pavoroso, como si divagaran por el espacio legiones de demonios arrastrando pesadas cadenas: era el bramido de una ráfaga que, al pasar sobre el buque, encorvó su arboladura rasgando la vela de gavia en mil puntos ¡y con tanta facilidad como si hubiera sido de papel de estraza! Entonces la fragata se quedó a palo seco, y por lo tanto enteramente abandonada a merced de las olas.

Hemos dejado a Eduardo y a su compañero sentados en la cámara del capitán, cuando el buque dio la primera cabezada.

-¡Dios mío!, exclamó el ministro al verse inopinadamente arrancado de su asiento y derribado al suelo por el brusco movimiento de morada acuática.

-¡Si se habrá roto alguna costilla!, pensó   —115→   Eduardo al ver que el ministro no tenía aliento para levantarse. Vamos, no os acobardéis, dijo el joven tendiendo una mano a su compañero: esos tumbos son las caricias del cabo de Hornos.

Cuando mister Brooke estuvo de pie (gracias a la ayuda de Eduardo), se agarró al dintel de la puerta de la cámara, y haciendo visibles esfuerzos para dominarse a sí mismo, gritó con voz firme:

-¡Steward!

-¿Qué queréis, sir?, preguntó el despensero.

-Anda listo: tráeme una botella de cognac, repuso el ministro con inusitada viveza.

Al poco tiempo entraba el despensero, jadeando, en la cámara del capitán, entregando la pedida botella a mister Brooke.

-¿Conque esa danza infernal os da gana de beber?, dijo Eduardo extrañando la ocurrencia del ministro.

-Sí, Eduardo, repuso el interpelado. Siempre que al mar se le antoja alborotarse, y antes que el horroroso espectro del miedo se apodere de mi cuerpo, suelo echar en él algunos sorbos de licor.

Y diciendo esto, cogió la botella con ardor febril, y llevándola a sus labios con una agilidad portentosa, la apuró casi toda de un trago, sin dar lugar a que su atónito compañero pudiera impedírselo.

-¡Ya tenemos beodo a todo un señor ministro protestante!, pensó Eduardo apenas vuelto de   —116→   su sorpresa. ¡Infortunadas ovejas del protestantismo! ¿de esta suerte se preparan vuestros pastores para morir?... ¿Cómo pueden exhortaros a vosotras, para traspasar cristianamente los umbrales de la eternidad?... ¡Oh! ¡Esos opimos frutos sólo puede darlos el carcomido árbol de la Reforma!...

Poco tardaron los efectos de la embriaguez en asomar al rostro del ministro; quien así que hubo bebido el cognac, y conservando todavía una chispa de razón, miró estúpidamente a Eduardo diciéndole:

-¡Voto al diablo!... Estemos alegres... cercanías del polo Antártico... erizadas... peligros... mar va a tragarnos... cumplirá... vaticinio... mister Benson... banquete peces...

Después sólo salieron de la boca del ministro palabras casi inarticuladas y más incoherentes que las antedichas.

Las entrecortadas frases pronunciadas por mister Brooke en lo más recio del temporal no dejaron de impresionar momentáneamente a Eduardo, quien logró serenar enseguida su ánimo, pensando en los sublimes consuelos de nuestra augusta Religión y en sus ancianos padres.

-¿Qué hago de este hombre?, murmuró Eduardo mirando al ministro, cuyo cuerpo había caído desplomado en un rincón de la cámara donde roncaba estrepitosamente en una postura muy antiacadémica.

Después de una breve deliberación, nuestro   —117→   héroe hizo un prodigio de fuerza y de destreza: esto es; que a despecho de los vaivenes del buque y del peso del cuerpo del discípulo de Lutero, levantó a éste del suelo y le colocó en sus brazos como un fardo de mercancías, depositándole luego en su cama.

Cuando el ministro estuvo instalado en su camarote y sólidamente asegurado por Eduardo contra las sacudidas del buque, el joven español se metió en el suyo; y allí de rodillas, y con un fervor angelical, imploraba al Dios de las misericordias para que con su omnipotente mano enfrenara el furor de los elementos, permitiéndole regresar ileso al hogar doméstico, donde con su asiduo trabajo y amor filial se proponía prolongar la existencia de sus idolatrados y bondadosos padres.

-¿Habrá resuelto alguna vez la mecánica los millones de caballos equivalentes a la fuerza del mar en una tormenta como la presente?, se preguntó Eduardo a sí mismo con asombro, viendo que las embravecidas olas jugueteaban con las mil toneladas que les oponía la fragata como un niño con su pelota.

-¡Eh! ¡Eduardo! ¡Mister Brooke! ¡Vamos a tomar el té!, gritó el capitán bajando del puente.

Empero su voz no encontró eco.

Extrañando que nadie respondiera a sus palabras, penetró en su cámara diciendo:

-¿Qué habrá sucedido?

  —118→  

Entonces se aproximó al camarote del joven español.

-¿Sois vos, capitán?, preguntó éste algo perturbado al verse sorprendido en su fervoroso rezo.

-Sí, sí, Eduardo, dijo mister Mac-Kievet conociendo la perturbación del joven y tratando de disipársela: en toda ocasión es necesario que invoquemos el auxilio de lo alto; pero en los momentos de peligro debemos redoblar el fervor de nuestras plegarias. En todos mis apuros, continuó, he corrido a cobijarme bajo el manto de la Virgen, esa radiante estrella del mar. Junto a ella he respirado el perfume de su inmaculado aliento; allí he sentido la inefable dulzura de sus miradas, el suave calor de sus purísimos besos y la apacible frescura de sus sonrosados y virginales labios; y reclinando mi cabeza sobre aquel pecho que amamantó al Adán de la gracia, ¡he gustado las delicias de un sueño de angelical fantasía!...

Por lo tanto, no desmayemos, Eduardo. Si bien debo confesar que esta desencadenada tormenta es de las más terribles que he presenciado en mi dilatada carrera náutica; con todo estoy tranquilo y resignado, aguardando lo que Dios en sus sabios e inescrutables designios haya dispuesto de nosotros. Sin embargo (añadió con un acento de profunda convicción) presiento que la divina Providencia no tiene destinada la sepultura del mar para nuestros cuerpos.

  —119→  

-¡Oh! ¡Si los buenos franciscanos del Callao pudieran ver el regocijo que en este instante rebosa mi pecho a pesar del inminente riesgo que corre mi existencia!, dijo para sí Eduardo al escuchar el cristiano lenguaje del capitán.

-Sí, Eduardo, prosiguió mister Mac-Kievet. ¿Qué importa que muramos hoy o mañana, puesto que sabemos que es preciso partir tarde o temprano? ¿Qué son los años de vida que nos puedan restar, más que otros tantos átomos perdidos en el infinito mar de la eternidad?... Lo que interesa y apremia, es que la muerte no nos coja desprevenidos (¡ay del soldado que esté desarmado el día de la tremenda y decisiva batalla!), ¡sino que cuando pulverice nuestros cuerpos nuestras almas estén limpias de crímenes, para que con las alas y la blancura de la paloma puedan remontar su vuelo hasta las gradas del trono del Eterno para recibir de su mano la radiante e inmortal corona de la gloria!

La voz de mister Mac-Kievet tenía una dulzura tan paternal, que cualquiera hubiera creído que hablaba a su propio hijo.

Eduardo escuchaba llorando de ternura las palabras del capitán, que aunque de elocuencia sencilla, eran sin embargo sublimadas por lo supremo de las circunstancias... Así como al hallarnos al borde de un horrendo precipicio se nos despiertan con más viveza las ideas de terror, o como son de una marcha guerrera se nos avivan y hierven en nuestro pecho las ideas bélicas.

  —120→  

¿Puede darse mayor sencillez que la que reflejan las páginas de la sagrada Escritura? Y no obstante, ¡cuán majestuosas se imprimen en el pensamiento! ¿Por qué?... Porque las palabras que encierran son emanaciones del cielo; ¡y todo lo que procede del cielo, es grandioso, es sublime!...

-¿Y mister Brooke, qué ha sido de él?, preguntó el capitán después de una corta pausa mirando a Eduardo.

-Está tendido en su cama.

-¿Indispuesto o miedoso?, insistió el capitán con ironía.

-Nada de eso, contestó el joven refiriendo al capitán la repugnante escena de que tiene ya noticia el lector.

-¡Qué hombres produce la Reforma!, exclamó mister Mac-Kievet. Creed, Eduardo, que la moral de una respetable porción del clero protestante está exactísimamente fotografiada en el vergonzoso ejemplo personificado en mister Brooke. Pero vamos a tomar el té, prosiguió arrastrando consigo al joven español.

Ambos personajes se sentaron a la mesa del comedor con los dos pilotos, el contramaestre y el carpintero:

-¡Cielos, qué noche!, exclamó el primer piloto temblando de miedo.

-¿Dónde está mister Brooke?, preguntó el segundo piloto notando la ausencia del ministro; añadiendo para sí: ¡Qué no haya sucumbido a   —121→   la tentación de suicidarse para evitar los horrores del naufragio!

-Está en su camarote algo mareado; contestó Eduardo encubriendo a los ojos de la tripulación la vergonzosa conducta de su compañero.

-¡Hay mareos que se parecen al miedo como dos gotas de agua!, dijo el contramaestre en sus adentros poco satisfecho de la contestación de nuestro héroe.

-¡Qué! ¿No hay apetito, Eduardo?, dijo el capitán mojando pedazos de galleta en el té de su taza, al reparar en la inmovilidad del joven español.

-¿Quién puede tener apetito?, observó mister Benson. Sería preciso no conservar una chispa de juicio para comer en medio de esa furiosa borrasca.

Al concluir el piloto su oportuna frase, una rapidísima oscilación del buque desprendió la mesa del mástil que la sujetaba, arrancando de cuajo los bancos enclavados en el suelo; y los comensales, los platos, las tazas, los cubiertos, en definitiva, cuantos objetos había en el comedor, rodaron por el suelo con infernal ruido y confusión hasta tropezar con la pared de los camarotes de estribor, donde quedaron horriblemente hacinados y envueltos en las más espesas tinieblas.

-¡Jesucristo!, exclamaron entonces varias voces con acento terrorífico.

  —122→  

-En aquel momento un enorme barril lleno de harina que había en un camarote de babor fue disparado como un proyectil, y estallaba como una bomba a pocas pulgadas de distancia de nuestros pobres navegantes; y al propio tiempo una impetuosa ola, derribando una de las puertas del comedor, convertía éste en un lago.

El peso del agua y de los demás objetos que gravitaban sobre la parte de estribor ladearon tan terriblemente la fragata, que puede decirse que ésta permaneció medio sumergida algunos segundos debajo de la superficie del mar.

Hubo un largo intervalo de silencio sepulcral entre nuestros personajes.

Hubiérase dicho que la muerte, habiendo consumado ya su obra destructora se paseaba triunfante por el comedor del Lord Efingham. El heterogéneo y diforme grupo que había a la sazón en aquella estancia no puede reproducirlo el pincel de la imaginación: su facsímile sólo podría encomendarse al buril de un aventajado estatuario.

-¡Ay! ¡Ay!, gritaron al fin varias voces exhalando lastimeros gemidos.

-¡Virgen santísima, amparadnos!, exclamó Eduardo con desgarrador acento.

-¡Buen ánimo, señores!, vociferó el capitán bregando por desenredarse de aquel monstruoso hacinamiento de miembros humanos y de otros objetos empapados en agua y harina. ¡Vamos, Eduardo! ¡Eh! ¡Levantarse!, continuó mister Mac-Kievet   —123→   así que se vio libre, y mientras andaba a gatas hasta el pie de la escalera que conducía al puente, por la cual se encaramó enseguida culebreando.

-¡Todo el timón a sotavento!, dijo el capitán con voz estentórea al pisar el puente después de inaudito trabajo.

La maniobra que ordenó el capitán no pudo ejecutarse, pues la violencia del huracán no permitió largar un palmo de vela, y la horrorosa marejada había vuelto el timón ingobernable.

Mister Mac-Kievet, temiendo que la fragata zozobrara meciéndose a palo seco, quería virar en redondo presentando la popa al huracán para huir velozmente de la tempestad que en aquel momento parecía haber llegado a su apogeo.

Viendo, pues, que era infructuosa toda tentativa para arrancar al buque de las garras del huracán, el capitán levantó la tapa de la escotilla de su cámara, y encendió un fósforo; con cuya luz pudo observar el barómetro que estaba fijo en la pared de la abertura que miraba a popa.

El instrumento indicador del grado de elasticidad atmosférica dejaba entrever un saludable retroceso hacia el buen tiempo; pues la columna de mercurio que poco antes marcaba tempestad había subido. Al apercibirse de esta feliz circunstancia, el capitán se abalanzó a la escalera gritando desde allí con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡Eduardo, estamos salvados!

  —124→  

La voz del capitán, semejante a la trompeta del ángel del juicio, tuvo el poder de resucitar a los muertos.

Aquellas tres palabras pronunciadas por mister Mac-Kievet penetraron en el comedor como otros tantos rayos de vivísima luz en la lobreguez de aquel charco de blanco líquido cuajado de seres humanos y de escollos.

La sensación que causó la fausta noticia del capitán en el ánimo de Eduardo y de sus compañeros, sólo puede compararse con la que recibe el reo participándole el real indulto cuando la cuchilla fatal va a descargar sobre su cabeza.

Bien pronto se oyó un confuso rumor en el comedor de la fragata, el cual tomó un crescendo tan espantoso, que parecía rivalizar con el bramido de las olas y del huracán; era que Eduardo y sus compañeros, con sus chorreantes vestidos, hacían heroicos esfuerzos para levantarse: tarea harto difícil en medio de aquella galop infernal acompasada por dos nutridísimas e inarmónicas orquestas: la de los elementos, y la del maderamen del buque.

La escena que se representaba en aquel acto en el comedor, se asemejaba en lo completo al interior de una colmena cuando un enjambre de abejas está elaborando los panales de su cerámica y meliflua industria.

Con estos renglones concluye la parte dramática de la tempestad: ahora ensayaremos de describir la parte jocosa.

  —125→  

-¡El diablo cargue con la mesa!, dijo el carpintero con voz de trueno al dar de hocicos en el canto de aquel mueble.

-¡Jesús!, exclamó Eduardo al ver las estrellas de resultas de un tremendo pisotón.

-Esto es el laberinto de Creta, murmuró mister Benson pugnando infructuosamente para salir del comedor.

-Sí; esto parece en efecto un laberinto, pero con diluvio y terremoto, gruñó entre dientes el segundo piloto.

-¡Qué fría está el agua para mi reumatismo!, dijo por lo bajo el carpintero. El médico no me había prescrito este baño de agua blanca y helada: esto es contra ordenanza.

-¡Steward, luz! ¿Dónde está ese tunante?, dijo mister Benson.

-¡Sir!, contestó el despensero con una voz tan cavernosa que parecía la de un ventrílocuo.

El pobre Steward se hallaba como el caracol en su concha; es decir, en su despensa durante el cataclismo artificial, donde cayó cual otro Sansón con todos sus filisteos; esto es, con una gran parte de vajilla, cubiertos, cuchillos, etc.: de modo que así como los personajes del comedor nadaban en un charco de blanco líquido, el cuerpo del pobre despensero estaba nadando en un mar de cacharros y de utensilios del arte culinario. En este estado le sorprendió la interpelación del primer piloto, cuya orden se apresuró a   —126→   obedecer, y poco después entraba en el comedor con un farol encendido.

La aparición de la luz fue saludada con una coreada y estrepitosa carcajada.

Así que se iluminó aquel tenebroso y extravagante cuadro, el cuerpo del contramaestre estaba medio metido en el tonel de harina. El carpintero tocaba el suelo con su cabeza, pero sus pies estaban enganchados en un travesaño de la volcada mesa; y Eduardo y los dos pilotos formaban con sus cuerpos el más fantástico ovillo en un ángulo del comedor.

Mientras se está desenredando tan enmarañada y singular madeja en aquella pieza, subamos al puente de popa, donde encontraremos al capitán interpelando a un marinero de esta manera:

-Supongo que al principiar la tormenta habréis metido a Cooper en vuestra cámara, ¿no es verdad?

-Cooper está ahora en nuestra cámara, sir; pero por desgracia nadie se acordó de él al desatarse la furiosa borrasca; de modo que su demacrado cuerpo está hecho una sopa. ¡Si le vierais, sir! ¡Pobrecito!... ¡Parece que no le queda un átomo de vida!, añadió el marinero con acento de compasión.

-¡Desdichado!, pensó el capitán enjugado una furtiva lágrima con su pañuelo. Di al despensero que quite la ropa mojada al enfermo y que le dé a oler el frasquito de mi botiquín, ¿lo   —127→   entiendes?, añadió mister Mac-Kievet volviéndose a su interlocutor?

-Voy, sir, repuso el marino alejándose.

Poco tiempo después el capitán gritó:

-¡Steward!

Sir!, contestó el despensero.

-Da de beber a los marineros. Hora es ya de que reparen sus extenuadas fuerzas y reanimen sus ateridos miembros, añadió para sí el capitán.

En efecto, en lo más crítico de la tormenta, la tripulación, desafiando heroicamente el furor de los elementos, había hecho un rudísimo trabajo, ora ejecutando las más arriesgadas maniobras, ora haciendo funcionar la bomba, la cual no cesó en toda la noche de extraer la mucha agua que hacía la fragata.

-¡Acercaos!, gritó el despensero desde la puerta del comedor a los marineros, que en aquel momento estaban agrupados en derredor de la bomba.

-¿Qué hay?, exclamaron varias voces.

-¡Venid! ¡Venid!

Al penetrar los marineros en el comedor gracias a los titánicos y combinados esfuerzos del segundo piloto, del carpintero y el contramaestre, se notaba ya algún concierto en aquel espantoso desorden, que media hora antes había convertido aquella estancia en verdadero campo de Agramante. Sin embargo, no faltaban aun bastantes vestigios de la reciente catástrofe, como para   —128→   indicar con su expresivo mutismo: «Aquí fue Troya».

-Tengo orden del capitán para daros un licor que os caliente un poco los cascos. ¿Qué licor queréis, eh, buenas piezas?, dijo el despensero viendo entrar los marineros en el comedor.

-¡Ron!, contestó unánimemente la asamblea.

-Cuidado con hacer calaveradas, murmuró el despensero, sacando dos botellas de ron de su camarote y entregándolas a la tripulación. A vosotros no se os puede mimar demasiado porque luego os propasáis, añadió con un gesto de mal humor.

-¡Vete al diablo, despensero de Satanás!, prorrumpió un miembro de la asamblea, después de haber alojado en su cuerpo una dosis regular de alcohólico licor. ¿Crees por ventura habértelas con una horda de cafres?, continuó el marinero, lanzando rayos de sus encendidos ojos y amenazando con sus hercúleos puños al despensero.

-¡No puede uno siquiera chancearse con vosotros!, replicó el intimidado despensero con un timbre de voz tan suave y gazmoño, que contrastaba singularmente con la rudeza de su fisonomía.

-En tratándose de bromas, ya es otra cosa, respondió el irascible marinero, deponiendo su cólera y acariciando con su mano las patillas de su interlocutor.

Por lo visto, la satisfacción indirecta del despensero fue la punta metálica que atrajo hacia   —129→   sí y descargó la nube de electricidad del ánimo del marinero.

