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Las grietas en el muro

Las lecciones del exilio español en Uruguay

La palabra exilio, término casi erudito hasta 1936, se ha convertido en uno de los lugares comunes de estas últimas décadas. Para los nacidos a partir de la Guerra Civil española, como fuera mi caso, se ha escuchado hablar de exilio desde la infancia. Los exiliados -y no los exilados, como se diría después- fueron personajes cotidianos de un mundo dividido claramente entre el Bien y el Mal, principios categóricos que habían dado respectivamente republicanos y franquistas, rojos y azules y que se prolongaría en el escenario de la Segunda Guerra Mundial: los aliados contra los países del Eje.

Fueron los exiliados españoles los amigos de mi padre, cuando emigramos al Uruguay de los apacibles años cincuenta, esa «Suiza de América» como se lo había engañosamente bautizado. Vivía en Montevideo en un mundo de refugiados, donde la devoción a la España republicana derrotada era tan grande como el odio a la España franquista triunfante. En el Uruguay de entonces la solidaridad y la simpatía hacia la causa republicana eran totales. El conflicto español se había sentido hondamente. Se podía decir -como dijo Francisco Ayala de México- que en Uruguay: «Sin armas, a este lado del Océano se puso (en el drama español) no menos pasión, esperanza y dramático fervor» que el vivido en la península.

Nadie se preguntaba si había dos Españas, como haría años después León Felipe: «Y... ¿si hubiese dos Españas, por ejemplo?». La única España válida y legítima era la «España Peregrina», la del exilio, la de los transterrados -ese feliz neologismo acuñado por José Gaos- la de los empatriados en ese país generoso que nos había acogido sin ambivalencias. Nadie podía sentirse verdaderamente desterrado o expatriado en el Uruguay de entonces, tantas facilidades teníamos los españoles, desde la ciudadanía legal adquirida sin dificultad hasta los derechos cívicos y políticos que nos permitían ser electores —92→ y elegidos en un sistema democrático hasta ese momento indiscutido y único en el continente.

De un modo u otro, ese transtierro y empatriamiento de los exiliados españoles en Uruguay era también válido para el resto de Hispanoamérica, donde se iban creando relaciones entrañables entre refugiados y nativos. En efecto, desde el primer momento, los intelectuales españoles habían tenido en Hispanoamérica ventajas que no tuvieron en otros países. Francisco Ayala lo subrayó al establecer el distingo entre el exilio en tierra de «habla española» y el que transcurría en países de otro idioma.

En América Latina había posibilidades de arraigamiento que eran imposibles en los Estados Unidos, Inglaterra o Francia porque en la América «hispana»: «con sólo apoyarse sobre los elementos de la comunidad local, abierta para él hasta cierto punto», el escritor podía «actuar en alguna medida como hombre de pensamiento». De eso se trataba: de insertarse, vivir y actuar en la nueva tierra. Esta era la cultura del exilio, el modus vivendi en que se traducía la voluntad de sobrevivir con la propia cultura en otra tierra, actitud que actualizaba la teoría de las «dos Españas»92.

De arraigados y nostálgicos

«Yo no me siento extranjero» -afirmaba Ramón Sender- lo que le permitía añadir que: «A veces blasfemo contra México y otras lo adoro hasta un extremo para el cual no hay palabras adecuadas». Marta Teresa León, que andaba buscando «una patria para reemplazar a la que nos arrancaron del alma de un solo tirón», como escribió en Memoria, diría más o menos lo mismo de Buenos Aires: «Veinte años en una ciudad marcan», para reconocer que: «Seguramente los que llegamos a América fuimos los más felices. Nos encontramos con un idioma vivo, con nuestro español de los mil aderezos lingüísticos».

«América es la patria de mi sangre» -llegó a decir León Felipe- patria donde había de poner «la primera piedra de mi patria perdida», una piedra auténtica y no la de los «símbolos obliterados, los ritos sin sentido» y «el verso vano». León Felipe no sólo participó del movimiento de pensamiento que trataba de moldear el destino común de América Latina en compañía de Antonio Caso, Daniel Cosío Villegas, Manuel Rodríguez Lozano, Pedro Henríquez Ureña y Vasconcelos, sino que se proclamó «ciudadano de América» en nombre de la «Patria mayor que va más allá de la geografía y de la temporalidad política». Lo afirmaba con entusiasmo en un poema:

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Esta España está en estas latitudes del aire y de la luz. / Y me lleno de una ruidosa alegría cuando / oigo voces extrañas y celestes que me /anuncian que he de venir a no ser un / ciudadano de México, de Guatemala, / de Nicaragua, de Costa Rica, de / Colombia, de Venezuela, del Perú, / de Bolivia, de Chile, de Argentina, / del Uruguay... sino un ciudadano de América93.


«Soy tan mexicano como el misionero y el conquistador» -repitió en otra ocasión, reclamando «carta de mexicano o de mestizo para cantar en coro... como todos los poetas de la América española.»

Pero otros -utilizando la fórmula de Darío Puccini en la introducción del volumen Fascismo ed Esilio94- vivían el «exilio como pérdida del paisaje», «pérdida del lenguaje» y «metáfora de la identidad nacional» no resuelta. En nombre de «la nostalgia de la primera morada» algunos intelectuales de la «España peregrina», se empecinaban en negar toda posible virtud a la nueva tierra, proclamando en cambio «la superioridad intrínseca de su triste patria», quejosa actitud agravada en el caso de los trasplantes tardíos, como señalaba Francisco Ayala. El caso extremo fue el de Segundo Serrano Poncela. En su novela Habitación para hombre solo, lanzó un verdadero manifiesto de la orfandad y la rabia de la derrota, a través de un personaje hostil y ensimismado.

No sin cierto cinismo divertido, Ramón Sender consideraba en Nocturno de los Catorce que: «No hay que privarse de criticar al país de adopción», porque «gracias al exilio se tiene la ventaja de poder quejarse». Sender partía del principio que: «Todos estamos solos en la Tierra. El exiliado, estando obligado a la soledad, tiene un consuelo sofístico».

Frente a los españoles como Juan José Domenchina que no lograban adaptarse al país de exilio (basta pensar en los poemas La sombra desterrada y El extrañado) Manuel Andújar aconsejaba combatir los efectos nocivos de la nostalgia gracias al «descubrimiento propio de América». Se trataba de «comprender más y mejor a México, a Hispanoamérica, donde estamos y donde somos», afirmaba en Crisis de la nostalgia, esfuerzo que realizó a través de la revista Presencia, editada para quienes «viven entre dos mundos», y deseaban practicar un «mestizaje ambiental» y un «criollaje selecto».

Claro que, aunque ese no fuera el caso de Uruguay al que había emigrado con mi padre en 1952, muchos españoles debían hacer frente al nacionalismo local y exacerbado de otros países latinoamericanos, ese nacionalismo que Ayala calificaba de «dañoso e injustificable prejuicio nacido de condiciones pretéritas». Por otra parte, la libertad perdida en España, no existía en todos lados. «No —94→ hay libertad omnímoda» en ningún país -consideraba Ayala, comprobando como los propios escritores locales de los países hispanoamericanos estaban limitados en su acción. Por ello se preguntaba si «todos los escritores viven hoy en el exilio», algo que nadie se planteaba en el Uruguay de ese momento, pero del que teníamos los sensibles ecos de lo que sucedía en países vecinos y que años más tarde viviríamos en carne propia.

La visita de Marcos Ana al Uruguay

De este mundo de verdades desgarradas y rotundas, nostálgicas y apasionadas del exilio español en América, dimanaba el aura ética y moral en la que crecí y me formé en Uruguay. Para quienes perdimos siendo adolescentes la fe religiosa que nos habían inculcado a «machamartillo» siendo niños en la oscura España de la posguerra, la noción maniquea del bien y del mal, de lo que podía ser el cielo y el infierno, surgía con toda su fuerza de la Guerra Civil, esa guerra que no había sido una sucesión de batallas, sino de tragedias -como había escrito Koestler en su Testamento español- la llamada última guerra romántica de Europa, «el Apocalipsis de la fraternidad» al que cantara Malraux en L'Espoir.

En la historia vivida, lejos del catecismo, identificábamos los principios necesarios para dividir y ordenar el mundo. La Guerra Civil española nos daba la medida de dos concepciones irreconciliables de la historia que se prolongaban a la moral de la vida cotidiana y a las definiciones de los conflictos mundiales posteriores y del propio devenir social y político de América Latina.

De la República derrotada y del franquismo triunfante, surgían las líneas que dividirían durante años los bandos irreconciliables de la lucha de las luces contra el oscurantismo, el maniqueísmo inevitable de toda acción, el blanco y el negro sin matices y términos medios, repetidos con el énfasis que llevaría a la muerte a tantos millones de seres humanos en la Segunda Guerra Mundial y que luego sería parte del drama de los países del Cono Sur en los años setenta.

