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Daniel Moyano y Juan José Hernández: por los caminos del infierno

Rodolfo C. Schweizer





A treinta y ochos años de ese reconocimiento memorable que a manera de prólogo escribiera Augusto Roa Bastos en La lombriz1, ya no quedan dudas de que la década de los 60 implicó un salto cualitativo en la literatura argentina. En efecto, esa década es significativa por cuanto ya no fue solamente la experiencia del habitante urbano la que sirvió de paradigma a la creación artística, sino también la de ese habitante marginal del interior argentino, lo cual fue tratado y desarrollado desde una visión que armonizó a la literatura argentina con el espacio espiritual que le correspondía: Latinoamérica. Sería apropiado, entonces, a casi treinta años de ese fenómeno literario que se prolongó por otros derroteros en la década siguiente, volver los ojos y comenzar una revaloración de ese proceso y un estudio contextual de la obra de esos escritores que ya son parte de la historia de nuestra literatura. Aquí lo comenzaremos comparando brevemente la narrativa de dos de ellos, amigos entre sí, y de quienes hablaba Roa Bastos en aquélla introducción: Daniel Moyano2 y Juan José Hernández.

Para comprender la obra de ambos debemos aceptar que los textos no existen en el vacío; que ellos son prisioneros del discurso social y de la imaginación disponible. Esto no equivale a negar la existencia del escritor. Por el contrario, en el acto de la creación artística éste toma ese discurso latente y establece un orden, que se concreta en la visión particular y el estilo que le imprime a su obra. Entonces, la escritura se transforma en un privilegio, porque el escritor deviene en una especie de delegado de aquellos que constituyen su sociedad y su cultura. Gracias a esto podemos identificar a Moyano y a Hernández como creadores del interior, ya que, al ser parte de un universo con sus propias particularidades culturales, sus textos constituyen manifestaciones artísticas de su cultura y de su pueblo.

Si hemos de ver a la literatura en una relación recíproca con su espacio social y su tiempo histórico, hablar literariamente de Hernández es hablar de Moyano y viceversa. Sus tiempos y sus espacios vivenciales coinciden, por lo que la vida los puso de frente a procesos históricos similares. No extraña entonces que ambos trataran artísticamente el tema del exilio interno, ya que ambos fueron parte de ese purgatorio espiritual en que fue instalada la sociedad del interior argentino después de la Segunda Guerra Mundial, seducida e instada a emigrar en nombre del progreso, el desarrollo económico o simplemente para salvarse de la miseria. Esto explicaría que ambos canalizaran artísticamente el rechazo espiritual a la gran urbe industrial, en tanto símbolo de ese desarraigo impuesto o sugerido. Por lo tanto, si aceptamos esta conexión entre literatura y contexto histórico, Una luz muy lejana3 y La ciudad del los sueños4 podrían verse, en relación a su época de producción, de la misma manera que hoy leemos El matadero de Echeverría o Amalia de Mármol en relación al devenir social en la época de Rosas, o sea como testimonios artísticos de su época.

Pero, si bien el rechazo a la urbe actúa como protonarración en la narrativa de ambos autores, Moyano y Hernández se diferencian en el uso del paradigma. En efecto, la representación artística del drama del provinciano emigrado le permite a Moyano llevar su visión del conflicto entre urbe y campo, tradición y modernidad a otro plano, para transformarlo en una disyuntiva moralizante, que obviamente necesita una salida. En Una luz muy lejana esa salida se da como la sugerencia del retorno a la tierra, simbolizado en la sabiduría esencial de ese viejo indígena del final; en El trino del diablo5 es la invitación al retorno a la solidaridad humana idealizado en los músicos que habitan Villa Violín, último refugio idealizado de Triclinio y en El vuelo del tigre6 es la sugerencia del retorno a una armonía con el mundo natural, implicado en la alianza liberadora del viejo con los pájaros en ese mítico Hualacato.

Pero no es así con Hernández en La ciudad de los sueños. En ella, este autor tucumano no recurre a lo mítico ni a lo poético para salvar a sus personajes. Para él no hay Hualacatos posibles adonde volver. Por eso la Clotilde de Hernández, al revés del Ismael de Moyano, elige quedarse en Buenos Aires y luchar esgrimiendo las mismas armas de esa sociedad. De ahí que elija el no regreso y rechace ese mundo provinciano, aferrado por otra parte a los pretéritos privilegios de su familia. No obstante, desde un punto de vista temático, La ciudad de los sueños complementa a Una luz muy lejana, ya que sus protagonistas y personajes, al revés de Ismael, son extraídos de esa clase social alta y decadente que aún sobrevive en las provincias de espaldas a la historia, pero que también son obligados a emigrar.