-Vamos, ¡que la danza habrá sido también regular en el comedor!, dijo un individuo de la tripulación al ver la mesa y los bancos fuera de su sitio, y la espesa capa de harina mojada que cubría el pavimento.

-¡Maldita noche!, exclamó otro marinero. Nunca he creído tan cierto como hoy que los huesos de mi cuerpo crujirían entre los acerados dientes de un tiburón.

-¡Qué porrazos y qué caídas! ¿Es verdad, Freeman?, dijo otro.

-Y aquella furiosa ola que por milagro no nos ha arrojado al mar, ¿te acuerdas, Burden?, observó un tercero palideciendo.

-¡Todavía se me erizan los cabellos!, replicó el interpelado estremeciéndose.

-¡Ah! Si os hubieseis hallado en la despensa, murmuró el despensero con tristeza.

-¡Y si os hubieseis hallado aquí! Se apresuró a replicar con el mismo tono el contramaestre designando a los marineros el rincón del comedor, que fue el punto culminante de la tragedia.

-¡Qué pudding tan exquisito!, exclamó mister Benson, retorciéndose los faldones de su paletó que destilaban un líquido de color indefinible.

-Por poco se cumple al pie de la letra la profecía de mister Benson, dijo Freeman al oído de su compañero.

  —130→  

-¡Chist!, replicó su compañero, sellando sus labios con el dedo.

-¡A la bomba, muchachos!, vociferó el capitán desde el puente, poniendo fin a la conversación de los marineros.

Cuando el capitán bajó del puente, encontró a Eduardo sentado en el sofá de la cámara y en actitud cavilosa.

-Esta noche debía ser la última para nosotros, dijo el capitán corriendo a estrechar al joven entre sus brazos. ¡Oh!, querido Eduardo, prosiguió. Así que conseguí llegar al puente tras un inaudito trabajo, me horroricé al ver que el buque estaba tan inclinado a la banda, que las olas cubrían toda su arboladura: ¡aquella terrible posición horizontal del costado de estribor debía hacernos naufragar!... ¡Entonces debíamos morir!... pero la Virgen nos ha salvado Eduardo, añadió con voz muy conmovida.

-Sí, sí, capitán, la Reina de las Ángeles nos ha salvado, replicó el joven español con los ojos anegados en llanto.

-Ahora, idos a acostar, Eduardo, dijo mister Mac-Kievet después de algunos minutos de mutua y expansiva alegría. Es más de media noche, y la tempestad ha calmado bastante, aunque el oleaje es fuerte todavía.

Eduardo dio, pues, las buenas noches al capitán y se fue a la cama. Mas las violentas sacudidas de la fragata, el monótono ruido de la bomba, y, sobre todo, las cristianas emociones que   —131→   hacían acelerar los latidos de su corazón, al traer a su mente el patente milagro obrado por la Virgen, ahuyentaron el sueño de sus párpados.

En el fondo del camarote de Eduardo, y a poca altura de la cama de éste, había una ventanilla ovalada, cuyo cristal tenía más de un centímetro de espesor. Haría cosa de media hora que el joven se había acostado, cuando un golpe de mar, rompiendo el cristal de la ventanilla, inundó de agua salada la cámara de nuestro héroe.

-¡Capitán, socorro! ¡Me ahogo!, gritó desde su cama el joven español al recibir la inesperada visita de su líquido y frío huésped.

-¿Qué os ha sucedido, Eduardo?, preguntó con ansiedad mister Mac-Kievet, volando en auxilio de su compañero.

Cuando el capitán vio la causa del sobresalto de Eduardo, se desgañitó de risa, diciendo:

-Vamos, no hay por qué asustarse: éste no es más que un segundo y singular baño de agua salada. Más agradable hubiera sido tomarlos en la zona tórrida, ¿es cierto, Eduardo?

-No cabe duda, contestó éste repuesto de su susto, y riéndose de la idea del capitán.

-Salid pronto de aquí, Eduardo, y acostaos en mi camarote, pues yo debo pasar la noche en el puente; pero antes me quitaré de encima la ropa mojada.

Mientras el capitán se mudaba de ropa y Eduardo se dirigía al camarote de aquél, la fragata experimentó una superlativa oscilación simultánea, y   —132→   se oyó un pesado golpe contra el pavimento del camarote de mister Brooke, cuyo cuerpo, como sabe el lector, había sido sólidamente asegurado por Eduardo. Empero, ¿cómo resistir tan rudas y reiteradas pruebas?

-Voy a ver lo que se ha caído, dijo Eduardo oyendo el golpe, y dirigiéndose al camarote del ministro.

-¿Qué ha sucedido?, preguntó el capitán desde el suyo.

-¡Nada!, contestó el joven español riendo como un loco. El cuerpo de mister Brooke, que, lanzado de su camarote al espacio...

-¿Qué?... ¡Ah, ya caigo!... ¡Ha obedecido a la ineludible ley de gravitación universal! ¿Es así, Eduardo?, dijo el capitán, creyendo haber completado la truncada frase de su interlocutor.

-Precisamente, replicó éste contemplando el cuerpo inerte del ministro, y volviéndose al camarote de mister Mac-Kievet.

-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! prorrumpieron unánimes ambos personajes.

-¡Ay! ¡Ay!, gritó mister Brooke a poco de haber dado su automática y tremenda caída (pues la cama del ministro distaba siete palmos del suelo).

-¿Qué tenéis, ministro?, preguntó Eduardo al oír los gemidos de mister Brooke en tanto que se metía en la cama del capitán.

Era evidente que el batacazo había sido el mejor   —133→   específico para que el hijo de Escocia despertara de su profundo letargo.

-¿Dónde estoy?, preguntó el discípulo de Lutero al abrir los ojos, espantado de los violentos y atronadores vaivenes de la fragata.

-¡Hola! ¡Mister Brooke! ¿Ha pasado ya el sueño?, dijo el capitán desde su camarote, mordiéndose los labios de risa.

-¿Quién me llama?, contestó el interpelado frotándose los ojos y exhalando un bostezo tan ruidoso, que acaso la ciencia acústica hubiera calificado de rebuzno.

-¡Yo! ¡El capitán de la fragata y vuestro mejor amigo!, se apresuró a responder mister Mac-Kievet con ironía.

-¿Conque estoy en cuerpo y alma a bordo de la fragata Lord Efingham?... ¡Ah! Es verdad; ¡Lo había olvidado! ¡Maldito y soporífero cognac!, murmuró el ministro entre dientes y esperezándose.

Al concluir su última frase, el discípulo de Lutero volvió a quedar íntimamente abrazado con el dios Morfeo.

Aquella misma noche fue calmando gradualmente el huracán, y doce horas después, la poco ha turbia, accidentada, turbulenta y espumosa superficie del mar, estaba tan lisa, tersa y tranquila como la de un espejo.

Hay ciertas afinidades latentes entre los veleidosos fenómenos del mundo físico y los del mundo moral. Esas metamorfosis súbitas de la naturaleza   —134→   las experimentamos a menudo en los recónditos pliegues de nuestro corazón.

El barómetro de la materia, marcando los grados de su presión atmosférica, recorre la escala desde tempestad a buen tiempo: el barómetro del espíritu, en sus contracciones o dilataciones, también recorre toda su escala, desde alegría a tristeza. Ea efecto. ¿qué designa con la segunda palabra, sino que el huracán de la adversidad está rugiendo en las tempestuosas regiones del corazón? ¿Qué indica con la primera, sino que el radiante sol de la prosperidad ha disipado los nubarrones que empañaban el cielo del alma?...




ArribaAbajo- VII -

Quince días nos separan de la horrible noche en que la fragata inglesa tuvo que luchar en las heladas regiones australes, contra las olas encrespadas por el huracán. Salvemos, pues, este espacio de tiempo con el pensamiento, y de seguro que andaremos infinitamente más y nos fatigaremos inmensamente menos en nuestro viaje imaginario que el buque en su espumeante y majestuosa carrera al través de los mares, con las velas plenamente hinchadas por la brisa.

Dejemos ya a un lado la jerigonza metafísica y hablemos en términos claros y precisos.

A la sazón la fragata navegaba ufana por lo 54° 30' grados de latitud sur y los 64° 20' longitud occidental, ostentando en su casco y arboladura   —135→   algunas pequeñas averías recibidas en la última tormenta, con el mismo orgullo que aquellos viejos guerreros que, al volver victoriosos de un encarnizado combate, se complacen en mostrar las honrosas cicatrices de sus arrugados y marciales rostros.

Para reanudar el hilo de los sucesos de nuestra historia, debemos penetrar una mañana en la cámara del capitán en el acto en que éste y sus dos compañeros se sentaban en torno de la estufa y medio envueltos en la compacta nube de humo que se desprendía de sus pipas.

Entre nuestro triunvirato reinó un breve rato el silencio.

Dos causas generales y diametralmente opuestas explican el silencio preliminar a las conversaciones entre tres o más personas reunidas: o porque no tienen nada o poco que comunicarse recíprocamente, o porque la diversidad y abundancia de materias es tal, que en su perplejidad les cuesta atinar por cuál flanco deben empezar el ataque.

El silencio que reinó entre nuestros tras individuos pertenece a la segunda especie.

Al fin el capitán se decidió a romper el fuego de la conversación con una observación frívola, de la que era el proemio de otros asuntos más importantes, así como algunos disparos de los diseminados guerrilleros son a veces los precursores de una empeñada y sangrienta batalla.

-Observo que Eduardo se ha acostumbrado   —136→   al humo de la pipa, dijo, pues, el capitán iniciando el debate.

-En efecto; fuma con la majestad de un turco; contestó mister Brooke sonriéndose, y admirando la grave postura de nuestro héroe.

-Al principio dudé que jamás llegaría a vencer mi repugnancia al tabaco; pero ahora le voy tomando afición. ¿Recordáis, capitán, lo que me sucedió la primera vez que llevé esta pipa a mis labios?, dijo Eduardo clavando la vista en aquél.

-¡Pues no me he de acordar! ¡Si aún me parece veros salir de aquí como una saeta!, respondió el interpelado riendo.

-Lo que encuentro muy detestable y antihigiénico, dijo el joven español, es el ver a los marineros mascando el tabaco: no sé que gusto pueden hallar saboreando aquella hoja, cuya masticación les hace salivar continuamente, y esto (aparte de ser muy repugnante) redunda naturalmente en detrimento de la salud.

-Es cierto, replicó el ministro: el hábito inveterado de los marineros es muy feo y debería de abolirse.

-Hace cuatro años, dijo el capitán, me encontraba en los Estados Unidos, donde hay una secta llamada, según creo, de los mormones. Entré por curiosidad en un templo de aquellos fanáticos, y os doy de tiempo hasta el fin del mundo para adivinar lo que vi, añadió mirando a sus dos compañeros y riendo como un loco.

  —137→  

-¡Qué! ¡Qué!, exclamaron con impaciencia Eduardo y mister Brooke.

-En medio de un desmantelado y espacioso salón se levantaba un enorme tonel, y encima de tan sencillo púlpito un pastor de la secta mormónica predicaba de pie y mascando tabaco. El orador tenía a sus plantas un pequeño taburete de madera, y cuando era interrumpido en su peroración por algún murmullo de su auditorio imprimía un brutal puntapié al taburete, lanzándolo hacia parte turbulenta de la asamblea, imponiendo de esta suerte silencio a los alborotadores.

-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!, prorrumpieron Eduardo y mister Brooke.

-Pues bien, ahora viene la parte más cómica de la escena, continuó mister Mac-Kievet mordiéndose los labios de risa. Aquellos fanáticos que estaban apiñados como un rebaño de carneros en derredor del singular púlpito, se daban sendos empujones unos a otros para acercarse a él, con el fin de recibir sobre sus cuerpos el pestilente rocío que se desprendía sin interrupción de la boca del predicador; porque (según ellos decían) ¡la nauseabunda saliva de aquel hombre santificaba cuantos objetos tocaba!

-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!, exclamaron los tres personajes apretándose las caderas para no reventar de risa.

-¡Por mi parte hubiera preferido una lluvia de pez hirviendo!, dijo Eduardo con ironía.

  —138→  

Una atronadora carcajada acompañó la comparación del joven.

-Pero aunque el mascar tabaco sea un hábito tan asqueroso y perjudicial al cuerpo; con todo es infinitamente más tolerable y menos funesto que la borrachera, observó Eduardo después de una corta pausa.

Estas palabras hirieron los oídos de mister Brooke, como una alusión directa y personal a su báquica escena del cabo de Hornos, cuyo recuerdo coloró como la grana las mejillas del ministro.

-¡Oh, sí! El uso inmoderado de la bebida, repuso el capitán, a más de ser un foco perenne de inmoralidad, es un tósigo que destruye las más robustas complexiones.

El ministro escuchaba confuso aquella intencionada conversación, y para no aparentar debilidad a los ojos de sus dos interlocutores, se apresuró a contestar:

-Convengo en que la embriaguez es un vicio; generalmente hablando; pero en ciertos casos... ¡no diré que sea una virtud!... sino que casi es un deber.

-¡Qué estáis diciendo!, exclamó Eduardo con estupefacción. No puede haber ninguna circunstancia en la vida humana que justifique la conveniencia de la borrachera.

-Me atengo a lo dicho, Eduardo, respondió el ministro, apoyándose en los falsos estribos de su aserto; y para que os convenzáis de lo que influyen   —139→   las circunstancias en la moralidad de nuestras acciones, voy a preguntaros: ¿por qué el homicidio (que en general es un crimen nefando) es un acto meritorio cuando redunda en defensa propia?

-No me satisface el paralelo que establecéis entre el homicidio crimen y el homicidio lícito, puesto que no solamente no tienen ningún punto de contacto, sino que la distancia que media entre ambos es infinita.

-¿Por qué?, preguntó el ministro con extrañeza.

-Porque en el primer caso, replicó el joven, los remordimientos (esos inexorables fiscales de nuestros delitos) torturan nuestra conciencia, mientras que en el segundo caso disfrutamos en nuestro interior de una paz octaviana. ¿Qué nos prueba esto? Que en la perpetración del homicidio alevoso obramos libre y espontáneamente, en tanto que en la otra hipótesis; obramos contra nuestro propio albedrío, e impelidos por una necesidad imperiosa.

-¡Bravo, Eduardo!, exclamó el capitán.

El ministro paseó entonces una mirada de ansiedad en torno suyo como si buscara en algún punto del espacio la contestación que debía sacarle del atolladero.

-Pero ¿y cuando queremos evitarnos los horrores de una muerta cierta, tampoco nos ha de ser lícito embotarnos los sentidos?, dijo el hijo de   —140→   Escocia con altanería. No creo, Eduardo, que en ello haya la menor culpabilidad.

-Sabed, pues, ministro, que no solamente hay en ello una infracción de la ley divina, sino que además hay...

-¿Qué, Eduardo?, preguntó mister Brooke devorando con la vista al joven español como para arrancarle el complemento de la frase.

-¡Hay una cobardía incalificable!, dijo nuestro héroe con severidad.

A estas palabras asomó una expresión de alegría en el rostro del capitán, mientras que el del ministro tomó en un segundo todos los colores del arco iris.

-Repito que hay pusilanimidad en embotarse los sentidos, cualquiera que sea el pretexto que se alegue para ello, y lo probaré, prosiguió el joven. Y sino decidme, ministro: ¿por qué se emborracha el hombre en los momentos de peligro?

-¡Toma! Claro está que para sufrir menos repuso el interpelado.

-¡Pues bien! ¿Dónde encontráis más nobleza y bravura, continuó Eduardo lanzando una mirada al discípulo de Lutero; en aquel hombre que con ánimo varonil y confiando en el auxilio de la Providencia presenta su desnudo y débil pecho a los rudos golpes de la adversidad, o en aquel otro que para sustraerse a los designios de Dios, se amilana hasta el punto de borrar con su   —141→   mano criminal el destello de luz divina reflejado en su frente?

Por toda contestación el ministro se contentó con encogerse de hombros, y hacer chasquear su lengua en señal de displicencia.

-Pues ¿y el suicidio, cuyo delito va tomando creces de cada día?, observó mister Mac-Kievet, volviéndose al joven español.

-Es cierto, respondió éste; por una anomalía inexplicable, se advierte con espanto que el número de suicidios está en razón directa de los progresos de la civilización. Las estadísticas criminales de Francia e Inglaterra registran mayor número de casos de año en año. ¿Y no dais, ministro, en el motivo de ese enorme aumento de criminalidad?, añadió Eduardo lanzando una mirada al hijo de Escocia.

-Lo atribuyo a la falta de creencias religiosas, puesto que el hombre sin ellas navega al acaso como un buque sin brújula, repuso el interpelado.

-Al fin puedo lisonjearme de que aunque nuestras ideas sean discordantes en algunos puntos, coinciden esta vez en una cuestión muy trascendental, dijo Eduardo estrechando amistosamente la mano del ministro. En efecto, ¿puede darse nada más lógico, que el que un escéptico que sufre física o moralmente, o de ambas maneras a la vez, prefiera quitarse la vida, si esta no debe de ocasionarle más que un prolongado y cruel martirio? ¿No es muy natural que cuando   —142→   se piensa que todos los males acaban con la muerte se haga depender la felicidad de la destrucción del cuerpo?

-Es muy consecuente que se apele a tan bárbaro medio, dijo el ministro.

-He aquí poco más o menos en qué términos debe de hablarse a sí mismo el incrédulo antes de atentar contra su propia existencia, prosiguió el joven español: «¿Por qué he de arrastrarme más tiempo cual miserable reptil sobre la superficie de la tierra? ¿Por qué he de consentir que la belleza, la robustez, la juventud, los honores, la riqueza, el talento, en fin, todo ese brillante cortejo de hechizos y delicias mundanales desfile por más tiempo ante mis hundidos ojos, insultando mis canas, mis acerbos padecimientos, mi humilde estirpe, mi ineptitud, mi deformidad, mi miseria y mi desamparo? ¡No, no; antes prefiero hundirme de nuevo en el polvo!...» Diciendo esto un vértigo mortal se apodera de su entendimiento; sus ojos se inyectan de sangre y giran con viveza en sus órbitas, de las que pugnan por desprenderse; ¡entonces su crispada mano empuña el arma fatal con satánico frenesí, y asestando el golpe suicida contra su pecho impío desaparece trágicamente del teatro del mundo!...

-Esta pintura hiela de espanto, dijo el capitán horrorizado.

-Verdaderamente, Eduardo acaba de bosquejarnos el suicidio con colores muy vivos, repuso mister Brooke; pero aunque yo reconozco   —143→   la suma gravedad de ese crimen, abrigo no obstante la confianza de que Dios se compadecerá de las miserias de esos infelices que muchas veces obran inconscientemente.

-Concedo que algunos suicidios se cometen sin que obre la razón en ello. ¡Pero hay tantos otros que se perpetran a sangre fría! Además al que confía en la Providencia nunca le falta consuelo y fortaleza de ánimo, pues cuanto mayores son nuestros sufrimientos y tribulaciones, tanto más eficaz es la protección que Dios nos otorga; observó el capitán.

-En efecto, repuso Eduardo, o hemos de admitir que existe un Dios con todos sus atributos de infinita sabiduría, bondad, justicia, poder, etc., o que el universo es obra del acaso, cuya palabra es sinónima de nada, y la nada es el vacío... ¡es el caos!... ¿Y quién, señores, no se rebela contra lo absurdo de esta última teoría?...

