Escena I
|
|
DON PEDRO y BRUNO.
|
BRUNO.-
Aquí
tiene usted una carta del señor don Eduardo. |
DON PEDRO.-
Bueno. Déjala aquí. |
BRUNO.-
¡Qué!
¿No la lee usted? |
DON PEDRO.-
¿Para qué? Si ya sé,
poco más o menos, lo que dirá. Que las... lamentaciones...
Como si uno pudiera remediar el que Matilde no le haya querido
al cabo. |
BRUNO.-
Y vea usted, cualquiera hubiera dicho al
principio que... |
DON PEDRO.-
También me lo creí
yo... y sólo cuando ella me hizo escribirle ayer aquella
carta que tú le llevaste, fue cuando acabé
de desengañarme. |
BRUNO.-
Valiente trabucazo fue la
tal carta. |
DON PEDRO.-
¿Qué había de hacer?...
Decirle la verdad... Que mi hija no se quería casar
con él, y que yo lo sentía mucho... Porque,
en efecto, me pesa de ello por mil y quinientas razones...
Ya ves tú... ¿Qué dirá su tío?...
y luego... no se encuentra así comoquiera un partido
tan ventajoso. |
BRUNO.-
Pero, señor, ¡qué pero
le puede poner la señorita a don Eduardo! Él
es lindo mozo... muy afable... |
DON PEDRO.-
Y muy callado.
|
BRUNO.-
Y siempre que entraba o salía me apretaba
la mano. |
DON PEDRO.-
Y nunca me hablaba de dote. |
BRUNO.-
Como que es un caballero. |
DON PEDRO.-
¡Oh! Todo un caballero.
|
BRUNO.-
¡Si las muchachas hoy día no saben lo que
quieren! |
DON PEDRO.-
Ni quieren tampoco. |
BRUNO.-
No, lo
que es querer... con perdón de usted... lo mismo que
las de antaño... sino que se las figura allá
yo no sé qué cosas del otro jueves, y... y
con nada se satisfacen. |
DON PEDRO.-
Quise indicar que no
tienen al parecer tanta gana de casarse como tenían
las de nuestros tiempos. |
BRUNO.-
Yo diré a usted,
las nuestras pasaban sus días y sus noches haciendo
calceta... lo que no pide atención... y podían
pensar entre tanto en el novio y en la casa... y... Pero
las de ahora, como todas leen la Gaceta y saben dónde
está Pekín, ¿qué sucede? Que se les
va el tiempo en averiguar lo que no les importa... y ni cuidan
de casarse, ni saben cómo se espuma el puchero. |
DON PEDRO.-
Tienes mucha razón, Bruno, mucha... aquéllas
eran otras mujeres. |
BRUNO.-
Y éstas no son aquéllas,
señor don Pedro. |
DON PEDRO.-
También es verdad...
en fin... ¡Cómo ha de ser! La cosa ya no tiene remedio...
así... |
BRUNO.-
Así, yo me vuelvo a mi antesala...
a darle sus garbanzos a la cotorrita... que si me gusta por
algo es porque de todas las del barrio es la única
que no picotea el gabacho. |
Escena III
|
|
BRUNO y DON PEDRO.
|
BRUNO.-
El señor Eduardo desea con mucho ahínco
hablar con usted. |
DON PEDRO.-
(¡Jesús! Tan pronto...)
|
BRUNO.-
Dice que es materia muy grave... |
DON PEDRO.-
(¡Qué
compromiso!) |
BRUNO.-
Y que despachará en un santiamén.
|
DON PEDRO.-
(¡Pero cómo puedo yo negarle un favor
tan barato!) |
BRUNO.-
Yo le he asegurado que usted tendría
mucho gusto en recibirle. |
DON PEDRO.-
Has hecho muy mal.
