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Cleopatra y Octavia

Estudio dedicado a los inteligentes hijos de Costa Rica

Concepción Gimeno de Flaquer

I

La época del segundo triunvirato fue en Roma uno de los períodos de mayor depravación; los misterios religiosos consagraban hasta cierto punto la disolución de las libertas, especie de cortesanas semejantes a las hetairas, que no contaban los años por el húmero de cónsules, sino por el de sus amantes. Las costumbres habían destinado a, las matronas a cuidar de sus maridos y a las libertas a deleitarles, por lo cual ejercían sobre ellos, más autoridad estas que aquellas.

Alejadas las matronas de las conversaciones de los hombres, carecían de la cultura que poseían las cortesanas, las cuales estudiaban con empeño el arte de agradar. El matrimonio había caído en desprestigio de tal modo, que se imponían fuertes multas a los célibes para que dejaran de serlo. El censor Metelo Numídico, decía delante del pueblo: «Si la naturaleza hubiera sido tan generosa con nosotros que nos hubiera dado la vida sin necesidad de mujeres, estaríamos libres de una compañía muy importuna»; frase que repitió Shakespeare más concisamente en su drama Cimbelina, haciendo exclamar a uno de sus personajes: «¡Si pudiéramos tener hombres sin mujeres!».

Sacrificio de un placer particular a un deber público, era denominado el matrimonio, por eso no es extraño que el repudio y el divorcio, se hallaran en su apogeo.

En los días que precedieron al momento histórico que bosquejamos, parecieron hacer alarde las mujeres de sus liviandades, como lo hicieron durante el gobierno de Octavio, Lépido y Marco Antonio.

El mal ejemplo venía de lo alto, que es lo peor que puede suceder para que se desarrolle con rapidez la inmoralidad. Escribonia y Julia, la esposa y la hija del triunviro Octavio eran muy lascivas; Servilla, mujer de Lúculo fue repudiada por su disolución; la hija del tirano Sila, fue acusada por sus escándalos con el historiador Salustio; Tuliola, hija de Cicerón, se distinguió por sus lubricidades; Mucia, esposa de Pompeyo cometió mil ligerezas, y conocidas son las impudicias de la niña Curión.

Mientras Marco Antonio paseaba triunfante por Roma a la frágil Citéride, su esposa Fulvia entregábase a los mayores desórdenes.

Divorciábase Sulpicio Galo de su mujer porque había salido a la calle sin velo y Sempronio de la suya porque había ido a los juegos públicos sin su permiso. Antistio la arrojaba del hogar por haber hablado en voz baja con una mujer de mala reputación; Paulo Emilio repudió repentinamente a Papiria, y al preguntarle sus amigos por la causa de tal acto, alargó la pierna y mostrándoles el calzado, les dijo: «Está bien hecho este calzado ¿verdad? sin embargo ninguno de vosotros sabe dónde me daña».

Pompeyo que fue denominado el más casto de los romanos, repudió a su mujer Antistia para conciliarse la amistad de Sila, casose con Emilia, hija de este que era mujer de Glabrión, teniendo que esperar que diera a luz, para que el escándalo no hiciese tanto ruido. Fuéle anunciado a Sila en medio de un banquete, que Metela se hallaba enferma de peligro y la hizo conducir a una casa extraña con objeto de que sus ayes no turbaran la alegría de la fiesta. Cicerón abrumado de deudas repudió a Terencia, para pagarlas con el dote de Publilia, y después se deshizo de esta con el pretexto de que se había alegrado de la muerte de Tulia, hija del primer matrimonio.

Por eso decía Juvenal: «Tres arrugas en la frente, dientes cuyo esmalte se ha empañado, ojos que a fuerza de llorar apenas brillan, catarro demasiado prolongado; esto os bastante para que el hombre se separe de la compañera de su vida, de la tierna madre de sus hijos». No se toma la molestia de prepararla para su repudio, le envía un liberto para que le diga: «Señora, recoged vuestras ropas y dejad la casa». Gran motivo de repudio solía ser muchas veces el tener la esposa demasiado húmeda la nariz, por lo cual no era extraño que el marido le dijera tranquilamente: «Marchaos, necesito una mujer con menos humores acuosos».

César tuvo tres esposas, Pompeyo cuatro, Augusto otras tantas, el austero Marco Bruto repudió a Claudia para casarse con Porcia, y el virtuoso Catón prestó temporalmente su esposa Marcia a su amigo Hortensio. Marcia que protestaba de las costumbres de la época, decía al tribuno de la República: «No quiero ser cedida, quiero ser tuya únicamente para que puedan escribir sobre mi tumba: «Marcia, mujer de Catón». Tales frases son dignas de una esposa cristiana.