Para los que éramos «niños de la guerra» -es decir los nacidos en España y emigrados de niños o adolescentes a América Latina- las ávidas lecturas completaban la memoria de nuestros padres o la del círculo de amigos que venían a nuestras casas. La peculiar sensibilidad que nos daba el origen y la cultura española hogareña, se ordenaba en los libros de historia de Pierre Broué y Emile Témine, en el «laberinto español» de Gerald Brenan, en la «explicación» de Elena de la Souchère, en el «testamento español» de Arthur Koestler, en el —95→ papel de los «anarquistas» destacado por José Peirats, en los «cementerios bajo la luna» de Georges Bernanos, en la erudición de Hugh Thomas y sobre todo en el Diario de la guerra de España de Mikhail Kolstov, cuyos detalles del sitio de Madrid nos permitirían vivir como propia la guerra de nuestros padres.

La formación de un «niño de la guerra» en Uruguay no se detenía en los libros de historia. Las lecturas se prolongaban en la literatura. La historia fáctica se volvía ficción en «la forja de un rebelde» de Arturo Barea, en el «réquiem» de Ramón Sender y en las disquisiciones de Max Aub sobre si existe el destino personal cuando se pertenece a un pueblo, a una raza o a una facción con la cual se ve obligado a compartir el desarraigo violento, es decir: ¿Cómo se ordenan los valores del individuo cuando su vida personal se ve amenazada o destruida por sucesos que él no puede domeñar?, sutil distingo que le permitía sostener, a modo de boutade, que: «El hombre es del lugar donde ha estudiado el bachillerato».

Esa sería, tal vez, la disposición que asumiríamos los nacidos en España durante la Guerra Civil, estudiando «bachillerato» en América. Pienso sobre todo en los «niños de la guerra» de México: Ramón Xirau, Tomás Segotria, Manuel Durán, Enrique de Rivas, Luis Ríus, Jomi García Ascot y José Pascual Buxó -integrados totalmente a la tierra del asilo- aunque algunos de ellos tendrían nostalgias del país que no habían conocido95. Luis Ríus lo cantaría en El extranjero y Jomi García Ascot en su poema Del exilio sostendría:

Hemos venido aquí, desde muy niños, a esperar y a vivir

... y hoy miramos de aquí nuestra casa perdida nuestra

Europa lejana...

ya es ancha nuestra vida,

ya cabe en la mirada

con el parque lejano, las manzanas.



Los poetas fueron los que nos dieron la metáfora y la síntesis de la pasión con que los «niños» abordamos la juventud en América. Nuestras lecturas fueron Luis Cernuda, Rafael Alberti, Antonio y Manuel Machado y, sobre todo, León Felipe. A partir de ellos remontábamos a los mártires de la Guerra Civil Federico García Lorca y Miguel Hernández, y seguíamos atentamente los «redobles de conciencia» de Blas de Otero y la «poesía urgente» de Gabriel Celaya. A través de esas lecturas -en las que en mi caso personal ayudó la visión de conjunto que daba la antología Romancero della Resistenza spagnola de Dario Puccini- creíamos orgullosamente ser los «cruzados del —96→ rencor y del polvo» a los que canta León Felipe en El hacha y todos nos repetíamos: «A cabalgar, a cabalgar, hasta enterrarlos en el mar».

Lo sintetizaría cuando vino a Montevideo el poeta Marcos Ana, el mismo año de 1963 en que se vivió la intensa movilización para evitar el fusilamiento de Julián Grimau, uno de los acontecimientos que marcaron el «aprendizaje» español de mi generación. En ese momento, escribí: «¡Qué suerte la de España haber tenido, para sus horas más difíciles, junto al derrumbe de todo lo que importaba, la voz de sus poetas! Federico García Lorca para simbolizar el crimen indignante de las primeras horas; Miguel Hernández para llevar el grito del pueblo echado de bruces en las trincheras; Emilio Prados anunciando al mundo el drama del Madrid sitiado: «¡Ay! ciudad, ciudad sitiada / ciudad de mi propio pecho: / si te pisa el enemigo / será para verme muerto». José Bergamín para denunciar la impotencia y la ignominia de la maquinaria franquista («Traidor Franco, traidor Franco, / ¡tu hora será sonada! / Mal nacido de tu casta: / no eres Franco, no eres nombre/ no eres hombre, no eres nada»; Antonio Machado para la niebla y la nostalgia de la huida que terminó con sus días; Rafael Alberti para la dureza del exilio: «Duras las tierras ajenas / ellas agrandan los muertos». Luis Cernuda en la culta resistencia disfrazada bajo la vigilante actitud de la dictadura: «Un día, tú ya libre / de la mentira de ellos / me buscarás. Entonces / ¿qué ha de decir un muerto?», y todos los anónimos poetas que repiten: «una vez más el gris de otro crepúsculo / como ceniza sucia en la boca del alma. / Un día de vergüenza ha transcurrido»96.

Marcos Ana permitió -con la intensidad que dan los testimonios personales- que cristalizara en nosotros, «los niños de la guerra» que no habíamos vivido directamente la Guerra Civil, una forma concreta de militancia. En unos versos simples de Marcos Ana sintetizamos la esperada solidaridad:

No sabéis lo que es un hombre / sangrando y roto, en un cepo. / Si lo supiérais vendríais, / en las alas y en el viento, / para salvar lo que es vuestro.


Margarita Xirgú: las lecciones de García Lorca

Aunque Montevideo no figure entre las grandes capitales del exilio español, como lo fueron México, Buenos Aires, La Habana (pensar en María Zambrano y Manuel Altolaguirre) o San Juan de Puerto Rico (pensar en Pablo Casals y Juan Ramón Jiménez) fue, sin embargo, una ciudad donde encontraron refugio artistas y escritores que marcarían la vida intelectual del país. Hay que referirse a algunos de —97→ ellos, porque ellos han sido también protagonistas de parte de la historia cultural del país.

Hay que mencionar en primer lugar a la actriz Margarita Xirgú, compañera de Federico García Lorca en su empresa de «La Barraca», cuya experiencia permitió no sólo fundar la Comedia Nacional del Uruguay, sino la Escuela de Arte Dramático. Es posible recordar todavía con emoción las representaciones de Bodas de sangre o La casa de Bernarda Alba, que esta mujer menuda y nerviosa protagonizaba y dirigía, y el mito que se fue forjando alrededor de su figura, incluso cuando se retiró a vivir a Solana del Mar. Ese sería un santuario al que peregrinaría, hasta el día de su muerte, todo aspirante a las «tablas» uruguayas.

Eduardo Yepes: la memoria del hambre

También debe recordarse a los escultores Pablo Serrano y Eduardo Yepes. Si Serrano volvió a España en la oleada de retornos de los años cincuenta para convertirse en una de las figuras del arte contemporáneo de la península, Yepes se integró totalmente en la vida de Uruguay. Una de las razones de su total «acriollamiento» -y no la menor- fue su extraordinario amor por una hermosa mujer, Olimpia, con la cual se casaría y viviría en idilio permanente. Olimpia era la hija del pintor uruguayo Joaquín Torres García, creador de una de las escuelas más originales de la pintura latinoamericana, el «constructivismo», y Yepes la había conocido en Barcelona. Al «viejo» Torres García no le había gustado ese joven escultor, pero debió sucumbir a su tenacidad en el medio de una guerra que los arrastraba como un torbellino. Recuerdo a Yepes hasta los últimos años de su vida, cuando lo visitaba en el estudio subterráneo que se había construido en el jardín del fondo de su casa, siempre tierno y solícito hacia esa mujer que conservaba un aura de inocencia y coquetería.

Las obras de Eduardo Yepes figuran en edificios públicos y plazas de Montevideo, una de las cuales -el monumento a los desaparecidos en el mar- se yergue en la plaza Virgilio, en el promontorio de Punta Gorda que se adentra espectacularmente en el Río de la Plata. Por un feliz azar, esa era la vista que tenía desde la ventana de mi dormitorio en la casa de mi padre en Montevideo.

