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Claves racialistas y reformistas en la invención de un nacionalismo continental. «El porvenir de la América latina» (1911), de Manuel Ugarte

Margarita Merbilhaá





Este trabajo se propone analizar la retórica del diagnóstico contemporáneo sobre las sociedades latinoamericanas en el ensayo de Manuel Ugarte, El porvenir de la América latina (1911). En particular explora el modo en que dicha retórica se inscribe en el paradigma cientificista que predominaba en el contexto de los debates sociológicos europeos, latinoamericanos, y en concreto argentinos, focalizados en una hermenéutica del presente. Esto puede verse, por un lado, en la lectura evolucionista1 que Ugarte (1874-1951) imprime a su interpretación del curso histórico del subcontinente americano; y por el otro, en el enfoque racialista adoptado, fuertemente hegemónico en la sociología positivista argentina en formación, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX2. Sin embargo, tal como intentaremos mostrar, el discurso sociológico positivista que da marco a la descripción de las «repúblicas sudamericanas» desde una perspectiva de conjunto, como anuncia Ugarte en el prólogo, presenta ciertas tensiones. Éstas son reveladoras de sus intentos por mantener los análisis dentro de los patrones que garantizaban la cientificidad del estudio, introduciendo a la vez principios igualitaristas que resultaban contrarios a cualquier idea de jerarquía, tanto respecto de los individuos como de las naciones, y que surgían claramente de las adhesiones socialistas del autor. Nuestro análisis se detendrá en estas tensiones derivadas de dichas perspectivas, y se ocupará a la vez de la construcción identitaria del espacio latinoamericano presente en el estudio, la que se revela esencial en el periodo posterior a la derrota española de 1898 frente a los Estados Unidos.

Este ensayo de 1911 consolida una línea de la escritura que Ugarte había esbozado primero en su libro Visiones de España (1904)3, donde él se autodefinía como un viajero que había tomado «apuntes» surgidos de su observación de la sociedad española contemporánea. Pocos años después, Las enfermedades sociales (1907) inauguraba su comprensión del presente y del proceso de modernización en América Latina a partir de un método y una retórica cientificistas que resultaban ya bien diferentes de las crónicas periodísticas que el escritor iba compilando luego en libros4. En este sentido, dicho estudio implicó un abordaje universalista que producía simbólicamente la inserción de los problemas americanos en el orden occidental contemporáneo. Fue de este modo como Ugarte sorteaba los diagnósticos fatalistas respecto de las sociedades latinoamericanas. El enfoque universalista que mencionamos se basaba en la idea de que existían patologías similares en países «latinos» y «sajones», en las potencias imperiales tanto como en las ex colonias, que buscaban frenar el curso del progreso. En el escritor que nos ocupa, dicha perspectiva era tributaria de dos discursividades: por un lado, el paradigma positivista y por otro, el internacionalismo propugnado por las socialdemocracias europeas -menos en Alemania que en Francia e Italia5-. Al mismo tiempo, el discurso de circunstancia sobre la decadencia latina aparece reorientado en ese ensayo, cobrando un sentido específico en el contexto del intercambio intelectual del continente, pues es por esta vía como será pensada la identidad latinoamericana, en tanto parte del espacio simbólico de la latinidad y opuesta a los Estados Unidos, país que se representa en términos de conjunto de acciones y valores propios de lo «anglosajón».

Este mecanismo es común a un amplio espectro de intelectuales latinoamericanos con posiciones ideológicas, presupuestos filosóficos y programas políticos muy diversos en el entresiglo; después de José Martí, aparece en César Zumeta, José Enrique Rodó, Manuel Ugarte, José Varona, Alcides Arguedas, Carlos Arturo Torres, Rufino Blanco Fombona y Francisco García Calderón6. Aunque ellos construyeron respuestas muchas veces divergentes con respecto a la «cuestión americana», dicha problemática funcionó aglutinando a estos intelectuales, que pasaron a conformar una red nada homogénea y un espacio contencioso en torno a la identidad hispano/latino/americana.

La caracterización de sus países a partir de los procesos modernizadores en algunas zonas de la región y del nuevo escenario surgido de las intenciones, cada vez más visibles, de dominio de los Estados Unidos, la búsqueda de definir la identidad latinoamericana en el marco de los debates europeos en torno a la latinidad y finalmente, la necesidad de acentuar el rumbo de las transformaciones sociales y políticas en un sentido de renovación más radical, son algunos de los núcleos problemáticos que reaparecen y se profundizan en el libro de Ugarte que proponemos analizar aquí, El porvenir de la América latina (1911). Dedicado a cuestiones sociológicas, en él se consolidan los temas que serán predominantes en la trayectoria de este intelectual, durante las décadas que van de 1920 a 1940: en primer lugar, la defensa de un espacio subcontinental (que autoriza y reactualiza el discurso unificador de Simón Bolívar) y la necesidad de su unificación como modo de afrontar las ofensivas imperialistas norteamericanas y hasta europeas7; en segundo lugar, la brega por soluciones reformistas para los problemas sociales y políticos de las repúblicas latinoamericanas. Intentaremos dar cuenta del modo en que, en este ensayo, a fin de dar un fundamento riguroso a sus ideas, Ugarte expone una reflexión en torno a la identidad latinoamericana recurriendo al paradigma de la «cultura científica»8, pero al tiempo exhibe una mayor presencia de categorías de análisis provenientes del pensamiento socialista finisecular.