|
BRUNO.-
¡Como usted le estima tanto! |
DON PEDRO.-
¿Quién
te ha dicho eso? |
BRUNO.-
Usted mismo, no hace un credo,
por más señas que... |
DON PEDRO.-
Qué
señas ni qué berenjenas... Siempre has de meterte
en camisa de once varas. |
BRUNO.-
Ya las quisiera yo de tres
y media. |
DON PEDRO.-
(Pero yo, ¿qué arriesgo en darle
gusto?) |
BRUNO.-
Conque, por fin, ¿qué le digo? |
DON PEDRO.-
Dile que... no le quiero recibir... anda. |
BRUNO.-
Bueno... le diré que había usted salido por
la puerta falsa y que... |
DON PEDRO.-
No, no; que estoy en
casa y que no le quiero recibir. |
BRUNO.-
Ya estoy, que siente
usted mucho no poderle recibir, porque... |
DON PEDRO.-
¡Habrá
mentecato igual con sus malditos cumplidos!... No que no
puedo, sino que no quiero recibirle, que no quiero; sin preámbulos
ni sentimientos ni... ¿Lo entiendes ahora? |
BRUNO.-
Pero
eso no se le dice a nadie en sus bigotes. |
DON PEDRO.-
Pues
tú se lo vas a decir en los suyos... ¡Y cuidado que
no se lo digas!... Que no quiero recibirle, ni más
ni menos... (No dudará ahora de mi amistad.) (Vase.)
|
Escena IV
|
|
BRUNO, y luego DON EDUARDO.
|
BRUNO.-
¡Qué
mosca le habrá picado! Jamás le vi tan fosco...
La carta traería sin duda alguna pimienta y... pero
esto no quita que yo trate de dorar la píldora...
no sea también que se enfade y que yo vaya a pagar
lo que no debo. |
DON EDUARDO.-
(A la puerta.) ¡Lo que tarda
este Bruno! Ya me falta la paciencia... Aquí está,
solo... ¡Dios mío, si no se lo habrá dicho
todavía! |
BRUNO.-
Nadie puede responder de un primer
pronto y... |
DON EDUARDO.-
(Entrando.) Bruno, le dijo ya
usted a su amo... |
BRUNO.-
Perdone usted, señor don
Eduardo, si no he vuelto tan luego como... me entretuve aquí
en... |
DON EDUARDO.-
No importa, no importa; y ¿qué
ha contestado su amo de usted? |
BRUNO.-
Ya ve usted... el
amo puede salir por la puerta trasera sin que nosotros lo
sintamos... |
DON EDUARDO.-
¡Había salido!... Y bien,
esperaré a que vuelva; ¡cómo ha de ser!...
(Se sienta.) |
BRUNO.-
No digo que haya salido, sino que...
|
DON EDUARDO.-
¿No me quiere recibir? Acabe usted. (Se levanta.)
|
BRUNO.-
A veces, con la mejor voluntad del mundo, hay momentos
tan ocupados en que no se puede... |
DON EDUARDO.-
En que
no se quiere recibir, ¿querrá usted decir? |
BRUNO.-
En que no se puede... |
DON EDUARDO.-
En que no se quiere...
¿a qué andar con rodeos? |
BRUNO.-
(¡También
es empeño el de los dos!) |
DON EDUARDO.-
Vaya... ¿no
es cierto que don Pedro no quiere recibirme? |
BRUNO.-
(Estoy
por cantar de plano.) |
DON EDUARDO.-
Ea, no tenga usted empacho...