-Es imposible no hallar la mano de la Providencia, así en lo pequeño como en lo grande, contestó el ministro con energía. Desde el grano de arena perdido en la inmensidad del océano, hasta la montaña cuya encumbrada y blanca cima parece dar un eterno ósculo de paz al firmamento, desde la más humilde yerbecilla hasta el más corpulento y secular cedro; desde el invisible insecto que mora en una gota de agua, hasta la colosal ballena que mide el seno de los mares; desde la más pálida e imperceptible estrella, hasta el más grande y fulguroso astro; en   —144→   una palabra, como dice admirablemente la Biblia, ¡todo lo criado atestigua, pregona y ensalza la grandeza de su Autor!...

-¡Magnífico!, exclamaron a coro el capitán y Eduardo, arrebatados por los sublimes conceptos vertidos por el ministro.

-¿Quién creyera que las palabras proferidas por mister Brooke han salido de la boca de un ministro protestante?, observó el capitán dirigiendo su mirada a Eduardo.

-Ante un ataque tan directo, el ministro se levantó como un autómata de su asiento, y afilando la espada de su lengua la esgrimió contra su agresor a quien dio la siguiente estocada moral:

-¡Pues qué! ¿Creéis que entre nosotros no hay más que ateos, que no adoramos a Dios en sus obras, y que la aromática y galana flor de la virtud no crece y medra en el campo del protestantismo? Si tal disparate habéis creído, capitán; rectificad desde luego vuestra errónea opinión, añadió severamente el ministro como ofendido en su amor propio.

-¡Vuestras obras lo desmienten!, dijo el capitán devolviendo el golpe al ministro.

Entonces ambos personajes cruzaron una mirada que traslucía su mutua intención de engolfarse en la senda resbaladiza en que habían entrado. Pero Eduardo evitó la colisión terciando en el enconado debate de sus dos compañero, diciéndoles con tono de cariño:

-Dejemos por ahora esta cuestión, que quizás   —145→   abordaremos más tarde; y en tanto, ciñámonos a la intervención de la Providencia en todas las cosas, lo cual es innegable, puesto que no hay más que recorrer la vasta escala de los seres, así inorgánicos, como orgánicos inanimados, como orgánicos animados, para ver que Dios es quien viste y engalana al ave con sus pintadas y relucientes plumas, al pez con el abrillantado matiz de sus escamas, al árbol con sus verdes hojas y dorados frutos; en resumen, la difusión de la luz, el equilibrio y rotación de los astros, y todo cuanto existe, está regulado por la próvida mano del Criador; de modo, que así como en este momento un hombre dirige el pequeño timón de este buque, ¡Dios es quien gobierna eternamente el gran timón del universo!...

-¡Muy bien! ¡Muy bien!, exclamaron mister Brooke y el capitán, aplaudiendo con frenesí las palabras del joven.

-Por lo tanto, si Dios proporciona el vestido y sustento a todas las criaturas, ¿con cuánta más razón deberá cuidar del hombre su obra más predilecta, y (por decirlo así) la síntesis de las perfecciones que han salido de sus manos?

-¡Es verdad!, murmuró el capitán.

-Cercenemos al hombre del maravilloso teatro del universo, dijo mister Brooke; y entonces no queda ningún espectador que pueda abismarse en la contemplación de las obras del Omnipotente. En vano el sol bañaría periódicamente ambos hemisferios con sus rayos de oro, en vano   —146→   las aguas del mar evaporándose y condensándose en la atmósfera, desprenderían una mansa benéfica lluvia sobre la tierra, ¡en vano millones de estrellas esmaltarían el campo azul de los cielos, y en vano, en fin, los tres reinos de la naturaleza ostentarían a porfía sus más ricas y asombrosas galas!

-No tiene duda, ministro, replicó Eduardo, dándole una palmadita en el hombro.

El capitán, que no había desviado su vista del rostro de mister Brooke durante el poético razonamiento de éste, no pudo menos de exclamar en sus adentros:

-La espada de su elocuencia es digna de desenvainarse en defensa de mejor causa.

-No sé, señores, dijo Eduardo, si vuestra atención se ha fijado alguna vez en el hombre, ya considerado en el portentoso mecanismo de su cuerpo, ya en lo concerniente a su parte más noble; o sea en su principio anímico. Hagamos ahora abstracción de su parte corpórea, y concretémonos al mundo intelectual.

-Según estoy viendo, vais a darnos una lección de psicología, dijo el ministro sonriéndose y clavando los ojos en su joven compañero. ¿Qué os parece, capitán, del tema que ha escogido Eduardo?, añadió volviendo su rostro al primero.

-Soy muy lerdo en filosofía, repuso mister Mac-Kievet, pero no me disgusta representar un papel pasivo en las discusiones filosóficas; pues opino que siempre se aprende algo en ello.

  —147→  

-No creáis, señores, que yo me proponga introduciros (y quizás extraviaros) en el intrincado de la metafísica: no; mi idea es hablaros muy someramente de las misteriosas profundidades del entendimiento humano.

-Sobre esta materia podrían escribirse volúmenes enteros, Eduardo, observó el ministro con una sonrisa en los labios.

-Reconozco que la tenebrosa esfera metafísica es muy lata, y por lo mismo me ceñiré a consignar un solo fenómeno. En efecto, ¿qué es el pensamiento? ¿Cómo se engendra? ¿Cómo se siente? ¿Cómo se transmite?

-He aquí cuatro polos desconocidos en derredor de los cuales han dado los filósofos mil infructuosas vueltas, observó el ministro.

-Mientras os estoy hablando, prosiguió Eduardo, mi entendimiento engendra sin cesar (y más rápido que la electricidad) nuevas ideas que expresa mi lengua, y que el vehículo del sonido se encarga de infiltrar instantáneamente en vuestros entendimientos. Si en esto no hay grandeza y profundidad, no comprendo a qué pueden aplicarse estas dos palabras del diccionario.

El capitán y el ministro hicieron un ademán afirmativo.

-La mayor parte de los hombres, prosiguió el joven al pasar por la escena del mundo cual fugitivos meteoros, no sueñan siquiera que dentro de sí mismos tienen una mina riquísima e   —148→   inagotable que debieran explotar, y se van a la eternidad, como aquellos opulentos avaros que se hacen enterrar con todos sus tesoros, sin que les hayan aprovechado a ellos ni a los demás. ¡Oh! ¡Cuántos diamantes en bruto aparecen sobre la tierra, permanecen breves instantes sobre su superficie, y luego desaparecen sin que nadie haya podido apreciar su valor intrínseco!

-Confieso que nunca había pensado en lo que Eduardo acaba de decirnos, murmuró el capitán mirando al ministro; y realmente es asombroso y muy digno de llamar la atención del hombre.

-Lo que acaba de manifestarnos Eduardo; lo aprendí en la universidad de Edimburgo allá en mis mocedades, dijo el ministro. Supongo que sabréis que la escuela escocesa goza de una justísima celebridad respecto a las elucubraciones filosóficas, añadió mister Brooke mirando a su joven interlocutor.

-Es incontestable, respondió éste; pero estoy observando que en nuestra conversación nos hemos alejado del punto de partida, esto es, del suicidio. ¿Cuál creéis, señores, que es la causa principal del indiferentismo contemporáneo que conduce en derechura a tan horrible crimen?

-Yo estoy en que la prensa cuando se desvía de su elevada misión, cual es la de ilustrar las inteligencias enderezándolas hacia la senda de la verdad, es la que más daño puede acarrear a la sociedad, contestó mister Mac-Kievet.

  —149→  

-Habéis dado en el blanco, capitán, repuso Eduardo. La gran palanca de la prensa, y por consiguiente, de la genuina o bastarda civilización y cultura, es la que hoy, más que en ninguna otra época, dirige el movimiento moral e intelectual de la sociedad. En confirmación de mi aserto, podría citaros ese diluvio siempre creciente de producciones obscenas y heréticas que hoy circulan con el mayor descaro por todas las raciones que blasonan de cultas y civilizadas, pervirtiendo cuanto tocan con su emponzoñado hálito, y sobre todo mancillando el candor de las inteligencias vírgenes; de esos tiernos lirios que, mecidos todavía ayer en sus esbeltos tallos por la suave brisa de la pureza, fascinaban con su blancura y deleitaban con sus perfumes; pero que hoy, agostados por el mortífero viento de la corrupción, ¡ay! ¡Se arrastran deshojados por el suelo sin color ni fragancia!...

-Siento no poder participar de vuestra opinión, señores, dijo el ministro; pues creo que el hombre debe conocer el mal para aborrecerlo, y el bien para amarlo. ¿Y cómo podrá discernir lo uno de lo otro, si no le es dado comparar las ventajas que trae consigo la verdad, con los perjuicios que ocasiona el error? El hombre en este caso es lo mismo que un juez; pues éste para fallar equitativa e irrevocablemente, es preciso que conozca a fondo las razones que militan en pro y en contra de la causa que defiende.

El capitán y Eduardo cambiaron una furtiva   —150→   mirada como si hubiesen querido decirse: «¡Qué peregrina es la argumentación del ministro!»

-Vuestra teoría sería admisible, se apresuró a responderle el joven español, si la razón imperase en todos nuestros pensamientos, deseos y acciones; pero desgraciadamente vemos con harta frecuencia que las pasiones se enseñorean del corazón, y cuando el hombre ha sentado una vez su planta en el lodazal del vicio, no hay poder humano que le arranque de allí; pues entonces ha contraído ya aquel mal hábito; se ha acostumbrado a respirar aquel emponzoñado ambiente: en una palabra, se ha aclimatado en el terreno del error y del vicio, y en su deplorable y funesta ceguera cree que cuanto piensa, dice, lee o escribe, es la verdad en su más prístina forma, cuando no es más que el error con toda su secuela de abominables absurdos y obscenidades. ¡Las pasiones son, pues, el espejismo moral, que nos presenta invertidas4 las imágenes de lo bello, de lo justo, de lo santo! Las lecturas lascivas e impías, añadió el joven español, actúan sobre el espíritu como esos corrosivos agentes químicos sobre la materia: una sola gota de ácido prúsico caída en el ojo, basta para ocasionar la muerte del cuerpo: una sola idea lasciva introducida por la vista o por el oído, basta para herir mortalmente el alma.

-Convengo, Eduardo, replicó mister Brooke; en que puede haber ciertas obras que, colocadas imprudentemente en manos de la juventud, pueden   —151→   depravar el corazón; pero no faltan un buen de todo el mundo, y que por cierto moralizan; entre otras puedo citaros la reciente e inspirada producción de miss Beecher Stowe, titulada: The oncle Tom's cabin o sea: La cabaña del tío Tomás.

-No conozco esa obra, repuso Eduardo.

-Pues yo la he leído, dijo el capitán; y creed, Eduardo, que no hay en ella mucho de edificante que digamos. Si bien el objeto de dicha obra es pintar al vivo los horribles sufrimientos de los esclavos en los Estados Unidos del Sur, no obstante hay en ella escenas de moralidad dudosa.

Mientras hablaba mister Mac-Kievet, el ministro se agitaba en su silla como para demostrar su desagrado.

-No concibo que podáis tildar de inmoral una obra adornada con todos los encantos que pueda crear una ardiente y aventajada imaginación femenina, y cuya aspiración puede sintetizarse en estos términos: «El ay desgarrador del esclavo del siglo XIX, desde el fondo de su abyección y miseria, llamando a la humanidad libre para que vaya a romper sus cadenas», dijo el ministro protestando con brío contra las palabras del capitán.

-Sin que abrigue la intención de atacar la obra de miss Stowe, porque, repito, me es completamente desconocida, respondió Eduardo; sin embargo debo declarar que muchos pintores de obscenidades suelen aparentar tendencias humanitarias   —152→   y dan a sus obras títulos incoloros y aun edificantes, por manera que los incautos lectores se dejan prender en artificiosas redes, y cuando vuelven de su sorpresa, ya no pueden evadirse. Yo no titubeo, pues, en afirmar que las tres cuartas partes de suicidios son debidos a la lectura perniciosa, a la prensa bastarda. ¿Habéis leído, ministro, la Educación de las madres de familia, por Aimé Martin?

Mister Brooke hizo un movimiento negativo con su cabeza.

-La educación de las madres de familia, repitió el joven español. ¡Qué título más seductor para abrir a ese libro de par en par las puertas del hogar doméstico! Sin embargo, si las madres de familia me pidieran consejo antes de leerlo, mi conciencia de cristiano me obligaría a responderlas: «No franqueéis a esa obra los umbrales de vuestras casas; no os seduzca su inofensivo y pomposo título, que no es más que las hermosas hojas que envuelven engañosamente el venenoso fruto: ¡las páginas de ese libro están plagadas de herejías e iniquidades!»

-Ciertamente que un libro de esta índole, repuso el capitán, en vez de ser el ángel tutelar de la familia, no es más que su ángel exterminador. Yo he leído que la revolución francesa de fines de siglo pasado no debió su origen más que a la mala semilla que invadió el terreno intelectual.

-¡Qué duda cabe en que las doctrinas subversivas   —153→   de Rousseau y Voltaire fueron las que tuvieron la gloria de cubrir toda la Francia con un vasto sudario de sangre!, observó Eduardo.

El discípulo de Lutero se apresuró a manifestar su discordancia en este punto con la opinión de sus dos compañeros, prodigando los siguientes ditirambos a los dos funestamente célebres filósofos del siglo pasado.

-¡Qué desatino! ¡Decir que el profundo filósofo de Ferney y el erudito e inmortal pensador de Ginebra provocaron la revolución francesa con sus escritos! Por Dios, señores, no encerréis vuestro raciocinio en tan raquítico límites, juzgando con tan vulgar ligereza las causas que produjeron aquel sangriento episodio de la historia de Francia. Si esta nación y la Europa entera tienen algo de grande, si hoy la luz de la civilización se propaga a todas las inteligencias, de todo ello somos deudores, sí, a aquellas dos lumbreras de la humanidad.

-¿Conque sois volteriano y partidario del sofista J. Jacobo Rousseau?, replicó Eduardo con acento socarrón y lanzando una mirada al ministro.

-No, Eduardo, dijo éste; yo soy simplemente un entusiasta admirador de esos soberanos del mundo intelectual y moral a quienes me engrío de prestar vasallaje. Porque nada puede enaltecer más al hombre que el pagar su tributo de admiración y el quemar su grano de incienso ante las aras de esos grandes genios que figuran en primer   —154→   término en el lienzo de la historia, y sobrenadan como la espuma en el Océano de la humanidad.

-Nadie me aventaja a mí en rendir el debido homenaje a los grandes hombres que han descollado en todos los siglos, repuso Eduardo; pero distingo los genios benéficos de los maléficos; pues así como la memoria de los unos merece mis más vivas simpatías y elogios, el recuerdo de los otros sólo me inspira el más vil desprecio. Los unos dejan en pos de sí un reguero de calamidades y de sangre, los otros un bello e imperecedero rayo de luz. A los primeros les alcanza la maldición de las generaciones hasta en su propia tumba y ni sus cenizas descansan en paz, mientras que los otros reciben las bendiciones y alabanzas póstumas de la más remota posteridad.

-¿Y creéis por ventura, Eduardo, que Voltaire y Rousseau deben de colocarse en la línea de los ángeles rebeldes?, preguntó mister Brooke atónito.

-Ciertamente, repuso el interpelado con viveza: y creo que más bien que el nombre de ángeles rebeldes, les cuadra mejor a tales hombres el epíteto de verdugos de la humanidad; pues en el sangriento drama de la revolución francesa no doy toda la culpa al brazo del asesino que descargó la fatal cuchilla sobre el inocente cuello de Luis XVI, haciendo rodar la cabeza de este Monarca sobre el cadalso: no; aquel hombre, si bien criminal, no fue, por decirlo así, más que el instrumento   —155→   material del regicidio. Quien asumió toda la responsabilidad moral de aquella inicua sentencia; quien cargó en definitiva, la mina de la revolución francesa, fueron las ideas filosóficas de las escuelas de Rousseau y Voltaire, que divagando por la atmósfera embriagaron y enloquecieron los espíritus.

En tanto que hablaba nuestro héroe, los diversos gestos del rostro del ministro trasparentaban otras tantas impresiones de disgusto.

-¡Eduardo, exclamó el hijo de Escocia con tono de cólera, no insultéis las cenizas de aquellos ilustres hombres que, a despecho de las ideas predominantes en su siglo, fueron los primeros en enarbolar la gloriosa bandera de la civilización!

-Por más que os desagrade, ministro, dijo el joven, la causa que algunos atribuyen a la revolución francesa, la encuentro demasiado trivial para que produjera tan terribles efectos. Tanta sangre vertida, tantas leyes conculcadas y pisoteadas, tantos templos profanados, y tantos augustos misterios de mi Religión escarnecidos, componen un cuadro demasiado grande, demasiado dramático, para que quepa dentro de los estrechos límites en que algunos pretenden encerrarlo. ¿Os parece, capitán, añadió Eduardo con punzante ironía, si una floja brisa hubiera podido ocasionar la tormenta que acabamos de experimentar en el cabo de Hornos?

  —156→  

-¡De ningún modo!, exclamó sonriendo mister Mac-Kievet.

En aquel momento el despensero penetró en la cámara, y poniendo el té encima la mesa, dijo para sí:

-¿Qué diablos tendrá esa gente que siempre está disputando?

-Señores, dijo entonces el capitán volviéndose a sus dos compañeros; bastante hemos hablado ya de la revolución francesa y si ha de prevalecer mi opinión, dejemos en paz por ahora a los Robespierre, Danton, Mural, Desmoulins y a todos los otros Atilas del reinado del terror, y os aconsejo que tomemos el té antes que se enfríe.

-Sí, sí, capitán. No turbemos en su eterno reposo a los corifeos de la Convención nacional dijo el ministro frunciendo las cejas y sentándose a la mesa.

Al principiar el almuerzo hubo una corta pausa entre nuestros tres personajes, que interrumpió el ministro diciendo mientras echaba un terrón de azúcar en su taza:

-Por lo que estoy viendo, temo que nuestra navegación será interminable.

-¿En qué apoyáis vuestro temor?, preguntó el capitán con admiración y alzando la vista de su plato para fijarla en el ministro.

-He aquí, pues, en qué base descansa mi temor, replicó mister Brooke con tono enfático:   —157→   hace tres meses que salimos del callao; y en verdad que si la fragata no ha andado hasta ahora a paso de cangrejo, no podréis negarme que ha andado a paso de tortuga.

-Permitidme, ministro, que os diga que entendéis muy poco en las circunstancias que influyen en la mayor o menor rapidez de los viajes marítimos, replicó el capitán con severidad. ¿Ignoráis, acaso (añadió clavando sus ojos en el ministro), que en el Pacífico reinan constantemente los vientos del sur, y que, por velero que sea el buque, las singladuras son necesariamente muy cortas? Yo me doy por muy satisfecho de la marcha del buque hasta hoy; y cuento que, Dios mediante, dentro de dos meses estaremos en Inglaterra. Esta mañana he mandado echar la corredera; ¿y sabéis cuántos nudos se deslizaban?

-¡Qué sé yo!, repuso mister Brooke con aire distraído.

-¡Ocho nudos, señor ministro!, exclamó el capitán con orgullo. Me parece que es lo suficiente, ¿es cierto, Eduardo?

-La contestación a esta pregunta, al parecer tan sencilla, exige sin embargo que me prestéis un instante vuestra benévola atención, dijo el joven mirando a sus dos interlocutores.

