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El Gobierno tomó a su cargo esa sección del antiguo gran convento franciscano, que comprendía la casa del colegio de San Buenaventura, su iglesia y la huerta que le pertenecía, separada entonces apenas con un muro caído, para utilizarlo como local de las Cámaras Legislativas. «El edificio, dice González Suárez, de lo que se conocía antes con el nombre de Colegio de San Buenaventura pertenecía a los Padres franciscanos: el Gobierno lo ocupó para local de las Cámaras Legislativas, y los ecuatorianos vimos a los Padres Conscriptos de la Patria congregados en lo que fuera refectorio de los frailes»111.

El Gobierno ecuatoriano, aunque se comprometió, además del pago de 125 pesos anuales por el convento de San Buenaventura y 80 por el patio y celdas de la puerta falsa del convento principal, a hacer todos los reparos que fueren necesarios en la casa y la iglesia, nada hizo, ni siquiera pagó las pensiones de arrendamiento a los religiosos, quienes se vieron precisados a demandar al Gobierno ante la justicia ordinaria, tanto la resolución del contrato, como el pago de las pensiones debidas y la entrega de los inmuebles. Pero ¡cuánto trabajo y tiempo costó aquello! Declarado nulo el contrato enfitéutico por el Gobierno, en decreto de 31 de mayo de 1864, éste entregó el colegio de San Buenaventura en estado de completa ruina, enviando al padre provincial de la Orden a que se arregle con la Junta de Hacienda en cuanto a las indemnizaciones justas que exigía y reclame de la municipalidad de Quito la desocupación de las dependencias de la puerta falsa que ella las tenía ocupadas con la cárcel y las oficinas de policía.

Instaurado el pleito el viernes 28 de octubre de 1864 contra la municipalidad de Quito, ésta puso tantas dilatorias que no se concluyó sino el 22 de setiembre de 1870 en que se obligó, con alguacil, al procurador síndico municipal, a entregar esas propiedades de los religiosos franciscanos y a pagar las pensiones de arrendamiento.

Escamados los frailes con lo que les había pasado, viendo por una parte el lamentable estado en que se les entregaba el histórico colegio de San Buenaventura y por otro, el peligro futuro de disgustos y abusos del poder civil, resolvieron enajenarlo definitivamente. Al efecto provocaron la pública subasta el 27 de setiembre de 1864; pero tasado el colegio por peritos en la cantidad de $ 39.624, hubo que hacerlo retasar, porque nadie se presentó al remate, por lo excesivo del avalúo. Retasado en la cantidad de $ 19.532, se adjudicaron el 12 de enero de 1867, las casas y la huerta de aquel colegio al señor Felipe Cruz por la cantidad de trece mil veintiún pesos cuatro reales. No se comprendió en la venta la iglesia, que sólo fue cedida en 25 de mayo de 1868, cuando ya lo que fue el colegio pasó a ser propiedad de las Hermanas de la Caridad, por munificencia de la señora doña Virginia Klinger de Aguirre, que la adquirió del señor Cruz. La cesión de la iglesia de San Buenaventura fue consagrada por el delegado apostólico, monseñor Tavani, en su auto de esa fecha.

Después de tantas vicisitudes, no es de admirar que el antiguo y primitivo edificio de los franciscanos en Quito, hubiese llegado a su total destrucción hasta el extremo de que no queden sino ligeras reminiscencias   —122→   de su grandeza primera. Cuando se hizo el segundo avalúo para la enagenación del colegio, el perito no pudo menos que consignar en el detalle de su informe, que todo era ruina y desolación. Como triste y mudo testigo de esa calamidad, apenas si en uno de los antiguos claustros, entre un enrejado de barandillas de hierro y travesaños de madera, se mostraba una imanen de la Virgen Dolorosa, pintada por la piedad de los primeros monjes y abandonada luego por ¡las miserias del tiempo y la flaqueza de los hombres!...

La iglesia no estaba en mejor estado. Desde las primeras épocas dio siempre trabajos a los religiosos, la humedad de sus paredes, ya que por allí pasaba un desagüe que le causaba mucho daño. Algún dinero gastaron en las continuas reparaciones de sus muros y sus bóvedas; pero lograron siempre tenerla muy hermosamente arreglada. De los documentos que hemos registrado en el archivo franciscano, creemos poder hacer una descripción muy aproximada de la iglesia, tal como se encontraba en sus mejores tiempos.