El estudio comparativo de Moyano y Hernández nos obliga a detenernos en la cuentística, que es el género central que ambos comparten, con una mayor inclinación de Daniel hacia la novela y hacia la poesía en Juan José. Obviamente, hay temas comunes, pero también hay diferencias. Los mundos ficticios de Moyano son familiares porque, como esa madre de «El rescate», están tocados por una profunda sensación de pérdida humana, de no pertenencia, de ansiedad; una experiencia dominada en muchos casos por la suya propia como niño o adolescente. Lo vemos en los protagonistas infantiles de «La lombriz», «Etcétera», «Los mil días», «La cara», «El perro y el tiempo», «Mi tío sonreía en Navidad», y otros relatos; esos niños confinados en un hogar miserable o en una institución, condenados a vivir con esa «entidad implacable» con que identifican a esos tíos narrativos, inmigrantes fracasados, exiliados de su patria y de su vida, sumidos en un mundo sin esperanzas, maldiciendo a sus hijas por la carga que representan con sus hijos ilegítimos que lo obligan a robar para alimentarlos. Lo apreciamos también en el mundo construido alrededor de esos personajes adultos y aislados que habitan las pensiones en «Juan» y «Nochebuena», en los Ismaeles de Una Luz muy lejana y «Artista de variedades», en la Catalina de «Café» con leche, todos exiliados internos sin esperanzas, tratando inútilmente de escapar al destino que los arroja de vuelta al comienzo, como al protagonista de «Una partida de tenis» y de «La lombriz». No es extraño entonces que, como lo planteara Roa Bastos, se hable de la influencia de Kafka en sus obras.

La cuentística de Hernández se diferencia de la de Moyano porque está más desprendida de las experiencias personales7. La brevedad impuesta a sus relatos busca elevar el impacto poético de lo que se cuenta. Por eso sus cuentos arrancan de golpe, terminan elípticamente y no ofrecen un cierre8. En ellos el protagonista es representado como una subjetividad en movimiento, mientras la narración se concentra en la creación de una atmósfera, donde se mezclan la realidad externa y la naturaleza con las proyecciones síquicas del protagonista. Esto, que lo hace conceptualmente chejoviano, se aprecia, por ejemplo, en «El viajero», un relato interesante estilísticamente por su construcción en segunda persona y donde el autor combina agentes naturales, como la pesadez de una siesta tucumana, con la turbación emocional de un joven enamorado de su cuñado, para crear la imagen de un individuo obsesionado y sin salidas. También en «La creciente», donde la combinación de la noche, la penumbra de un cuarto, el estado de somnolencia anterior al sueño y la angustia se mezclan para proyectar artísticamente la imagen del dolor de un niño que perdió a su amigo en la creciente de uno de esos tantos ríos que pueblan la geografía tucumana. Por lo tanto, sus cuentos están afiliados a una concepción impresionista de la realidad, donde lo importante no es lo que pasa, sino cómo pasa.

Esta voluntad de pedirle algo más a la realidad lleva a Hernández a desarrollar relatos donde la experiencia estética se transforma en una experiencia reveladora de la fragilidad material y espiritual de la existencia humana: la de la mujer ante la inseguridad afectiva en «La reunión», ante la soledad frente al aborto en «Para Navidad», ante el rumor prejuicioso en «La viuda», ante la interferencia matrimonial en «La inquilina»; la del hombre ante la mujer que lo desafía con su independencia emocional en «Danae» y con el derecho a su sensualidad en «Excesos» y «Matrimonio». Coincidiendo con Moyano, podemos decir que Hernández escarba en los escombros de la realidad para descubrirnos, en los actos elementales de la vida, el exilio humano de una totalidad.