¿no es cierto?... |
BRUNO.-
Cierto... ya que usted exige absolutamente...
|
DON EDUARDO.-
¡Oh! ¡Qué fortuna! |
BRUNO.-
¡Fortuna!
|
DON EDUARDO.-
La de no morirme aquí de repente al
oír semejante desengaño. |
BRUNO.-
(¡Qué
lástima me da!) |
DON EDUARDO.-
¿Y don Pedro, por supuesto,
se serviría de palabras agrias y malsonantes? |
BRUNO.-
¡Oh, no señor! El amo es incapaz de... |
DON EDUARDO.-
Pero al menos se expresaría... así... con
cierta sequedad... ¿eh? |
BRUNO.-
Oiga usted, no necesita
uno humedecerse mucho la boca para decir «no quiero». |
DON EDUARDO.-
¡Y bien, tanto mejor! |
BRUNO.-
Si es a gusto de
usted... |
DON EDUARDO.-
Porque es bien claro que lo que más
importa a un desgraciado es llegar a serlo tanto, que ya
no pueda serlo más. |
BRUNO.-
¿Eso llama usted claro?
|
DON EDUARDO.-
¿No ve usted que así se pierde toda
esperanza y toma uno al cabo su partido? |
BRUNO.-
Cuando
hay partido que tomar, no digo que no. |
DON EDUARDO.-
Ahora
quisiera yo que usted, mi querido Bruno... |
BRUNO.-
(¡Su
querido Bruno!...) |
DON EDUARDO.-
Me concediera una gracia
que le voy a pedir y que será probablemente la última
que le pediré en mi vida. |
BRUNO.-
Si está
en mi arbitrio... |
DON EDUARDO.-
Lo está, y consiste
sólo en que usted me proporcione una conferencia de
dos minutos con su señorita. |
BRUNO.-
Pero ¿cómo
quiere usted que yo?... |
DON EDUARDO.-
Aquí mismo,
en presencia de usted... dos minutos tan sólo. |
BRUNO.-
¡Así podré oír!... |
DON EDUARDO.-
Cuanto hablemos... que yo no soy partidario de misterios
ni de cosas irregulares... Lo único que solicito es
ver todavía otra vez a doña Matilde... y probarla
con sólo tres palabras que yo no soy enteramente indigno
del tesoro que codiciaba. |
BRUNO.-
¿Quién puede dudarlo?...
Y muy digno que era usted. Con todo, ¿yo qué puedo
hacer?; decírselo cuando más a la señorita...
pero si ella sale con lo que su padre... entonces... |
DON EDUARDO.-
Entonces, tendremos los dos paciencia... y no la
volveré a importunar más. |
BRUNO.-
Siendo así,
voy, pues, y Dios haga que no la coja de mal talante. (Vase.) |
Escena VI
|
|
DON EDUARDO, y luego DOÑA MATILDE
y BRUNO.
|
DON EDUARDO.-
Si esto no la ablanda, digo que
es de piedra berroqueña... ¡Pobre de mí, y
a lo que me veo obligado para obtener a Matilde!... ¡A engañarla,
a fingir un carácter tan opuesto al mío!...
¡Oh, si yo no estuviera tan convencido como lo estoy de que
Matilde me prefiere a pesar de pesares... y que me deberá
su futuro bienestar... jamás apelaría!... ¡Pero
ella es!... Pongámonos en guardia... (Se sienta como
absorto en una profunda meditación.) |
BRUNO.-
Allí
le tiene usted hecho una estatua. (A DOÑA MATILDE.)
|
DOÑA MATILDE.-
No nos ha sentido... y, en efecto,
le encuentro muy desmejorado... retírate un poco...
No, no tan lejos. |
BRUNO.-
¿Si se habrá dormido?
|
DOÑA MATILDE.-
He consentido, caballero... (No me
oye.) |
DON EDUARDO.-
¡Ay! |
DOÑA MATILDE.-
¿Suspiró?
(A BRUNO.) |
BRUNO.-
Ya lo creo... y de mi alma. (A DOÑA
MATILDE.) He consentido, señor don Eduardo... (Acercándose.)
|
DON EDUARDO.-
¿Quién?... ¡Ah! Perdone usted, Matilde,
si absorto en mis tristes meditaciones... perdone usted...