La entrada, que existe intacta con solo la falta de la estatua en el tímpano, ofrece un conjunto verdaderamente clásico con la puerta de orden jónico, de jambas sencillas y arco semicircular, encuadrada o circunscrita en una moldura barroca. A los flancos de la puerta están dos pilastras del mismo orden, sobre datos que corresponden a las líneas del zócalo del edificio. En estas pilastras pudiérase observar que la medida de su anchura no corresponde en proporción directa a su elevación; pero éste no es un defecto grave, ya el resto de la composición arquitectónica es magnífica por su armonía. El establamento es admirable de proporciones, con su friso perfilado barroco y sobre cuya cornisa se levanta un tímpano triangular interrumpido para dar cabida a una estatua de la que sólo existe hoy la base, que justifica a su vez las que soportan los pequeños pináculos barrocos, que se hallan a los lados y encima de ese tímpano.

Por esta puerta se entraba a la antigua iglesia, que más o menos era como sigue: El pavimento del templo era enladrillado y por el medio atravesaba un caño con tapas de piedra. Sus paredes eran blanqueadas con cal y sólo en ciertas partes pintadas a colores; cubierto de bóveda, ostentaba una hermosa media naranja con su linterna de ladrillo. Nueve altares le adornaban, incluso el altar mayor, al que daban acceso cuatro gradas de madera pintada. En este altar había un precioso nicho del santuario y sobre él cuatro arcos de madera, de mayor a menor, con sobrepuestos de espejos pintada, y dorados y que descansaban sobre ocho pilarcitos de madera plateados. En el presbiterio, al lado izquierdo, se hallaba un retablo muy bien labrado y dorado, que llevaba en la parte superior la imagen de Nuestra Señora de las Angustias al pie de una cruz verde, y en cuatro nichos bajos, las imágenes del Señor de la Bofetada, del de la Caña, del de la Cruz a cuestas y del de la Columna con San Pedro, un Cristo, seis mariolas de relumbrón de estaño con sus mallas de lo mismo y un regular sagrario. Seguían al lado derecho, fuera ya del presbiterio, el altar de San Antonio con la imagen del santo y encima de su sagrario un Cristo de Jerusalén y una imagen del Padre Eterno, y al izquierdo el de San Pedro, cuya estatua representaba al santo apoyado en medio de dos ángeles, una imagen de la Purísima y un Crucifijo de una vara. Luego venían los altares consagrados a los apóstoles y a la Virgen de Chiquinquirá: el primero, a la derecha, tenía una curiosa colección   —123→   de los doce Apóstoles sentados en sus respectivas sillas, un grupo de los tres apóstoles de la Oración del Huerto y otro del señor del Prendimiento con tres judíos; el segundo, no llevaba sino el cuadro de la Virgen de Chiquinquirá con sus dos santos a los lados, y doy cuadros más de la Virgen del Rosario y de la Soledad de María. En la Capilla de Ánimas, que era la que queda frente a la puerta de entrada, habían tres altares: el principal consagrado al Cristo de la Buena Muerte tenía una hermosa estatua yacente que solía estar cobijada con una colcha de seda aurora con franjas de oro y primorosamente recamada en oro y plata y las estatuas de la Magdalena, San Joaquín, San Juan Capistrano y el Ángel de la Guarda. Los otros dos altares estaban dedicados: a la Purísima el uno y al Señor del Huerto el otro. Los últimos altares estaban consagrados a San Buenaventura y al Señor de la Justicia. El primero tenía una imagen del Santo y la Santa Vera Cruz con su custodia de brillantes y el segundo, un cuadro del Señor de la Justicia, una estatua grande del evangelista San Juan y a los lados, dos estatuitas pequeñas para arreglar un Belén, de San José y la Virgen sentados en sus sillas con sus vestidos y sombreros.

Toda la obra de talla que revestía las paredes al rededor de los altares era dorada y pintada. En media pared derecha de la iglesia se encontraba un precioso púlpito tallado y dorado, ornado de pequeñas estatuas de santos su contorno. Al extremo de la derecha del templo se hallaba el coro.

Durante la guardianía que del convento de San Buenaventura, desempeñó de 1801-1803 fray Mariano José Murgueitio, varón celoso por el culto divino, la Capilla mejoró notablemente. Mandó traer un altar nuevo para San José, a expensas de limosnas, todo él dorado y pintado «a la chinesca», puso 16 mariolas de madera tallada y dorada y en la mesa del altar cajones para guardar las alhajas del Santo. Un frontal de madera hermosamente pintado, tenía en el medio la imagen del patriarca con su moldura plateada y en la parte superior tenía dos espejitos «holandeses» con sus molduras pintadas de verde y sus dos lucernas de espejos. Llevaba una rejilla, que era igualmente de madera pintada, con sus espejos y en medio un Cristo con su cruz de Jerusalén y seis candelejas. El nicho principal del altar ocupaba el Santo Patriarca sobre su trono de madera muy bien dorado y pintado en la misma manera que el altar. A los lados de éste, en sus repisas, se hallaban colocados sobre sus peañas «sisadas» de oro y con la misma pintura «a la chinesca» las imágenes de San Joaquín y Santa Ana, «sisadas» de oro y plata y la correspondiente pintura, y cuatro espejos con sus molduras grandes talladas y doradas.