-¡Con mucho gusto, Eduardo!, exclamaron estos después de cambiar una mirada de inteligencia como para preguntarse: «¿Qué querrá decirnos?»

-Señores, dijo el joven español; en la vida   —158→   humana hay momentos de suprema angustia momentos en que el hombre parece estar de sobra en el mundo, pues se metamorfosea en aquel acto en un ente tan extraño respecto a la naturaleza y a la sociedad, como aquellos aerolitos que de vez en cuando se desprenden de la superficie de la luna. En tan deplorable estado parece que el sol os niega su luz y calor, las aguas, su manso y poético susurro; el aura sus frescos y refrigerantes besos, los árboles su amena y deliciosa sombra, los hombres su amistad y compasión, y los animales sus cantos y caricias...: ¡en el mundo exterior, todo ha concluido para vosotros!... ¡Entonces, el hombre religioso, concentrando su pensamiento, apetece otras regiones más risueñas, suspira por otro sol más vivificante, anhela otra vida más dichosa, y bajando al fondo de su conciencia, explora con avidez todos los repliegues de su corazón, hasta que al fin encuentra a Dios, quien le consuela en su aislamiento, le alienta en su infortunio y le entreabre otros horizontes más diáfanos y resplandecientes!... Tal era mi terrible situación en el acto de pisar esta fragata.

-¡Pobre Eduardo!, pensó el capitán; ¡cuán de veras te compadezco y cuánto admiro tus raras virtudes!

-Al salir del Perú, continuó el joven, una idea atormentaba sin cesar mi afligido espíritu; y era... que debía regresar pobre a mi patria. Empero, reflexionando un poco cristianamente,   —159→   me consolé pensando que si no volvía al hogar doméstico rico en dinero, ¡volvía al menos a él rico en infortunio, en experiencia, en sufrimientos! Lo cual me parece un buen patrimonio. Educado, pues, en la escuela de la adversidad, ¡he paladeado desde muy niño el duro y amargo pan de la vida!... ¡He derramado copiosas lágrimas; pero lágrimas nobles, lágrimas sublimes que embellecen el rostro del hombre, y que al asomar a los ojos son otros tantos diamantes líquidos que rebosan del precioso tesoro y el corazón!... La linda y delicada planta de la virtud se riega con lágrimas; con lágrimas se escala el reino de los cielos; y si pudieseis arrancar de los sombríos bosques de América o de los dilatados arenales del África el secreto de las gloriosas muertes de tantos insignes campeones del Evangelio, os dirían a voz en grito: «¡Antes de ceñir a nuestras sienes la inmortal diadema del martirio, hemos debido conquistarla derramando raudales de sangre y de lágrimas!...» ¡Nunca, señores, las flores aparecen tan bellas, ni exhalan tan suaves aromas, como cuando sus matizados pétalos están cuajados de las perlas que ha llorado la aurora arrebujada en su radiante manto de púrpura!...

Infiera el lector si las palabras de Eduardo debían de ser frenéticamente aplaudidas por el capitán y mister Brooke.

-En su peregrinación por el árido y fatigoso desierto de la vida, prosiguió el joven, el hombre   —160→   encuentra algunos raros y pequeños oasis. Allí respira un blando céfiro, goza de una fresca sombra, descansa sobre un mullido aterciopelado césped y humedece sus abrasados labios en cristalinos y serpenteantes arroyuelos: Pero... ¡desdichado! En medio de su efímera felicidad presente olvida sus amarguras de ayer y sus aflicciones de mañana; no piensa que de un momento a otro y cuando apenas habrá tenido tiempo de enjugar el sudor que baña su arrugada frente, será expulsado de aquel Edén, y será preciso que vuelva a pisar por tiempo indefinido los ardientes arenales, exponiéndose a respirar de nuevo el mortífero simoun... ¡Triste y positiva herencia del pecado!

-En efecto, observó el ministro la dicha es muy rara y fugaz en este mundo; ¡y todo nos está indicando que el hombre ha nacido más que para reír, para llorar... más que para gozar, para padecer!

-¿Sería, pues, justo, sería siquiera racional, señores, añadió Eduardo con acento profundamente conmovido, que ahora me impacientara por el tiempo que pueda durar todavía nuestro viaje, yo, que cuando me embarqué creí entrar en un país inhospitalario, y en su lugar me halló un verdadero Edén, yo, que pensé encontrar a bordo personas antipáticas, y me hallo con un capitán que me hace las veces de padre, y con un amigo que me dispensa toda clase de atenciones?...

  —161→  

Estas palabras, y el tono tierno con que fueron pronunciadas, afectaron sobremanera a los dos interlocutores de Eduardo.

-Aprended, pues, ministro, dijo el capitán después de un breve rato de silencio. ¡Qué lección tan oportuna para los que se impacientan y maldicen su suerte! ¡Oh! Eduardo, aunque muy joven, tiene un inagotable repertorio de saludables consejos, añadió mister Mac-Kievet enjugado con su pañuelo una furtiva lágrima.

-A todos nos alcanzan los consejos de Eduardo, capitán, repuso el ministro con tono de reprensión.

-Es muy cierto, contestó aquel; ¡pero como vos os inquietabais por la duración de nuestro viaje!...

-Comprendo que Eduardo, dijo mister Brooke interrumpiendo bruscamente al capitán, antes de pisar este buque se encontraba en el caso de un náufrago, el cual, teniendo cerca de sí playas desconocidas, delibera en su mortal angustia, si será o no preferible que el mar engulla su cuerpo y que las olas se encarguen de arrojar su cadáver a la playa. Pero, por fin, se decide a abordar la orilla; y allí, en lugar de una soledad espantosa o pensando cuando más hallar hombres hostiles y bárbaros, se ve rodeado inesperadamente de dos amigos que compartiendo su desgracia le consuelan y le ofrecen una generosa hospitalidad; entonces ¡el náufrago llora de gratitud y bendice la mano de la Providencia   —162→   que le ha amparado!... ¿Es así, Eduardo?

-¡Exacta comparación!, respondió éste enternecido. ¡Oh! ¡Cuánto vale en el infortunio la amistad desinteresada! ¡Qué gozo siente el hombre al encontrar generosos corazones cuyos latidos son el eco de los suyos, cuyos pensamientos coinciden con los suyos, cuyas aspiraciones se identifican con las suyas, y por último, cuyos ojos lloran con los suyos! ¡Qué lenitivo experimentáis en vuestro dolor, pudiendo dar expansión a vuestro oprimido y lacerado pecho! ¡Ah! ¡Cuántos infelices tienen que apurar, solos, la copa de hiel, devorando en secreto el negro pan de su desgracia, y ahogando dentro de sí el fuego la adversidad que abrasa sus entrañas! ¿Qué recurso les queda a estos desdichados para no echarse en brazos de la desesperación?... ¡Oh! ¡Sí! todavía les queda el recurso más poderoso... que imiten a esas aves, que para preservarse los rigores del invierno emigran a otros climas templados; pues cuando la tierra, a menudo ingrata, nos cierra sus puertas; el cielo, siempre compasivo, ¡nos abre las suyas!

-Las palabras de Eduardo me traen a la memoria una escena que presencié en Londres, dijo el capitán. Una tarde me hallaba en una esquina de Regent-street, una de las más largas y espaciosas de la moderna Babilonia inglesa. Desde aquel punto contemplé largo rato, absorto, la tumultuosa corriente de seres humanos que se deslizaba con la majestad de esos anchos y caudalosos   —163→   ríos de América. Allí vi codearse el lujo con la miseria, oí crujir la seda al rozarse con los harapos. En aquel inmenso y vertiginoso torbellino andaban revueltos los tipos del crimen, de la prostitución, de la avaricia, del orgullo. Allí observé mendigos de ambas sexos (verdaderos náufragos del mar de la miseria), que con la suciedad de sus andrajosos trajes, con la escualidez de sus rostros y con la melancólica vaguedad; sus miradas, parecían decir a sus antípodas del mundo social: «Tendednos, por Dios, una mano caritativa; suprimid algún adorno en vuestros vestidos; cercenad algún diamante de vuestro pecho, alguna trenza de vuestros rubios cabellos mientras vosotros dormís en blandos y perfumados lechos, coméis opíparamente en regios salones, os pavoneáis con soberbios trajes; nosotros ¡ay!, nos acostamos sobre el duro y húmedo suelo; vivimos en una infecta y reducida habitación; no tenemos siquiera un bocado de pan con que poder alimentar a vuestros numerosos hijos, y apenas podemos ocultar al pudor la desnudez de nuestros cuerpos!...» ¡Ah! Señores, añadió el capitán con tristísimo acento, ¡cuántas lágrimas hubiera enjugado en un momento! ¡Cuántas heridas hubiera cicatrizado si hubiese sido rico como aquellos hombres, que mecidos en lujosísimos coches, rodeados de lacayos y arrastrados por briosos caballos, pasaban como saetas ante mis atónitos ojos!... Os aseguro, señores, que abandoné   —164→   aquel sitio con el corazón traspasado de dolor.

-Muchas veces he reflexionado sobre la disparidad de fortunas, dijo el ministro, y francamente, en vista de ese enorme desequilibrio pecuniario, no puede uno menos de aplaudir desvelos de esos hombres filantrópicos, que desviviéndose por el bien de la humanidad, se están devanando sin cesar los sesos para dar con un problema (verdadero desideratum de los pueblos) que destruya de un golpe esos irritantes peldaños de la escala social.

-No es esperéis, ministro, ningún alivio para la humanidad, de la filantropía de esos hombres, repuso Eduardo. Es muy dudoso que alguno de ellos haya obrado con recta intención, forjándose y sustentando esas absurdas teorías socialistas y comunistas; pero (creedlo, ministro), es positivo que la mayor parte de doctrinarios han echado a volar esas utopías, para adquirir popularidad, segar fáciles laureles, y llenar sus bolsillos a expensas de los bobos que han dado crédito a su vanas y pomposas promesas.

-¿Os estáis chanceando, Eduardo?, respondió el ministro sorprendido del lenguaje del joven.

-Para que os persuadáis de que hablo con toda formalidad repuso éste, me permitiré dirigiros la siguiente pregunta: ¿Qué entendéis por filantropía?

-¡Toma! La contestación no puede ser más obvia: la etimología de esa palabra griega indica   —165→   muy explícitamente su objeto. Filantropía equivale pues a ese amor natural e innato grabado en el fondo de nuestro corazón que el hombre siente para con sus semejantes, sin cuyo lazo la sociedad se disolvería irremisiblemente.

-Pues bien; yo tengo para mí, repuso Eduardo, que esa palabra suele tomarse en otra acepción; esto es, en el sentido de amor hacia el prójimo, pero amor humanizado o sea despojado de esa virtud hija del cielo, por otro nombre caridad; y en este caso considero la filantropía como un monstruoso engendro de la filosofía herética, de esa religión científica que algunos incrédulos hacen alarde de que está llamada a sustituir al Catolicismo. Mas el suponer tamaña herejía es lo mismo que decir que los hombres llegarán a inventar una luz artificial que eclipse y haga innecesarios los rayos de ese hermoso y resplandeciente astro que traza diariamente una gigantesca curva sobre nuestras cabezas. La filantropía es la caridad bastardeada, degenerada, sacada de su suelo nativo, y que al intentar aclimatarla en otro terreno, vegeta tan desmedrada y raquítica como esas plantas exóticas metidas en invernáculos, de las cuales nadie puede formarse una idea de la lozanía y frondosidad que adquieren en su clima originario.

-La filantropía de muchos hombres no es otra cosa que un encubierto y refinado egoísmo, dijo el capitán.

-¡Sí, egoísmo!... El capitán ha usado el verdadero   —166→   sinónimo de la filantropía de muchos pseudo humanitarios. ¡El egoísmo es la divinización del individuo, es el amor encerrado en los mezquinos límites del yo humano, es el hielo en las regiones del corazón!... ¿Con qué calor pensáis, pues, derretirlo, ministro?

-¡Me estáis aturdiendo, señores! ¡No tal medio de poder sostener la lucha!, replicó mister Brooke sonriendo.

La brusca entrada del despensero en la cámara desvió el cauce del torrente de la conversación de nuestro triunvirato.

-¡Cooper está muy malo!, exclamó el despensero.

-¡Pobre joven!, dijo Eduardo.

-Ya me lo temía yo, murmuró el capitán con voz trémula.

-¿Y no habrá en el botiquín ningún remedio para que ese muchacho viva hasta llegar a Inglaterra?, preguntó el ministro. ¡Son tan tristes las defunciones a bordo!, pensó.

-¡Ah! Señor, todos los mejores remedios del mundo serían ya tardíos para curar al pobre enfermo!, dijo el despensero con tono lastimero.




ArribaAbajo- VIII -

Aquella misma noche, mientras que el capitán y Eduardo estaban sentados en el sofá de la cámara y el ministro dormía a pierna suelta en   —167→   su camarote, el segundo piloto se asomó a la puerta de la cámara diciendo:

-¡Cooper está agonizando!

Al oír tan triste noticia, el capitán y nuestro héroe se dirigieron al puente, donde, como sabe el lector, estaba tendido en su hamaca el entonces moribundo Cooper.

Cuando nuestros dos personajes levantaron una punta de la vela que cobijaba el lecho del enfermo, los síntomas de la agonía estaban horriblemente estereotipados en el rostro de éste: los ojos estaban vidriosos y hundidos, la nariz pálida y afilada, los labios cárdenos, la respiración anhelosa, y la boca medio contraída expelía una leve espuma rojiza. El cuerpo del marinero, bañado en un sudor glacial, era preso de horrorosas convulsiones.

Al ver las cadavéricas facciones de Cooper, Eduardo retrocedió instintivamente, sobrecogido de terror.

-Apenas lo empaña, Eduardo, dijo mister Mac-Kievet poco después, al retirar el espejo que acababa de aplicar al aliento de Cooper.

-Lo que siento en el alma, replicó Eduardo designando el cuerpo del marinero, es que ese pobre muchacho muera envuelto en los errores del protestantismo.

-¡Oh! ¡Sí! ¡Es sumamente sensible, Eduardo!, repuso su compañero. Pero vos habéis hecho todo lo posible durante la larga enfermedad de este infeliz para convertirle a nuestra augusta Religión,   —168→   y Dios no dejará de recompensar vuestros afanes.

-Es cierto, capitán, que he pasado algunas horas junto a este lecho, exhortando a Cooper con todos los medios que Dios me ha inspirado para arrancarle del error; pero siempre me acuso de haber sido demasiado negligente en esta parte. Con todo, si la enfermedad de este joven no se hubiese agravado tanto desde esta mañana, seguramente que en sus ojos hubiera penetrado la luz pura del Evangelio antes que se cerraran para siempre. Mas ¡quién sabe! Cooper escuchaba con mucha atención y docilidad las cristianas máximas y consejos que me esforzaba en inculcarle en su corazón; ayer me manifestó vehementes deseos de recibir sobre su cabeza las aguas saludables de la gracia; y aunque sea ya tarde, ¡la misericordia de Dios es infinita!, añadió el joven con santo entusiasmo.

Al concluir estas palabras, Eduardo recitó una lacónica oración, y luego, sacando un Crucifijo de bronce que llevaba siempre sobre su pecho, selló con él los fríos labios del marinero. Al contacto de la imagen del Redentor, pareció que todo el semblante del moribundo se animaba con una expresión angelical; sus ojos, poco ha apagados e inmóviles, brillaron girando en sus órbitas como si buscaran con avidez algún objeto en que cebarse, hasta que por fin, se fijaron con insistencia en Eduardo; quien al recibir aquella postrera mirada de gratitud del agonizante, cayó   —169→   de rodillas al lado de la cama de éste con los ojos anegados en llanto y el corazón henchido de santa esperanza, y luego con las manos cruzadas, levantó los brazos y la vista hacia el estrellado firmamento, exclamando con fervorosísimo acento:

-¡Gracias, Dios mío, gracias!

Dos minutos después, la débil llama de la vida se había extinguido completamente en el cuerpo de Cooper; ¡y el capitán y Eduardo no contemplaban ya más que un cadáver!...

-¡Ha muerto!, exclamó entonces el capitán con sepulcral acento.

-¡Ha muerto!, repitió maquinalmente Eduardo con voz entrecortada por los sollozos.

Antes de volver a la cámara con su compañero el capitán apagó el farol que, colgando de una cuerda se balanceaba sobre la hamaca, y, al retirarse de allí, mister Mac-Kievet (quizás por descuido) dejó destapado el extremo de la vela que debía ocultar la cabeza del difunto por la parte de estribor. Por allí penetraron los plateados rayos de la luna iluminando de lleno el rostro del cadáver.

Acabamos de asistir a la muerte de Cooper; asistamos ahora a sus funerales.

-¡Buenos días, ministro!, dijo el capitán la mañana siguiente al ver a mister Brooke; quien, en tanto que se vestía en su camarote, asomó su cabeza a la cámara.

-¿Qué novedad tenemos? pregunto el hijo de   —170→   Escocia al notar la demudada fisonomía de su interlocutor.

-¡Que Cooper ha muerto!, respondió el interpelado moviendo tristemente la cabeza.

-¿A qué hora ha muerto?

-Anoche a eso de las doce.

-¿Y duró mucho la agonía?

-Cosa de dos horas, contestó el capitán. ¡Cuánto ha debido de sufrir el pobrecito durante este tiempo!, añadió para sí.

-¿Y por qué no me despertasteis, capitán? No podéis figuraros cuánto siento que ese joven marinero se haya ido al otro mundo enteramente desprovisto de auxilios espirituales: ¡esta idea me horroriza!...

-Tranquilizaos, ministro, se apresuró a contestar el capitán; pues Eduardo ha representado digna y cristianamente junto al lecho del moribundo el papel que a vos os correspondía.

-Sí, pero..., balbuceó el ministro.

-¿Qué queréis decir?

-Que Eduardo no está revestido de mi carácter, ni profesa mi religión, repuso mister Brooke con aspereza.

-Harto patentizó la ultima mirada de Cooper, que los consuelos del Catolicismo son infinitamente superiores a los del protestantismo, dijo para sí el capitán.

-Hoy vamos a presenciar un espectáculo muy triste, señores, dijo Eduardo saliendo de su camarote y mirando a sus dos compañeros.

  —171→  

-¡Oh! ¡Sí! La muerte es siempre triste, pero lo es incomparablemente más dentro de un buque y hallándose éste a doscientas leguas de distancia de la costa, replicó el ministro. Yo soy de parecer que nos desembaracemos del cadáver arrojándolo al mar cuanto antes, añadió.

-Los católicos no nos damos tanta prisa en enterrar a los muertos, dijo el joven español lanzando una mirada al ministro, pues antes que los cuerpos sean depositados en la huesa, sus almas han recibido ya muchos sufragios, es decir, que al emprender éstas el viaje a la eternidad, las cargamos de preciosísimos tesoros espirituales.

-¡Qué frías son las ceremonias fúnebres de los protestantes!, pensó mister Mac-Kievet.

-Aunque no nos faltan oraciones para los difuntos, como veréis luego, Eduardo, somos más sobrios que vosotros en esta materia. Porque, lo que interesa, señores, añadió mister Brooke clavando los ojos en sus dos interlocutores, es que la vida y la muerte del hombre hayan sido buenas: lo demás de nada sirve.