Y si hablo de una forma más entrañable de Yepes es porque sellamos con él una amistad cuyo secreto puedo revelar hoy. Conocí a Yepes el día en que ganó el Premio Blanes de escultura. Enviado a —98→ entrevistarlo por el semanario Reporter, donde trabajaba como periodista, Yepes me dijo en forma algo enigmática:

-«Mire, el día que quiera escribir una biografía anónima e interesante de un hombre que ha hecho de todo en su vida, hable primero conmigo. Tal vez pueda ayudarle más de lo que cree». Sin darme cuenta empecé a frecuentarlo. Tomando «mate» en el jardín de su casa, acompañado de su esposa y su hijo menor, tardío fruto de su amor, le gustaba contarme episodios de su infancia en el pueblo toledano de Yepes, del hambre crónico de pastores y campesinos, de las tendencias de los movimientos estéticos de la España republicana, del estallido de la Guerra Civil que lo sorprendió en campo «azul», de cómo pudo cruzar la «tierra de nadie» que separaba un territorio del otro para ir a pelear en el bando de los suyos, los «sitiados» de Madrid. Buen narrador oral, viví a través de sus cuentos, anécdotas y aventuras, el dramatismo de esos años con una intensidad desconocida en libros y en otros testimonios. De esos episodios -especialmente el de su vida como «confinado» en el campo «azul» y de su aventura en la Sierra de Guadarrama- surgió buena parte del material que utilizaría para «reconstruir» literariamente la atmósfera de la guerra.

José Bergamín: entre duendes y paradojas

Sin embargo, la figura más notoria del exilio español en Uruguay fue José Bergamín. Bergamín vivió en dos períodos diferentes en Montevideo. En el primero, entre 1947 y 1954, fue catedrático de Literatura española en la Facultad de Humanidades y con él se formaron algunos de los mejores poetas contemporáneos uruguayos como Ida Vitale, Susana Soca y Amanda Berenguer y profesores de Literatura como Alejandro Paternain, José Pedro Díaz y Domingo Luis Bordoli. En Montevideo, poco antes de irse en 1954, Bergamín estrenó su obra de teatro Medea la encantadora. Conferencista, cuyas intervenciones sobre Unamuno, Tolstoi y Galdós, marcarían a una generación, su influencia fue fundamental, aunque limitada a ciertos círculos.

Porque en el Uruguay de los años cincuenta, secularizado y neopositivista, donde la filosofía «batllista» imperaba, un escritor auto-calificado de católico de izquierda, que hablaba de «duendes y duendecillos» en su interpretación de la Teoría y fuego del duende de Federico García Lorca, o los cantaba en sus Duendecitos y coplas, por no hablar de su El arte de birlibirloque o sus Mangas y capirotes, producía un cierto desconcierto. Tales «duendes» eran incomprensibles —99→ en un país sin magia, especialmente cuando se ponían al servicio del arte del toreo, prohibido en Uruguay por ser «bárbaro» y «primitivo»:

En los toros adquiere sus acentos más impresionantes, porque tiene que luchar, por un lado, con la muerte que puede destruirlo, y por otro lado, con la geometría, con la medida base fundamental de la fiesta... El torero que asusta al público en la plaza con su temeridad no torea, sino que está en ese plano ridículo, al alcance de cualquier hombre, de jugarse la vida; en cambio, el torero mordido por el duende da una lección de música pitagórica y hace olvidar que tira constantemente el corazón sobre los cuernos97.


En su elogio del arte del toreo, Bergamín provocaba al medio, diciendo:

Una corrida de toros es un espectáculo inmoral y, por consiguiente, educador de la inteligencia


o;

La crueldad es condición ineludible de la belleza, porque lo es de la limpia sensibilidad: de la inteligencia.


Uruguay aprendía con él el arte de los aforismos y las paradojas, lo que había llamado en El cohete y las estrellas, las «afirmaciones y dudas aforísticas lanzadas por elevación».

En la casa de madera de la calle Potosí del barrio residencial de Carrasco, donde vivía con sus hijos Teresa y Fernando, lo visitaba mi padre, y yo lo acompañaba siendo un adolescente. Lo recuerdo menudo y tenso, con el rostro enjuto y un cierto garbo toreril, vestido siempre idéntica y sobriamente con un pantalón gris de sarga y un cárdigan azul marino. Andaluz de pura cepa, aunque nieto de un veneciano «garibaldino» que se vio obligado a huir de Italia y se había refugiado en Málaga, Bergamín nos hablaba entonces de su necesidad imperiosa de volver a España de la que «no quería su lejano recuerdo», sino «la tierra bajo mis pies, su luz llameante en mis ojos, que me queme la vista; y su aire que me entre hasta el fondo de los huesos del alma». A eso se fue en 1954 y después de vivir tres años en París, entró en 1957 en la España de Franco.

Bergamín, sin embargo, volvería exiliado a Uruguay en 1964, después de haberse refugiado en la Embajada de Uruguay en Madrid, gracias a los buenos oficios del intelectual, y entonces diputado, Manuel Flores Mora.

En España no se había conformado al destino silenciado que se le impuso. Me lo contaría en una larga entrevista en Gaceta de la Universidad, realizada durante su segundo exilio montevideano. «Cuando me autorizaron volver en 1957 pensaban, tal vez, que lo único que buscaba yo era un rincón de España donde morir haciendo el menor ruido posible; que lo único que quería era cierta tranquilidad —100→ y que aceptaría estar callado a cambio de la relativa paz que podía ofrecerme el régimen. Pero esa era la paz de los vencedores, paz impuesta, nada más». De esa «paz franquista» diría acerbamente:

«No hay tal paz en España, sino siempre presente y aplastante la 'Victoria propiciatoria'. Es el mismo régimen de vencidos y vencedores gritando durante años y que tiene su ofensivo monumento en el Valle de los Caídos. Viven en función de la Guerra Civil, aunque no lo quieran y hablen de la paz». Con el acento firme que le daban sus convicciones, sintetizaba: «El régimen ha perdido la paz de la misma manera que ganó ignominiosamente la guerra».

Bergamín había fundado a su regreso a España Renuevos de Cruz y Raya, la segunda época de su famosa Cruz y Raya (1933), la revista de «afirmación y negación» que había marcado los años de la República. Pero fue el hecho de encabezar el Manifiesto que 102 intelectuales dirigieron el 30 de septiembre de 1963 al Ministro de Información, Manuel Fraga Iribarne, el que lo traería en la primavera austral nuevamente a Montevideo. En ese Manifiesto se denunciaba sin tapujos la actitud del régimen ante las huelgas mineras de Asturias, los brutales castigos y torturas infringidas -por ejemplo, Constantina Pérez y Anita Braña con sus cabezas rapadas «al cero» y la masacre de los obreros huelguistas.

Al serle notificada su expulsión, Bergamín polemizó abiertamente con Fraga -al que bautizó «Ministro de la Censura de la Información y el Mutismo», en vez de Información y Turismo- y tuvo que salir rápidamente de España. Con su agudeza habitual llamaba al General Mola, «el mulo Mola; hijo de la gran Mula».

Uruguay lo acogería nuevamente, aunque la atmósfera ya no era la misma del fin de la Guerra Civil. Bergamín sería objeto de campañas «macartistas», de las sutiles infamias de Julián Gorkin en las publicaciones del Congreso por la Libertad de la Cultura y los «Que se dice» del diario El País de Montevideo.

Otros aires empezaban a soplar en América Latina. Las grietas en el muro aparecían; al «impulso» uruguayo de las primeras décadas del siglo, le surgían los «frenos». El impulso y su freno sería el título del ensayo que Carlos Real de Azúa consagró al proceso que se iría agudizando en años sucesivos.

En el Montevideo de esos años, otros intelectuales españoles actuaban y se insertaban en la vida nacional. Intransigente, individualista y «unamuniano» Francisco Contreras Pazo se convirtió en la figura del «energumenismo carpeto-vetónico» con que un cierto tipo del exilio español se caracterizaba. Ferrándiz Alborz pasó a ser —101→ colaborador asiduo del diario El Día, que lo acogió siguiendo la tradición de un cierto pensamiento liberal español que había tenido sus mejores expresiones a principios de siglo. El «troskista» Abraham Guillén, militante del POUM, trabajaba en el diario Acción, y algunos de sus textos inspirarían una década después la filosofía y la acción del MLN, «Tupamaro» uruguayo. Anarquistas españoles contribuían a la formación del grupo Comunidad del Sur, de incidencia en el pensamiento comunitario uruguayo de los años sesenta y fundadores en el exilio de Suecia, en los años setenta, de la Editorial Nordam / Comunidad.

Benito Milla: los puentes de la cultura

En este contexto hay que referirse al exiliado español que marcó de un modo particular la vida cultural del Uruguay de esos años: Benito Milla, «Don Benito» como lo llamaron con afectuoso respeto quienes lo trataron de cerca. De origen anarquista -Secretario de la Juventud Libertaria en Cataluña- Milla llegó a Uruguay después de varios años de exilio en Francia y, partiendo de un puesto de libros de venta callejera en la Plaza Libertad en pleno centro de Montevideo, fundó una de las librerías y editoriales de mayor incidencia en los «efervescentes» años sesenta uruguayos: Alfa.

En la Editorial Alfa se editaron obras de Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Carlos Martínez Moreno, y la de los jóvenes narradores de la generación del sesenta como Eduardo Galeano, Juan Carlos Legido, Mario César Fernández, Jesús Guiral y Cristina Peri Rossi, poetas como Milton Schinca y Saúl Ibargoyen Islas, pero donde se publicaron también novelas de españoles exiliados en Montevideo como Ernesto Contreras y José Carmona Blanco, o ensayos fundamentales como la historia del anarquismo español de José Peirats.