El altar mayor se renovó también, dorando de nuevo su retablo y pintando sus paredes de color rosado. Para la seguridad del sagrario se hizo una gran mesa de adobes y ladrillos que después se la forró de madera fuerte. Se plateó de nuevo el frontal del medio y se platearon también los colaterales. Se pusieron ocho angelitos con seis morriones de cartón plateado, coronando el altar y 24 cornucopias de madera, pintadas curiosamente «a la chinesca». Para procurar más luz al altar mayor se abrió una ventana sobre el de Nuestra Señora de las Angustias y se le puso una gran reja de fierro, además de un bastidor de vidrios que regaló el marqués de Selva Alegre.

Los altares de San José y San Antonio se mudaron de sitio y se los trasladó a la Capilla del Señor de la Buena Muerte, con lo cual la iglesia   —124→   quedó desembarazada de tanto altar y se hizo servible para los fieles, toda la parte que caía debajo del coro, con gran ganancia para la hermosura de su fábrica. Se pintaron de nuevo la bóveda del medio y la que caía sobre el ciborio.

En 1815 al altar del Calvario se le adornó con una rejilla de plata de 17 marcos, 4 onzas y 5 ochavos de peso, obra del maestro platero don José Solís, que probablemente trabajó también en 1803 las seis mariolas de plata para el altar mayor, que llevaban grabadas las armas de San Buenaventura, para lo cual el padre Murgueitio, excediéndose en sus entusiasmos, hizo bajar y desbaratar una gran lámpara de plata que estaba colgada de una de las vigas de la iglesia y que pesaba 38 marcos.

En 1819, en el altar del comulgatorio se colocó una imagen grande de Nuestra Señora del Belén, muy bien vestida y se reparó el órgano que le faltaban 112 flautas.

En 1824 se puso un Padre Eterno en el altar de San José, un San Joaquín y una Santa Ana de una vara tres cuartas, dos imágenes de San José y la Virgen para el Belén, cinco cuadros de los santos doctores con sus molduras doradas en la sacristía; ocho ángeles en el sagrario y un par de espejos con sus molduras.

La sacristía que se hallaba contigua a la iglesia, era también muy interesante y encerraba curiosidades artísticas. La entrada a ella, que estaba junto al altar mayor, se cerraba con una puerta pequeña de dos hojas de madera pintada, tallada y dorada; pero fuera de esta puerta, que daba acceso a la antesacristía solamente, había otra de una sola hoja por la que se entraba al interior de la misma sacristía, que tenía dos ventanitas con rejas de madera, que daban para el patio antiguo y en la antesacristía, otra ventanita con rejas de hierro hacia el mismo patio. En la sacristía que llamaban interior, para distinguir de la antesacristía, había en su testera un retablo fijo con un cuadro de la Sábana Santa, dos escritorios de Quero con muy buenas taraceas, otro con embutidos de carey, y el retrato del padre fundador del colegio, fray Dionisio Guerrero, dos espejos, las imágenes de la Virgen de Dolores, San Pedro Regalado, San Diego, San Jácome de la Marca, cuatro ángeles de casi una vara, seis santos «de retoque antiguo», cinco cuadros de los Doctores de la Iglesia, tres «pertenecientes al General», uno del nacimiento, un lienzo de la soledad y otro cuadrito de San Cayetano.

En la iglesia se hallaban colocados en lugares convenientes algunos cuadros de diversos tamaños y calidades, «pegados entre la obra de talla y dorados de las paredes»; uno del Ecce Homo, otro de la Purísima, otro de San Juan Nepomuceno, otro del martirio de San Juan, otro de Santa Gertrudis, otro de ánimas, otro de Nuestra Señora de las Nieves y otro de Santa Bárbara.

El Padre Murgueitio compuso también la sacristía con solícito cuidado. Mandó pintar «a la chinesca» el retablo que estaba en su testera y puso cuatro niñitos «nuevamente encarnados» repartidos con simetría a sus lados; colocó cinco espejos y cuatro láminas con sus molduras respectivas y copetes dorados, del Señor, de la Virgen, de Santa Gertrudis y Santa Teresa.