Las leyes del repudio y el divorcio originaron el menosprecio de la mujer; los censores obligaron a Carvilio Ruga a repudiar a su esposa a pesar del gran cariño que le tenía, porque era estéril; mas la mujer parecía vengarse de tantos ultrajes con su libertinaje. Por eso exclama Plutarco: «¡Qué doloroso era para un ciudadano romano tener una esposa que ignoraba las obligaciones y faenas caseras y que parecía formada por la naturaleza tan solo para el lujo y la voluptuosidad! ¡Qué difícil proporcionar a esta reina un ejército de esclavas y servidoras encargadas las unas de rizar sus cabellos, las otras de arreglar los pliegues de sus mantos; estas de presentarle los perfumes, aquellas de verterlos sobre su cuerpo; y agregar a todo esto el oro, la púrpura, las perlas, los diamantes y otros mil objetos de lujo!». Pero sobre todo ¡qué terrible era para un marido excesivamente inclinado a los celos, mantener con tan desatinados gastos adúlteras que urdían y conservaban sus criminales intrigas, valiéndose de mil artificios, y que al salir al público los días festivos en sus brillantes carrozas, parecían triunfar de la paciencia de sus maridos no poniendo coto a su lubricidad.

II

Cleopatra, reina de Egipto

Entre las densas nebulosidades que presentaba el cuadro de la sociedad romana, aparecía como un rayo de luz la virtuosa Octavia, hermana de Octavio, que más tarde debía ser primer emperador, con el título de Augusto, y esposa del triunviro Marco Antonio. Ejemplo maravilloso de mujeres la denomina Plutarco; mas ni su virtud ni su belleza pudieron hacerla dueña del corazón de Antonio. Octavia tenía una rival, pero una rival temible, a pesar de que esa rival le era inferior en belleza y superior en edad. ¿Quién era? Una soberana, acostumbrada a dominar pueblos y rendir corazones, una conquistadora que avasallaba voluntades, era la vencedora del invicto Julio César, la descendiente de los Tolomeos, la reina de la tierra de los faraones, la opulenta, la soberbia Cleopatra. ¿Qué filtro había dado a Marco Antonio para que este abandonara a su buena Octavia? Se ignora: por la reina de Egipto había olvidado a Fulvia, su primera esposa y a Licoris su amada; por ella abandonaba a la tierna Octavia.

Cleopatra y Octavia ofrecían gran contraste: la egipcia era fastuosa, altanera, astuta; la romana humilde, modesta, candorosa. Octavia era casta como Diana, Cleopatra lasciva como Venus; Octavia poseía la pureza de una vestal, Cleopatra la sensualidad de una sultana.

La hermana de Octavio es la mujer del hogar que hila la lana que han de vestir sus hijos, limpia las armas del marido y hace ofrendas a Marte para, que le proteja en la guerra: Octavia no se atreve más que a suplicar, Cleopatra ordena, exige. La reina africana es la mujer de mirada provocativa y palabra arrebatadora, la mujer que no teme a los dioses porque lo espera todo de sí misma, la mujer que no ofrece los tiernos goces de la esposa, pero sabe ofrecer voluptuosos placeres creados por su ardiente fantasía.

Domina a Marco Antonio, como ha dominado diez años antes a César, porque tiene más talento y audacia que la virtuosa y bella Octavia. Cleopatra no solo es inteligente, sino que es sabia cual aquella otra egipcia llamada Hipatia. Cleopatra brilla por la ilustración, en la tierra que es emporio de las ciencias y de la filosofía; en la tierra de los esfinges, de los símbolos, de los emblemas y misterios. Ella se expresa elegantemente en las lenguas etiópica, troglodita, hebrea, árabe, media, siriaca, griega y latina. Reúne la sagacidad de Mitrídates, el valor de Alejandro, la ambición de Napoleón, la energía de Semíramis y la temeridad de las amazonas que conquistaron el Asia. Con tales condiciones, ¿cómo no había de vencer la sirena del Nilo, la fascinadora Circe a la púdica sacerdotisa de los dioses lares?

¿Queréis un retrato de Cleopatra? Vedlo trazado por la mano de una mujer, de la elegante Mme. Girardin:

Sa colère vous plait; on l'aime, et quelquefois

on s'en laisse accabler pour entendre sa voix.