Por otro lado, como lo sugerí al referirme a La ciudad de los sueños, el enfoque diferente del exilio en Hernández le permite tratar artísticamente otro tema relacionado al exilio: el de la máscara humana. Esto nos lleva al encuentro con protagonistas más conscientes de su situación; que comprenden que deben adaptarse a las reglas de juego, asumiendo la mascara que las circunstancias le reclaman, tal como lo vemos en «La intrusa» con ese joven provinciano que rechaza los valores con que fuera criado por una abuela religiosa y austera y decide seguir los pasos de su compañero de pensión, un joven de la ciudad que explota el sexo como medio de vida. Igual desarrollo se da en «Tenorios», con un protagonista que también decide asumir la máscara de su modelo corrupto como medio de superación.

La narrativa de Moyano comparte con la de Hernández un carácter crítico frente a las actitudes sociales. En Moyano, tanto «El monstruo», un relato con antecedentes en La metamorfosis de Kafka, como «El estuche de cocodrilo» pueden ser vistos como una crítica a la banalidad, a la indiferencia social, a la falta de capacidad de asombro que prevalece en la multitud, a la violencia sutil o abierta contra el individuo diferente, a la falsedad del lenguaje humano. Esa misma intención moralizante y de rechazo a la modernidad se da claramente también en el relato «La fábrica» y lo que ella implica como símbolo. Si aceptamos la idea de Lacan de que la escritura parte del rechazo y actúa como una compensación simbólica, «La fábrica» es paradigmático para definir la visión crítica de Moyano frente a la modernidad y sus símbolos. Esa misma posición se percibe en «Una guitarra para Julián», donde el objetivo de crítica es otro producto del proceso histórico: el mismo Estado y su estructura burocrática de poder, por interferir en el modo de vida de la sociedad, aunque Moyano no da concesiones y se presiente su crítica a la pasividad e ingenuidad de la misma. Como anticipándose a la historia del país, Julián es transformado en desaparecido ante la pasividad de su gente.

Ese mismo sentido de crítica social se manifiesta en Hernández en relatos que, incluso, van más allá de lo artístico y admitirían ser vistos como alegóricos de la relación desigual entre el interior y Buenos Aires. «Vestir a Magdalena» es, justamente, uno de esos cuentos donde el contenido y la forma se combinan para proyectar en el lector esa segunda lectura. En él asistimos a las vicisitudes de una muchacha provinciana, trasplantada a la fuerza a Buenos Aires, donde es controlada por su primo y es forzada a aprender francés y a adaptarse a los hábitos burgueses de esa sociedad, que la acepta como elemento exótico y le impone un estilo de vida diferente y extraño. El hecho de que el contenido sea presentado en primera persona desde la perspectiva del primo es significativo, ya que su voz simboliza el poder de Buenos Aires para imponer un solo discurso en el contexto nacional. El final con el suicidio de Magdalena importa porque conlleva un doble mensaje: por un lado la falta de esperanzas de Hernández en una unificación cultural del país y, por otro, su confianza en el heroísmo y la dignidad humana a pesar de las contrariedades. Esto, obviamente, lo acerca a la postura ética de Hemingway.

Un tema que sin duda une a ambos escritores, es su visión crítica del mundillo militar y a todo lo que éste representa con su mentalidad represiva, cavernaria, maniqueísta y violenta ante la sociedad. En Moyano, las novelas El oscuro9 y El vuelo del tigre y el cuento «Después de este destierro», y en Hernández dos cuentos como «Sacristán» y «El sucesor» se explicarían si admitiéramos que ellos nacen íntimamente del común rechazo a ese mundo. Naturalmente, como hombres de un país sometido a las experiencias de las dictaduras militares, sus creaciones no podían obviar ese tema. Ese rechazo se manifiesta en El oscuro con la creación de un protagonista arrinconado frente a la vida, solo ante su familia y la sociedad. Lo mismo podemos decir de Nabu, el de El vuelo del tigre, arrojado al mar para que no vuelva nunca más o de los represores al final de El trino del diablo. En Hernández esa visión negativa se concreta en la creación de protagonistas como el del relato «Sacristán», el típico represor maniático que canaliza su frustración sexual haciendo ejecutar al hermano o como el de «El sucesor», que nos permite acceder al laberinto mental del militar a través de su propio discurso.