Lo primero que puede verse es el organicismo y el evolucionismo persistentes en el enfoque. Al mismo tiempo, sin embargo, cabe observar que el libro construye una toma de posición verdaderamente heterogénea respecto de los estudios enmarcados en la sociología positivista argentina, los cuales proponían políticas conservadoras frente a los desafíos aportados por los nuevos modelos de gobierno republicano basados en el sufragio universal y, en general, ante cualesquier perspectiva igualitarista o de independencia económica, rechazando el acceso de los sectores populares al ejercicio de los mismos derechos que las clases dominantes. En cuanto a esto último, se revelan incluso posiciones propias de un socialismo reformista, legibles en la invención de una geografía utópica (la patria grande) y hasta ucrónica («la América latina es quizá la promesa más alta que ofrece el porvenir al mundo entero [...] tiene que reservar a sus habitantes -y a la humanidad toda sobre la cual irradia su producción- las sorpresas más puras y más inverosímiles»)9.

El libro, en su edición de 191110, está dividido en tres partes. Los diez capítulos de la primera se distribuyen siguiendo un criterio de clasificación de los pobladores del continente según su origen étnico, a excepción del primero, dedicado al «Descubrimiento», y del último, sobre la «raza del porvenir». De este modo, en cada uno se describe sucesivamente a los distintos grupos presentes en el territorio americano, siguiendo una linealidad histórica. En la segunda parte, titulada «La integridad territorial y moral», el autor procede a una caracterización de la América Latina basada en la distinción y descripción de «las dos Américas», a un diagnóstico de los problemas y amenazas del presente (invasión, penetración comercial, influencia cultural visible en el discurso panamericano que Ugarte desarticula) y finalmente, al esbozo de soluciones unitaristas, como defensa de la soberanía de las repúblicas latinoamericanas. En la tercera parte («La organización interior»), va quedando atrás la intención sociológica del estudio a medida que Ugarte expone un programa de modernización política en el plano nacional, de transformación progresiva de las instituciones, con una clara impronta socialista en la que aflora sin embargo una ética republicana no siempre coherente con dicha doctrina.

De modo general, volviendo a lo que hemos observado antes, el aspecto más complejo de El porvenir de la América latina11, desde el punto de vista retórico, gira en torno a la adopción del paradigma positivista que hacía confluir un enfoque historicista inspirado en el darwinismo social, con una perspectiva antropológica psicológica centrada en la caracterización racial, divulgado por Le Bon. Como es sabido, el desarrollo de dicho paradigma se venía consolidando, desde fines del siglo XIX, en los estudios sociológicos de varios miembros de la elite letrada mayores que Ugarte, como Ramos Mejía, Ernesto Quesada, Juan Agustín García, Carlos Octavio Bunge o José Ingenieros, a los que el autor lee y llega incluso a reseñar. En sus trabajos, ellos habían aplicado nociones lebonianas y lombrosianas a las sociedades locales12. Pero inclusive, la clasificación y tipificación de los distintos pobladores se entronca también con la tradición sarmientina del Facundo13.

La explicación en términos del componente racial de la población americana responde entonces a las condiciones de posibilidad del discurso psico-antropológico derivado de la antropología fisiológica leboniana, omnipresente en los debates europeos y cuya recepción en Argentina se remonta a los comienzos de la ciencia social. Basta recordar al respecto que el patrón analítico que asociaba el estado psicológico de un pueblo a factores biológicos sintetizados en la noción de raza ya configuraba, en la primera década del siglo XX, la doxa sociológica de la época. Además, circulaba tanto en Europa como en América no sólo en los ámbitos universitarios y en revistas especializadas sino en la prensa masiva (piénsese en los artículos de Césare Lombroso, Max Nordau o Enrico Ferri para La Nación de Buenos Aires).

Tomando como marco la circulación de esas ideas dominantes, es posible comprender las operaciones interpretativas que aparecen en El porvenir de la América latina. Esto se observa ya en la siguiente advertencia del autor: «Pero antes de formular previsiones abordemos en esta primera parte el problema de la raza, examinando los diversos componentes en notas brevísimas, para deducir después, en síntesis, la orientación general»14. Por una parte, entonces, el tratamiento ugarteano de la cuestión de la raza según los parámetros de la antropología positivista se evidencia sobre todo cuando el autor se dedica a definir la identidad del continente basándose en el examen de la composición racial de las poblaciones. Por otra parte, dicho examen se completa, de acuerdo al presupuesto historicista-evolucionista, con un estudio del proceso de constitución de la raza americana, a punto tal que los rasgos etnográficos de ésta se combinan con la idea de una lenta constitución que aún no había culminado.

Pero además, cuando el ensayista busca caracterizar a los distintos pobladores del suelo americano, gravita -aunque de manera atenuada- una hermenéutica de las razas dada por la asignación de determinados atributos morales a cada una de las categorías de pobladores que, como se ha dicho, habían sido clasificados de acuerdo a su origen étnico; el análisis evidencia entonces cierto sesgo esencialista respecto de los caracteres americanos:

Base y origen de la nueva variedad que se acumula, el español aclimató en resumen las grandes cualidades de firmeza y resolución que le dieron el predominio, pero no dejó, ni en germen, la perseverancia, la inventiva y la independencia que en algunas regiones empieza a determinar el triunfo actual. Estas características se han superpuesto, como veremos más adelante, bajo la presión de inmigraciones múltiples.

[...] Porque, contrariamente a lo que ocurre en ciertos países -Alemania, por ejemplo, dividida como un mueble, en cajones que corresponden a cada grupo- en la América latina todos los líquidos, sea cual sea su densidad, se confunden en el mismo vaso. Las diversas variedades no se hallan apriscadas en las provincias. Y el mestizo y el extranjero se codean en todos los puntos del territorio, acentuando una promiscuidad que hace más visibles las discordancias15.