La militancia libertaria de Milla fue cediendo con los años hacia un humanismo que se reconocía en Albert Camus, Roger Munier, Nathaniel Tarn, Jean Bloch-Michel y en la poesía de Kostas Axelos, Homero Aridjis y Hans Magnus Enzerberger, autores -todos ellos- a los que publicó en las revistas Deslinde y Temas que editó sucesivamente en Montevideo. En sus páginas, los jóvenes intelectuales uruguayos se familiarizaron con jóvenes autores españoles como José Ángel Valente, Carlos Barral, Juan Goytisolo y poetas latinoamericanos como Octavio Paz, José Germán Belli, Cecilia Bustamante, Juan Liscano.

«Don Benito» hablaba de «diálogo» y de tender «puentes» entre América y Europa, lo que parecían utopías en una sociedad liberal —102→ que se agriaba y cuyos muros se resquebrajaban a ojos vistas. Escribía, por ejemplo: «Propiciamos la comunicación, el diálogo y la confrontación en una hora del mundo en la que el desgaste de los esquemas ideológicos se hace cada vez más evidente, y también un movimiento de apertura cultural al margen de la cuadrícula cerrada de los partidos, los grupos y las camarillas». En 1964 sostenía que había que «reconocer a los otros, no como enemigos, sino como interlocutores», usando una terminología nueva -alteridad y otredad- puesta al servicio de un imposible idealismo. Pero Milla adivinaba, además, lo que después fue evidente: la mutación ideológica de nuestro tiempo, el fin del maniqueísmo. Milla hablaba de «los marxismos», del pluralismo cultural, del nacionalismo emergente en el seno de los grandes bloques y, sobre todo, de cómo evitar en un país de rica tradición democrática como era Uruguay, los errores que habían conducido a la Guerra Civil española.

Sin embargo, sus palabras sonaban extrañas en su país de adopción, embarcado como estaba en la polarización ideológica y en una confrontación política y social sin precedentes en su historia. Cuando las condiciones del diálogo desaparecieron prácticamente de Uruguay, Milla se fue a Venezuela para fundar otra de las editoriales importantes de América Latina, Monte Ávila Editores, donde con otros recursos y en otra dimensión, reiteró su fe en un hombre de raíz universal, más allá de clases sociales y contingencias históricas.

La historia se repite

En esos años, la antinomia española iba cediendo a su inevitable prolongación americana. Democracia contra dictadura, liberación contra dependencia, progreso contra conservatismo, revolución versus contrarrevolución, pasaron a ser las palabras mágicas con que en la euforia de los «sesenta» se pretendía conjurar la historia del continente. Nuevos «vientos del pueblo» llevaban y arrastraban, esparcían el corazón y aventaban la garganta.

Providencialistas y voluntaristas totalizantes de un nuevo signo, se fue olvidando lo que había sido el exilio español, aunque otros episodios de la historia de América Latina lo debieran estar recordando continuamente. En Uruguay, país de asilo por excelencia, encontraban refugio los perseguidos del Paraguay de Stroessner desde 1954, los de Brasil desde el golpe militar de 1964 y los de Argentina desde siempre. Los exilados -se les empezó a llamar así- seguían siendo personaje s de la vida cotidiana, nueva capa geológica —103→ de una historia que se renovaba y de la cual España era el punto de partida, vital y desgarrado, de nuestras existencias.

Las ilusiones poco durarían. A partir de los años setenta, los «niños de la guerra» española empezaríamos a vivir en carne propia el destino de nuestros padres. Una historia cíclica parecía repetirse ineluctablemente. El fascismo derrotado en Europa resurgía en América, a veces disfrazado de falsas notas populistas o de engañosas coberturas como imaginar que podía haber un «militarismo bueno».

El exilio volvió a ser el tema cotidiano en la diáspora no sólo uruguaya, a partir del golpe de Estado del 27 de junio de 1973, sino chilena a partir de septiembre de ese mismo año y de Argentina a partir de 1976. Los cantos y poemas, los cuentos, novelas y testimonios, sintetizaban en mesas redondas, festivales, coloquios y publicaciones, el drama que se repetía una generación después. En muchos casos, eran los hijos de los exiliados españoles los que emprendían la ruta del retorno a los orígenes, la difícil recuperación de las «raíces rotas» de que había hablado Arturo Barea al intentar su imposible reinserción en España. El círculo se cerraba, absurdamente, en el punto de partida.

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El destierro europeo de los aborígenes americanos

América no puede prescindir de su doble pasado, de una doble herencia: la propia y la de Europa, lo que es justamente la especificidad y riqueza de su identidad, pero también el origen de muchas de sus contradicciones no resueltas. Si unos llaman a España, Portugal, Italia y Francia en su relación con América (y no sin cierto paternalismo), «la Europa de casa», otros han visto en ese estrato fundacional común, el ethos cultural -artístico, filosófico, sociológico, ideológico, político y aun económico- que funda la riqueza de toda «comunidad». Este espacio cultural transatlántico, donde tantas raíces primordiales se comparten, se intercambian y fecundan mutuamente, trasciende la polarización Norte-Sur, y gracias a él, América Latina se presenta como una de las áreas culturales más expresivas del planeta.

El reconocimiento de este «espacio natural» tiene en el eje Italia-América una expresión que la ficción, como transposición artística de una realidad hecha de dualidades, ha privilegiado en muchas de sus páginas. Si América pudo ser la meta y la «tierra prometida» de inmigrantes italianos en esa narrativa finisecular en la que el Río de la Plata abundó, Italia es también el espejo -el modelo- en el que se ha contemplado admirativamente América, a través de imágenes, símbolos, tópicos y mitos configurados desde la antigüedad clásica.

Italia se convirtió así en la meta de los viajes iniciáticos -cuando no reverenciales o de prestigio- y de recuperación de raíces perdidas en la que abunda la narrativa latinoamericana. Roma, Venecia, Florencia han sido referentes obligados de un rastreo en la ficción de intenso soporte cultural. Ruinas, museos, espacios significados por la historia de Occidente y un espesor enfatizado gracias a la densidad del pasado se han puesto de relieve en páginas donde el espejo italiano completa la fragmentada identidad americana. Se puede recordar a nivel latinoamericano la obra de Manuel Mújica Láinez, Bomarzo, el cuento La barca o nueva visita a Venecia de Julio Cortázar, el «aura» de significantes familiares en Nombre del juego de Carlos Fuentes, Concierto barroco y El arpa y la sombra de Alejo Carpentier, la famosa Italia, guía para vagabundos, con su significativo capítulo «Todo camino lleva a Roma» de Germán Arciniegas, las referencias italianas en El hablador de Mario Vargas Llosa o la reconstrucción histórica del juramento de Bolívar en el Monte Sacro en las afueras de Roma realizada por Arturo Uslar Pietri en La isla de Robinson. Entre ellas figura la novela Los aborígenes (1961) del escritor uruguayo Carlos Martínez Moreno.

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La latinidad como «ecumene» de la identidad americana

Escenarios, citas oportunas, clin d'oeil cómplices, han hecho de Italia un referente cultural que se puede rastrear en la literatura uruguaya. Basta recordar Los fuegos de San Telmo de José Pedro Díaz y La novia robada de Juan Carlos Onetti. Sin embargo, es solamente en Los aborígenes de Carlos Martínez Moreno, donde se aborda la problemática identitaria de América Latina en su confrontación con la cultura occidental de la que es deudora y que Italia encarna en forma emblemática a través de la latinidad que forja y condensa. Estructurado en cuatro capítulos de los cuales dos transcurren en Roma y los otros dos recogen significativos momentos del pasado americano, la novela de Carlos Martínez Moreno aborda, a través de un relato que es casi el desarrollo lineal de un silogismo explicativo, la tensión cultural entre la condición indígena mestiza del protagonista y su formación cultural latina.

La opción narrativa de Carlos Martínez Moreno es clara porque podría haber hecho de su personaje un uruguayo de más probables raíces europeas, alguien que hubiera podido reconocerse sin dificultades en la Roma ensalzada por el «prestigio» de las ruinas del foro o esos «paréntesis milenarios» de los arcos de Tito y de Séptimo Severo98. Por el contrario elige un «rechoncho y cobrizo extranjero», Serapio Primitivo Cortés, embajador boliviano viviendo una suerte de confortable y entristecido destierro en Italia.