-Por manera, que según vos decís, ministro, replicó Eduardo, los sufragios que aplicamos a los difuntos serán completamente estériles, y por lo tanto el dogma del purgatorio puramente acomodaticio.

-¡Quién lo duda!, exclamó el ministro con amarga ironía.

El capitán comprendió que estas palabras iban   —172→   a dar margen a una larga polémica entre sus dos compañeros, y en consecuencia se apresuró a decirles:

-Señores, dejémonos por hoy de discusiones, y subamos al puente a respirar el aire puro de la mañana. Mientras tanto daré mis disposiciones para que se dé sepultura al cuerpo de Cooper.

-Sí, sí; quitémoslo del buque antes que hieda. No hay nada más nocivo a la salud que ese olor fétido que despiden los cadáveres. ¡Dios mío!, dijo el ministro llevándose la mano a la nariz.

-En este clima la putrefacción no es muy temible, pensó Eduardo, en tanto que trepaba, precedido de sus dos compañeros, por la escalera que conducía al puente.

Al llegar al puente nuestros tres personajes, se divisaban en el confín del horizonte, hacia la parte de estribor, cinco puntos negros, bastante separados entre sí, que indudablemente eran los topes de los mástiles de igual número de buques.

-Tenemos cinco embarcaciones a la vista, señores, dijo Eduardo al distinguirlas y señalándolas con el índice a sus dos compañeros.

-Tenéis ojos de lince, Eduardo, dijo el ministro después de haber ensayado en vano de descubrir los buques en el horizonte. Yo no alcanzo a ver nada.

-Ni yo tampoco, dijo el capitán, que a pesar de haber agotado toda la potencia del órgano de   —173→   su visión, fracasó igualmente en su tentativa como mister Brooke.

-El caudal de la vista decrece en razón inversa del de los años, pensó el joven español.

-¡Steward, súbeme mi anteojo!, gritó Mac-Kievet.

El despensero entregaba poco después aquel instrumento óptico al capitán.

-Tiene razón Eduardo, dijo éste descubriendo los cinco buques con el auxilio de su anteojo. Y parece que sus rumbos convergen hacia nuestra fragata, añadió.

-¡Rara casualidad!, exclamó el ministro. En los tres meses que llevamos de navegación, no hemos visto tantos buques como hoy.

-Diríase que los ha convocado la muerte, deseosa de dar5 un gran espectáculo; observó Eduardo señalando las cinco embarcaciones que se iban aproximando.

Así parece, respondió el ministro riéndose de la idea de su joven interlocutor. No creía yo que Cooper tuviera un cortejo fúnebre tan brillante en medio del océano: ¡es digno de un magnate, Eduardo!

-Son dos fragatas, un brick y dos bergantinos, dijo el capitán después de observarlos detenidamente con su catalejo.

Al cabo de dos horas, la brisa fue menguando hasta que casi se convirtió en calma chicha y los cinco buques inmóviles y ostentando su blanco velamen, describían un semicírculo a un radio   —174→   de media milla del costado de estribor de la fragata Lord Efingham.

Los buques suelen echar mano de un telégrafo de signos para hablarse mutuamente a largas distancias. Este medio de comunicación consiste en unos pabellones de distintos colores susceptibles de infinitas combinaciones, de las cuales resulta un lenguaje jeroglífico de incontestable utilidad y de facilísima aplicación. Este lenguaje náutico se encuentra descifrado en las páginas de un pequeño libro.

Cuando ocurre alguna defunción a bordo, suele izarse el pabellón solamente hasta la mitad del mástil de popa; y si se halla algún otro buque a la vista, éste práctica la misma operación que su compañero: es una ovación cosmopolita, convencional y espontánea, con que en alta mar se agasaja a la obra de ese ser, triste, misterioso, devastador, invisible e impalpable que entró en el mundo con el primer pecado y al que llamamos simplemente: «¡La muerte!»

Mister Mac-Kievet mandó, pues, izar el pabellón a bordo de la fragata inglesa; y tan pronto como la enseña británica ondeó a merced de la floja brisa que reinaba; los cinco buques que estaban a la vista hicieron flotar los suyos respectivos.

-Las dos fragatas de la parte de proa son norteamericanas; el de enmedio es un brick francés y los dos bergantines son ingleses, dijo el capitán recorriendo con su anteojo toda la circunferencia   —175→   de semicírculo trazado por los cinco buques.

-Permitidme, dijo el ministro tomando en sus manos el catalejo que el capitán tenía en las suyas y dirigiendo su visual a las embarcaciones. Parece que nuestra fragata les llama vivamente la atención, pues en cada buque observo dos otres anteojos cuya puntería nos toma por blanco, añadió.

-Con tal que no sea con cañones de grueso calibre, me importa un bledo que nos apunten, pensó el primer piloto al oír las palabras del ministro.

En aquel momento el capitán dio la orden para que los marineros cosieran en su hamaca el cuerpo del difunto, sin olvidarse de poner un pesado plomo a sus pies.

-Así que Eduardo oyó la orden del capitán, bajó la escalera de estribor de las dos que conducían al puente inferior para contemplar por última vez el cadáver de Cooper antes que estuviera amortajado con su misma cama.

Por efecto de la hinchazón, las horribles huellas de la agonía habían desaparecido de las facciones del difunto (como si el pálido cincel de la muerte se hubiese complacido en hermosear sus lineamientos); de modo que el inanimado rostro de Cooper parecía disfrutar del más apacible de los sueños.

-¡Duerme!, pensó Eduardo viendo con sorpresa que aquel horrible semblante de la víspera   —176→   estaba ahora tan risueño. Mas ¿qué digo?, continuó el joven moviendo melancólicamente la cabeza como vuelto de su ilusión; ¡duerme! ¡Ah sí!... ¡pero su sueño es el largo y frío sueño de la muerte!... Mas ¿qué importa? ¿Qué habrá sido del torrente impetuoso de los siglos al desembocar y confundir sus aguas con el océano de la eternidad?... ¿Qué otra cosa hace la muerte más que romper y pulverizar el frágil vaso de barro que contiene un inmortal tesoro?... ¡Materialistas! Vosotros que allá en vuestra delirante imaginación fraguáis esos sistemas insensatos e impíos; vosotros que os vanagloriáis de que vuestro cuerpo no es más que un puñado de materia organizada, y por consiguiente os cabe el insigne honor de colocaros aun debajo el bruto y de no distinguiros del vegetal y del ser inorgánico, ¿por qué tembláis ante la idea de la muerte?... ¿Por qué esa hija del pecado os amedrenta con sus negras alas y glacial hálito, si en los infalibles axiomas de vuestra sublime ciencia tenéis la certeza de que no sois más que polvo?... Sí, sí; antes que la antorcha de vuestra inteligencia se apague para siempre en el lodazal, disfrutad enhorabuena de los cortos días que pueda durar vuestra existencia; recread vuestros oídos con músicas impregnadas de sensual melodía; abrigad muellemente vuestros afeminados cuerpos; saboread exquisitos manjares; deleitad vuestra vista en impúdicas pinturas y vuestro olfato en embriagadores y voluptuosos perfumes. Combinad   —177→   en vuestra fantasía imágenes lascivas e irreligiosas; anegad vuestra carne en un mar de groseros deleites, ¡y emplead, finalmente, vuestra lengua y vuestra pluma en atacar, destruir y hasta en aniquilar las creencias católicas!...

Al llegar aquí Eduardo se detuvo un minuto como agobiado bajo el peso de sus reflexiones, y luego prosiguió:

-¿Qué importa que hayáis enmudecido de asombro ante el maravilloso espectáculo de la naturaleza? ¿Qué significa que las excelsas ideas de moralidad, justicia y santidad hayan sublimado alguna vez el vuelo de vuestros sentimientos? ¿Qué quiere decir que vuestro corazón haya dilatado su esfera de infinitos deseos impeliéndoos a querer perpetuar vuestra existencia o cuando menos vuestro nombre? ¿Qué importa que una acción virtuosa o heroica haya hecho brotar alguna lágrima de vuestros ojos? ¿Qué importa, por último, que vuestra frente altiva, revelándoos la nobleza de vuestro origen y destino, os haga levantar vuestra vista al cielo donde mora vuestro eterno Padre?... ¡Pura ilusión! ¡Loca quimera!... ¡Todo, todo ha de perecer! ¡La tierra os ha engendrado, ella es vuestra madre y vuestro sustento, ella es quien debe tragaros en sus hediondas y tenebrosas entrañas!...

Pero... ¿y si os hubieseis equivocado?... ¡Ah! Pero... ¡en este caso permitidme que me estremezca de horror por vosotros!... Si en lugar de no ser más que materia organizada, tuvieseis un alma de   —178→   distinta sustancia que el cuerpo y destinada a la inmortalidad; si así como vuestra parte que material gravita hacia la tierra, vuestra alma gravitará hacia el cielo; si Dios hubiese creado la portentosa obra del universo, esparciendo y regulando con su omnipotente mano el curso de los millones de fulgurosos cuerpos que nadan en la inmensidad de la azulada bóveda celeste, y hubiese formado nuestro planeta cubriendo su vasta y dura corteza de montañas, vegetales y de toda clase de seres animados, y aprisionado los mares en los continentes; si al sacar el hombre del polvo, le hubiese infundido un soplo de su divino e inmortal aliento, revelándole asimismo una Religión para que la criatura conociera y rindiera el debido culto a su Autor, y el hombre infringiendo el precepto divino se hubiese abierto una profunda sima de males para sí y para toda su descendencia; si Dios, compadeciéndose de la triste suerte de la humanidad decaída, hubiese enviado a la tierra a su propio Hijo para que reparara y sellara con su preciosísima sangre el delito perpetrado por el primer hombre; y si el Hijo de Dios nos hubiese dejado un cuerpo de doctrina sublime que nos trazara el camino del cielo; de cuyo cuerpo de doctrina fuese la Iglesia la única depositaria y encargada de perpetuarla íntegra hasta la consumación de los siglos... ¿Qué diréis, materialistas, en este caso? ¿Qué descargos alegaréis en vuestro favor, en presencia del soberano e irritado Juez?... ¡Ah!...   —179→   ¡Cuán amarga y funesta será vuestra decepción, cuán tardío vuestro arrepentimiento! ¡Cuán impotente vuestra rabia infernal, y cuán eternamente terrible vuestro castigo!

Al terminar su largo apóstrofe, Eduardo oró un breve rato con fervor. Enseguida hizo la señal de la cruz sobre la helada frente del difunto, estampando en ella un ardiente beso.

A la sazón los marineros estaban tomando el té delante de su cámara, desde donde atisban a sus anchas todos los movimientos del joven español.

-Mister Eduardo parece muy bueno; pero es fanático como todos los españoles e irlandeses, dijo un marinero mascando un pedazo de negro tabaco.

-¿Qué está diciendo ahora delante del cadáver?, preguntó otro marinero a sus compañeros designándoles a Eduardo. ¡Qué tontos son los católicos! ¡Orar por los difuntos, es decir, por los que no sienten, ni oyen, ni hablan, ni comen! Cuando habremos estirado la pata, nos aprovecharán tanto las oraciones como el humo que sale de mi pipa. ¿Eres de mi opinión, Starling?

-Sí, sí, Barker; cuando habremos cerrado estas dos ventanas, respondió el interpelado aplicándose una mano sobre cada ojo; todo será negro para nosotros. Mister Eduardo pierde el tiempo y gasta en vano su saliva rogando por Cooper:   —180→   es lo mismo que si yo hablara con la taza que tienes en la mano, Freeman, añadió mirando a este y soltando una ruidosa carcajada.

-¿Y quién os ha asegurado a vosotros que no hay nada detrás de la puerta? ¿Habéis estado alguna vez en el otro mundo?, preguntó en tono de reprensión un viejo marinero escandalizado del lenguaje herético de sus dos compañeros. ¡Me gustan estos muchachos por su ligereza de cascos! ¡Como si ellos hubiesen muerto alguna vez para asegurar con tanta insolencia que en el otro mundo no hay nada! ¿Eh?, añadió refunfuñando entre dientes.

Los dos marineros que fueron objeto de la juiciosa y oportuna reconvención de su viejo compañero, se encogieron de hombros y cruzaron un guiño de mutua inteligencia.

-Mira, Burden, dijo otro individuo de la tripulación. ¿Ves como mister Eduardo da un beso en la frente de Cooper?, añadió riendo.

-Siendo así, bien puedo yo besar la fea cara de mi pipa, repuso un tercero besando con cómico frenesí el mamarracho de la pipa que tenía en su mano.

-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!, prorrumpieron todos los marineros a coro.

La aparición del contramaestre hizo cesar las risotadas de los marineros, a quienes comunicó las órdenes que había recibido del capitán.

En tanto, Eduardo permanecía hecho una estatua   —181→   en la contemplación del cadáver que tenía ante su vista; hasta que el contramaestre le dijo en términos muy corteses:

Mister Eduardo, tened la bondad de haceros a un lado; porque los marineros van a descolgar la hamaca.

-Bien, bien, respondió el interpelado dejando el paso libre a la tripulación.

El baño helado del cabo de Hornos ha acortado su existencia, dijo el contramaestre mirando a Eduardo y señalándole el cadáver con la mano. Y a mí me ha quitado diez años de vida, murmuró entre dientes.

-Cooper hizo un gran disparate embarcándose; y sobre todo siendo el viaje tan largo, observó el joven español.

¡Ah!, bastante se lo dije yo, señor (repuso un joven marinero), cuando fui a verle en el hospital del Callao; pero Cooper no quiso tomar mi consejo. ¿Qué va a decir su pobre madre cuando la participe que su hijo ha muerto en alta mar?

-¿Conque conocéis a la madre de Cooper?, preguntó Eduardo con triste acento y fijando la vista en su interlocutor.

-Somos de un mismo pueblo, señor. El padre de este muchacho también murió en el mar hace dos años; y la desconsolada viuda no tenía otra esperanza que en su único hijo, añadió designando el difunto. ¡Pobre mujer, va a morir de pesar!

-De cada día me voy convenciendo de que   —182→   este mundo no es más que un terrible destierro, pensó nuestro héroe mientras que volvía a reunirse con el capitán y mister Brooke que se paseaban por el puente. No es preciso andar mucho en el áspero sendero de la vida para tropezar con negras tribulaciones: pero ellas son la sal que preserva la corrupción del mundo moral, y el fuego que acrisola el oro de nuestra alma.

Cuando el capitán vio, que Eduardo subía al puente, se separó de mister Brooke, e hizo una furtiva señal con la mano al joven español para que éste le siguiera a un ángulo del puente.

Al apercibirse del llamamiento mímico de mister Mac-Kievet, Eduardo acudió al sitio donde había retirado el primero.

-Eduardo, dijo el capitán en voz baja; para nosotros, Cooper ha muerto dentro del gremio de la Iglesia católica; pero a los ojos del ministro ha expirado en el seno del protestantismo.

-¿Qué queréis decir?

-Que acaso el ministro se daría por ofendido, si vos aparentabais quitarle su derecho en lo concerniente a la ceremonia fúnebre.

-Veo que el asunto es un poco arduo, repuso el joven. No obstante todo puede conciliarse; pues sin dar a entender al ministro que trato de usurparle su ministerio, dejaremos que haga la ceremonia según el rito protestante; en tanto que nosotros dirigiremos interiormente nuestras humildes preces al Altísimo para el eterno reposo del alma de Cooper.

  —183→  

-De modo, que nosotros rogaremos con nuestro corazón católico, al propio tiempo que mister Brooke rogará con su boca protestante, ¿es eso?, replicó el capitán apretando cordialmente la mano de su interlocutor:

-Habéis comprendido exactamente mi idea, capitán.

-¿Qué secreto se estarán comunicando?, se preguntó a sí mismo el hijo de Escocia oyendo el cuchicheo del misterioso sotto voce de sus dos compañeros.

Entre tanto, los marineros tendieron el cadáver sobre el puente; lo envolvieron y cosieron en su misma hamaca, atando enseguida un grueso plomo a los pies.

Así se observó que los marineros habían terminado su tarea, el capitán miró al ministro diciéndole:

-Vamos, mister Brooke, ha llegado la hora de desempeñar vuestra misión.

-Sí, sí capitán; voy a buscar el manual que tengo en mi camarote, respondió el ministro deslizándose por la escalera interior del buque.

Cinco minutos después, el ministro y sus dos compañeros salían por la puerta de la derecha del comedor en dirección al punto donde se hallaba el cadáver, el cual fue colocado sobre una corta escala que, a la llegada de nuestros tres personajes tenía una posición horizontal, descansando por un extremo sobre la pared del buque,   —184→   y por otro en los hombros de dos marineros. El cuerpo del difunto estaba tendido en dirección de babor a estribor; de modo que sus pies miraban a las cinco embarcaciones que circuían aquella parte de la fragata, desde una respetable distancia.

En la zona marítima que se hallaba el Lord Efingham, son bastante frecuentes los temibles vientos pamperos, los cuales, partiendo de las eminentísimas cordilleras de los Andes (esa columna vertebral del vasto continente americano); se desatan, y rugen con espantosa furia, por las inmensas llanuras o pampas de la república argentina; conservando toda su violencia, hasta una distancia prodigiosa de la costa. En los continentes, las rachas huracanadas de los pamperos, arrancan de cuajo los árboles y a veces derriban las casas; y en el Atlántico, no es raro que desarbolen y hagan naufragar los buques.

Cuando empezó, pues, la ceremonia fúnebre, eran las diez de la mañana, y por una anomalía inexplicable, la brisa era tan suave, que parecía encadenada por el negro y robusto brazo de la muerte. El cielo estaba tan sereno como era compatible con aquellas regiones geográficas; el sol enviaba a la atmósfera torrentes de luz pajiza; algunas bandadas de albatros se cernían en los aires; y la plana, límpida y cerúlea superficie del mar, reflejaba en lontananza las imágenes de los cinco buques, cuyas tripulaciones se veían encaramadas en las vergas, en las cofas, y aun   —185→   en los topes de los mástiles; desde donde contemplaban con ávida curiosidad la patética escena que se representaba a bordo de la fragata Lord Efingham.

Así que mister Brooke abrió su libro, y se quitó el casquete que adornaba su cabeza, todos los circunstantes se descubrieron respetuosamente. En aquel acto, la tripulación se agrupó en la parte de la proa y junto a la escala que sostenía el cadáver y el ministro y sus dos compañeros formaban de frente en la parte opuesta. El más profundo silencio reinaba así en el interior como el exterior del buque. Todo el mundo guardaba una actitud grave y digna: hasta los mismos marineros que poco ha profirieran las palabras sarcásticas e impías parodiando la religiosa conducta de Eduardo, traslucían en sus pálidos y curtidos rostros, que sus corazones no eran enteramente ajenos a lo imponente de la ceremonia.

El ministro leyó con entonación lúgubre y vigorosa algunos versículos del oficio de difuntos.

Al terminar su lectura, el ministro lanzó una mirada a los dos marineros que sostenían la escala, diciéndoles:

-Levantadla.

Entonces los marineros levantaron la escala por el extremo que se apoyaba en sus hombros, y el cadáver resbaló por la pendiente cayendo al mar con estrépito, y atravesando con la velocidad del rayo las capas de agua que encontraba al paso.