Al mismo tiempo, Ugarte toca un punto central de los análisis sociológicos positivistas de la época, expresado en la cuestión del mestizaje, es decir, la mezcla de razas heterogéneas, que aparecía como un rasgo particular del continente, más aún, como la causa de sus males o su debilidad. En su tratamiento de la raza, el autor se aparta de la estigmatización del mestizo concebido como un híbrido entre razas incompatibles, del que derivaba su debilidad y por ende, como una traba insuperable para la evolución adecuada de las sociedades americanas. Esto era propio, por ejemplo, del racialismo positivista duro de Carlos Octavio Bunge en Nuestra América (1903)16. La caracterización del mestizo resulta, en cambio, para el autor que nos ocupa, más oscilante o contradictoria:

Condenados a vivir entre dos contradicciones, con los atavismos indolentes de su origen y muchos de los orgullos del europeo, postergado en ciertas repúblicas por el blanco como inferior, considerado en otras por el indio como espúreo, el mestizo vegeta y se multiplica en zonas vagas que su misma falta de ilustración hizo quizá fatales...



Pero dentro de la mezcla hirviente de la futura raza sudamericana, el mestizo será uno de los elementos más aprovechables si, rompiendo la ignorancia que lo encorva, le hacemos levantar la frente y lo elevamos a la igualdad17.

Sus ideas se acercan más bien, como veremos más adelante, a las que José Martí había expuesto veinte años antes en sus conferencias «Nuestra América» (1891) y «Madre América», cuando postulaba cierta ruptura con respecto al determinismo biológico aplicado a los análisis del continente.

Asimismo, el autor va forjando en el ensayo la idea de un proceso abierto de mezcla, o de una raza inconclusa, lo que está en consonancia con la matriz evolucionista. Construye así un concepto inclusivo de identidad nacional, que incorpora tanto al mestizo como al inmigrante, valorando a ambos positivamente, en un sentido similar a las posiciones del socialismo argentino que reclamaban la nacionalización de los inmigrantes. De este modo, Ugarte articula la cuestión del mestizaje con la cuestión nacional, interviniendo también en uno de los debates centrales durante el Centenario18.

Otro de los modos en que Ugarte va atenuando las consecuencias fatalistas de los análisis basados en la distinción entre tipos psico-biológicos, o a analizar la conquista española como un proceso histórico, puede verse en el propósito historicista de su estudio expresado en su intención de trazar una «historia social» americana desde la conquista hasta el presente y sus implicaciones. En este sentido, su lectura evolucionista de la constitución del subcontinente americano, responde a la idea hegeliana de un espíritu humano en marcha hacia la superación y puede verse en las variables socioeconómicas que introduce a lo largo de su estudio. Ugarte llega incluso, en ciertos momentos de su indagación, a introducir variables y enfoques inspirados en el materialismo histórico19.


Un racialismo oscilante

Tal como hemos adelantado, Ugarte se refiere a la cuestión de la raza en la primera de las tres partes de El porvenir de la América latina, precisamente intitulada «La raza». Los capítulos que dedica a describir a los distintos pobladores americanos corresponden a «Los indios; los españoles; los mestizos; los negros; los mulatos; la variante portuguesa; los criollos; los extranjeros inmigrados». En cada uno de ellos, no se detiene en aspectos biológicos (contrariamente a un Bulnes o un Bunge) -sangre, color de piel-, sino que, por un lado, el estudio procede abstrayendo dichos «rasgos morales» para establecer el «tipo local»; y por el otro, deja entrever la influencia de la categoría comtiana del medio en sus análisis, al señalar continuamente las circunstancias históricas que habían dado origen a la conformación de los caracteres morales de la población latinoamericana. En esto puede verse la filiación positivista del modelo de análisis implícito en el ensayo: los mulatos son «más orgullosos y más altivos que los negros, menos preparados para la lucha que los españoles [...] fueron una fuerza irresoluta, áspera e impotente que flotó al azar de los reflujos»; y, «como los mestizos, vivieron una situación incierta»20; los indios, fueron víctimas de la «atmósfera viciada de la esclavitud», del «alcohol» y la «ignorancia» a que los sometieron las «muchedumbres invasoras»,

... se dejaron morir con la resignación de los pueblos del Asia, porque el americano tiene mucho del fakir. Después de haberlo esperado todo de las fuerzas celestes, en el derrumbamiento de sus dioses, vencido y despreciado en su propia casa, sin que nada en la naturaleza contestase al llamado impotente de su angustia, el indio se convirtió en hoja que los vientos llevaron a su capricho21.


Al adoptar el punto de vista de la raza, sobre todo en esta primera parte de su libro, asume el enfoque psico-antropológico que funcionaba como la condición de cientificidad de todo estudio que se propusiera analizar las sociedades contemporáneas y así predecir su porvenir. Si, tal como se ha visto, el recurso a la noción de raza está presente, las descripciones de los distintos pobladores del continente no están basadas estrictamente en rasgos biológicos. Puede decirse entonces que, por «efecto de la imposición simbólica»22, el tratamiento raciológico funciona principalmente, en Ugarte, como garantía misma de cientificidad de los análisis sobre los fenómenos sociales e históricos.

Aun así, no escapa por momentos a las típicas caracterizaciones psico-raciales del mestizo, propias de Juan Agustín García o Carlos Octavio Bunge. La mezcla parece alcanzar, en su visión, ciertos rasgos de carácter; por ejemplo, el tipo mestizo es definido como contradictorio, entre las «orgullosas fierezas del indio» y el «acatamiento de la domesticidad en que se desarrolla» (p. 14). Sin embargo, al mismo tiempo, circunstancias como la falta de instrucción y la «conciencia de su estado» de sometimiento funcionan como causas explicativas de la condición subalterna de los mestizos, quedando atrás cualquier explicación biologicista sobre un primitivismo insuperable.