Como todas las iglesias franciscanas del Ecuador, la de San Buenaventura tenía primorosas y ricas obras de orfebrería: rejillas, mariolas, incensarios, vinajeras, salvillas, navetas, cálices, diademas de santos, cruces, ciriales, coronas, potencias y sobre todo una rica «custodia de plata de   —125→   cinco cuartas de altura, con el peso de veinte marcos, toda ella dorada, el sol enjoyado con piedras francesas de brillantes, rubíes, topacios, partas y algunas esmeraldas finas, el relicario guarnecido con 17 perlas, esmaltadas en azucenitas de oro, dos cruces unidas en el remate de la corona, la una de pastitas verdes en oro, y la otra de piedras que llaman pantauras, seis espigas con perlas en la corona, la cruz se halla rodeada de perlas, grandes, finas, al pie del sol están seis barriles de cristal que llaman cataneos, con cuarenta y dos perlas en forma de broches sobre cada barril: una palomita de una sola perla al remate del Sol, con rematico de oro y sus chispitas de diamantes»112.

Tenía también enorme cantidad de ornamentos de brocado, alfombras para la iglesia, que se tendía sobre el pavimento, ordinariamente con esteras, en los grandes días de fiesta, en especial en la de San Buenaventura, que se solía solemnizar con «luminarias, albazo, castillos, bolatería, cuatro ruedas, chamisas y gran aparato de música».

De la antesacristía se salía al convento por una puerta de una sola hoja, junto a la cual había una escalera de piedra para las piezas altas que formaban parte del patio y pertenecían al colegio de San Buenaventura. A la derecha de dicha grada estaba el corredor que comunicaba con el expresado colegio y que más tarde fue cerrado con adobes. En este corredor se hallaba una puerta de madera de una hoja, que daba entrada a una pieza con dos ventanas hacia el patio. A la izquierda de la escalera mencionada había otra puerta de dos hojas por la que se entraba a las primitivas celdas que estaban bajo bóvedas, con sus ventanas altas hacia el patio y que fueron abandonadas porque la humedad, no sólo les atacaba, sino que se infiltraba hasta la sacristía. Esta humedad fue la causa efectiva de la destrucción y abandono subsiguiente de la iglesia y dependencia de San Buenaventura. Hoy, la preciosa e histórica iglesia se halla totalmente cambiada; no hay nada que recuerde lo que fue ese precioso relicario, el precursor de la grandeza franciscana en nuestro país. Los frailes, al abandonarlo, se llevaron al convento grande todas sus riquezas, desde el órgano y el púlpito hasta los altares, los cuadros y las imágenes, y de todo esto, ¡triste es decirlo! apenas si hoy existen ¡rastros ligeros!... El tiempo y el descuido los destruyeron ¡en menos de un siglo!

***

Pasemos ahora al tercer templo franciscano que se halla en el maravilloso atrio, que para embellecer y levantar las «Casas del Señor San Francisco» construyeron en Quito los primeros religiosos franciscanos, que vinieron con fray Jodoco. Ese templo se llama de Cantuña, dedicado a la Virgen de los Dolores y en el cual está instalada la tercera orden Franciscana de penitencia.

Es curiosa la leyenda de su construcción, leyenda que por otra parte tiene ya una larga y sostenida tradición, que ha servido a nuestros historiadores   —126→   Velasco y Cevallos y al de Colombia, Benedetti, consignarla en sus historias, como muy válida.

Conocida es la historia de los últimos combates que en 1534 sostuvieron los conquistadores españoles para destruir el dominio indígena y apoderarse de Quito. Rumiñahui, indio aguerrido y de los mejores generales de Huaina-Cápac, se les encaró, aunque con mala suerte en Tiocajas y Riobamba, desde donde, derrotado, se vino a tenerlas en Quito, que lo incendió despiadadamente, al ver la imposibilidad en que se encontraba el ejército de su mando para poder resistir a Benalcázar. Pero antes de quemar la ciudad, escondió con indecible cautela los tesoros de Atahualpa y los más que logró reunir en el saqueo cruel de la capital del reino, a fin de que no cayeran en poder de sus enemigos.

Cantuña era hijo de Hualca, uno de los tenientes de Rumiñahui y aunque de poca edad, cooperó con su padre, al incendio de Quito y ayudó a la ocultación de los tesoros. Pero Cantuña fue también de las víctimas de este flagelo que impuso Rumiñahuia a esta desgraciada ciudad; pues andando en esos ajetreos le calló una casa y salió de entre sus cenizas y escombros, tan horriblemente desfigurado, cojo y contrahecho que, según la gráfica expresión del padre Velasco, parecía un demonio. Su padre le dio por muerto y la abandonó para ir a esconderse con Rumiñahui en las montañas.

Viéndose pobre y desvalido, sin padre ni madre que por él miraran, el pobre muchacho no tuvo más que dedicarse al servicio de los españoles que fundaron Quito. Bien pronto se dejó querer de ellos y un buen día le tocó la suerte de que lo tomara por criado suyo el capitán Hernán Suárez, hombre muy bueno que trató bien a Cantuña, le educó, enseñándole a leer, escribir y la doctrina cristiana, correspondiendo a estas pruebas de afecto el indio con tal tino que bien pronto el patrón se convirtió en verdadero padre de su criado.