Dos segundos después, la cristalina superficie   —186→   del océano trasparentaba una larga espiral blanquecina compuesta de las burbujas de aire introducido por la rápida inmersión del inanimado cuerpo de Cooper; y al propio tiempo las tripulaciones de los buques, que (como hemos dicho) presenciaban la triste escena desde lejos, agitaban vivamente las gorras y pañuelos en el aire, como si hubiesen querido indicar con su mudo y enérgico lenguaje: «Acabamos de ver cómo el mar ha engullido la presa en su insondable seno; nuestro corazón se ha conmovido y nos asociamos de veras a vuestro sentimiento».

Apenas se hubo borrado la huella del paso del cadáver, al hundirse éste para siempre en el abismo, cuando todo el mundo se dispersó en silencio, los marineros se retiraron a su cámara de proa; el capitán, sus dos compañeros y los pilotos a la de popa, y las tripulaciones de los cinco buques desaparecieron, como por ensalmo, de sus respectivas arboladuras.

Eduardo estaba arrebatado por las vivas y distintas impresiones que había experimentado durante aquel triste y grandioso espectáculo. Así fue, que separándose de sus dos amigos, se metió en su camarote para dar pábulo a sus reflexiones.

-Sí; decía el joven español así que estuvo solo; cuando el hombre, desprendido de todo lazo terreno, da una mirada en su interior, siente que es débil y pequeño; pero hay circunstancias en que se ve forzado a anonadarse en su misma   —187→   pequeñez y nulidad. Hasta ahora no había medido toda mi insignificancia. ¿Y quién, Dios mío, no había de sentirse confundido durante ceremonia? En aquel momento el vuelo6 de mi imaginación me presentó esta fragata como un botecito habitado por unos cuantos granos de arena animados, meciéndose en la inmensidad del océano teniendo por techumbre el espacio infinito; por cánticos, unas palabras impregnadas de terrible sublimidad que han desgarrado el velo de dieciocho siglos llenando de espanto a los malvados y de gozo a los justos: palabras proféticas que nos sirven de elevadísimo y resplandeciente faro para que entreveamos y saludemos de lejos la consumación de los tiempos; por espectadores, algunos insectos casi imperceptibles flotando sobre cinco cáscaras de nuez en el vastísimo lecho de las olas; por víctima, un grano de fría ceniza arrojado al espacio; y finalmente, por antorcha, un astro tan antiguo y más de un millón de veces mayor que el mundo; un astro destinado a alumbrar a todas las generaciones de la tierra, cuyas altas montañas ha visto cubiertas por las aguas del diluvio; que ha acompañado a los israelitas en su cautiverio, a los persas en sus batallas, a los griegos en sus conquistas, a los romanos en sus triunfos, al divino Redentor en su afrentoso patíbulo, a los bárbaros en su invasión, al inmortal genovés en su portentoso descubrimiento, ¡y que actualmente inunda de luz y de vida más de la mitad de nuestro planeta!

  —188→  

Al declinar de la tarde, se levantó una fresca brisa de sudoeste.

La fragata inglesa navegaba, pues, viento en popa y a todo trapo, y las cinco embarcaciones, siguiendo distintos derroteros, fueron alejándose a pasos agigantados; en términos, que cuando el sol apagó su globo de fuego en el océano, matizando de un vivo color de naranja los celajes del occidente, la silueta de las cinco arboladuras se dibujaba ya en los más remotos confines del horizonte. Así fue, que antes que la noche entoldara el espacio con su melancólico velo de crespón negro, habían desaparecido de la vista los desconocidos espectadores y aun el sitio del océano donde había tenido lugar el espectáculo. ¿Quién podrá encontrar jamás aquel sitio?... ¡Ah! en los cementerios de la tierra, la mano del hombre coloca algunas cruces y sombrías flores sobre las frías cenizas de sus antepasados; ¡pero el vastísimo cementerio del mar no admite otras flores que la blanca y fosforescente espuma, ni otras cruces que el ojo eterno y universal de Dios!...




ArribaAbajo- IX -

Eduardo y sus dos compañeros, impresionados por la triste ceremonia de la mañana, se acostaron aquella noche más temprano que de costumbre.

A eso de las once, el contramaestre y el segundo   —189→   piloto, que estaban de cuarto, fumaban tranquilamente, sentados en un banco del comedor.

He aquí la conversación que entablaron ambos personajes:

-Parece que la muerte de Cooper nos ha traído el viento favorable, dijo el piloto golpeando a la mesa con la boca de su pipa para que se cayera la ceniza.

-Hombre; preferiría que el muchacho estuviera vivo a trueque de quince días de calma chicha, repuso su interlocutor teniendo sus codos apoyados en la mesa y la cabeza encajonada entre ambas manos.

-Pues yo no soy de vuestra opinión; porque de todos modos Cooper tenía que morirse otro día; y así no ha hecho hoy más que lo que haremos nosotros mañana.

-Sí, pero todos deseamos pagar la terrible deuda lo más tarde posible, ¿eh?, respondió el contramaestre.

Y diciendo esto, nuestro hombre salió al puente (que iluminaba la opaca claridad de la luna), y alzando la vista, divisó en las jarcias (y precisamente sobre el lugar de la escena de la mañana) un objeto blanco que se agitaba a impulsos de la brisa.

Aquella extraña visión trastornó por completo el cerebro del pobre contramaestre, quien tomó aquel objeto por un fantasma, y hasta le pareció que de allí salía una voz sepulcral que le decía:   —190→   «No tengas miedo; soy tu amigo Cooper». Entonces la exaltación del supersticioso marino llegó a su colmo; de suerte que se precipitó en el comedor con los cabellos tiesos como varillas de hierro y lanzando un agudo grito de terror.

-¿Qué es eso, Dios mío?, preguntó el piloto con ansiedad y levantándose de su asiento; sorprendido del estridente grito del contramaestre y de la brusca irrupción de éste en el comedor.

-Que..., balbuceó el azorado contramaestre enjugándose con su callosa mano el frío sudor que bañaba su atezada frente.

-¿Qué habéis visto? ¡Hablad pronto!, dijo su compañero con tono imperioso.

-Es... que...

-¡Qué! ¡Veamos, qué!, respondió su compañero, descargando una fuerte patada contra el suelo.

-Que me ha parecido...

-Y bien ¿qué os ha parecido?, repitió el piloto mordiéndose los labios de impaciencia.

-Ver... el alma de Cooper, dijo el contramaestre un tanto recobrado de su mortal susto como sonrojado de su pueril confidencia.

-¿Y dónde la habéis visto, supersticioso?, preguntó su interlocutor prorrumpiendo en una estrepitosa carcajada.

-¡Pues qué! ¿Os reís, John?, repuso el contramaestre extrañando que el piloto no participara de su alarma. ¡Por Satanás que si el fantasma no ha huido, podréis convenceros con vuestros   —191→   propios ojos de que mi miedo tiene algún fundamento!

Entonces el contramaestre cogiendo al piloto del brazo, le arrastró vigorosamente consigo hacia el puente diciéndole con voz trémula:

-¡Todavía... está allí!

-¿Dónde?, preguntó chanceándose su compañero.

-No veis... John... allá arriba..., dijo su interlocutor con voz entrecortada por el terror, y designando con el dedo el objeto blanco.

El duende que creyó ver el cándido contramaestre, era simplemente una camisa que había lavado un marinero y que luego tendió en las jarcias para que se sacara; y efectivamente, visto aquel objeto desde el punto en que lo divisó el contramaestre por primera vez, tenía todas las apariencias de un blanco espectro, cuyas apariencias adquirían más visos de verosimilitud, estando el ánimo bajo la triste impresión del acontecimiento de aquel día.

El piloto fue quien descifró el terrible enigma derribando con el soplo de la serenidad y de la razón el miedoso castillo de naipes que había levantado la exaltada fantasía de su compañero; de modo que sin dar oídos a las palabras de éste, se adelantó con paso firme, no parando hasta colocarse debajo del espantajo; y al apercibirse de la inocente equivocación de su compañero se reía como un loco, diciendo:

-¿Estaréis ahora convencido de que sois el   —192→   mayor supersticioso que sustenta la tierra? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

El contramaestre alentado por la conducta resuelta y varonil del piloto fue acercándose insensiblemente a éste, cuyas sarcásticas risotadas produjeron la escarlata en las mejillas del primero.

-Todo el mundo está sujeto a equivocarse, John, dijo entonces el confuso contramaestre tratando de ocultar su vergüenza; pero tengo por seguro, que desde el punto en que descubrí esta maldita camisa por primera vez, hubierais jurado por vuestro honor que era un aparecido vestido de blanco. ¡Y sino a la prueba, John, a la prueba! ¡Venid acá! ¡Venid!, prosiguió atrayéndose a su interlocutor, cuyo cuerpo hacían bambolear las convulsiones de risa. ¿No os parece ahora un fantasma, John, aun sabiendo que no lo es? Si me contestáis que no, creeré que me decís lo contrario de lo que sentís.

El piloto no pudo menos de inmutarse a pesar suyo, cuando al dirigir su vista a la camisa, observó que los pliegues de esta parecían trazar una cabeza de monstruo con todos sus pavorosos detalles.

El contramaestre se aprovechó de la momentánea sensación de su compañero para preguntarle con aire de triunfo:

-Y bien, ¿qué os parece, John?

-En efecto, mirado desde aquí... repuso piloto confesando involuntariamente su sorpresa.

  —193→  

-¿Qué queréis decir? Vamos, este espantamuertos ya ha caído como yo en la trampa, añadió el contramaestre para sí.

-¡Nada!, que observarlo desde aquí, tiene algo de semejanza con un espectro, replicó el interpelado procurando disimular su sorpresa.

-¡Bah!, dejaos de retóricas, John. Sed franco: poneos en mi lugar, y confesad que os hubierais asustado tanto o más que yo, dijo el contramaestre creyendo que el piloto se daría por vencido.

Pero éste se apresuró a reparar artificiosamente la brecha de su turbación contestando con sequedad:

-No; porque mis ojos no ven más que la realidad, y no creo, como vos, en apariciones de muertos.

-Mejor hubierais dicho: «Creo en apariciones, pero digo que no creo en ellas para no tener, pero digo que no creo en ellas para no tener que confesar mi debilidad», pensó su interlocutor.

-Cooper está sin duda ya despedazado por un tiburón; y a estas horas, la parte más grande de su cuerpo tiene el tamaño de una avellana. ¿Creéis que se puede volver del otro mundo en tal estado? El creer en apariciones de difuntos es sólo propio de niños de teta, y no de hombres que, como vos, han salido victoriosos en cien combates contra los negros y los piratas, dijo el piloto con tono de represión y entrando en el comedor con su compañero.

  —194→  

El contramaestre era un hombre de cincuenta y cinco años; superlativamente fornido; y que había dado relevantes pruebas de valor personal durante su larga y azarosa carrera de marino. Pero sucede que hay hombres que serán verdaderos héroes en tratándose de desafiar el peligro de una tormenta; o de asaltar una fortaleza presentando con denuedo su pecho al plomo enemigo, y sin embargo, si tales hombres viajan solos en una lóbrega noche por un camino desierto; no habrá árbol que no se ofrezca a sus ojos como un terrible gigante; el bramido del viento azotando las ramas basta para acelerarles los latidos de su corazón; y si hallándose en un aposento oyen crujir un mueble o chillar un ratón en medio del silencio nocturno, se sobresaltan como pudiera hacerlo la mujer más espantadiza.

Evidentemente, todos los hombres presentamos un flanco débil aun en aquello en que nos preciamos de poder supeditar a los demás. Así lo reconocieron también los pueblos antiguos, cuando al ofrecernos a Aquiles como la más encumbrada personificación del heroísmo, nos dicen, sin embargo, que aquel famoso guerrero era vulnerable por el talón del pie.

Aunque toda la tripulación de la fragata inglesa sabía que el contramaestre era muy supersticioso; con todo, a los ojos de los marineros nuestro hombre gozaba del concepto de valiente; así era que todos le trataban con el más profundo respeto y le obedecían a ciegas.

  —195→  

El viejo marino (que se ahuecaba como un pavo real al pensar en su reputación justamente adquirida) no quería, pues, desacreditarse empañando su larga y brillante hoja de servicios con una debilidad de mujer. La negra pesadilla del pobre hombre en aquella ocasión era la siguiente:

-Si la gente de mi mando llega a traslucir este malhadado suceso, ¡estoy perdido sin remedio!

Las frases saturadas de punzante ironía pronunciadas por el segundo no cayeron en saco roto para el contramaestre; quien haciendo una última tentativa para atenuar cuando menos su falta, dijo volviéndose a su compañero:

-Todos los hombres tenemos un flaco, John: unos nos apasionamos por el juego, otros por las faldas, y otros por el zumo de uva. Así, pues, cada uno tiene bastantes defectillos que enmendar.

-Aquí tenéis un hombre (dijo el piloto con aire altanero dándose fuertes palmadas sobre el pecho y mirando de hito en hito a su interlocutor) que ama entrañablemente las tres cosas que acabáis de nombrar, y lejos de ruborizarse por ello, se honra con poseer lo que para vos podrán ser defectos; pero que al ver de la gente sensata, son cartas de recomendación. Para mí, no es aquel que no fuma, no galantea, no juega y no bebe, ¿lo entendéis?, añadió con   —196→   acento socarrón y tarareando una especie de himno báquico.

Este conjunto de irrisiones cayó como un chorro de agua helada en el ánimo del sencillo contramaestre; quien, habiendo agotado ya toda su retórica, se parapetó en su última e inexpugnable trinchera; es decir, en la fuerza bruta.

-Si crees que soy un cobarde; dijo el viejo marinero con acento de matón y lanzando rayos de sus ojos, te propongo aquí mismo un combate a puñetazos.

A estas palabras siguió una horrenda blasfemia.

-No acepto el pugilato, respondió el piloto algún tanto desconcertado por la imponente actitud de su compañero. No, no quiero batirme con vos: tenéis los puños demasiado fuertes ¿eh?

-Pues bien, ya que no quieres batirte conmigo, repuso el contramaestre empuñando rápidamente con su huesuda y gigantesca mano el cuello de su interlocutor; prométeme formalmente no decir nada de lo sucedido a los marineros; de lo contrario... te estrangulo, ¿lo oyes?

Y al decir esto apretaba convulsivamente el cuello de su víctima, la cual sufría atrozmente, pues la mano del contramaestre le magullaba la garganta como si la tuviera cogida entre unas tenazas.

Entonces el piloto, temiendo que su opresor ejecutara al vivo su terrible amenaza, hizo un   —197→   esfuerzo sobrehumano para decir con voz comprimida:

-No... no... diré... nada.

A estas palabras el vengativo marino soltó su presa, diciendo:

-Júrame, John, que guardarás el secreto.

-Os lo juro por mi honor, respondió el piloto con la docilidad de un niño.

-Confío en vuestra promesa, John. Y ahora vengan esos cinco, dijo a su compañero con acento de júbilo y estrujando la mano del piloto entre la suya.

Por fortuna para el contramaestre, la brigada de marineros que estaban de guardia se habían retirado a su cámara de proa, y mister Benson, el carpintero y el despensero dormían profundamente en sus camarotes del comedor con las puertas cerradas.

Solamente Eduardo oyó desde su cámara algunas frases del animado diálogo entre el segundo piloto y el contramaestre; pero el joven español estaba demasiado absorto en las reflexiones que le sugirió el patético acontecimiento de la mañana para escuchar lo que pasaba en el comedor. He aquí sobre qué versaba el soliloquio de Eduardo.

-Acaso Dios habrá hecho cruzar una terrible duda por la mente de la madre de Cooper (la duda de la muerte del idolatrado fruto de sus entrañas); acaso aquella desconsolada mujer, presa de tan fatídico presentimiento, abandonando esta   —198→   misma noche el hogar doméstico, habrá corrido desolada y llorosa hacia la solitaria playa de su pueblo; y allí habrá apostrofado a la naturaleza entera para que le descifrara el enigma que destrozaba su corazón maternal; y la naturaleza ablandada y conmovida por los ardientes ruegos de aquella desventurada madre le habrá revelado el horripilante secreto. El misterioso zumbido de la brisa le habrá revelado: «Ayer recogí el último suspiro de tu hijo». En el plateado disco de la luna habrá leído: «Ayer iluminé su cadáver». Y finalmente, las olas le habrán indicado con su espantoso fragor: «Hoy hemos tragado su cuerpo». Entonces aquella mujer con su rubia y sedosa cabellera esparcida al viento, golpeándose fuertemente el pecho, se habrá prosternado sobre la húmeda arena, y poseída de un vertiginoso delirio, habrá alzado sus desencajados y despavoridos ojos al cielo, diciendo con desgarrador acento: «¡Dios mío, volvedme mi hijo!... ¡El fruto de mis entrañas!... ¡La vida de mi vida!... ¡El báculo de mi vejez!...». Pero ¡infeliz!... nadie te responde... tu voz se pierde en el tenebroso e inconmensurable vacío... ¡Tu hijo no volverá!...

Si al menos profesases la religión del Crucificado, ¡ah!, entonces podrías mitigar tu mortal congoja contemplando su lastimosa y divina imagen; podrías enternecerte ante su desfigurado rostro, cubierto de la sangre que chorrea su cabeza atravesada por penetrantes espinas; podrías   —199→   reclinarte sin temor sobre sus hombros cárdenos por el imponderable peso de la cruz de nuestras iniquidades; podrías besar con confianza las horribles llagas de su sacratísimo costado, y por último, ¡podrías regar con tus lágrimas sus augustos pies taladrados por agudísimos clavos!... ¡Oh! ¡Qué bálsamo no aplicarías a tu lacerado corazón! ¡Qué lenitivo no experimentarías en tu acerbo dolor!...

Mas enjuga tu llanto, buena mujer; porque tu corazón maternal no ha quizás adivinado que a tres mil leguas de distancia y en medio de la inmensidad del océano, palpitaba otro corazón que con la llave de oro de la doctrina cristiana ha procurado abrir a tu idolatrado hijo las puertas del único cielo que existe: ¡del cielo católico! Un corazón que ha representado tu maternal papel junto a su lecho de muerte, y que en los últimos instantes de la vida de tu hijo, quizás cuando su alma salía de la tenebrosa cárcel de su cuerpo, ha visto una resplandeciente aureola sobre su cadavérica frente; ha oído resonar por el aire cánticos de celestial alegría, y que tal vez ahora los Ángeles están ya tejiendo inmortales coronas para adornar su cabeza!...

¿He dicho que no volverías a ver a tu hijo?... Sí, ¡volverás a verle! No puedo asegurarte cuándo; pero voy a decirte en dónde: En un sombrío valle de Judea, después que la trompeta del Ángel del juicio atronando y haciendo bambolear los cimientos del universo, convocará ante   —200→   el trono del Hijo del hombre a todos los pueblos y naciones que habrán aparecido sobre la ancha faz de la tierra; las cuales se levantarán del fondo de su tumba con un clamoreo y confusión inmensos; cuando el sol y la luna cubrirán su horrorizado rostro con un velo de sangre; ¡cuando al desplomarse la infinita bóveda de los cielos, se entrechocarán horriblemente en su caída sus innumerables astros, haciendo pedazos la grata máquina del mundo!... ¡Cuando, en fin, los reproches se estremecerán de horror, al comparecer ante el tremendo tribunal del supremo e indignado Juez para oír de su boca el pavoroso grito de maldición eterna!... ¡Entonces los malvados, poseídos de una rabia infernal, querrán volver al polvo!... Mas ¡desdichados! ¿No veis que el efímero reinado de la muerte ha sido devorado, por el imperio de la eternidad?... ¿No sentís, acaso, que vuestros cuerpos son ya inmortales?... Pero ¡ah! Sois inmortales, sí... ¡Terrible inmortalidad, torturada por desgarradores pensamientos, envuelta en un torbellino de llamas y acompañada de legiones de espantosos demonios!...