Una argumentación semejante aparece cuando Ugarte caracteriza a la población negra y mulata. Allí entran en tensión la tipificación centrada en la raza -en la que está implícita una idea de jerarquización-, con una tendencia en sentido contrario, que no se adhiere del todo a ésta por sostener principios igualitaristas. En este sentido, destaca, por una parte, el papel clave de dicha población en las guerras de independencia. Por otra, explica su ubicación «en la base» (p. 19) de las sociedades latinoamericanas y la diferencia insuperable entre sus países de origen y el continente señalando las circunstancias históricas que determinaron su lugar subalterno. Así, aun cuando considera la diferencia de color como criterio descriptivo necesario a los fines de su estudio científico, el autor no la asocia a ninguna tara biológica que desencadene degradaciones morales. Introduce más bien explicaciones económicas y sociológicas (señalando por ejemplo, con una retórica moralista, la lógica de acumulación capitalista); no sólo eso sino que identifica valores y presupuestos de la cultura dominante respecto del otro social. En referencia a los esclavos africanos, afirma así que:

Y aquellas muchedumbres inmensas que la avaricia de los hombres precipitó sobre el Nuevo Mundo, modificadas por el ambiente, multiplicadas por los años, diseminadas por las revoluciones, pero invariablemente atadas al origen, prolongaron, primero políticamente y después étnicamente, en plena democracia, la situación inicial. Se habían extraviado en la tierra.

El país en que trabajaban y nacían era una patria de adopción. Formaban un haz aparte que no podía confundirse porque llevaba el distintivo en la cara. El hijo del extranjero emigrado es criollo al cabo de una generación. Nadie logra descifrar su procedencia. ¿Pero quién arrancaba al negro su nacionalidad aparente?23


Por último, este mismo enfoque puede verse en la caracterización de los extranjeros inmigrados, cuya presencia en Hispanoamérica atribuye Ugarte a consecuencias generales de la industrialización europea, a las luchas obreras (en este sentido, se refiere a la «persecución y de búsqueda de libertad»), sin dejar de señalar aspectos de la subjetividad individual como los «gustos o veleidades de aventura». Contra la tendencia a entender el proceso inmigratorio del último tercio del siglo XIX en el Río de La Plata, como resultado exclusivo de políticas estatales, propia de intelectuales argentinos cercanos a los grupos dirigentes que depositaban además sus esperanzas de progreso en ese factor y podían incluso dudar del éxito de dicho proceso por su desconfianza hacia la población nativa, Ugarte prefiere explicarlo invocando circunstancias socio-económicas vinculadas a la nueva división internacional del trabajo y a la propia expansión capitalista. Pero a la vez, desde un punto de vista interno, considerará la presencia de los inmigrantes en función de su carácter de fuerza de trabajo y como factor de progreso antes que como una amenaza para la tradición argentina y la unidad espiritual de la nación. Atenderá a una interpretación económica y clasista de la historia argentina, que hace extensiva a otros países sudamericanos, sobre todo los más desarrollados. Las oscilaciones en torno a la categoría de raza también se registran en el modo en que aparece sustituido por otros como «grupo social»24, «agrupaciones» o «componentes de una sociedad».

Entonces, aunque se proponga estudiar los fenómenos sociales contemporáneos en Hispanoamérica, y para ello se base en presupuestos racialistas, Ugarte no se adhiere completamente a las implicaciones políticas concretas que generalmente éstos encerraban. Este uso fluctuante de explicaciones inspiradas en el determinismo racial, aparece aun cuando las nociones empleadas contengan un sentido culturalista más que biológico. Dicho sentido derivaba del sentido renaniano de raza que, tal como ha sido mostrado por Todorov25, por más que remitiera los fenómenos a causas dadas por disposiciones morales, no abandonaba la visión determinista. Estas disposiciones, en efecto, obedecían a una clasificación que giraba en torno a la categoría de raza, a la que se asociaba una serie de sentimientos, valores, religiones y lenguas.

Cabe recordar que el distanciamiento de Ugarte respecto de esta noción había aparecido en escritos anteriores, tanto en algunas crónicas de 1901 como en Las enfermedades sociales (1907) y en un discurso pronunciado ante el Ayuntamiento de Barcelona en mayo de 1910, cuando se refería críticamente al «semi-prejuicio de las razas». En esa conferencia sobre las «Causas y consecuencias de la Revolución Americana», del 25 de mayo de 1910, Ugarte lo exponía en los siguientes términos:

Yo no he creído nunca que nuestra raza sea menos capaz que las otras. Así como no hay clases superiores y clases inferiores, sino hombres que por su situación pecuniaria han podido instruirse y depurarse y hombres que no han tenido tiempo de pensar en ello, ocupados como están en la ruda lucha por la existencia; no hay tampoco razas superiores ni inferiores, sino grupos que, por las circunstancias particulares en que se desenvolvieron han alcanzado mayor volumen y grupos que, ceñidos por una atmósfera hostil, no han podido sacar a la superficie toda la savia que tienen dentro»26.


De esta manera, en sus análisis asoma cierta percepción según la cual las explicaciones racialistas implican una condena para Hispanoamérica y que, por lo tanto, deben ser superadas o evitadas para redimir al continente de su supuesta inferioridad.

No sólo eso sino que por momentos Ugarte tiende a formular un programa más moderno de inclusión de los sectores populares. Reclama, por ejemplo, para los mestizos, iguales derechos ciudadanos, denunciando la trampa de que para elegir representantes se les exija una instrucción que no se les ha brindado:

Porque, aunque los contratos sociales de los diferentes Estados sólo reconocen hombres libres, se puede decir que, en realidad, la mayoría de los mestizos no lo son [...] Se acuerda al mestizo, como al indio y como a todos, la facultad de elegir representantes 'a condición de que sepa leer y escribir'. Algunos ven en ello una habilidad para empujarlos a las escuelas. Y en cuanto se refiere al porvenir, acaso tengan razón. En lo que toca al presente, sólo se consigue privar de sus derechos a una categoría de hombres27.