La desgracia hace injusto al mísero a quien agobia...
y yo ya me había rendido al desaliento, persuadido
a que usted persistiría en su cruel negativa. |
DOÑA MATILDE.-
Quizá hubiera sido más prudente;
porque... ya ve usted, antes de tomar un partido irrevocable
he debido pesar todas las circunstancias y... no soy ninguna
niña de quince años. |
BRUNO.-
Como que tiene
usted ya sus diecisiete. |
DOÑA MATILDE.-
Dieciocho
son los que tengo, si vamos a eso. |
BRUNO.-
Diecisiete.
|
DOÑA MATILDE.-
Dieciocho. ¡Habrá pesado igual!
|
BRUNO.-
Pero hija, si nació usted el día de
los innumerables mártires de Zaragoza, que cayó
en viernes en el mes pasado, y entonces hizo usted los diecisiete.
|
DOÑA MATILDE.-
Bueno, diecisiete, y lo que va desde
entonces acá ¿no lo cuentas? Si sabré yo que
tengo dieciocho años. |
DON EDUARDO.-
¡Indudablemente!
Dieciocho años tiene usted, y más bien más
que menos, edad, por mi desgracia, en que ya se calcula y
se tiene la experiencia necesaria para conocer lo que se
quiere y lo que conviene. Por eso, Matilde, no tema usted
que la importune con mis súplicas ni la entristezca
con el relato de mis padecimientos... no por cierto... ¿De
qué serviría? Usted ha hecho lo que ha debido...
cerciorarse primero de que no me amaba, y quitarme luego
de una vez toda esperanza... Nada más natural ni más
de agradecer... Otro más afortunado que yo habrá
quizá obtenido... |
DOÑA MATILDE.-
¡Oh, no!,
por lo que es eso puede estar usted bien satisfecho... ni
siquiera me he vuelto a acordar de que hay hombres en este
mundo, desde ayer que creí necesario el desengañar
a usted. |
DON EDUARDO.-
Siempre es ése un consuelo...
aunque, por otra parte, si usted podía ser dichosa
con otro hombre, ¿por qué no me había de alegrar?
¡Ah, Matilde!, su felicidad de usted es la única idea
que me ha preocupado siempre, y si algún día,
en medio de los países remotos en que voy a arrastrar
mi mísera existencia, me llegara por acaso la noticia...
|
DOÑA MATILDE.-
¡Qué! ¿Se va usted tan lejos?
|
DON EDUARDO.-
¡Oh, sí, muy lejos! |
DOÑA MATILDE.-
Arrima unas sillas, Bruno... ¿Y dónde? Esto es,
si usted no tiene interés en callarlo. |
DON EDUARDO.-
Apenas lo sé yo todavía... Cualquier país
me es indiferente, con tal que sea bien agreste y selvático.
|
BRUNO.-
(¿Si se irá a Sacedón?) |
DON EDUARDO.-
He titubeado algún tiempo entre California y la
Nueva Holanda; pero al cabo puede ser que me decida por la
isla de Francia. |
DOÑA MATILDE.-
¡Allí nacieron
Pablo y Virginia! |
DON EDUARDO.-
Y el negro Domingo también.
|
DOÑA MATILDE.-
En efecto... Siéntese usted,
siéntese usted. |
DON EDUARDO.-
Es que temería...