Haciendo estas reflexiones el sueño se apoderó de Eduardo; y entonces le pareció ver a Jesucristo majestuosamente sentado en su tremendo tribunal, teniendo delante de sí a todas las generaciones; las cuales se desarrollaban como un inmenso océano de cabezas humanas.

A la derecha del trono de Jesucristo había una   —201→   caverna, cuya enormísima boca hubiera engullido la más grande montaña de la tierra como si fuese un grano de arena. De allí salía un diluvio de llamas que se prolongaban hasta una altura prodigiosa como millones de gigantescas culebras rugientes y encendidas, cuyo tinte y fetidez infundían un mortal estupor y melancolía. Al través de aquel siniestro fulgor se columbraban por doquiera enjambres de horrores monstruoso con lenguas y ojos de fuego que hacían bambolear la tierra con el ruido de sus largas y pesadas cadenas.

Por aquel antro infernal eran precipitados los asquerosos cuerpos de los réprobos, con la misma furia que las turbulentas y espumosas aguas (al despeñarse de una elevadísima cascada), ¡tan pronto como el soberano juez había fulminado con voz aterradora el fallo de condenación eterna!...

De la derecha del tremendo tribunal arrancaba una escalera de finísimo oro que se perdía de vista en el firmamento; en cada escalón observó Eduardo dos Ángeles de incomparable hermosura que, con sus cuerpos incrustados de deslumbrante pedrería, formaban una balaustrada de encantadora perspectiva. Por en medio de los celestes espíritus, iban subiendo los predestinados, llevando trajes más blancos que el ampo de la nieve, y con sus radiantes frentes coronados de azucenas.

En lo alto de la escalera descollaba arrogante   —202→   y esbelta como el cedro del Líbano la Reina de las vírgenes, ostentando su riquísimo traje de emperatriz de los cielos, en cuyo rostro estaba condensada toda la belleza de los Querubines, y que con una deliciosísima sonrisa hacía a los bienaventurados los honores de su palacio de inefables e imperecederos goces. A la derecha de la Virgen había un venerable anciano, cuya dulce mirada traslucía las más heroicas virtudes: más allá se distinguían en hermosísimos y variados grupos los Patriarcas, los Profetas, los Apóstoles, las Vírgenes y todos los Santos del paraíso.

Del fondo de aquel cuadro de celestial embeleso se destacaba una colosal nube de color de rosa cuajada de esmeraldas, cobijando los tronos del Padre eterno y del Espíritu Santo, cuyos rostros emitían torrentes de vivísima luz que irradiaba e iba a concentrarse, como en un foco, en la cara del Verbo desde su tremendo tribunal.

Por el aire impregnado de suavísimos perfumes divagaban millones de coros de Ángeles con alas de armiño ribeteadas de oro y teniendo en sus manos arpas de marfil, cuyas primorosas cuerdas hacían vibrar con sus dedos de nácar; sacando de ellas tan armoniosos sonidos, que en su comparación todos los que despiden las más superiores músicas de la tierra no son otra cosa que el horrísono fragor de las olas.



  —203→  

ArribaAbajo- X -

Según Copérnico o Galileo, la esfera terrestre había girado veinte veces y media sobre su eje de seis mil años, desde la noche en que el pobre Cooper exhaló su último suspiro, en cuyo intervalo el elemento atmosférico, mostrándose propicio, redondeaba graciosamente el velamen de la fragata Lord Efingham, la cual se deslizaba como un colosal fantasma vestido de blanco sobre el líquido y azulado pavimento de los mares.

La comida de a bordo, que se verificaba a las dos de la tarde (como hemos consignado ya en las primeras páginas de esta relación de viaje), se reducía a algunas tajadas de carne salada de origen antidiluviano y a un plato de arroz insípido; decimos insípido, porque el cocinero era muy lerdo en el arte culinario; y esta circunstancia era muy agravante en los sencillos guisados que salían de sus manos.

Durante la comida se servían sendos platos de humeantes patatas cocidas al estilo inglés; cuyo tubérculo gusta tanto a los hijos de las orillas del Támesis, que como es sabido, lo comen a guisa de pan o galleta.

En la época a que nos referimos al encabezar este capítulo, la fragata, merced al viento favorable, había ganado ya la latitud de las costas meridionales del imperio del Brasil; y por una   —204→   punible imprevisión del despensero, como se verá ulteriormente, los víveres se iban agotando a bordo. El agua potable también empezaba a escasear; pues en el deshecho temporal nocturno del cabo de Hornos, un golpe de mar arrebató dos grandes pipas que estaban sólidamente amarradas en ambos lados del palo de mesana.

El almuerzo de cada uno de nuestros personajes en la cámara del capitán consistía en un par de huevos hervidos, un poco de manteca y una galleta: una taza de té coronaba tan parco desayuno.

Una mañana de abril reanuda el roto hilo de nuestra narración. Eduardo, el capitán y mister Brooke estaban sentados a la mesa de la cámara esperando el almuerzo, y extrañando ya que el despensero no se acordara de que sus vacíos estómagos reclamaban imperiosamente el cotidiano alimento:

-Según estoy viendo, dijo el ministro lanzando una mirada a sus dos compañeros, el despensero querrá que hoy mortifiquemos nuestros cuerpos con el ayuno. ¡Diablo! ¡No estamos de acuerdo con los católicos respecto de la abstinencia y del cilicio!, añadió en sus adentros.

-¡Steward! ¡Steward!, vociferó el capitán al oír las palabras de mister Brooke.

-¡Sir!, respondió el interpelado asomándose enseguida a la cámara con aire compasivo y paseando en torno suyo una inquieta mirada.

-¡Cómo! ¿No nos traes todavía el almuerzo?,   —205→   preguntó el capitán extrañando la cachaza del Steward.

-No, sir, contestó éste con voz débil y temblorosa.

-Pues ¿en qué estás pensando? ¿No ves que es ya muy tarde?

-¡Ah! sir, es que... los huevos se han concluido, balbuceó su interlocutor.

-Una ligera sonrisa, se dibujó en los labios de Eduardo y del ministro.

-¿Cómo ha sido eso? ¿Es posible que nos hallamos comido ya la provisión de huevos que hicimos en el Callao? ¿Estás acaso soñando?, replicó el capitán con un acento que revelaba la más profunda sorpresa.

-¡Ojalá lo estuviera!, murmuró el despensero entre dientes.

-¿Estás en tu cabal juicio? Hombre, ve corriendo a registrar todos los rincones de la despensa, quizás... continuó mister Mac-Kievet.

-Es inútil; sir, repuso el despensero, meneando tristemente la cabeza.

-¡Si se los habrá comido ese bribón!, cuchicheó mister Brooke casi al oído de Eduardo.

Cuando el hijo de Escocia hubo terminado su corta y débilmente pronunciada frase, a Eduardo le dio una irresistible pasión de risa, y para cubrir el expediente no tuvo otro remedio que llevar su pañuelo a la boca con disimulo. El joven español estaba sentado un una silla de tijera, vuelto de espaldas al despensero y enfrente del   —206→   capitán y de mister Brooke, que ocupaban el sofá.

-Veamos, pues; explícanos cómo han desaparecido los huevos en tan poco tiempo, dijo el capitán con tono sarcástico. A mí nadie me la pega, añadió para sí, dirigiendo una severa y escrutadora mirada al compungido rostro de su interlocutor.

-¡Ah! sir, contestó éste con acento de tristeza; en la terrible noche de la tormenta se vino al suelo el barril que los contenía y se rompieron muchas docenas de ellos. ¡Si hubieseis visto aquella tortilla!, continuó dirigiendo su vista a los dos pasajeros; aquella sí que podía llamarse con razón la reina de las tortillas.

Al oír la contestación del despensero, Eduardo daba fuertes mordiscos a su pañuelo para no reventar de risa; y el ministro, al ver las extrañas contorsiones de la cara de su compañero, se aplicó la palma de la mano sobre la boca para reprimir una carcajada. Únicamente mister Mac-Kievet resistió la carga sin pestañear, y diciendo con tono de enojo:

-A ti no se te puede pillar nunca infraganti. ¡Es tan cómodo echar la culpa de todo a la tormenta, eh! ¡Como si empezaras hoy a navegar para no tomar tus precauciones! ¿Por qué no me avisaste al menos con oportunidad, majadero?

-Hay circunstancias que se burlan de todas las precauciones, capitán; y a fe mía que la danza que tuvimos en las regiones circumpolares es   —207→   muy atendible para disculpar la falta de este hombre!, dijo el ministro saliendo a la defensa del pobre despensero.

-¡Oh! ¡Si le conocierais tan a fondo como yo, ministro!, repuso el capitán con amarga ironía. No he visto en mi vida un hombre más negligente. Ahora yo quiero concederos, ministro, que, como vos decís, hay casos excepcionales que dan al traste con todas las precauciones imaginables, y que uno de tantos fue la tormenta que experimentamos en el cabo de Hornos: pero ¿cuál es entonces el deber de un celoso despensero ¿está o no obligado a avisar con oportunidad al capitán, para que éste tome, si es posible, las medidas que reclama la situación? Pues ¿y si de repente nos hubiésemos hallado sin provisiones de ninguna clase, estando a doscientas o más leguas de distancia de la costa, hubiera esperado este pedazo de alcornoque a que nos muriéramos de hambre para decirme: «Capitán, hemos apurado todas las provisiones»?, añadió lanzando una furibunda mirada al despensero.

-Es que... temía... balbuceó éste tímidamente.

El despensero estaba derecho e inmóvil como un poste en medio de la cámara, con la vista fija en el suelo, y en la actitud de un delincuente cuando está aguardando que caiga sobre su cabeza el fallo del juez.

-¡No pretendas excusarte, truhán!, continuó mister Mac-Kievet con severidad. El día que dimos   —208→   sepultura al cuerpo de Cooper, teníamos cinco buques a la vista; ¿por qué no me avisaste entonces? ¿Qué dices a eso? ¿No respondes? ¿No veis, señores, qué despensero tan previsor tenemos a bordo?, continuó el capitán clavando alternativamente los ojos en sus dos compañeros. Os aconsejo que lo toméis para administrar vuestros patrimonios. ¡Qué orden, qué economía tan admirable reinaría en todos vuestros negocios! ¿Es o no verdad lo que digo, señor despensero?

Éste continuaba en su inmovilidad y oyó la intencionada interpelación del capitán, sin pestañear ni despegar los labios.

-Ha sido una omisión involuntaria, capitán, y por lo tanto perdonable, dijo Eduardo compadecido de la embarazosa situación del despensero. Por mi parte, me conformo de buena gana con las consecuencias.

-Yo también, se apresuró a responder mister Brooke.

-Os doy las gracias por vuestra indulgencia, señores; pero creed que siento infinito que a los pasajeros no se les trate como es debido, pues hasta el presente puedo vanagloriarme de que nadie se ha quejado de mí tocante a este punto; ¿Qué nos vas a dar ahora en lugar de huevos?, prosiguió el capitán con sarcástico acento y lanzando una penetrante mirada al despensero.

-¡Qué sé yo, sir!, repuso el petrificado marino con voz débil y temblorosa.

-Pues si tú no lo sabes, bribón, ¿a quién debo preguntarlo?   —209→   ¿Os gusta el pudding, señores?, añadió volviendo el rostro a sus dos compañeros,

-Muchísimo, capitán, contestaron ambos a coro.

-Siendo así, prosiguió éste dirigiendo la vista al despensero, podrás darnos pudding; porque supongo que habrá todavía bastante harina y pasas de Corinto.

A estas palabras, el rostro del macilento despensero tomó una expresión más sombría, como si se hubiese dicho en sus adentros: «Ya estalló el trueno gordo».

-Sí, sir, hay pasas de Corinto; pero en cuanto a la harina... repuso el pobre hombre.

-¿Qué quieres decir?, preguntó con asombro el capitán al observar la perturbación de su interlocutor.

-Que una buena parte de harina se perdió en la salsa blanca del comedor, sir, respondió el despensero con timidez.

La contestación de éste excitó la hilaridad de Eduardo y de mister Brooke; quienes cambiaron una rápida mirada de inteligencia, mordiéndose los labios de risa. Empero no sucedió lo propio con el enojado capitán; porque, las palabras del despensero, cayendo como gotas de aceite sobre el fuego, no hicieron más que avivar la llama que ardía en su pecho.

-¡Habrase visto un avestruz como éste!, exclamó el capitán palideciendo de ira.

  —210→  

-Y diciendo esto se levantó bruscamente del sofá; recorrió con una instantánea, y tremenda mirada la superficie de la mesa, como si buscara con afán algún objeto; y, descubriendo en uno de sus ángulos el diccionario de Eduardo, se abalanzó hacia él como el tigre sobre su presa; y un segundo después lo arrojaba como una bala a la cabeza del despensero, quien resistió el terrible choque de aquel proyectil de nueva especie, con una impasibilidad pasmosa, y sin desviarse una línea del sitio en que parecía tener clavados los pies.

-Dispensad, señores, dijo a poco el capitán volviendo el rostro hacia sus compañeros; y como arrepentido de su acción. Cuando uno tiene que tratar con bestias..., añadió encolerizado y encogiéndose de hombros.

Eduardo y mister Brooke contemplaban silenciosos aquella desagradable escena.

-Me da lástima este hombre, pensó el joven español mirando de reojo al despensero. Dejadle en paz, capitán, dijo luego. Gracias a Dios el viento continúa favoreciéndonos. Ya comeremos patatas cocidas o cualquier cosa. Lo que importa es que tengamos buena gana como hasta hoy: la salsa del apetito es la mejor de las salsas. ¿Sois de mi opinión, ministro?

A estas palabras el despensero levantó tímidamente la vista, dirigiéndola a Eduardo como para manifestarle su agradecimiento.

-Sí, sí, Eduardo, estoy con vos, respondió   —211→   el ministro. Eolo nos protege, la salud no nos falta, tenemos patatas, té, manteca, galleta, arroz y carne salada; ¿qué otra cosa podemos apetecer?, dijo el ministro sonriéndose.

Todos los comestibles que acababa de enumerar el ministro se hallaban en efecto a bordo; pero en pequeñas cantidades, exceptuando la galleta, de la cual había un acopio para tres meses cuando menos.

El lenguaje cortés y desinteresado de Eduardo y de mister Brooke calmó un tanto la exaltación de mister Mac-Kievet, quien dijo al marino con ademán severo:

-Anda, márchate de mi presencia, tunante, y no vuelvas a poner más los pies en esta cámara, o si no voy a imponerte el mismo castigo que a mister Benson, que harto merecido lo tienes. Pero debes únicamente mi clemencia en este momento al noble proceder de estos dos caballeros, prosiguió el capitán designando con la mano a sus dos amigos. ¡Sal de aquí, antes que no te rompa la crisma! ¿Lo oyes?

Y al pronunciar esta última frase, el capitán amenazó al despensero con sus robustos puños, y luego dejándose caer en el sofá, dijo para sí:

-Pasajeros de tan excelente carácter como Eduardo y el ministro, no se encuentran en el mundo entero.

El despensero no quiso dar lugar a que el capitán repitiera su terminante orden y pusiera por obra su severa amenaza; de modo que nuestro   —212→   hombre salió incontinenti de la estancia; cabizbajo y diciendo para sí:

-Vamos; soy el más afortunado de los mortales.

-Sed más indulgente para con él, capitán, dijo Eduardo designándole la puerta que acababa de cruzar el despensero. Bastante ha sufrido el pobre en su interior, mientras ha estado nuestra presencia. Y por otra parte, el porrazo que ha recibido en la cabeza ha sido regular.

-¡Bah!, esta gente tiene el cráneo y los cascos muy duros, Eduardo, dijo el ministro.

-Es cierto, repuso el capitán con una ligera sonrisa.

-Como quiera que sea, mi diccionario pesa más de una libra, y ha sido arrojado con mucha furia, observó Eduardo en tono de chanza y bajándose para recoger su libro, cuyas cubiertas se habían desprendido del lomo de resultas del choque.

-A buen seguro que más daño ha recibido este libro que el despensero en su cabeza; dijo el ministro sonriéndose al ver que Eduardo ensayaba de ajustar con la mano derecha las cubiertas al diccionario que tenía en la otra mano.

-Cuando lleguemos a Inglaterra os compraré otro, Eduardo, dijo el capitán al observar el deterioro que había sufrido el libro.

-Ya hablaremos de eso más tarde, capitán, respondió el joven en tono festivo.

-Es muy sensible, señores, para nuestra conservación   —213→   individual, el que con todas estas cosas no hayamos almorzado todavía. Pido, pues, al capitán su indulgencia para con el despensero, y confío que mi petición no será desairada, dijo el ministro intercalando dos o tres bostezos en sus palabras.

-Yo suplico al capitán que acepte vuestra petición, ministro, dijo Eduardo.

-Señores, no puedo menos de acceder a vuestros ruegos, repuso el capitán sonriéndose y alargando una mano a cada uno de sus dos compañeros.

-Así me gustan los hombres, dijo el ministro retirando su mano de entre la del capitán. ¡Steward!, añadió.

-¡Sir!, contestó el interpelado medio lloriqueando y asomando tímidamente su cabeza a la cámara.

-El capitán te perdona, continuó mister Brooke; pero con la condición de que en adelante procurarás cumplir mejor con tu deber, ¿no es así, capitán?

-¿Te crees acreedor a mi clemencia, tunante?, repuso este lanzando una ceñuda mirada al marino.

-No sir, contestó el interpelado con voz trémula y débil.

-Pues bien; si te perdono esta vez, da por ello las gracias a estos dos caballeros, ¿entiendes?, dijo mister Mac-Kievet con acento terrible.

-I thank you sirs a thousand times, o sea:   —214→   «Mil gracias, señores»; dijo el despensero con gazmoñería y dirigiendo una mirada de gratitud a Eduardo y al ministro.

-Vamos, tráenos pronto un plato de patatas cocidas, dijo éste.

-Allá voy, sir, replicó el despensero con voz más firme.

Y poniendo súbitamente una cara de pascua se dirigió con presteza hacia la cocina.

El despensero veía desde algunos días suspendida la espada de Damocles sobre su cabeza; pero no se atrevía a descubrir su imperdonable incuria al capitán: de suerte que esperaba que la bomba estallaría de un momento a otro; y ciertamente que no podía figurarse salir tan bien librado del atolladero.

Cuando el despensero volvió a penetrar en la cámara, puso sobre la mesa un gran plato de humeantes patatas, con gran satisfacción del hambriento triunvirato.

El contento del despensero era tal en aquella ocasión, que ni siquiera se acordó de que media hora antes había recibido en su cabeza un fuerte golpe de diccionario con sus cuarenta mil vocablos.

Fue una feliz casualidad para nuestro hombre que, cuando el exasperado capitán le arrojó el diccionario, no hubiese encima la mesa algún plato u otro objeto más contundente; pues en este caso, el desenlace de la escena tenía probabilidades de ser trágico.