El capitán tenía, su casa en la esquina de la plaza de San Francisco, en los terrenos sobre que se levanta hoy la casa de la familia Barba Villacís. La mala suerte le obligó a sacarla a la venta para pagar sus deudas; lo que visto por Cantuña, hizo que éste prometiera sacarle de tanto aprieto y darle más de lo que necesitaba para saldar sus deudas, siempre que hiciera en la casa un gran subterráneo y le proporcionase todos los instrumentos necesarios para la fundición; pero, eso sí, con la condición de un silencio absoluto acerca del origen del oro que él le iba a dar y que no le verían los extraños sino fundido. Así lo hizo Suárez y cuando todo estaba dispuesto, Cantuña llevó una noche tantas alhajas de oro, de las que usaban los indios, que pesaron más de cien mil castellanos. De este modo mejoró en fortuna y cuando murió por el año 1550, dejó a Cantuña como heredero de lo mismo que le había regalado y, además, de su casa.

Pero bien pronto se esparció por la ciudad la noticia de que aquella fortuna del capitán Suárez a nadie se debía sino al mismo Cantuña y el derroche que, de ella hacía este indio, preocupó tanto que le obligaron a que declarase ante juez de donde la había sacado. Con viveza Cantuña confesó la realidad del hecho en cuanto a que él obsequió a su amo esa fortuna; pero cuando se trató de declarar de dónde había provenido, hizo creer que el diablo se la había dado, como gaje de un pacto con él celebrado, y firmado con la sangre de sus venas, en virtud del cual le había vendido su alma, a condición de que le diese cuanto oro le pidiera. Creyeron la mentira de Cantuña los españoles, persuadidos como   —[Lámina XXXVIII]→     —127→   estaban entonces de que todo indio conversaba con el demonio y hasta los mismos frailes, que de sus manos recibían limosnas cuantiosísimas, se preocupan de ese pacto para ver la manera de dañarlo en bien del alma del desgraciado Cantuña. Éste y su confesor se reían de todo ello, porque Cantuña, era buen cristiano y devoto de la Virgen de los Dolores.

Convento de San Francisco

Quito. Convento de San Francisco. Portada de la Capilla de Cantuña.

[Lámina XXXVIII]

El año de 1574 murió al fin Cantuña y los franciscanos entraron en posesión de parte de la herencia del indio, cuya casa fue registrada entonces con solícito empeño, encontrándose los talleres de fundición del oro, y algunas alhajas que todavía se hallaban intactas, con lo cual, vinieron a comprender los que lo vieron, la farsa con la que Cantuña defendió esa fortuna, que la supo lograr en vida y que después de su muerte, sirvió, parte de ella, para que levantaran los franciscanos, la preciosa iglesia que, dedicada a la Virgen de Dolores, quién el indio era devoto, perpetuara el nombre de Cantuña y sirviera entonces con preferencia, a la devoción de los indianos, según la expresa voluntad que Cantuña recomendó a su confesor cumplirla.

Sea o no leyenda lo que dejamos narrado, es lo cierto que existió Francisco Cantuña, hijo de Hualca, teniente de Rumiñahui, y que con su sola fortuna se fabricó ese precioso relicario de la iglesia que lleva su nombre desde los primeros años de la Colonia y con el cual la distinguen hasta los breves, decretos y rescriptos de la curia romana que se refieren a ella.

Francisco Cantuña está enterrado allí pero desgraciadamente no se sabe el verdadero sitio de la bóveda, desde que, cuando se entabló la iglesia, se retiró la piedra tumbal, que fue llevada al Convento Máximo para que sirviera, como tantas otras de losa en el pavimento del claustro bajo.

La puerta que da acceso a la iglesia, construida a fines del siglo XVI, puede ser considerada como una de las más originales de la arquitectura colonial por su conjunto armónico de particulares pertenecientes a épocas diversas. Sobre dados desproporcionados se levantan dos columnas del orden corintio muy proporcionadas, con su trabazón y tímpano triangular, ligeramente decorado, que, circunscriben la puerta de entrada de arto semicircular y molduras sencillas, como lo son también las jambas que tanto en la parte superior como en la inferior giran a ángulo recto, según lo ejecutaban los arquitectos del Renacimiento. Detrás de las columnas, y flanqueándolas se perfilan ligeramente, junto a las jambas, dos pilastras del mismo orden corintio. Los dos tímpanos de arcada sobre la archivolta son preciosa y sencillamente decorados. Encima del arco, y en su centro, hay una tarjeta con el escudo de la orden franciscana. Las dos columnas van decoradas bajo el capitel con unos paños largos, delicadamente esculpidos a manera de festones, que interrumpen sus estrías. En la base de esas mismas columnas y precisamente en el toro, hay unas hojas de acento, que recuerdan las sencillas hojas ornamentales ligeramente enrolladas con las cuales los arquitectos de la Edad Media ligaban la moldura convexa y circular colocada en la base de las columnas románicas y de los haces de columnitas de estilo ojival, al zócalo o pedestal cuadrado colocado inmediatamente debajo de dicha moldura113. Sobre el tímpano   —128→   se han colocado unas pilastras que sirven de base a remates de forma esférica.