En general, entonces, Ugarte cuestiona las tesis fatalistas fundadas en determinaciones climáticas o raciales, tendiendo a considerar las dimensiones culturales en la conformación de las sociedades coloniales28. Señala factores económicos al enmarcar históricamente la ferocidad de la conquista en el «régimen feudal» y la «edad sanguinaria» de aquella época (p. 5). Invierte, incluso, el tópico de la barbarie y, no exento de cierto miserabilismo, contrapone las «almas de hierro» de los «heroicos aventureros [...] hijos de un siglo que dignificaba la matanza» con la «solidaridad y altruismo del indio» (p. 5). La caracterización de la conquista en esos términos contrasta fuertemente con la visión dominante entre los intelectuales latinoamericanos:

Vino después el atentado más lamentable que recuerda la historia, grandes rebaños sumisos removieron la tierra que les pertenecía y la sangraron para hacer brotar ríos de oro en beneficio de virreyes y monarcas extranjeros [...] La esclavitud se estableció de lleno en el continente.


(p. 6)                


El modo más decisivo en que Ugarte va en contra del fatalismo racialista hegemónico proveniente de la tesis de Gobineau, Renan y Le Bon, es afirmando el carácter inconcluso de las naciones americanas y señalando el «porvenir de la raza», una percepción que sin duda era intensificada por las transformaciones de los procesos de modernización en el Río de La Plata. Así, ante el diagnóstico de la transición de una etapa económica hacia otra, dentro de un supuesto proceso paulatino de socialización, la América latina, como se la nombraba entonces, encerraba los mejores augurios. Precisamente en torno a esta cuestión girarán las conclusiones del libro, como veremos más adelante.

Si repasamos, como hemos dicho antes, el contexto de los trabajos sociológicos positivistas en Argentina, de hecho, ni La ciudad indiana de Juan Agustín García, ni menos aún Nuestra América de Bunge, ponen en duda los presupuestos sobre la desigualdad de razas ni el carácter irremediable de las taras ambientales29. Ugarte se acerca aquí al Martí de Nuestra América (1891), cuyo cuestionamiento del racialismo cientificista había tenido un carácter marginal entre los pensadores latinoamericanos de fines del siglo XIX y se había pronunciado desde una posición deliberadamente ajena a la mirada sociológica positivista30.

En efecto, aunque Ugarte no mencione a Martí, aparecen las mismas líneas retóricas generales de la conferencia de Nuestra América31: por un lado, el poeta cubano despliega una argumentación que aspira a alcanzar una perspectiva universal por contraste con una estrechez simbolizada en el carácter «aldeano», oposición que está en la base de la mirada de Ugarte sobre el continente. Por otro lado, cuestionando la dicotomía sarmientina, defiende a «indios» y mestizos basándose en la tensión entre la naturaleza y el carácter inauténtico y artificial, que se sobreimprime al antagonismo entre el hombre natural / el gobernante o intelectual. Su fe en el progreso exalta, como lo hace Ugarte, la vertiginosa modernización de algunas repúblicas americanas, al tiempo que considera que el origen de los problemas del continente se halla en la organización colonial, cuestionando cualquier forma de determinismo racial y de racismo («No hay odio de razas, porque no hay razas...», p. 17), y resaltando la «identidad universal del hombre» en la misma página. José Martí traza una historia de América atendiendo a su constitución múltiple, aun cuando la parte «pensante» sea atribuida a los blancos y el sostén, a la religión del conquistador: «Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, vinimos, denodados, al mundo de las naciones» (p. 12). Exalta el acontecimiento independentista y lamenta la persistencia de residuos coloniales. Como aparecerá luego en el ensayo de Ugarte, Martí presenta un diagnóstico alarmado pero optimista respecto del presente. Por último, figura la recurrente consideración respetuosa de la pujanza de Estados Unidos, la alerta contra «el gigante de las siete leguas» (p. 10), la necesidad de una «marcha unida» de los hijos de América y de renovación de sus formas de gobierno y, finalmente, una apuesta al desarrollo americano y a que éste sea mostrado, ostentado fuera de sus fronteras, como una estrategia para conquistar el respeto del Norte.

El propio sociólogo José Ingenieros, quien a partir de 1911 revisaría sus postulaciones, había tenido su momento «bioeconomicista» y sostenido, en «La evolución sociológica argentina» (1901), la inferioridad racial de los pobladores originarios del Río de La Plata, de sus descendientes y de la población de origen africano, a los que consideraba vencidos por la «raza blanca»32.

En La ciudad indiana (1900), Juan Agustín García, por su parte, en su liberalismo, señalaba la problemática de la «teocracia pura» del gobierno jesuítico, aunque la justificara en base al presupuesto de las jerarquías raciales, por su capacidad «práctica» de haber «permitido transformar a los indios en hombres civilizados. Por lo menos fue el único que triunfó durante siglo y medio, y si se hubiera persistido, todo ese litoral sería hoy un país próspero y bien poblado, con su raza hecha a la nueva vida, su existencia histórica asegurada» (p. 364). De la misma manera, tildaba de «ingenuidad infantil» el que se juzgara con el criterio contemporáneo esa época, cuando se trataba de «tribus bárbaras, más o menos lascivas y homicidas» (p. 364).