|
DOÑA MATILDE.-
No, no; siéntese usted... y
como iba diciendo, allí fue donde pasó toda
su trágica historia, que tengo bien presente. |
DON EDUARDO.-
(Más la tengo yo, que la leí anoche
de cabo a rabo.) |
DOÑA MATILDE.-
¡Y aquella madre,
señor, aquella madre tan cruel que se empeñó
en que su hija había de ser rica! |
BRUNO.-
Más
cruel me parece a mí que hubiera sido si se hubiera
empeñado en lo contrario. |
DON EDUARDO.-
Luego hallaré
en dicha isla todo cuanto puedo apetecer en mi posición
actual: cascadas que se despeñan, ríos que
salen de madre, precipicios, huracanes... |
BRUNO.-
(¡No iré
yo a la tal isla!) |
DON EDUARDO.-
Y bosques inmensos de plátanos,
cocoteros y tamarindos, con cuyos frutos podré sustentarme,
o a cuya sombra podrán reposar tal cual vez mis fatigados
miembros. |
DOÑA MATILDE.-
¡Y qué! ¿No tendrá
usted miedo de los negros cimarrones? |
BRUNO.-
(¿Quiénes
serán esos demonios?) |
DON EDUARDO.-
¿Y por qué
quiere usted que les tenga yo miedo? ¿Qué me pueden
quitar por ventura? ¿La vida, que es lo único que
me queda? |
BRUNO.-
(¿Y es grano de anís?) |
DON EDUARDO.-
¡Ah, Matilde, si viera usted qué poco vale la vida
cuando se vive sin deseos, ni porvenir! |
DOÑA MATILDE.-
¡Pobre Eduardo! |
DON EDUARDO.-
¿Se enternece usted? |
BRUNO.-
También a mí me empiezan a escocer los ojos,
si vamos a eso. |
DOÑA MATILDE.-
Ciertamente que no
puedo menos de agradecer y admirar el que vaya así
a exponerse por mi causa a tantos peligros un joven de tales
esperanzas, tan rico... |
DON EDUARDO.-
¿Yo rico? |
DOÑA MATILDE.-
Contando con la herencia del tío... |
DON EDUARDO.-
No hay duda que he podido ser rico, pero... |
DOÑA MATILDE.-
¿Pero qué? |
DON EDUARDO.-
Nada, nada. |
DOÑA MATILDE.-
Explíquese usted. |
DON EDUARDO.-
Son cosas
mías, que ya no pueden interesar a usted. |
DOÑA MATILDE.-
¡Oh!, Sí, sí... hable usted... lo
quiero... lo exijo... |
DON EDUARDO.-
Bueno, sepa usted que
cuando el señor don Pedro creía que mi tío
aprobaba nuestro proyectado enlace, éste me instaba
a que me casase con la hija única del conde de la
Langosta... |
BRUNO.-
(Familia muy noble en tierra de Campos.)
|
DOÑA MATILDE.-
¿Y bien? |
DON EDUARDO.-
Y que mi tío
me ha desheredado en seguida, porque no he querido darle
gusto. |
DOÑA MATILDE.-
¿Le ha desheredado a usted?
|
DON EDUARDO.-
Así me lo anuncia en una carta que
recibí ayer suya, dos o tres horas antes que Bruno
me entregara la de su padre de usted. |
DOÑA MATILDE.-
¿Le ha desheredado a usted? |
DON EDUARDO.-
Pues, y por
lo mismo nada sacrifico, en punto a bienes de fortuna, al
desterrarme para siempre de mi patria. |
DOÑA MATILDE.-
¿Y había de consentir yo en ese destierro? |
BRUNO.-
Perrada fuera. |
DOÑA MATILDE.-
¡Yo, que tengo la
culpa de todas las desgracias de usted! |
DON EDUARDO.-
Pero
¿qué remedio?... |
DOÑA MATILDE.-
No, jamás
se realizará tan terrible separación... si
es cierto que usted me quiere... |
DON EDUARDO.-
¿Lo duda
usted todavía? |
DOÑA MATILDE.-
¡Desheredado
por mí! ¡Y yo he podido, Dios mío, desconocer
un instante tanto mérito! |
DON EDUARDO.-
¡No llore
usted, por mi vida, Matilde mía! |
DOÑA MATILDE.-
¡Sí, hace usted bien en llamarme suya... que de
usted soy y seré... que de usted he sido siempre;
porque ahora lo conozco, y no tengo vergüenza en confesarlo!