Decíamos que los dados sobre que descansan las dos columnas son desproporcionados, porque en realidad son muy altos para ellas; pero este defecto no es sin duda obra del arquitecto que ejecutó la portada. Tal vez depende de que el pavimento del templo, antes de entablarse, estuvo más alto que ahora; pues hay señales evidentes de habérsele bajado, sin duda cuando se entabló la capilla. Si el pavimento estuvo más alto, es claro que las gradas, que daban acceso a la entrada, no eran dos, sino al menos cuatro, y que se desarrollaban desde algo más afuera del actual eje, con lo cual la última, tenía necesariamente que tocar a una regular altura de esos verdaderas plintos salare que descansan las columnas, y que no debieron aparecer sino como los dados del orden corintio. Al penetrar a la capilla se nota aún que el pavimento actual no está todo en un mismo nivel siendo superior el de arriba junto al que el de abajo de la puerta.

La capilla es abovedada, de una sala nave, y contiene también curiosas mezclas de estilos; pues mientras su conformación arquitectónica es del renacimiento italiano, el altar mayor es puro borrominesco del siglo XVII. La bóveda del cuerpo de la capilla es de tres puntos, con nervaturas llamadas de pie derecho. Tiene ocho altares (antes tenía nueve), un coro y la sacristía. Sobre, el presbiterio se levanta una cúpula esa su linterna, que comunica mucho interés a la capilla. Tanto la cúpula, como la bóveda de la nave y las paredes con sus cornisas, son pintadas a dos o tres colores, excepto en las partes ocupadas por los retablos de los altares.

El altar mayor, cuya factura es completamente distinta de la que hemos notado en los principales altares de la iglesia de San Francisco, es posterior a ellos y tal vez ejecutada por los mismos artífices de las iglesias de la Compañía de Jesús y de la Merced de Quito. Ya no predomina en él el puro estilo plateresco del siglo XVI, sino más bien el borrominesco, que si en realidad fue anterior a Borroinini (1599-1667), en 1620 se comenzó a difundir mucho en España.

Como en los altares de los templos jesuita y mercedario, en la capilla de Cantuña se encuentran ya las columnas salomónicas de capitel corintio, con sus solas cinco vueltas de espiral y el resto, hacia la base, decoradas con lacerías, flores, hojas, que son adornos, ya característicos del segundo período del Renacimiento, ya del estilo que Crescenzi impuso en España hasta 1660.

El retablo del altar mayor ocupa íntegramente el fondo testero de la capilla. El arquitecto levantó en este punto un gran nicho de arco semicircular, que fue decorado por los escultores con un derroche de figuraciones que a veces impide descifrar su verdadera forma. La parte principal de ese retablo, la que se destaca nítida, es un gran nicho central con puertas y aldabones, en el que se halla un Calvario con su Cristo, la Dolorosa, San Juan y la Magdalena, figuras todas de tamaño natural. El   —[Lámina XXXIX]→     —129→   Cristo es de la Agonía con su inri de plata, en los brazos de la cruz, a manera de contera, dos chapas de plata, la una con un remate de rubí falso y la otra sin él. El Cristo tiene sus potencias grandes de plata y su paño de honestidad de seda, con franja de oro. Al costado derecho está la imagen de la Virgen de las Angustias, vestida a la manera española, con su aureola plata, que sustituye a la que tuvo en tiempos mejores, de oro, con el peso de tres libras y seis onzas, primorosamente engastada con 163 perlas, 49 esmeraldas, de las cuales dos eran cuadradas, dos almendras, un ojuelo y las demás chicas, 21 amatistas y un cerco de trece estrellas de oro con sus gusanillos. También le faltan el estoque de acero, con puño y guarnición de oro y de 16 perlas, 7 amatistas y una esmeralda en el remate, y la daga de cristal con punta de plata guarnecida con filigrana de oro y 16 engastes de piedras falsas de varios colores: prendas ambas que solía llevar en las manos114. A la izquierda del Cristo están San Juan y la Magdalena, imágenes íntegras de madera.

Convento de San Francisco

Quito. Convento de San Francisco. Retablo del altar mayor de la Capilla de Cantuña.