Al referirse a una de las más viejas culturas americanas y a la densidad inherente al pasado indígena que apenas disimula en los modales europeizados de su personaje, Carlos Martínez Moreno subraya la tensión del debate que propone al lector: la difícil síntesis de sociedades tan dispares y la inevitable alienación que todo mestizaje implica. Así lo entendió el jurado que otorgó a Los aborígenes el segundo premio del concurso literario organizado en 1960 por la revista Life en español. En nombre de ese jurado, Arturo Uslar Pietri escribió:

Este cuento está construido en torno a la rica y fundamental cuestión del mestizaje cultural que caracteriza la ambigua y difícil situación, plena de contradicciones y de posibilidades, que caracteriza al hispanoamericano en su imposibilidad de identificarse plenamente ni al legado de la cultura de Occidente, ni al pasado aborigen99.


Esta imposibilidad se subraya desde las primeras líneas de la novela. En los paseos entre las «piedras ilustres» de los Orti Farnesiani o en las escalinatas de Antonio y Faustina, adonde acude a ver caer la —106→ tarde, Primitivo Cortés contempla con la «nostalgia de otros templos», en clara alusión a las ruinas de la civilización del Tihuantinsuyo, un mundo clásico europeo que, si bien no es suyo, reconoce como parte de su cultura. No en vano evoca a Leopardi -«Roma, antica ruina / Tu sí placida sei?» -a Baudelaire- «Aux vagues senteurs de l'ambre» -a Victor Hugo cuando escribe «Car je n'ai vu qu'orgueil, que misère et que peine / sur ce miroir divin qu'on nomine face humaine».

Aunque «ajenas», estas citas poéticas no son gratuitas y menos aun pedantes, ya que los referentes literarios europeos sirven para explicar, gracias a una intertextualidad connotada, los confusos sentimientos de la identidad fraccionada del protagonista. Sin embargo, en los espejos contrapuestos en que se reflejan, las diferencias, al agudizarse, no dejan de enriquecerse y le dan una inesperada ambigüedad.

Una ambigüedad que sería menos ostensible si se aceptara, como sugería José Vasconcelos en La raza cósmica, que América Latina representa el sentido de la vieja latinidad romana que incorporó sin destruir las razas y culturas, aun imponiendo su hegemonía a pueblos de diversas identidades. Este sentido ecuménico se traslada al Nuevo Mundo y origina la América de nuestros días, donde pueblos diversos encuentran cabida. Los llamados latinos -escribía Vasconcelos- tal vez no son propiamente latinos, sino «un conglomerado de tipos y de razas que persisten en no tomar muy en cuenta el factor étnico (...) Y es en esta fusión de estirpes donde debemos buscar el rasgo fundamental de la idiosincrasia iberoamericana». En esa latinidad están las raíces de la universalidad latinoamericana, esa «ecumene» encarnada por Roma, la que lejos de excluir pueblos y culturas los incorporó para convertirlos en matriz de múltiples naciones.

En esa misma dirección, Pedro Henríquez Ureña reafirmó en 1926 -en el marco de la exhumación del término Romania y de la «romanidad» llevado a cabo por la escuela de la filología románica que América Latina pertenece a «la Romania, la familia románica que constituye todavía una comunidad, una unidad de cultura, descendiente de la que Roma organizó bajo su potestad». Henríquez Ureña sostenía que «pertenecemos como dice la manoseada y discutida fórmula, a la raza latina; otra imagen de raza, no real sino ideal». Ello explica que como resultado del enfrentamiento entre conquistares y conquistados surja una América que integra en definitiva lo que no podía seguir separado. En esa herencia de la latinidad forjada por Roma, Leopoldo Zea ratifica, por su parte, esa capacidad de conciliar lo uno con lo diverso, lo concreto con lo múltiple, lo individual con lo plural que caracteriza en buena parte la identidad de América Latina.

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El destierro espiritual como punto de vista privilegiado

Los aborígenes no se limita a una reflexión sobre la dualidad cultural de dos mundos enfrentados. La novela es, al mismo tiempo, una reflexión sobre la difícil, por no decir imposible, revolución americana, como parece tentado a decir el autor. Retrazada en la distancia espacial y temporal del destierro romano, la evocación de Primitivo Cortés está cargada de decepciones. Al revertir el pasado en el presente desde el cual se lo recuerda, un impreciso final de década de los cincuenta, el espejo tiñe la historia de la revolución boliviana de 1952 con los colores de la decepción, las frustraciones y la derrota moral.

El recurso narrativo utilizado es sutil: al reconstruir, a través de la conciencia del protagonista, el proceso histórico cuando ya se lo sabe en parte fracasado, es un modo de destruirlo dos veces. Reconstruir una revolución desde jardines romanos y con un chofer esperando en la esquina es acumular una contradicción sobre otra, una vuelta de tuerca del tiempo sobre el legítimo impulso original que la llevó a cabo. Los recuerdos del diplomático del altiplano en la suerte de destierro espiritual que vive entre las prestigiosas ruinas de Roma, se transforman así en la mejor expresión de la dramática dicotomía que divide a todo intelectual latinoamericano entre la necesidad de arraigo y la tentación de evasión.

Para entender el verdadero alcance de la mirada dual y retrospectiva de Los aborígenes, en cuyo nombre Carlos Martínez Moreno ejercita sus mejores virtudes narrativas al hundir el escalpelo de su pluma en las entrañas vivas de Bolivia, debe recordarse el alcance de su profunda identificación con los episodios más notorios de la historia contemporánea de América Latina.

Una mirada lúcida sobre la historia reciente

La narrativa de Carlos Martínez Moreno, aunque no sea realista en el sentido clásico del término, está condicionada por la inmediatez y la urgencia histórica de la que aspira ser glosa, reportaje inteligente y «comentario» crítico. Si ello es perceptible en los cuentos y novelas inspirados en su experiencia directa como defensor de oficio en lo civil y criminal -sobre todo en la novela Tierra en la boca (1974) y en los relatos El careo, Tenencia alterna, El ciclo del señor Philidor, Corrupción y La fortuna de Óscar Gómez, entre otros- donde se refleja el mundo procesal uruguayo de juzgados, careos y audiencias de pequeños delincuentes y seres marginales, lo es más notoriamente en las novelas de dimensión histórica americana.

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En Los aborígenes (1960), El paredón (1963) o Coca (1970), se descubre tras la ficción apenas disimulada, el palpitar de la historia del continente que se estaba escribiendo fuera de fronteras. Una historia inmediata, imperativa en sus solicitudes, pero a cuyas opciones forzadas, cuando no maniqueas, Carlos Martínez Moreno opuso siempre una capacidad analítica, una crítica nada indulgente y un estilo sin concesiones a la facilidad demagógica, al «miserabilismo» lacrimógeno al que otros cederían en nombre de esquemas de los que han sido confortables prisioneros. Sin embargo, esa independencia y la lúcida distancia de la que hizo profesión de fe no le fue siempre fácil, especialmente durante los años sesenta atenazados por las polarizaciones y, posteriormente, al publicar en el exilio mexicano en que vivió entre 1977 y 1986, la novela El color que el infierno me escondiera (1981).

Esa historia latinoamericana es la de Cuba en El paredón. Su compromiso con la realidad inmediata de la revolución cubana de 1959 -que había reflejado en los artículos periodísticos que consagró al tema- no lo llevó a propiciar un libro fácil y halagador sobre el maniqueísmo al que invitaba naturalmente la hora histórica que se vivía. Al contrastar dos mundos -el institucional uruguayo y el revolucionario cubano- a través de la experiencia moral de Julio Calodoro, Carlos Martínez Moreno cortó por ángulos más precisos que una simple división entre «buenos» y «malos». Insertado en «una sociedad civil e inmovilista» (Uruguay), el protagonista denuncia su quietismo y desarraigo, pero no puede abrazar ingenuamente la alternativa cubana que mira como ajena y sospecha cargada de violencia.

«La violencia está jugando en Cuba el papel que no puede suplir la madurez», había escrito Carlos Martínez Moreno en 1960. «Novela de planteamientos y no una aventura beligerante que fuerce conclusiones», explicaba en 1963, al publicarse El paredón, admitiendo que sus planteamientos eran dudas, exagerada lucidez o una pasión por el análisis minucioso de los acontecimientos, a cuyo trasfondo no eran ajenas las preocupaciones éticas.