|
BRUNO.-
¡Pobrecita, qué ha de hacer más que
conocerlo y confesarlo! |
DON EDUARDO.-
¡Puedo creer tamaña
dicha! |
DOÑA MATILDE.-
¡Ojalá estuviera aquí
mi padre, para que en su presencia...! |
Escena VII
|
|
DON PEDRO y DICHOS.
|
DON PEDRO.-
(¿Si se habrá ya
ido?) |
DOÑA MATILDE.-
Papá, papá, aquí
está don Eduardo. |
DON PEDRO.-
¡Hola! Conque... (Risueño.)
|
DON EDUARDO.-
¡Hum! (Tosiendo.) |
DON PEDRO.-
(¡Canario!,
que se me olvidaba el encargo...) |
DOÑA MATILDE.-
Y ya nos hemos explicado cierto quid pro quo que había...
y... nos hemos mutuamente satisfecho... y... |
DON PEDRO.-
¡Oh, pues si se han satisfecho ustedes! Entonces... (Risueño.)
|
DON EDUARDO.-
¡Hum! (Tose.) |
DON PEDRO.-
(¡Maldita carraspera!)
|
DOÑA MATILDE.-
¿No es verdad, papá, que usted
se alegra de ello y que...? |
DON EDUARDO.-
¡Achís!
(Estornuda fuerte.) |
BRUNO.-
Dominus tecum. |
DON PEDRO.-
No, hija mía, no me alegro de semejante cosa ni tampoco
puedo aprobar... porque... después de todo, y... en
fin... yo me entiendo, yo me entiendo. |
DOÑA MATILDE.-
Yo soy la que no entiendo a usted, papá mío,
porque... |
DON EDUARDO.-
Su papá de usted, Matilde
mía, se habrá irritado al verme aquí
en conversación con usted, cuando me había
hecho decir que no quería recibirme. |
DON PEDRO.-
Precisamente. |
DON EDUARDO.-
Y creerá que en esto
le hemos faltado al respeto. |
DON PEDRO.-
Cabal. |
DON EDUARDO.-
Y que nuestra conferencia clandestina es contra las leyes
del decoro. |
DON PEDRO.-
Sí, señor, clandestina,
y contra las leyes del decoro. |
DON EDUARDO.-
Y al notar
yo el furor de sus miradas y el calor con que se expresa,
le protesto a usted, empiezo a temer además que ya
no quiera atender a otras razones, que nos quiera separar,
y aun para separarnos más pronto que la coja ahora
mismo del brazo y se la lleve a su gabinete. |
DON PEDRO.-
Eso es, eso es, ni más ni menos, lo que voy a hacer...
Vente conmigo. (A DOÑA MATILDE.) |
DOÑA MATILDE.-
¿Pero, papá?... |
DON PEDRO.-
¡Vente conmigo! (Llevándola
como por fuerza.) |
DON EDUARDO.-
Pero, señor don Pedro...
|
DON PEDRO.-
¡Eh! (Volviéndose para oír lo
que va a decir.) |
DON EDUARDO.-
Decía que yo también
me retiraba para no ofender a usted más con mi presencia.
|
DON PEDRO.-
Bien hecho. Vamos. (A DOÑA MATILDE.)
|
DOÑA MATILDE.-
Adiós, Eduardo. |
DON EDUARDO.-
Adiós, Matilde. |
DON PEDRO.-
¡Vamos, repito! |
DOÑA MATILDE.-
Fíate en mi constancia. (Al entrarse.)
|
DON EDUARDO.-
Ya me fío. (Yéndose.) |
DOÑA MATILDE.-
Adiós. (Desde dentro.) |
DON EDUARDO.-
Adiós.
(Vase.) |
BRUNO.-
¡Cómo se quieren! Como dos tortolillos...
y el amo, a pesar de eso y sin saber por qué, los
separa y los... Vaya, no hiciera otro tanto Herodes el ascalonita.
|