[Lámina XXXIX]

El fondo de ancho lo componían ocho espejos que han desaparecido sin duda se han ido rompiendo sin que se los reponga. Catorce espejos chicos recubrían la bóveda y dieciséis las paredes laterales. Esos espejos estaban adornados con sus molduras respectivas y en su colocación, pareados. Decoraban también este nicho nueve angelitos, que también han sido suprimidos. La puerta de dos hojas es primorosamente tallada y dorada, y la rejilla, que corre al pie es de plata, faltándole las 16 candelejas, de ese mismo metal, que antes tenía.

Debajo de este cuerpo central, queda el sagrario, un precioso nicho con puertas, admirablemente adornadas de follaje serpeante, tallado y dorado con verdadero primor. Alrededor del nicho corre una decoración de plata a manera de moldura delicada. Flanquean al sagrario cuatro columnas salomónicas, que descansan en las tres gradas sobre que se levanta el nicho: dos de ellas en la tercera y dos en la segunda. Luego vienes a los lados de las columnas cuatro repisas, dos a la derecha y dos a la izquierda, repisas que sirvieron para dar apoyo a cuatro espejos con sus molduras, que hoy no existen. Encima de este sagrario y pegado a la rejilla del nicho grande principal del Calvario está un precioso cuadro de la Virgen Dolorosa en su moldura de plata, lámina que allí existe desde hace mucho tiempo. En 1831 constaba ya en el inventario de la capilla que, según lo asegura el mismo instrumento, no es sino copia del inventario anterior. Lo que no sabremos asegurar es si la actual cabeza de la Virgen allí representada y muy bien ejecutada sobre cobre, es la misma a que se refieren esos inventarios; pues si la plancha de cobre manifiesta alguna edad, la pintura es relativamente moderna, y aún pudiéramos afirmar que es de Pinto. La moldura de plata es magnífica y una joya de la orfebrería quiteña.

Pero abramos las dos puedas del sagrario para ver su interior, íntegramente recamado de plata. Sobre un fondo de espejos que cubren todas sus paredes destácanse las lujosas y ricas decoraciones hechas en filigrana de plata o repujadas en este mismo metal. En la pared superior está un Espíritu Santo rodeado de rayos y de una gran moldura de flores y conchas; en la del fondo la simbólica representación de Jesucristo, el Cordero Pascual, también en medio de rayos y rodeado de una rica decoración   —130→   serpeante de ramas y flores; en las paredes laterales otra decoración semejante con conchas flores, escudos y dibujos en que la línea se curva y se retuerce como en las decoraciones francesas del siglo XVIII. Penden del techo de ese nicho, a manera de encajes cuatro láminas de plata, con figuraciones repujadas del mismo estilo del resto de este riquísimo conjunto. En la mitad del sagrario y sobre un pequeño pináculo, también recamada en su parte superior con un tejido de plata, se encuentra sobre el ara una liadísima de oro y plata, afiligranada toda ella y decorada con preciosos esmaltes trabajo auténtico de nuestros orfebres.

Pero esta custodia nada tiene que ver con la magnífica primitiva que tenía la capilla y que en riqueza sólo puede compararse con la que ahora posee el Convento Grande de Quito y las que pertenecían a los conventos franciscanos de Loja y Riobamba. De aquella hay una descripción minuciosa en el Archivo, mandada a hacer en 1853 por el visitador general de la provincia fray Francisco Ribadeneyra con dos comisionados: el padre mayor fray Antonio María Galarza, el maestro platero señor Francisco Jiménez y el hermano fray Vaca. La custodia no alcanzaba el tamaño de la del convento grande que tiene un metro, más o menos, ni la de Loja que tenía una vara (0,84 metros); pero sí debía de tener más o menos setenta centímetros, que es la altura que puede caber en el sagrario. He aquí su descripción, que la transcribimos por la importancia de esta joya artística y para orgullo de la orfebrería quiteña:

Una custodia que tenía los rayos y corona de oro: por delante de la corona se encuentran 38 esmeraldas de diversos tamaños, entre estas sus ojuelos, cuatro cuadradas grandes y las demás pequeñas, todas iguales. Treinta y tres perlas, las ocho grandes, las nueve medianas y las diez y sus que están debajo de la cruz en forma de ángulo pasadas en hilo de metal son pequeñas.

En medio de la corona hay una sortija de oro con tres diamantes: el del medio es redondo rosa, y los dos que se hallan en los costados son triángulos de medias caras.