Pero en realidad Carlos Martínez Moreno había descubierto la «otra» América ocho años antes, a través del proceso revolucionario de Bolivia iniciado en 1952. La América que se ignoraba y que estaba «a espaldas» del «balcón» sobre el Atlántico que era el Montevideo de la época, fue una auténtica revelación. Fruto de ello fueron la serie de artículos que publicó en el semanario Marcha de Montevideo: «Bolivia comienza a vivir su revolución» (abril, 1952); «Un reportaje a la revolución boliviana» (agosto de 1952); «Retrato de una revolución —109→ a sus tres años» (enero, 1957) y «Una revolución en la encrucijada» (mayo, 1957). En esos artículos -cuya reciente recopilación en el marco de la edición en homenaje de su obra ensayística realizada por la Cámara de Senadores del Uruguay100 invita a una relectura en la perspectiva de los cuarenta años transcurridos- Carlos Martínez Moreno explicaba cuál había sido la dramática realidad de un país cuya revolución justificaba en nombre de las profundas contradicciones de su sociedad. No en vano, Víctor Paz Estenssoro había escrito en 1950, desde un exilio montevideano en el que conoció a Carlos Martínez Moreno:

En Bolivia, la revolución es un fenómeno que está planteado permanentemente, mientras subsista la actual estructura económica y social (...) Cuando cuatro quintas partes de la población boliviana tienen un nivel de vida infrahumano (...) cuando la explotación de las riquezas naturales apenas si deja beneficio al país y sólo sirve para hacer más ricos a unos pocos y más pobres aún a la inmensa mayoría de sus habitantes ya inconcebiblemente pobres; (...) cuando la vida transcurre para la mayoría de los bolivianos sin ningún aliciente o compensación y falta de toda seguridad para el porvenir, no están dadas, evidentemente, las condiciones para que pueda la República tener estabilidad política101.


La revolución boliviana desencadenada por el MNR (Movimiento Nacionalista Revolucionario) fue la respuesta natural a ese estado de cosas. El 9 de abril de 1952, el pueblo boliviano se subleva épicamente y toma la base de El Alto de la Paz, como el pueblo de Madrid había tomado el cuartel de la Montaña el 18 de julio de 1936, según comparó el propio Martínez Moreno.

«La tea revolucionaria queda encendida y nadie podrá apagarla», diría Murillo en memorable frase. Enfrentado abiertamente a «la Rosca» que había detentado el poder hasta ese momento, el MNR en el poder fue acusado tanto de nazi como de comunista y fue objeto de campañas internacionales de hostigamiento y denigración. Como resumiría el escritor Augusto Céspedes en la carta abierta de 1950 al pintor Franz Tamayo: «Lo que se calificó de comunismo en los países atrasados es el hambre que se ha hecho articulado».

Ese nacionalismo boliviano que Carlos Martínez Moreno calificaría de patético, «porque nace de la convicción de una larga estafa y un largo desvalimiento, pero que no es jingoísmo»102, tenía, sin embargo, una definida conciencia antiimperialista y gracias a su arraigamiento popular permitió llevar a cabo importantes reformas. El MNR nacionaliza los grandes centros de explotación minera de Cataví, Huanuni y Colquiri pertenecientes a las grandes familias de —110→ «la Rosca» boliviana, sanciona leyes mejorando la condición de vida de los mineros, expropia latifundios y entrega la tierra a los indios en el marco de una original reforma agraria inspirada de la revolución mexicana de 1910. También decreta la abolición del «pongueaje», verdadera institución feudal que establecía el trabajo doméstico del indio y que había sobrevivido a través de los siglos.

Estos detalles históricos son fundamentales para entender la «distancia» narrativa con que Primitivo Cortés recuerda el pasado desde su confortable y nostálgico destierro romano. Martínez Moreno los conocía bien y, aunque disimulados, subyacen en la melancolía de las evocaciones y en la atmósfera de frustración que poco a poco se impone en un discurso del que no se avizora otra salida que la derrota final de los ideales posibles.

Por lo pronto, las dificultades de subsistencia que tuvo la revolución boliviana en un contexto internacional nada propicio. En ese período y en el marco de la guerra fría, Estados Unidos practicaba una dura política exterior que acosó todo movimiento nacionalista latinoamericano que tuviera un mínimo contenido social, sin necesidad de definirlo como socialista. Víctor Paz Estenssoro y luego Hernán Siles Suazo recogen la experiencia de Guatemala de 1954, en que el gobierno constitucional de Arbenz es derrocado por el golpe de Estado de Castillo Armas propiciado por la CIA, por haber sancionado leyes similares a las bolivianas de 1952.

«La Revolución empezará a mirarse en el espejo de Guatemala», escribe Carlos Martínez Moreno en 1957, porque quiere salvar su destino trascendente, buscando con realismo fórmulas de convivencia. «Su difícil presente y su futuro, por el que encaraban todos los esfuerzos, tenían que ser preservados y lo fueron»103. Por ello no sólo cambia el léxico del MNR, sino la base social que lo apoya. Más allá de obreros mineros y de campesinos, de indios y de intelectuales convencidos, se busca el apoyo de la «tenue y pequeña clase media de Bolivia»104 y el país se abre, tras la etapa nacionalista inicial, a las inversiones extranjeras, a la creación de sociedades de economía mixta. El realismo rinde sus frutos, a diferencia de lo que había sucedido en Guatemala.

Desde el exterior, el subsecretario de Estado americano Henry F. Holland, bajo la presidencia de Eisenhower, llega a la conclusión que «tratar de destruir a la revolución era políticamente menos inteligente que ayudarla». «Y éste fue el camino que se siguió», comprueba Carlos Martínez Moreno en su viaje a Bolivia en enero de 1957. En lo interno la revolución se «institucionaliza», pese a los temores que sus propios dirigentes habían expresado. Más gravemente aún, la izquierda —111→ se atomiza. Tanto el PURS (Partido Unificado Republicano Socialista), como el PIR (Partido de Izquierda Revolucionaria), el POR (Partido Obrero Revolucionario, trotskista), acaudillado por Juan Lechín, como los sindicados integrantes de la Central Obrera Boliviana (COB), dispersan esfuerzos que podrían haber estado unidos y se neutralizan mutuamente en un proceso autodestructivo del que el paso de los años sucesivos darían dramática cuenta.

«Bolivia es un país pobre, de disturbios y desalientos», afirmó el informe Keenleyside en los años cincuenta. En el último artículo que Carlos Martínez Moreno consagrara a Bolivia, desde su exilio mexicano, publicado en el diario Jornada el 25 de julio de 1985, concluía, no sin cierta tristeza: «Pobre Bolivia, en cualquiera de los dos casos, con una izquierda que no sabe cambiar de errores y una derecha que no quiere cambiar de costumbres»105.

Rehacer el rostro de América para mirarse en el otro

La lectura de Los aborígenes debe, por lo tanto, referirse a esta historia que contextualiza personajes y situaciones. Así, pueden reconocerse en el embajador Primitivo Cortés algunos rasgos del misticismo político del que fuera héroe de la guerra del Chaco y presidente de Bolivia, Germán Busch106. También en el carácter del general Cándido Lafuente se adivinan los reflejos del pragmático intelectual de espíritu matemático Gualberto Villarroel, presidente de Bolivia entre 1943 y 1946 y que, como el personaje de la novela, fuera brutalmente asesinado por masas enardecidas por manipulaciones de la poderosa «Rosca» boliviana, aliada a los intereses imperialistas de los dueños de las minas de estaño.

La «patria lejana» observada desde Roma está hecha de extensiones de crudas intemperies, teatro de la incomunicación en que se debate América. Contra ella se iza Primitivo Cortés, tratando de escribir un libro titulado justamente Los aborígenes, cuyo tema es «el surgimiento, la condición y el destino de esos indios y mestizos cuyos rostros lo habían cercado desde los días de la niñez, esos que a veces sentía latir apagadamente en su misma sangre»107. Si escribir ese libro es «su penitencia asumida hasta el fin», en sus «enmarañadas páginas» descubre para la imagen mestiza en que se plasma, un destino que fue consigna del MNR: «Con la revolución nacional, un mendigo dormido en lecho de oro despierta y se echa a andar».

Verdadera metáfora del destino de tantos pueblos de América Latina que Bolivia resume en forma de auténtico arquetipo, su proyección en la escritura no puede olvidar los tópicos sobre ella —112→ forjados: «el país sin salida» donde «todos estamos perdidos», el «pueblo enfermo» diagnosticado por Arguedas, esa doctrina que dio una visibilidad más intensa a Bolivia que su propia faz.

¿No cita acaso Carlos Martínez Moreno la dificultad de «rehacer el rostro de América Latina de la noche a la mañana», ya señalada por el presidente estadounidense John Kennedy, al reproducir esa frase en la nota al pie de página en la que explica la razón del título de su obra, Los aborígenes?

Rehacer el rostro de América, como la esposa de Cortés, Leonor, debe rehacer el suyo al ser desfigurada por una bomba. La alusión es directa: «Los cirujanos tallaron despaciosamente la cara de Leonor y los concesionarios despaciosamente la faz de la llanura, hacia el subtrópico norteño. Y una cosa valió por la otra»108. En un mundo hecho de reflejos que se reenvían imágenes deformantes, Cortés debe descolgar los espejos de su hogar para que Leonor no se descubra en el envés de una puerta o sobre un botiquín del baño.