Roa Bastos habla, en la introducción que ya mencioné, de la influencia de Rulfo en estos escritores. Si tuviéramos que elegir un relato de Hernández en ese estilo, «Como si estuvieras jugando» representa por su título y su desarrollo, un cuento que posiblemente reconozca esa influencia. En él, todos los episodios que van conformando la historia, conducen a ese consejo final de la abuela anciana, que le recomienda a su nieta paralítica cómo comportarse en el acto de pedir limosna en un tren que pasa por un pueblo miserable del norte argentino, como un embajador insensible de una nación inexistente. Pero el relato, una obra concentrada en la creación de un efecto artístico a partir del desarrollo de la subjetividad de esa anciana, va más allá de lo artístico y permite acceder al contexto social e histórico que lo hace posible: la situación de los ancianos en el contexto de pobreza del interior argentino, la de la mujer campesina obligada a emigrar a la ciudad para trabajar de sirvienta, el caos afectivo y material implicado en el abandono de los hijos, la incertidumbre emocional del que emigra y del que se queda, la degradación de la infancia ante el abandono y la marginación social.

Pero, a ambos escritores también les interesó explorar otros mundos, como el de la niñez y el de la adolescencia en transición. Si bien este tema los une, el tratamiento de la crueldad infantil como tema en Hernández marca una diferencia sustancial. Obviamente, en Moyano los elementos autobiográficos le proveen un arsenal de ideas y experiencias, que luego se vuelcan en la construcción de sus protagonistas. Si Moyano escribía para comprender el mundo, como él decía, la temática desarrollada tendría un sentido exorcizante a nivel personal, ya que parece querer comprender su propia experiencia en este juego absurdo que constituye la vida10. De esa reflexión surgen relatos como «La espera» y «Etcétera» donde Moyano representa artísticamente la ansiedad del niño abandonado, a la espera de la figura protectora del padre o la madre que no llegan; «Los mil días» y la representación de esa mezcla de angustia y esperanza con que el niño escucha con inocencia la sentencia de su abuelo. Y así sucesivamente en «Clac clac», «El crucificado», «El rostro», «El perro y el tiempo», relatos que buscan conjurar la presencia de esos fantasmas que habitan el mundo infantil. Yendo más allá de la parte artística, es importante notar que algunos de estos relatos implican también una crítica a las instituciones burocráticas del estado, supuestamente encargadas de proteger o educar a la niñez. Cuentos como «Otra vez Vañka» y «Paricutá», por ejemplo, proyectan más allá de lo estético, una visión crítica del autor respecto a los reformatorios, la escuela pública, y de esos tiranuelos escolares insensibles ante la realidad social.

Moyano experimentó con el cuento de pasaje en «La puerta» y «La columna». Su estrategia consiste en colocar al niño ante lo inesperado. Pero, la anécdota no implica necesariamente el acceso a una total comprensión del mundo, aunque sí a la sospecha del mismo. Estos dos relatos podrían ser vistos como adheridos el estilo de Poe, debido a que recurren al golpe de efecto del final para causar un efecto estético en el lector. En cambio, Hernández centra el efecto artístico de sus relatos en el proceso y la atmósfera asociada al acceso al conocimiento. Así, en «La culpa» la experiencia del niño está asociada a una serie de hechos que lo llevan hasta el descubrimiento de la infidelidad del padre, lo cual compromete su visión idealizada del hogar y de sus padres. En «Julián» ese pasaje a medias se asocia también a un proceso, fruto del relegamiento paulatino del protagonista por parte de su amigo que ya entró en la pubertad y tiene otros intereses. En «El otro Julio» el aprendizaje se da por medio del descubrimiento paulatino de la traición por parte de otro niño, que finge amistad para poder robar. En «La creciente» el conocimiento llega por medio de la comprensión de saberse parte de un mundo natural al que no se puede controlar, tal como se lo demuestra esa creciente que le arrancó al amigo en el río. En Moyano, en cambio, esa recurrencia al proceso como instrumento artístico se daría en «El fuego interrumpido», donde el protagonista parece comenzar a comprender que no todo es sólido alrededor del mundo de los adultos.

Pero Hernández establece su propio territorio con el tema de la crueldad infantil en sus cuentos. No podría afirmar si es el único, pero por la admiración que el tratamiento de este tema causara en Alejandra Pizarnik11, se podría decir que estamos ante un escritor que ha dejado su marca personal por la renovación temática que ello implica. Con el tratamiento de la crueldad infantil como tema Hernández nos desafía, porque ello está en conflicto con nuestras concepciones culturales, asociadas a esa imagen cristiana del niño como paradigma de la inocencia. Él, en cambio, nos retrotrae a los griegos, que no vieron al niño como símbolo de una inocencia perdida. Pero, como él lo dice, esa crueldad no es producto de una maldad, sino de la ansiedad del niño por consumir la experiencia del juego en un instante, sin darse cuenta de que al hacerlo compromete el orden de las cosas. Por lo tanto no estamos ante la maldad calculada, sino ante la crueldad como algo asociado a los actos de una mente inocente e incapaz de prever los alcances de la misma.