La cruz del remate que es de oro, tiene, por delante cuatro perlas bien pequeñas y diez brillantes: debajo de la corona hay un Padre Eterno de plata dorado, con un diamante chico en medio del triángulo: más bajo sigue una cruz de oro, y en ella trece y once esmeraldas de diversos tamaños: tras de la cruz, está un Espíritu Santo de plata: al lado derecho de esta cruz entre los rayos, hay un botón de oro con tres perlas y ocho esmeraldas cuadradas, entre ellas dos chiquitas: a la izquierda de dicha cruz se halla un lacito de oro con trece esmeraldas: de estas once chicas y, dos medianas. Debajo de la cruz se nota un corazón de plata, el que tiene en medio, a la parte superior, un anillo de oro con siete diamantes, los seis chicos rosas y el del medio, grande, brillante; al pie del anillo, un lacito de oro con siete esmeraldas pequeñas; pero las cuatro más chicas; bajo de esta pieza se encuentra una corona de oro que abraza el corazón, adornada con 37 esmeraldas de diversos tamaños: los huecos y extremos de esta corona están guarnecidos de once perlas gruesas, redondas y dos largas aconchadas.

La llaga está rodeada de 28 diamantes: los cuatro pequeños y los demás chicos, y además 28 rubíes chicos, montando alternativamente en una pieza de oro. En la parte inferior hay una estrella de filigrana de oro con seis diamantes pequeños, y otros seis más chiquitos, y una perla   —[Lámina XL]→     —131→   grande aconchada: este corazón está cercado de 44 piedras amatistas, debajo de éste se halla un botón de oro con siete esmeraldas pequeñas a los dos costados superiores de este botón, hay dos botoncitos de oro con seis diamantes cada uno; y una perla redonda al medio: al pie de cada uno de estos botoncitos, hay un lacito de oro, cada lacito con cinco diamantes y una perla redonda al medio. Al contrario del corazón, hay una nube de plata, que asciende hasta el Padre Eterno, con 17 serafines dorados, que sirven de sobrepuesto: en dicha nube se halla en contorno sesenta y una perlas repartidas en grupos a las cabezas de los serafines. En el mismo circuito, seis anillos de oro, cada uno con tres diamantes desiguales, engasados estos en su respectiva llama de oro. Todo el sol tiene una espiga de plata con dos rayos interiores de lo mismo.

Al contrario de los rayos, hay ocho azucenas de plata: de estas en cada una de las siete, se encuentra un botoncito de oro con cuatro diamantes chicos y una perlita; mas la otra azucena no tiene tal botoncito.

Tras de la custodia se encuentra lo siguiente:

Primeramente: La corona consta de nueve rositas sostenidas en hilo y son de perlitas delgadas, cada rosita tiene siete perlas: hay otras ocho rositas de oro, cada una con odio esmeraldas chicas y una perla al medio. La cruz tiene cuatro perlas y diez brillantes montados en oro: al pie de esta cruz, diez y seis perlas pequeñas en forma de ángulo enlazadas en hilo. En la coronel hay trece chongones y el círculo del pie tiene diez esmeraldas pequeñas.

El Padre Eterno tiene un diamante chico en el triángulo, dicho Padre Eterno es de plata dorada: al pie de dicho Padre Eterno se halla un Espíritu Santo de plata: al pie de dicho Espíritu Santo, hay una cruz de chongones: y al pie de dicha cruz una María de oro con chongones, aunque la cruz de encima es de plata. Al contrario del corazón de plata, hay cuarenta y cinco piedras amatistas: las nubes que cercan dicho corazón hasta el pie del Padre Eterno es de plata, con 17 serafines de plata dorada y ocho llamas de oro como en la delantera. En dicha nube hay sesenta perlas entre chicas y grandes, repartidas en el mismo orden de fuera. En el circuito de los rayos, hay ocho azucenitas de plata.

El relicario es de oro, y en su circunferencia, se encuentran 15 diamantes pequeños y desiguales y otros tantos rubíes: el piscis de oro, tiene 15 diamantes y un rubí al medio.

El mundo en que se apoya el sol es de plata. La faja que le cerca sobrepuesta por el medio, es de oro: ésta consta de ocho esmeraldas, que aunque debían ser nueve, falta la una y cinco amatistas, unas y otras de diversos tamaños. La inedia faja que asciende desde el antecedente, por la parte superior, consta de dos amatistas y dos esmeraldas, unas y otras desiguales.

En la cúspide de dicho mundo, por la frontera hay un ojuelo de oro en que está montada una amatista grande engastada en un alambre. Se advierte que una de las esmeraldas de esta media faja, es falsa.

El pedestal es de plata, con 28 sobrepuestos de oro y en ellos hay cinco perlas, siete flores de chongones y tres de piedras amatistas; además hay dos botones de oro, adornados con nueve esmeraldas cada uno y dos ojuelos de oro con dos amatistas grandes.



Custodia de plata dorada

Quito. Convento de San Francisco. Capilla de Cantuña. Custodia de plata dorada. Siglo XVII.

[Lámina XL]