Espejos que también propician en forma burlona inversiones de roles. En Los aborígenes, el verdadero «aborigen» observado por el mestizo Cortés, es su chófer italiano Massimo en «cuya caricatura se enjuiciaba la venal idoneidad de un mundo viejo e indigente, egregio e indecente»109. Moraleja: los «indígenas» son siempre los otros y la memoria de Cortés oscila entre una y otra orilla de un mismo mundo, donde la condición humana es la misma, más allá del color que la refleja.

El verso de Victor Hugo más arriba evocado, «Car je n'ai vu qu'orgueil, que misère et que peine / sur ce miroir divin qu'on nomine face humaine», adquiere un inesperado sentido y explica con eficacia una novela de mensaje claro, pero no necesariamente obvio. Porque el mensaje de Los aborígenes en la perspectiva de perspectiva de la lectura dual y diacrónica que hemos propuesto en estas páginas, es claro y está más vigente que nunca en una época en que tanto el cerrado nacionalismo como la pretendida globalización invitan a repliegues y a exclusiones, ignorando el natural pluralismo cultural del mundo de hoy.

Más que nunca hay que aprender a mirarse en el espejo del mundo sin perder nuestra propia identidad, nuestro propio rostro, nuestra propia e irremplazable personalidad. Más que nunca hay que contemplarse en el otro, aunque nos sintamos solos e incomunicados como el mestizo Primitivo Cortés y aunque nos veamos obligados a repetir con tono desamparado, como hace en las líneas finales de Los aborígenes: «Pues sí, linda, ¿qué va a ser de nosotros hoy día?».

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Juan Carlos Onetti (1909-1994), la muerte tan temida

Un día del mes de abril de 1993, al terminar de leer Cuando ya no importe, sentí que la larga y compleja relación que Juan Carlos Onetti había desarrollado a lo largo de su obra con el tema de la muerte, llegaba a su fin. El autor se disimulaba apenas detrás del protagonista, el derrotado y enigmático Carr, para decirnos en las últimas páginas y en la complicidad de una cansada primera persona: «Escribí la palabra muerte deseando que no sea más que eso, una palabra dibujada con dedos temblones», para precisar unas líneas más adelante: «Otra vez, la palabra muerte sin que sea necesario escribirla»110.

De golpe, el juego distante con una palabra tan radical como muerte al que había apostado durante más de cincuenta años, la sutil invitación al suicidio de muchos de sus personajes, las obsesivas y minuciosas descripciones forenses de sus cadáveres, ese ambiguo coqueteo con la fragilidad del instante que transforma una palpitación vital en un silencioso hueco ominoso, la parodia de la salida definitiva del teatro de la vida que había representado con tanta ironía, se condensaban en una especie de testamento literario. Desde el propio título de la obra, Cuando ya no importe, Onetti aludía a la inutilidad de toda vanidad o ambición, mirada burlona proyectada desde el «otro lado» del umbral que todos, un día u otro, deberemos trasponer. Un «no importa» proyectado como la consecuencia de un Cuando entonces, el que había sido el título de su novela precedente.

Para una tumba con nombre

En las páginas finales de la que sería su última obra, el protagonista Carr predice con la resignación que da lo inevitable que «algún día repugnante del mes de agosto» irá a ocupar una tumba, cuya losa «no protege totalmente de la lluvia» en un cementerio marino de la ciudad de Monte. En el planificado retorno a su ciudad natal, obvio apócope de Montevideo, Carr buscará el merecido reposo en «un cementerio marino más hermoso que el poema»111. Ese será el hogar definitivo de quien no lo tuvo en vida, pero «última morada» al fin, y, sobre todo, morada en la tierra natal. Esa tumba tendrá el nombre de su familia y le otorgará una seguridad que no habían tenido «las tumbas sin nombre» de otros personajes de su literatura.

Onetti cerraba así su obra con el signo de «una muerte anunciada», un discreto mutis por el foro de una representación que nunca —114→ pudo ser otra cosa que una comedia, aunque se quisiera tragedia. En forma deliberada ponía fin a un largo monólogo existencial y anunciaba la salida del mundo con la misma lucidez paralizante, el mismo rigor, dignidad y pudor con que acompañó la reflexión de su escritura desde aquel lejano día de 1939 en que Eladio Linacero decidió escribir un sueño y el instante que lo precedía, mientras se paseaba y fumaba sin parar en la desordenada habitación de un inquilinato oliéndose alternativamente las axilas con una mueca de asco.

Como entonces, pero desprovisto ahora de sueños liberadores, Onetti dictaba, a través de Carr, su última voluntad. Lo hacía con una inesperada paz y sosiego, convirtiendo «los adioses» plurales de su obra en un consciente salto al vacío.

Al releer esas páginas un año después -cuando el propio Onetti se había ido para siempre, cuando ya habíamos empezado a creerlo inmortal- sentiría que de «una tumba sin nombre» para Rita a la tumba con nombre para Carr, bajo cuya lápida, sin embargo, se «filtra pertinaz la lluvia», había transmitido, a través de la constante temática de la muerte, una de las claves más significativas de su obra.

Una clave que no sería otra que el nudo gordiano de la íntima soledad del individuo, la tristeza metafísica de la condición humana, la progresiva toma de conciencia de la inutilidad de la mayoría de los gestos y del despojamiento de todo lo accesorio que nos rodea y nos crea tantas falsas dependencias con la realidad circundante. Una lucidez que pudo ser paralizante en vida y que, gracias a la muerte, se ha transformado en sabiduría.

Una muerte que le llegó finalmente a él, como nos llegará a todos, pero con la cual siempre se «voseó» en la complicidad de su literatura y a la cual no adjudicó el sentimiento trágico al que sus argumentos lo invitaban. Para todos aquellos personajes a los que la escritura no pudo salvarlos, como Linacero en El pozo o Brausen en La vida breve, la muerte había sido la inevitable compañera que los llevó a la liberación por el suicidio, al frío asesinato o a un dejarse morir en la «naturalidad» de un viaje o en la «realización» de un sueño. Muerte plural y polisémica que valía la pena analizar en la hora de «los adioses» definitivos a Onetti.

El revés de las preguntas

Una de las claves de esta muerte de tan variados disfraces, la da la protagonista de Tan triste como ella cuando anuncia desde el inicio de un relato cargado de símbolos que hay que saber «decir que sí a la muerte». Este aprendizaje no es otra que la consecuencia del desengaño y la tristeza, aunque en sus noches blancas recite (¡y no rece!) —115→ «la primera parte del Ave María», para no llegar a «admitir la palabra muerte».

La progresiva aceptación de esa palabra la lleva a un suicidio liberador, disimulado en el simulacro de clara connotación sexual: el entibiado caño de un revólver Smith & Wesson introducido en la boca, trayendo la memoria de un sabor de hombre derramado en su garganta, antes de que la bala disparada termine de romperle el cerebro. Esa liberación no es sino la respuesta a «los errores y misterios» del destino y a la prematura conclusión de que «vivir es culpa suficiente para que aceptemos el pago, recompensa o castigo. La misma cosa, al fin y al cabo»112.

La vida entendida como «culpa» explica también la minuciosa preparación del suicidio de Risso en El infierno tan temido, al punto que resulta «inútil y grotesco» intentar convencerlo de que no se mate, tan claro es que parece «un hombre lento y feliz» preparando su propia desaparición. Risso tiene, en efecto, «los más excelentes motivos para estar sufriendo y tragarse sin más todos los sellos de somníferos de todas las boticas de Santa María». Su razonamiento y su actitud son la de un hombre estafado: «Un hombre que había estado seguro y a salvo y ya no lo está, y no logra explicarse cómo pudo ser, qué error de cálculo produjo el desmoronamiento»113.

De ahí que el suicidio esconda siempre una insoluble ambigüedad: la cobardía, el temor, si no el miedo, de seguir enfrentando los asedios de la vida, como contracara del coraje necesario para provocar el gesto definitivo que implica.

Julián, el hermano del protagonista de La cara de la desgracia, ha sido también un «hombre seguro y a salvo» y, sin embargo, se suicida, acorralado por los acontecimientos que él mismo ha desencadenado. Si «la vida es una idiotez complicada», una «feliz idiotez», el suicidio puede ser una salida gratuita tan desprovista de sentido como la propia existencia. Quedará esa duda, aunque Julián pareciera dispuesto a ese desenlace fatal por la propia desgracia reflejada en su cara, la «pasiva bondad» y el «exceso de sencillez» que refleja su «empobrecida sonrisa».

El suicidio puede ser, por lo tanto, el desenlace esperado que no sorprende a nadie. El deportista tuberculoso, protagonista de Los adioses, está condenado por la enfermedad irreversible que lo aqueja y no hace sino acelerar su muerte porque «no tiene paciencia». Por ello, no es extraño que, aun descerrajándose un tiro, su muerte exija «poca sangre», y su cuerpo yazca «naturalmente» en la cama y parezca «más tranquilo».