La descripción sintética que hace Ugarte de cada uno de los grupos que componían las sociedades latinoamericanas, inspirada en las nociones cristalizadas, provenientes de la antropología-psicológica de Le Bon, no redunda en las mismas conclusiones que las de La ciudad indiana, libro que él había leído con interés y elogiado el mismo año de su publicación33. Puede conjeturarse que el entusiasmo por el libro de Juan Agustín García estaba probablemente ligado a la consideración del «factor económico» que éste proponía, inspirándose en Achille Loria y Karl Marx, para explicar el proceso histórico argentino hasta el siglo XVIII, como lo ha demostrado Horacio Tarcus34. Esto sucedía en el mismo momento en que Ugarte descubría las doctrinas socialistas en publicaciones europeas, cursos y congresos (como el Congreso de Sociología de París, de 1901, al que probablemente asistió). Entre los cursos, pueden mencionarse los de las Universidades populares socialistas a los que se refiere el autor en alguna crónica, y en un ámbito más académico, las clases sobre filosofía moderna en el Collège de France, hasta 1904, a cargo de Gabriel Tarde, uno de los pocos sociólogos que aparecen citados en sus escritos y, en particular, en el libro que nos ocupa.

Apartándose de La ciudad indiana, el estudio de Ugarte desanda las equívocas jerarquías raciales y llega a atenuar considerablemente los rasgos negativos con que se estigmatizaba a los pobladores indígenas y negros. Si persisten rasgos distintivos como elementos explicativos de las prácticas culturales en sentido amplio, éstos se atribuyen a la acción del medio antes que a factores raciales. Así, por ejemplo, la herencia de los españoles se alojó en el «hueso de la nacionalidad», dejando a los gauchos la «llaneza y el amor propio», el sentido de la hospitalidad, el horror a la hipocresía y la grandilocuencia.

También Juan Agustín García recurre a caracteres morales, a los que denomina «sentimientos», para estudiar la historia de la conformación de la sociedad colonial rioplatense. Así, intenta demostrar el modo en que bajo el «régimen antiguo», «un conjunto de sentimientos», «el culto nacional del coraje, el desprecio de la ley, la preocupación exclusiva de la fortuna, la fe en la grandeza del país, [que] imprimen rumbos fijos a la sociedad», determinaron los rasgos de una «sociedad» cuya particularidad consistió en estar desde el comienzo en «lucha» con sus «instituciones» (p. 365). Buen exponente del pesimismo de las elites porteñas ante lo que vivían como un desajuste entre el ideal de civilización, de orden y progreso, y la percepción de una heterogénea composición social y precariedad institucional de las repúblicas sudamericanas, García concluye su libro lamentando la persistencia de esa situación en el presente, y pintando un oscuro panorama35:

Ahora como antes, las iniciativas privadas, el deseo de cooperar en la felicidad y progreso de la República, se traducen en donaciones cuantiosas para fundar iglesias y monasterios. Ahora como antes la tierra está en poder de unos pocos, dueños de la casi totalidad del área disponible, de lo mejor y de más fácil cultivo, un serio obstáculo par a la expansión y progreso futuro del país. Ahora como antes, se deprimen los estudios superiores... [...]. Si esto sigue, y parece que seguirá, no sería extraño que alcanzáramos el parecido en las formas y entonces habríamos caminado un siglo para identificarnos con el antiguo régimen36.


Igualmente podemos volver sobre Carlos Octavio Bunge, otro exponente de las explicaciones basadas en las determinaciones del medio, el clima y la composición étnica, que se vale de la psicología de la raza para trazar un retrato lapidario de la política criolla y de las instituciones republicanas. Altamirano se ha referido a su ensayo Nuestra América como un ejemplo de «la mezcla de naturalismo y psicologismo» (p. 109) característica de lo que se entendía entonces por ciencia social. El autor contrasta esta hermenéutica social con la propuesta de Ugarte que, según él, introducía «razones de índole política» (p. 118) en lugar de las interpretaciones de la psicología positivista. Ahora bien, a la luz de lo que venimos analizando, tal vez convenga afirmar que si bien es cierto que Ugarte busca sustraerse a las implicaciones no deseadas de dichas interpretaciones, su estudio no deja de estar marcado por este modelo, como pudo verse a lo largo de nuestro análisis de El porvenir de la América latina37.

No es azaroso, entonces, si para ilustrar su hipótesis que, sin lugar a dudas, tiene cierto grado de verdad, Carlos Altamirano invoque, no el ensayo de Ugarte de 1911, sino un discurso, ya citado, que pronunció en 1910 en el Ayuntamiento de Barcelona, en el que nuestro autor discute explícitamente el modelo psicológico-racialista: «el desgano de buena parte de América no se explica a mi juicio, ni por la mezcla indígena, ni por los atavismos de raza que se complacen en invocar algunos»38.

Como venimos analizando, en el libro de 1911, las variables psico-antropológicas y aquellas basadas en factores económico-evolutivos, esgrimidas alternativamente, apuntan a construir una identidad continental que el autor entiende como inconclusa o en proceso de formación. Este diagnóstico -que será abordado en la tercera y última parte de su ensayo- le permite situar en el futuro una etapa final que estaría marcada tanto por la unificación de las repúblicas latinoamericanas como por la consolidación del proceso de socialización de los medios de producción, dado por el establecimiento de reformas sociales. Sólo en este sentido debe entenderse su idea de una raza cuya unidad no ha concluido39, proceso paralelo al de las sociedades en formación. De este modo, al ser ubicados en el porvenir, quedan homologados, por un lado, el destino económico y político de los países latinoamericanos, imaginado como promisorio y según el cual dichas repúblicas se adaptaban al rumbo universal de toda la humanidad y, por otro lado, el destino de «los americanos» como raza inacabada conformada, según el modelo leboniano, por capas sucesivas que se cimentaban y en cuya base estaba el componente español, o como «tipo que se acumula» (p. 46). Este modelo geológico y hasta biologicista (en el que la población americana se define en la metáfora de los sucesivos estadios de la especie), acerca el devenir de la América española al de las civilizaciones europeas que proponía la psicología antropológica leboniana. En el pensamiento de Ugarte, esto tiene una consecuencia importante pues funciona como un criterio suplementario de distinción respecto de la conformación de la población norteamericana.