Elle est Reine toujours... mais aussi toujours femme;

dans cet être si frêle on sent une grand âme;

à travers la faiblesse on sent la royauté;

on tremble... ons est vaincu... maisavec volupté!

Sa pensée est un monde et son cœur un abîme;

c'est ainsi qu'elle va, forte, de crime en crime,

bravant impûnement et le peuple et la cour,

ne meritant que haine et n'inspirant qu'amour!



III

¿Cómo conoció Cleopatra al general romano? La reina de Egipto había prestado auxilio contra Octavio y Antonio, a Bruto y Casio en la guerra en que sucumbieron estos en Filipos. Marco Antonio que se hallaba en Tarsis envió una orden muy terminante a Cleopatra para que se presentara a dar cuanta de su conducta. Un mes había trascurrido cuando la egipcia a quien no había intimidado la orden del triunviro, pues tenía gran confianza en sus atractivos, se presentó en el lugar de la cita, con aspecto más bien de triunfo que de vasallaje, ante el que era dueño de Oriente.

Venía Cleopatra en una galera cuya popa era de oro, las velas de púrpura y de plata los remos: reclinábase muellemente entre nubes de gasa, bajo un pabellón de rico brocado. Cleopatra era morena, pero de un moreno claro, sus ojos llenos de fuego, tenían cual su espléndida cabellera el brillo del azabache; sus gruesos labios rojos como la flor del granado, dejaban ver unos dientes esmaltados y correctos. Vestía elegante túnica de seda de Corinto con primorosos bordados, sobresaliendo en ellos la flor del loto; en su regio manto que dejaba semi descubiertas sus escultóricas formas, aparecían jeroglíficos hieráticos y en sus sandalias, cuyas rojas cintas delineaban la torneada pierna, grandes diamantes y esmeraldas. Rodeábanla mujeres caprichosamente ataviadas representando ondinas, náyades y nereidas, y varios cupidillos jugueteaban a sus pies, cuidando de los pebeteros que embalsamaban el ambiente. Una música deliciosa completaba este cuadro arrobador para entretener a la fastuosa reina que en vez de recibir mandatos iba a imponerlos.

Cuando la vio la muchedumbre llegar a la ribera, corrió en todas direcciones exaltada por el más vivo entusiasmo. Muchos exclamaban: ¡es Venus Astarté, es Urania que viene a visitar a Baco!

Avisáronle al procónsul lo que ocurría, fue a ver a la reina y quedó prendado. Dio fondo la galera y para el desembarco se improvisó un puente cubierto de rica alfombra. Al pisar Cleopatra el puente, apoyada perezosamente en el hombro de su esclava Chermione, jóvenes canéforas la precedieron sembrando el suelo de pétalos de rosa.

Presentáronle a Marco Antonio, y le recibió con altivo desdén. Invitola el triunviro a un banquete, y Cleopatra le contestó que aceptara antes uno suyo en el palacio que había mandado preparar. Marco Antonio no pudo rehusar; estaba vencido. La magnificencia del salón le deslumbró, el lujo de la mesa le dejó aturdido, y cuando apenas salía de su asombro, la reina le dijo: «Para brindar contigo, he preparado con vino de Chipre una combinación química que disuelve las perlas rápidamente; el vino de Falerno y Palestina, me han parecido vulgares, el que hoy te ofrezco se llamará licor de Cleopatra». Al pronunciar estas palabras, sumergió en la copa de Antonio una perla del tamaño de una almendra y otra igual en la suya; esas perlas habían sido un regalo de Bala, rey de Siria, a la augusta madre de la reina.

El ingenio, la gracia y la coquetería de la fastuosa egipcia cautivaron al general romano de tal modo, que le hicieron esclavo suyo mientras vivió.

IV

Marco Antonio tenía arrogancia en el porte, nobleza y dignidad en la figura, hallándose dotado de hermosura viril. Poblada era su barba, espaciosa su frente y aguileña su nariz, ofreciendo su tipo cierta semejanza con los retratos de Hércules: preciábase de que los Antonios eran Heráclidas, descendientes de Auteón. Sus soldados le querían por dadivoso, porque era más aficionado a recompensas que a castigos. Enérgico hasta la rudeza y valiente hasta la temeridad, tal era el hombre que perdió las más excelentes cualidades y adquirió los más pueriles defectos por amor a Cleopatra.