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Cuando falta la voluntad y la intencionalidad, la apariencia del suicidio puede escamotearse detrás de la locura que ha cortado todo vínculo entre la razón y el mundo. Tal es el caso de la muerte de Julia en Juntacadáveres y de Moncha Insaurralde en La novia robada, que pueden ser tanto el resultado de un acto deliberado, como de un simple «echarse a morir» porque se está «aburrida de respirar».

La locura como un divorcio con las implacables reglas que rigen el mundo; el suicidio como su natural consecuencia. En todos los casos, una muerte acogida en la naturalidad que sólo puede explicarse por una resignada disposición ante lo irremediable y por una culpa compartida. Por algo el certificado de defunción que extiende el Doctor Díaz Grey a Moncha establece que el «estado o enfermedad causante directo de la muerte» es «Brausen, Santa María, todos ustedes, yo mismo»114.

Ossorio, al final de su fatigada huida en Para esta noche, sonríe por primera vez cuando adquiere conciencia de su muerte inminente. El «prefiero morir» es la salida obvia y directa del «mundo que apesta». Del mismo modo, la naturalidad con que se recibe esta forma definitiva de evasión, se reviste de un tono tranquilo en la descripción de la muerte de Elena Sala en La vida breve. Nada más simple que morir como si se estuviera:

De vuelta de una excursión a una zona construida con el revés de las preguntas, con las revelaciones de lo cotidiano, no recogidas por nadie. Muerta y de regreso de la muerte, dura y fría como una verdad prematura, absteniéndose de vociferar sus experiencias, sus derrotas, el botín conquistado115.


En esta banal «excursión», la muerte se desdramatiza, aunque golpee en plena juventud. Rita en Para una tumba sin nombre tiene treinta y cinco años; Moncha, veintinueve. El deportista de Los adioses «todavía era joven, el pobre», como constata un testigo. En resumen, «mueren jóvenes los que aman demasiado a los dioses»116.

Juventud que es apenas adolescencia en la protagonista de La cara de la desgracia, brutalmente asesinada cuando apenas tiene quince años. Un crimen que debería provocar indignación queda «enfriado» por la detallada terminología del médico forense al examinar el cadáver. La falta de emoción establece una distancia infranqueable entre el narrador (presunto asesino) y el lector. Los detalles sobre el morado rojizo de las equimosis, el morado azuloso de las variadas escoriaciones, los fluidos sanguinolentos que han brotado de su boca, la sangre coagulada de la laringe, los tegumentos que anuncian la putrefacción, el líquido turbio y oscuro de sus bronquios abiertos por la autopsia, aun siendo insoportables, convierten —117→ a la muerte en un hecho «científico», comprobable y, por lo tanto, desdramatizado. «Era un buen responso, todo estaba perdido», se dice al final del dictamen.

Aunque brutal e inesperada la muerte de Magda en Cuando entonces se describe con la misma frialdad. A lo largo de deshilvanadas charlas del narrador con su colega Lamas en una cervecería de Santa Rosa, los fragmentos de recuerdos intentan recomponer un suicidio o un más probable asesinato. Las versiones de los testigos son las piezas mal encajadas de un imposible puzzle. Cuando Pastor de la Peña decide aceptar el regalo del cuerpo de Magda que le había hecho apenas veinte minutos antes («¿Por qué no subís y jugamos? Total, este cuerpo ya no es mío. Te lo regalo y te juro que podés hacer con él todo lo que se te ocurra», le invita)117, la descubre con la cabeza volada de un disparo, en el centro de un charco de sangre. En resumen: «la muerte quiso imponerle una postura obscena».

Como detectives aficionados, los dos periodistas recogen informaciones dispersas, atan cabos y no intentan sacar conclusiones. Sin embargo, las hay implícitas, porque desde el título del penúltimo capítulo -«Donde Magda es apartada»- da un inesperado sentido a la obra. El rastreo de los indicios de «esta persecución en la nada» que «se había convertido en un quehacer», abre las compuertas de una sórdida tramoya con deleznables personajes de una dictadura y sus asesores militares extranjeros. Otras formas de la muerte, sistemáticas y feroces se insinúan, reflejando la historia real que se vive no muy lejos de Santa María y de Santa Rosa, en un Uruguay y una Argentina sumergidos en los años dictatoriales de fines de la década del setenta.

La muerte como «un sueño realizado»

Versiones contradictorias sobre las causas de una muerte que ya estaban en Para una tumba sin nombre, la novela con la cual personalmente descubrí a Juan Carlos Onetti un día viernes del mes de agosto de 1959 y aprendí para siempre a desconfiar de las certidumbres y de las pretendidas verdades que destruyen el «alma de los hechos».

A partir de la tarde de verano en que ven llegar el extraño cortejo fúnebre de la prostituta Rita García (¿o González?) al cementerio de Santa María, Díaz Grey y Jorge Malabia recogen diferentes versiones sobre la posible causa de su muerte. Acompañadas de las notas sórdidas sobre el precio más barato de los sepelios, el velorio del que Jorge será el único deudo presente, el itinerario del extraño cortejo, la expresión de «vejada paciencia» del cochero sentado en el pescante —118→ de la carroza, el extraño chivo que los sigue atado, las variantes se desmienten unas a otras en forma deliberada.

Se puede aceptar, finalmente, que todo pudo ser mentira, «un cuento inventado», una historia que «podría ser contada de manera distinta otras mil veces». Lo único que importa es que pudo haber un velorio en el que no hubo nadie más que la muerta, el chivo y el autor del relato. Porque todo será finalmente escrito «en pocas noches» y con «algunas deliberadas mentiras» en las que se termina por dudar de lo único que parecía cierto: la existencia de un registro en el cementerio donde figurara el nombre de la joven prostituta enterrada.

La muerte puede desencadenar una comedia intrascendente, como se propone en la Historia del caballero de la rosa y de la Virgen encinta que vino de Liliput, donde la muerte de Doña Mina pone en marcha una serie de expectativas, en buena medida frustradas. Porque se puede decir «la muerte (...) De acuerdo. Pero no el miedo, ni el respeto, ni el misterio»118. Es decir, la muerte es importante, pero no merece las notas del respeto temeroso que implican un posible misterio. Y todo aunque, una vez firmado un certificado de defunción y al hacerle una autopsia, abriéndole «los intestinos» se descubra que «la vida es mucho más complicada».

En otros casos, la muerte resulta ser una comedia, no tanto en sí misma, sino por los efectos que provoca. Comedia que es auténtica representación teatral en Un sueño realizado, donde la muerte de la protagonista está decretada antes de empezar la representación del sueño que ha encargado al grupo de mediocres actores de provincia y es su obligado telón final. No hay sorpresa, ni dramatismo, posible: la muerte llega «como en un sueño».

En la alegoría existencial de Onetti la metáfora de la vida como un pasaje de un sueño a otro, de un tránsito sin fronteras entre la realidad y la ficción, se completa con esta lección inesperada de la muerte aceptada con la naturalidad de un sueño. Acto solitario por excelencia, la muerte en sus diferentes variantes estaría siempre anticipada por signos que impiden toda sorpresa. En un relato como recordado de Onetti, La muerte y la niña, el asesino potencial («el proclamado asesino») se pasea portando en su mirada y en sus gestos el tiempo futuro del crimen que cometerá. Todos lo saben porque es como si llevara un cartel que anunciara «Yo mataré» a la víctima («la mujer condenada»). Cuando el crimen se va a producir se puede decir que se «había iniciado doscientos setenta días antes»119 y que es imposible detenerlo. «Y no era posible impedirlo», fatalidad irremediable de lo que está predeterminado y que es imposible evitar, porque en definitiva no vale la pena.

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«Todo está escrito», se dice lacónicamente al final de La muerte y la niña. La moraleja es que «los muertos entierren a sus muertos» aunque también esté escrito que «el que mata se condena a la difamación y la mentira»120. Mentira que es también el resultado de otra ficción, la que escribirá Jorge Malabia sobre los fragmentos que recoge sobre esta muerte, aunque para ello opte por «ser obvio», una de las tantas «formas del error ofrecidas a los hombres».

Por lo tanto, no hay que ser obvio. Onetti lo ha sabido siempre y en este tema -la muerte- como en otros, ha evitado las trampas de la facilidad. Y al llegar a ese nudo esencial de la condición humana, ha condensado en forma original y solitaria una verdadera alegoría existencial del hombre contemporáneo, no sólo rioplatense o latinoamericano, sino universal.

Por eso, cuando años después, desde el cementerio marino de Monte «más hermoso que el poema», donde reposará Carr un día invernal del mes de agosto, Onetti nos lanza la cómplice guiñada final de su obra, podemos decir que «todo está escrito», tal vez, pero en su caso está magníficamente escrito.