Así, dispuesto a definir la especificidad latinoamericana, el ensayista hace explícita una «objeción» respecto de su idea de la confluencia de razas como virtud específica del subcontinente. Precisamente, dicha objeción está dada por el hecho de que la «originalidad nacional» de los Estados Unidos se hubiera alcanzado «sin recurrir a la mezcla con las razas aborígenes» (p. 41). Con una llamativa audacia retórica, hará de tal refutación la base de la diferencia entre los procesos del Norte y del Sur:

Ni hemos apriscado a las razas en determinados territorios, ni tenemos carpet-baggers que organicen feedmen's offices y susciten sociedades de Ku-klux-klan. Además, hay que contar con lo que en los Estados Unidos no existe, con la casta intermedia que atenúa los choques, facilitando la refundición. Por eso es por lo que, lejos de alentar la tendencia orgullosa que podría inclinar a algunos a excluir ciertos componentes de nuestras formación definitiva o a considerarlos como elemento vergonzoso o incómodo, debemos proclamar las lejanas parentelas, aceptando en bloque la historia de nuestro grupo social. [...] con las necesarias modificaciones de la época y del medio, continuadores celosos de sus antepasados, los pueblos sólo alcanzan su osificación y su plena audacia cuando establecen el equilibrio interior, nivelan las asperezas y de un extremo a otro de su historia y de su conjunto sienten la rítmica palpitación de una voluntad que no se interrumpe ni se desmiente. Lo que fortifica a las naciones es la unidad de la raza. [...] Cuando en América del Sur, donde nadie odia al negro, ni al indio, ni al judío, se habla de contrarrestar el empuje de los anglosajones, todos comprenden que la mejor manera es sacar los músculos indispensables de nuestras propias características40.


Observemos que Ugarte parece apuntar a una futura integración social, y celebra el mestizaje. Traza una «evolución social» que parte del componente español y se detiene luego en «influencia del pensamiento francés» tras la independencia, fenómeno que se señala como «segunda conquista». En esto se basará Ugarte para sostener la necesidad de una separación entre las dos Américas a partir de las «particularidades latinas» supuestamente insoslayables del subcontinente. Y así sella un relato armonioso de la «cálida» América latinizada, inasimilable a la del Norte, síntesis entre España, Francia e Italia, y que ha sabido «fraterniza[r] con las razas aborígenes», razón por la cual «ostenta una unidad y una fisonomía excluyente que la separa de una manera fundamental de la fría América del Norte»41.

Dicho relato, que por momentos esbozaba una refutación de las interpretaciones basadas en la creencia y fundamentación científica de una desigualdad entre razas, según las cuales las taras de las razas inferiores que conformaban los sectores populares explicaban los atrasos del continente, termina muchas veces en la negación voluntarista del problema («nadie odia al negro, ni al indio»). Se trata de una verdadera proeza retórica, pues borra, con un fin altruista, la existencia misma del otro social. El intento por refutar los presupuestos de la inferioridad racial42 resulta significativo en la medida en que, por un lado, era divergente respecto del sentido común de la época, que revestía fundamentos pretendidamente científicos, como así también respecto de la mayor parte de los intelectuales positivistas. Por otro lado, pone de manifiesto el modo en que, aun en un momento de fuerte hegemonía cientificista, el racialismo era sometido a cierta objetivación de sus presupuestos. Dicha reflexión se lleva a cabo, en este ensayo, mediante la consideración de aspectos político-ideológicos, uno de los modos en que se ponía en crisis el paradigma positivista. Así es como Ugarte pondrá en relación, por ejemplo, el lugar subalterno de la población mulata con las sucesivas etapas de la historia americana, señalando supuestos «avances» y hasta innovaciones americanas en el borramiento progresivo de los «prejuicios» asociados a la posibilidad de «ascenso» social de los mulatos. Esta tendencia a la «emancipación» de dicho grupo es también leída en clave evolucionista como «victorias del espíritu nuevo»43 que encontraron en América el suelo propicio para su desarrollo, donde una vez más están depositadas las esperanzas de emancipación universal: «La América española marchó así a la vanguardia del soplo emancipador que tiende a atenuar las desigualdades y a devolver a todos los hombres su dignidad dentro del Estado»44.




La recuperación historicista

Más allá de los desacuerdos ideológicos que pudieran suscitar entre sus contemporáneos, el voluntarismo de Ugarte antes señalado, o aun los argumentos igualitaristas, éste basa su estrategia en la ideología del progreso formulada en base a la retórica evolucionista que le permite a los hechos que describe un carácter de necesidad histórica irremediable. Esta idea evolutiva aplicada a los fenómenos sociales encontraba en el pasado indicios del porvenir e, inversamente, construía una predicción en torno al futuro, partiendo de signos progresivos seleccionados en el pasado de las civilizaciones. Enunciada en términos generales, la versión socialista de la fe en el porvenir implicaba el sabido mecanicismo, que Angenot describe desde el punto de vista de su lógica cognitivo-argumentativa, como «razonamiento de las grandes esperanzas»45 sustentado en el «porvenir de un no-todavía, en la promesa de un orden de cosas que será radicalmente distinto y mejor» (p. 359). Angenot define esta lógica de la «prueba por el porvenir», como «una de las formas de la racionalidad moderna, la de los grandes males y los grandes remedios que tiene por último fundamento una ficción, una conjetura convertida en certeza demostrada, una fe en el porvenir» (p. 359).