Sin más idea fija que ella, cometió las mayores imprudencias en esa vida de goces, festines y juegos que ambos llevaban y que habían denominado inimitable. Olvidándose Marco Antonio de guardar las apariencias, descuidaba completamente sus deberes: si estando en el tribunal, recibía mensajes de su amada, elegantemente escritos en cornalina o en planchas de cristal, se ponía a leerlos sin atender a la gravedad del acto que presidía; si estando en el Foro la veía pasar en litera, dejaba al orador y se marchaba tras ella. Entre las indiscreciones que cometió, no fue la menor, el hacer llevar a sus soldados, soldados republicanos, la cifra de una reina; el agregar a Egipto todos los pueblos marítimos y comerciales del Mediterráneo Oriental, y el levantar un estrado de plata con dos tronos de oro sentándose en uno de ellos al lado de la reina, que vestía el traje de la diosa Isis, con todos sus atributos.

Acostumbrada estaba Cleopatra a grandes homenajes, pues cuando Julio César volvió de Farsalia, vencedor, erigió un templo a Venus victoriosa y frente a esta deidad colocó la estatua de la egipcia.

Con pretexto de hacer la guerra a los parthos, salió el triunviro de Roma, dejando a Octavia para que educara a sus hijos y a los que había tenido con Fulvia. Los romanos entraron en Parthia, pero después de haber perdido más de veinticuatro mil hombres. Hicieron una marcha forzada atravesando cerros cubiertos de nieve, porque Antonio ardía en deseos de reunirse a Cleopatra. En Leucópolis, le esperaba esta con vestuario para los soldados y dinero, mas sabiendo que la bondadosa Octavia había desembarcado en Atenas con gran refuerzo de soldados y caballos, le ordenó que no avanzase más y que volviera a Roma al lado de sus hijos.

En Atenas fueron muy admiradas las virtudes de Octavia, pues herida en su corazón y en su amor propio por su legítimo esposo, al cual tanto amaba, le obedeció regresando a su casa sin exhalar una queja. Al poco tiempo de haber llegado, recibió las cartas de divorcio que le enviaba su marido: la indignación de su hermano Octavio estalló; y ella que era la víctima, trataba de aplacarle diciendo que no podía resistir se pensara que por causa suya peleaban el hermano y el marido. Cuanto más resaltaba la resignación de Octavia, más partidarios perdía Antonio, habiendo llegado el Senado hasta destituirle del poder triunviral.

Ni los ruegos ni las lágrimas de aquella admirable esposa, pudieron evitar que se librara la batalla de Accio.

La república romana estaba sentenciada a caer por causa de Octavia como había caído la monarquía por Lucrecia.

Tomen nota de estos hechos los que quieren negar la importancia de la mujer: ni los acontecimientos, ni los hombres, ni los gobiernos, se librarán jamás de su poderosa influencia.

El pretor marchó contra Octavio con doscientos mil infantes, doce mil caballos y quinientos bajeles, llevando consigo a los reyes de Cilicia, Capadocia y Tracia, y cuerpos auxiliares de los ejércitos de los monarcas del Ponto, de los Árabes, de los Judíos, Gálatas y Medos.

Cleopatra queriendo ayudarle más bien por ambición que por amor, fletó sesenta naves. La suerte del Oriente y del Occidente se iba a decidir en las aguas de Accio.

Al sospechar Cleopatra que iba a perderse la batalla, hizo desplegar las velas de su nave y emprendió la fuga. En tal fuga no hubo cobardía, sino traición. Cleopatra veía brillar el sol de Octavio y oscurecerse el de Antonio y partidaria del vencedor, abandonó al que tanto le había sacrificado.

El infeliz Antonio fascinado por aquella maga, la siguió, perdiendo la honra, la fama y quizás el imperio del mundo. Ciego por su pasión sin comprender que no era amado, al verse vencido, envió un mensajero a Octavio diciéndole, que ofrecía matarse, si respetaba la vida de la reina. Cleopatra enviaba al mismo tiempo otro mensaje al vencedor, diciéndole quo le entregaría al enemigo.

Abandonaron sus ejércitos a Marco Antonio y entró solo y triste en Alejandría donde fue en otro tiempo vitoreado. En su desesperación daba gritos diciendo que había sido entregado por Cleopatra, a aquellos contra quienes peleaba por ella.