Esa no concesión a nuestras idealizaciones se da en «El inocente», un relato donde el reflejo de la devaluación social del minusválido en la mente del niño, hace que la aventura infantil concluya con su horrible muerte. En cambio, en relatos como «Reinas», «Venganza», «Bambino», «Las dalias» y «El otro Julio», Hernández explora las formas inocentes de la venganza infantil. Este tema tiene su cima en «El ahijado», un relato con un final a lo Poe, donde el niño sorprende al lector con algo inesperado y contundente como ese cuchillo rasante que se dirige a quien ultrajara la imagen de su madre.

Pero a Hernández no se le escapan otros temas comunes a la niñez, como los conflictos subjetivos asociados al paso a la pubertad, tal como se trata en «La señora Ángela», con un niño protagonista ubicado en la intersección de una doble atracción fatal: la de una mujer adulta y la de su hija también entrando en la pubertad. Como con Nick Adams en los cuentos de Hemingway, aquí el protagonista aprende que no todo es lineal en la vida, que el placer viene acompañado del dolor, que nada es permanente, que todo, así como llega se va. En otros relatos como «Anita», en cambio, la experiencia les enseña a estos niños que las cosas tienen sus límites y que no siempre el mundo natural se presta para dominarlo, tal como lo experimentara el protagonista de «La creciente», que llora en silencio ante la posible muerte de su compañero de juegos.

El estilo de Hernández en relación a la representación de sus niños interesa por varios motivos, entre ellos porque supera las convenciones literarias del realismo, al dejar que sus niños protagonistas se representen a sí mismos. Por lo tanto evita la representación omnisciente de ellos, lo que lo enfrenta a un problema semántico y de representación, que obviamente supera al establecer su propio límite. Esto implica aceptar de su parte la idea de la imposibilidad de representar el plano subjetivo como algo absoluto, con lo cual abre la obra a la participación del lector. Entre los relatos que mayor impacto han tenido, al punto de servir de título a la edición de sus cuentos completos está «Así es mamá». Este cuento se destaca por desarrollarse en primera persona a partir de la cuidadosa construcción de la subjetividad de un niño, obviamente limitado por la inexperiencia, para comprender lo que pasa alrededor suyo, cuando es recluido al altillo de su casa cada noche. El relato se concreta artísticamente mediante la creación de una atmósfera tensa donde chocan la visión madura del lector y la ingenua del niño. El hecho de que al final éste consiga sus fines inocentes a costa de su posible prostitución es algo que desestabiliza a aquél, lo cual no le preocupa a Hernández ya que el efecto buscado es ubicarlo en la encrucijada de una experiencia estética representada por esa mentalidad infantil en acción; una subjetividad limitada por la inexperiencia y arrinconada por el miedo a perder su madre. Que el niño se corrompa en el proceso es secundario, porque lo que interesa no es la moralidad del relato, sino acceder a esas formas posibles de la realidad.

Moyano dice en el prólogo a La señorita Estrella y otros cuentos12 que Hernández «busca su paraíso transitando escrupulosamente los caminos del infierno, donde sus personajes van perdiendo la inocencia, el país, la identidad». ¿Pero acaso Moyano no recorre también esos caminos cuando busca inútilmente esa patria idealizada que él ubica en la infancia? Sin duda que sí, porque ambos, de una manera u otra, compartieron el exilio; ese purgatorio que la vida, muchas veces con ayuda de los humanos, construye pacientemente alrededor del hombre y sus circunstancias; ese purgatorio que se revela como el contexto social e histórico que hace posible la creación. Esa revelación o identificación, lejos de disminuir el valor estético de sus obras literarias, lo engrandecen, porque le fija una unión indisoluble con la sociedad y el tiempo histórico del cual provienen. Por lo tanto ganan identidad. Por eso a partir de Juan José Hernández y de Daniel Moyano podemos hablar de una cabal literatura del interior.





 
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