  —215→  

Como hemos indicado en otro lugar, los víveres de toda clase (excepto la galleta) se iban apurando. Así, pues, el despensero no tenía grandes motivos para regocijarse; puesto que no ignoraba que dentro de tres semanas su posición empeoraría; en términos, que esta segunda vez era muy probable que el capitán, desoyendo las súplicas de los amables pasajeros, le castigaría severamente. Empero, aunque nuestro hombre divisaba tan cercana aquella negra nube en el horizonte de su porvenir, con todo, confiaba que la Providencia les depararía un buque para abastecerles de los comestibles de que iban a carecer: esta idea tranquilizaba el espíritu del despensero.

En cierto modo, todos los hijos de Adán, cualquiera que sea el lugar que ocupemos y el papel que desempeñemos en la vasta escena del mundo, nos encontramos en el caso del despensero de la fragata Lord Efingham. Y si no: ¿quién es el hombre despreocupado que ha visto alguna vez enteramente despejado el horizonte de su porvenir? ¿Quién ha bogado mucho tiempo viento en popa y a todo trapo por el proceloso océano de la vida sin divisar el menor escollo? ¿No es verdad que toda nuestra existencia es una no interrumpida fluctuación entre el horrendo y negro abismo del temor y la bella y sonrosada aurora de la esperanza?

El hombre que no experimenta en sus adentros esa inevitable alternativa, es, o porque no se ha desarrollado el germen de su razón, y yace   —216→   envuelto en el más desgraciado idiotismo, o porque la luz intelectual, ofuscada por la densa e impura atmósfera del vicio, está oculta bajo una espesa capa de cieno.

Aunque en la felicidad humana caben infinitos grados, ello es que casi siempre, y para todos, la fuente del placer destila gota a gota, al paso que la del dolor brota a raudales.

¡Pues qué!, (preguntará acaso el juicioso lector), ¿no habrá en el mundo una región pura, una tierra hospitalaria en donde el hambre pueda fijar sus plantas y gozar siquiera de alguna tranquilidad en los breves días que debe permanecer en este valle de lágrimas? Sí; afortunadamente para nosotros existen esta región serena y ese país amigo en el seno del Catolicismo: allí está el frondoso árbol a cuya fresca y apacible sombra encontraréis grato reposo; el robusto báculo para apoyaros en la adversidad; el amigo fiel para daros saludables ejemplos y consejos; el bálsamo que sanará las heridas de vuestro canceroso corazón; la coraza de bronce para resistir los rudos embates de vuestros enemigos, y, finalmente, ¡una nave para conduciros al puerto de salvación eterna!




ArribaAbajo- XI -

A cualquiera que hubiese estado en acecho durante el almuerzo de nuestros tres personajes, se   —217→   le hubiera hecho agua la boca al ver el envidiable apetito con que comían las patatas.

El aire del mar es de suyo un buen estimulante, de modo que a muy pocos marineros mata la inapetencia.

-¡Cáspita! ¡Y qué sabrosas están, Eduardo!, exclamó el ministro metiéndose una cucharada de patatas en la boca. Si mi mujer me sorprendiera comiendo con tan excelente apetito este plato de patatas, yo, que en mi casa era tan exigente en este punto, ¡bien podría ella echarme en cara mi inconsecuencia! Mi esposa va a encontrar un gran cambio en mis antiguos hábitos domésticos: estas transformaciones sólo pueden hacerlas los largos viajes marítimos.

-¡Su mujer! ¡Su esposa!, exclamó Eduardo sonriéndose y clavando los ojos en el capitán.

-¡La esposa de un señor ministro protestante!, repuso éste. ¿No es verdad, Eduardo, que el nombre de esposa en boca de un ministro suena al oído?, añadió el capitán dirigiendo una significativa mirada al joven.

-Confieso francamente, respondió éste; que aun prescindiendo de la inmoralidad, el matrimonio de los ministros protestantes es cosa que me parece sumamente ridícula.

-Vosotros ridiculizáis todo lo que no os acomoda, repuso el hijo de Escocia con severidad y volviéndose hacia sus dos compañeros. El matrimonio considerado religiosa y filosóficamente es   —218→   una institución divina que coloca al hombre en su verdadero terreno. Nosotros aceptamos el himeneo como una pesada cruz; y es preciso que os persuadáis, señores, de que sobrellenándola con paciencia y resignación, se alcanza un grado de virtud que raya en lo sobrenatural. Eduardo no lo sabe todavía; pero vos, capitán, podéis decir por experiencia propia si mi opinión es o no errónea.

Las palabras del ministro hicieron asomar una ligera sonrisa a los labios de Eduardo y del capitán, quien hizo un signo afirmativo para demostrar su aquiescencia a la opinión de mister Brooke.

-¿Puede haber nada más grato y meritorio para el hombre, señores, continuó éste, que el verse rodeado de una numerosa prole a la cual ha procurado con ahínco educar e instruir? ¿No se siguen de aquí grandes y positivos bienes para la sociedad? Porque la familia, señores, es el manantial de la sociedad; y cuando las aguas de éste manan cristalinas, entonces la imagen de la sociedad se refleja en ellas con toda su pureza; entonces el carro social puede deslizarse, sin trabas, por la pendiente del progreso y la civilización. Los hombres que no quieren doblar la cerviz a la coyunda del matrimonio y no conocen el sublime lazo de la familia, son excluidos en el otro mundo de las excelsas prerrogativas a que es acreedor el ministerio de la paternidad; son árboles   —219→   estériles e indignos de que la tierra les sustente, y, según las palabras de Jesucristo, ¡deben arrancarse y echarse al fuego!

Estas últimas palabras fueron pronunciadas con gran energía.

Es cierto que el matrimonio entraña un gran principio moral y religioso, y que esta divina institución ha sido consagrada por el Catolicismo, repuso Eduardo; pero esto no implica que el celibato eclesiástico no sea también otra institución divina e infinitamente más homogénea con la elevada misión del sacerdocio.

-¿Sabéis, Eduardo, por qué la Reforma abolió el celibato clerical?, preguntó el ministro.

-Porque de esta manera quiso hacer más llano el camino del cielo, dijo para sí el capitán.

-Lo sé, contestó Eduardo, es que la Reforma supo dorar la píldora, excluyendo de su seno todo lo que humilla y mortifica; de modo, que con incalificable astucia suprimió la confesión, el celibato del clero, los ayunos, el rezo, etc. Los delirantes y fogosos heresiarcas del siglo XVI mutilaron el sagrado cuerpo de nuestra doctrina so pretexto de depurarla de todo lo superfluo o dañoso. Empero quince siglos antes que aparecieran en el mundo los primeros reforzadores, señor ministro, el grandioso y bello cuadro del Catolicismo estaba a concluido: nada faltaba ni sobraba en él; todas las generaciones admiraban y se prosternaban atónitas ante el sublime e inimitable colorido que reflejaba el genio de su   —220→   divino Artífice; ¿por qué, pues, una mano profana osó ensuciar aquella obra maestra con su grosero pincel?

-¡Muy bien!, exclamó el capitán.

-Despacio, Eduardo, dijo el ministro viendo que su contrincante argüía con calor; moderad vuestros bríos, de lo contrario renuncio a discutir con vos en lo sucesivo. La ardiente imaginación española se exalta con mucha facilidad; los ingleses somos menos propensos al entusiasmo; pero en cambio, siendo nuestro cálculo más frío, es naturalmente más certero, añadió con aspereza.

-Es posible que el temperamento flemático que predomina en vosotros y los alemanes, respondió el joven español volviéndose hacia sus dos compañeros, influya en la templanza y lucidez del raciocinio. Pero las controversias religiosas, hiriendo la fibra más sensible del corazón; enardecen el espíritu e inflaman la sangre como los licores alcohólicos. ¡Cuando el corazón está hecho un volcán, es muy natural que la boca vomite ardiente lava, ministro!

El más vehemente de todos los sentimientos es indudablemente el sentimiento religioso: cuando éste habla, enmudecen el amor de la patria, el de la familia y todas las demás secundarias afecciones.

El sentimiento religioso imprime su benéfica e indeleble huella en todos los grandes partos del entendimiento humano; él es el que impulsa la   —221→   pluma del escritor, el pincel del artista, la espada del guerrero, el numen del poeta, la elocuencia del orador: este mismo sentimiento es el que transporta al sacerdote a las regiones ultramarinas, infunde valor al mártir, asiste al enfermo, socorre al pobre, instruye al ignorante, viste al desnudo, ampara al huérfano, encamina al extraviado y cierra los párpados al moribundo.

Cuando la religión ocupa en el corazón del hombre el lugar que le corresponde, la conciencia no puede menos de alarmarse contra cualquier acto; palabra o recuerdo atentatorios al sagrado objeto de nuestro amor.

Por otra parte, la religión católica cuando se practica con toda fidelidad, infunde una convicción tan íntima, y algunas veces, hasta una intuición de todas las eternas verdades que componen el augusto símbolo de nuestra fe; que, estando el ánimo tan firmemente asociado a su creencia, parece de todo punto imposible, no sólo que haya nadie en el mundo que pueda llevar su osadía hasta insultar y denigrar sus inmutables y divinos dogmas; sino aun, que todos no los crean y adoren a ciegas. ¿Qué mucho, que cuando uno está bañado en un océano infinito de luz infinita e increada, se pasme de que muchos vivan rodeados de espesísimas tinieblas?

No extrañemos; pues, que Eduardo; arrastrado por su rotundo sentimiento católico, discutiera algunas veces con calor.

Nada puede irritar más al hombre poseído de   —222→   un celo ardiente y de una fe viva, que una horrible blasfemia o un sacrílego acto contra el objeto más grato y sagrado de su corazón: esto es lo que los incrédulos blasonan de no comprender. He aquí el argumento del escéptico en esta materia: «¿No nos decís a cada paso que vuestra religión es el amor, por esencia? ¿Por qué, pues, os enojáis contra nuestros ataques? ¡Insensatos! ¿No veis, por ventura, que nuestro enojo dimana de nuestro mismo amor? ¿Permaneceríais, acaso, impasibles ante el asesino de vuestra esposa o de vuestra madre? ¿No derramaríais hasta la última gota de vuestra sangre en defensa de la inocente e idolatrada víctima?

No nos hagáis, pues, ningún cargo por nuestra indignación, cuando atacáis impíamente los objetos más dignos de nuestro acendrado y puro amor; porque hasta los irracionales se encargarían de refutar vuestros sofismas, con sus admirables instintos. En efecto: ¿no os está indicando el espantoso aullido de la hiena, desde el fondo del desierto, que le han arrebatado sus cachorros, los pedazos de su maternal corazón?

Si algunas veces, como hemos dicho, Eduardo inflamado de un celo apostólico, se exaltaba momentáneamente en tanto que refutaba los argumentos de su adversario, muy pronto su exaltación se trocaba en dulzura, pensando en el precepto de su Religión; por el cual estamos obligados a amar al prójimo y a reprenderle con suavidad en su extravío. Entonces el semblante y   —223→   metal de voz de Eduardo traslucía la más profunda humildad: «nada de acritud en mi lenguaje», decía en sus adentros el joven español al advertir su cristiana exaltación.

Bien puede afirmarse que el Catolicismo es la religión del amor. Éste se destaca del fondo de todos sus inescrutables misterios, y de sus sublimes preceptos.

¿Quién trajo al mundo a nuestro divino Redentor? El amor hacia la criatura decida. ¿Cuál fue el móvil de su predicación? El amor. ¿Por qué se consumó el sacrificio del Calvario? Por el amor. ¿Quién hizo brotar de los lívidos y augustos labios de Jesucristo palabras tiernas y sublimes de clemencia hacia sus mismos verdugos? El amor. ¿Qué objeto le movió por último a dejarnos en prenda de nuestra redención su místico y sacratísimo cuerpo para alimento y salvación de nuestras almas? El amor; el amor llevado hasta lo infinito.

-¿Qué otra religión se nos presenta con tan brillantes títulos? ¿Buscaremos el amor en el alfanje y brutalidad del islamismo? ¿Lo encontraremos, acaso, en el espantoso cisma que desgarra las innumerables sectas protestantes? ¿Iremos a hallarle, por último, en los monstruosos errores y barbaridades del paganismo y de la idolatría? No, mil veces no: la flor del divino amor que exhala sus suaves perfumes en el vergel del corazón, está fecundada por la luz pura de la verdad, que reside en el entendimiento.

  —224→  

No busquéis, por consiguiente, amor en las falsas religiones: ¡el error es frío, es tenebroso, es egoísta, es cruel!

Así, pues, desistid de vuestro temerario y sacrílego intento, buscando el amor desinteresado, el amor depurado del barro de la tierra fuera del Catolicismo: todas las tinieblas del universo no os darán un átomo de luz, ni con todos los millones de ceros que os sugiera la imaginación compondréis la unidad.

El ministro reconvenía injustamente a Eduardo por los chispazos de santo entusiasmo que éste demostraba de vez en cuando en las controversias religiosas; pero esto podía ser también un trivial pretexto que alegara el hijo de Escocia para esquivar sutilmente el enojoso tema de la conversación.

Un hombre de cincuenta años, ilustrado y celoso de su reputación como lo era mister Brooke debía necesariamente de sentirse humillado cuando su imberbe rival le hacía morder el polvo durante la contienda. De ahí probablemente, el sistemático empeño del ministro en dar otro giro a las cuestiones que mortificaban su amor propio y atajaban sus pasos: esto es una confesión tácita de mala causa que se defiende. Cuando el incrédulo ve con sorpresa que todos sus capciosos argumentos han sido desmenuzados con las cortantes armas que nos suministra nuestra augusta Religión, se halla impensadamente encerrado en un círculo de hierro, hasta que la satánica astucia   —225→   le sugiere el medio de evadirse por la tangente.

¿Deduciremos, pues, de las anteriores premisas, que el embozado reproche del ministro era la saludable y oportuna amonestación del buen amigo, o inferiremos más bien, que la destemplada advertencia del hijo de Escocia era el grito desgarrador del náufrago desesperando encontrar una tabla donde asirse?... Abandonamos el fallo de nuestra proposición al juicio imparcial y razonado del lector.

Eduardo, lejos de irritarse de la extremada intolerancia de su antagonista, se acusaba a sí mismo de sus exabruptos oratorios e invocaba el auxilio divino para que enfrenara su ardor: «¡Dios mío!, exclamaba el piadoso joven, concededme humildad; haced que mis palabras salgan de mi boca, no como un torrente devastador, sino que fluyan de mis labios con dulzura a fin de que caigan sobre el empedernido corazón del ministro cual benéfica y mansa lluvia; mirad con ojos de compasión esta oveja, descarriada, y cargándola amorosamente sobre vuestros divinos hombros, ¡conducidla a vuestro aprisco!»

Desde aquel instante nuestro héroe hizo el firme propósito de moderar sus transportes de santo entusiasmo en sus polémicas con el ministro, a quien se le fue cerrando de cada día la mejor válvula de seguridad en sus apuros dialécticos; pues el joven español, con el auxilio de la divina   —226→   gracia, logró dominarse por completo en poco tiempo.

El capitán deploraba la exquisita susceptibilidad del ministro, tanto más cuanto que conocía que aquello era efecto de la debilidad vergonzosa con que éste debía de parar los rudos golpes de su joven contrincante: «Es muy duro, señor ministro, declararse vencido por un niño; y por esto queréis esgrimir armas de mala ley», se decía a sí mismo mister Mac-Kievet.

Tres cosas retraen, a nuestro ver, a mucho esclarecidos ministros de la Reforma, de entrar resueltamente en el puerto seguro de nuestra Religión: el tener que combatir y sofocar las pasiones que se han enseñoreado ya de su corazón; la pérdida de una pingüe dotación del Estado, y en definitiva, el temor de que, por el mero hecho de abrazar las nuevas creencias, tendrán que renunciar a antiguas y queridas relaciones y amistades.

Estos tres obstáculos son, indudablemente, otros tantos escollos donde naufragan los débiles esfuerzos de los que pugnan por salir del tristísimo estado de vacilante ansiedad en que se encuentra su espíritu. Pero ¿es lógico, es procedente, que por obstinarse en conservar lo que de suyo es deleznable y que se nos escapa de las manos, nos adormezcamos en las sombras del error exponiéndonos a sabiendas a perder la herencia eterna?

El hombre debe, ante todo y a despecho de   —227→   todo, enderezar sus pasos hacia la senda de la verdad, a cuyo luminoso polo tiende sin cesar el entendimiento humano.

El alma es naturalmente cristiana, según Tertuliano; pero el cuerpo, como salido del polvo, y recordando siempre su humilde origen, se inclina hacia la tierra; al paso que el alma, siendo un reflejo de la Divinidad, aspira constantemente al cielo de donde procede: de ahí esa lucha terrible y sin tregua entre el espíritu y la materia.

La dignidad del hombre estriba en que la segunda sea esclava del primero. Mas ¿dónde encontraremos armas para obtener una brillante y decisiva victoria sobre las continuas rebeldías de nuestro espíritu? ¿Dónde?... ¡En los inmensos arsenales de la religión católica!

Además, el hombre que busca sinceramente la verdad, la halla sin gran trabajo. ¿Preguntareis, acaso, por su distintivo? Escuchad las palabras de un sabio de nuestro siglo: «El error es tan feo y diforme, que necesita muchísimos atavíos para seducirnos, al paso que la belleza irresistible de la verdad se nos impone por su misma sencillez».

La verdadera doctrina lleva tan profunda e indeleblemente grabado el sello de la verdad infinita, que no puede absolutamente confundirse con el error, por más que éste se emboce y engalane; pues así como al contemplar las maravillosas obras del universo, decimos a pesar nuestro:   —228→   Aquí está el dedo de Dios; o al leer las sagradas e inspiradas páginas de la Escritura sentimos el soplo de la Divinidad. Así también, el gozo indecible que experimentamos en el fondo de nuestra conciencia al practicar la virtud, nos hace exclamar con entusiasmo: ¡Ésta es la amorosa voz de Dios!

Cuando despertando del profundo letargo del error y del vicio, corremos desalados en pos de la verdad, Dios nos allana y acorta el camino. Y sino, ¿cómo se concibe que tantos hombres ilustres, pero engolfados en el tenebroso e insondable piélago del error, de la noche a la mañana hayan desdeñado todas las riquezas, placeres y honores con que les brindaba el mundo volviéndole decididamente la espalda? ¿Diréis, por ventura, que esos hombres han prevaricado?... No por cierto; porque con sus austeras virtudes y sus inmortales escritos darían un solemne mentís a vuestra absurda imputación. ¿Cómo se explica, pues, el cambio súbito y radical en la conducta de tales personas? ¿Cuál puede ser la causa de ese raro fenómeno moral? He aquí descifrado el enigma: es que un rayo de luz divina, penetrando en sus ofuscados entendimientos, ha infundido el calor en sus helados corazones.

Advertimos, quizás demasiado tarde, que nos hemos desviado de nuestro primordial objeto defraudando las esperanzas, y acaso, abusando de la atención del lector. No se nos oculta, que   —229→   cuando uno lee relaciones de viajes, viaja con la imaginación, y por consiguiente, no quiere tropezar con obstáculos que retarden su carrera; sino que, asido fuertemente del hilo de la narración, espera creciente avidez el desenlace de variadas e interesantes escenas. Pero, tenemos para nosotros que por delicioso y pintoresco que sea el país que se recorre, cuando el viaje es algo largo, se entra con gusto en las posadas que de vez en cuando se encuentran al borde del camino; allí se descansa un rato, se sacude el polvo del vestido, se toma un refrigerio, y luego se prosigue la marcha con nuevo vigor.