V

Temerosa la egipcia de su enojo o avergonzada de su desleal conducta, se encerró en un soberbio palacio que destinaba a mausoleo si la suerte le era contraria, y mandó decir a Marco Antonio que se había suicidado. Considerando el general romano que la existencia no tenía ya encantos para él, se atravesó el pecho con la espada; pero no acertando en el golpe, prolóngase largo tiempo su agonía. Un esclavo fue a decirle que Cleopatra vivía aún, y que estaba encerrada en un mausoleo fortificado. Antonio queriendo morir a los pies de la que tanto amaba, a pesar de haber sido causa de todas sus desventuras, pidió que le llevaran palacio de la muerte donde estaba la reina. Atrincheradas las puertas del mausoleo, Antonio casi cadáver fue subido por una ventana, atado con una cuerda de la cual tiraba Cleopatra ayudada de sus esclavas Iras y Chermione fieles a la reina hasta querer morir con ella.

Cuando la insensible amada de Antonio le vio en tan lastimoso estado, tuvo una reacción sentimental que le hizo verter lágrimas. Antonio expiró con la vista fija en ella.

El vencedor de Antonio que anhelaba volver a Roma presentando a la reina entre los trofeos de la victoria, solicitó una entrevista con ella: Cleopatra se la concedió gustosa, pensando en cautivarle, como a tantos otros; pero Octavio más político que tierno, supo defenderse para no ser dominado por aquella hechicera.

El vencedor le hizo ofrecimientos muy corteses mandando erigir un túmulo para Antonio.

Cuando Cleopatra empezaba a confiar en los ofrecimientos de Octavio, uno de los capitanes de este, que estaba enamorado de la reina, le arrojó por la ventana un trozo de papiro en el que le decía: «Nada creáis de cuanto os ha ofrecido Octavio, dentro de tres días os llevará consigo a Roma, para que figuréis en su triunfo».

Tan terrible amenaza para la altiva reina resolviola a realizar el proyecto que meditaba. Escribió a Octavio diciéndole que quería ir a hacer las libaciones acostumbradas en el sepulcro de Antonio: concedido el permiso, fue a la bóveda subterránea que guardaba los restos del que tanto la amara, y abrazando su cadáver exclamó en presencia de las esclavas que la acompañaban:

Cuando hace algunos días mi amado Antonio te deposité en este último asilo, aún era libre, hoy ya esclava, hago con centinelas de vista estas libaciones sobre tus restos. Temen sin duda que con mis propios golpes, desfigure el cuerpo destinado a glorificar la victoria de Augusto. No pienses que yo serviré de trofeo en la solemne pompa que para triunfar de ti se prepara. Mientras vivimos nada pudo separarnos, hoy la muerte nos alejará de los lugares en que nacimos. Tú, romano descansarás en tierra egipcia, y mi cadáver será llevado a la patria de Numa. Si algún poder tienen tus dioses, ya que los míos me han hecho traición, consigue que tu espíritu no me abandone. Entre las muchas penas que me abruman es la más grande el verme sin ti. Júrote por la diosa Men1 que no te sobreviviré.


VI

Al siguiente día entre los postres de la comida de la reina, aparecieron unos higos que ocultaban el áspid venenoso que debía morder su pecho y su brazo. Cleopatra prefirió la muerte antes que entrar en Roma, esclava del vencedor.

Esta egipcia, una de las mujeres más célebres de la antigüedad, murió rodeada de esplendor como había vivido. El traje que vistió para morir tenía las insignias reales, preciosa diadema ceñía su frente, y rico trono de oro le servía de pedestal. La ilustrada reina que restableciera la famosa biblioteca de los Tolomeos, aumentándole doscientos mil volúmenes, cosa muy difícil en aquellos tiempos, escribió sus Memorias y una colección de Epístolas eróticas. Al lado de su cadáver encontrose un pergamino dirigido a Octavio pidiéndole que la enterraran con Antonio. Dícese que no le negó el poderoso tal favor.

Con Cleopatra concluyó la dinastía de los Lájidas que habían reinado 294 años.

Cuando el vencedor entró en Roma, presentó entre sus trofeos, la estatua de la reina, con el áspid enroscado en el brazo.

Octavia la desgraciada mujer de Marco Antonio, siguió fiel al recuerdo del ingrato que la había abandonado, dedicándose no solo a educar a sus hijos, sino a los que había tenido Antonio de Fulvia y de Cleopatra. Cuando murió esta virtuosa romana digna de las Porcias y Cornelias pronunció su elogio fúnebre Octavio César Augusto primer emperador. ¡Nunca elogio fúnebre será más merecido!

México, julio de 1889.