Es esta lógica la que opera cuando Ugarte imagina, en el ensayo de 1911, un espacio geopolítico a constituir formado por las repúblicas latinas de América. Cabe aclarar, al respecto, que el sintagma América latina suponía en el entresiglo, significados vinculados con el tópico de la oposición entre la latinidad y lo anglo-sajón. En la utopía continental ugarteana, además, la carencia de siglos de historia (según el patrón occidental) se convierte en una virtud del continente, utopía que busca hacer confluir un tiempo y un espacio nuevos. Si Ugarte sabía que, a finales de la primera década del siglo XX, en Europa las perspectivas de salvación humana se dilataban y volvían difusa, esto no le llevaba a concluir que algo semejante podía ocurrir también en Hispanoamérica. Precisamente, contra las interpretaciones en términos de los atrasos de dicho subcontinente, la misma incertidumbre del proceso europeo le hacía creer y postular que el advenimiento del nuevo orden social latente tendría lugar fuera del viejo continente; esto, sin que dejara de percibir con reparos la posibilidad de que América Latina estuviera orientada efectivamente hacia los cambios esperados. Así, afirma la necesidad de, por un lado, rediseñar la geografía continental ensanchando las fronteras del presente, y por el otro, imponer ciertas reformas, o profundizar, en los países más modernizados, las tendencias progresivas ya activadas. En este marco se entiende su interpelación a «los europeos», que parece estar destinada a argumentar en favor de la igualdad universal del subcontinente y del carácter occidental de sus procesos históricos, en particular el de los sudamericanos. Su razonamiento no deja de ser paradójicamente deshistorizante:

En cuanto a la pereza y la incapacidad para la lucha que algunos europeos nos atribuyen, basta echar una ojeada sobre la América del Sur para comprender la verdad. Los levantamientos que nos reprochan sólo son manifestaciones palpables de un empuje creador. La nacionalidad data de ayer y tiene que pasar por las mismas agitaciones que Europa. No han de maravillarse de la inquietud de nuestras costumbres los que edificaron su Constitución alzando barricadas y decapitando reyes. Y en lo que respecta a la actividad industrial, todavía insegura, tampoco nos la pueden echar en cara los que antes de alcanzar el brillo de hoy vivieron la indecisión de quince siglos. [...] La infancia turbulenta y bulliciosa no es quizá, después de todo, más que un síntoma prometedor, porque los pueblos, como los estudiantes indisciplinados, son precisamente los que más altas posiciones conquistan en el porvenir.

Si se mantiene la integridad étnica, política y territorial del conjunto y si continúa sin tropiezo la elaboración en que estamos empeñados, se puede decir que el nuevo grupo que se incorpora a la fermentación mundial alcanzará una importancia inverosímil a causa de su número y de la amplitud de la zona en que desarrollará su acción.


(pp. 49-50)                


En este fragmento puede verse una de las implicaciones políticas del libro, antes señalada, según la cual la argumentación asignaba un destino promisorio a Hispanoamérica que redundaba en una inserción de la especificidad americana en Occidente. Esta focalización en lo particular se correspondía con un inicio de distanciamiento respecto del eurocentrismo dominante en los estudios sociológicos y etnosicológicos. Su perspectiva dinámica respecto de la cultura local lleva a que, por momentos, aparezca invertida la percepción positiva respecto de las consecuencias culturales de la conquista sobre el Viejo Mundo.

Emblemáticamente, en este ensayo, la definición de los distintos pobladores en base a la fijación de tipos según su origen étnico corre paralela, a otra perspectiva. En efecto, los capítulos dedicados a los distintos pobladores no sólo responden, como ya dijimos, a un ordenamiento sucesivo temporal (desde los indios hasta los inmigrantes), sino que están enmarcados por el acontecimiento de la conquista («Capítulo I: El descubrimiento») y por un anuncio predictivo («Capítulo X: La raza del porvenir»), traduciendo una filosofía de la historia basada en la lógica evolucionista del progreso continuo. Ugarte sigue, además, una perspectiva evolucionista presentando la irrupción de la Edad Media en América como un acontecimiento negativo, verdadero accidente en un «mundo maleable en plena aurora»46, antes que como el resultado de relaciones de fuerzas sociales inscritas en una continuidad histórica, como en el Viejo Mundo. Según esta lógica evolucionista, en la que cabe constatar cierto debilitamiento de la consideración racial determinista, una primera falla en la cultura americana derivaría de la interrupción del desarrollo histórico natural de la «atmósfera social del Continente» (p. 1) pero también de la instauración, en suelo americano, de un orden que ya era anacrónico en la propia Europa, el feudalismo. Esto redunda para el ensayista, en la paradójica novedad y vejez de América: la Edad Media, aunque ya haya sido «cerrada por la Historia», no se impone por natural evolución sino por la fuerza, y da lugar a un mundo que nace viejo, marcado por la tara -en clave organicista- de la etapa de «barbarie» feudal:

Lejos de ser un mundo verdaderamente nuevo donde, al margen de la historia, sin la presión de los cadáveres, reaccionaban los hombres contra el pasado para crear una vida inédita, las vastas extensiones vírgenes resultaban, privadas de todo contralor, una agravación gigantesca de la barbarie social de Europa. Al ser transplantados al desierto, los vicios cobraron una frondosidad rara. El aire se inficionó y el mundo maleable que surgía en plena aurora tuvo el estigma de la vejez antes de darse cuenta de la vida47.


Mientras señala y condena los crímenes cometidos por la conquista, esto último poco frecuente en la época, Ugarte no deja de celebrar la «noble victoria del espíritu humano, la remoción formidable de todo lo existente» (p. 2). Sigue aquí una argumentación dialéctica que interpreta dicho accidente de la historia como una de las paradojas acarreadas por el progreso, en una línea de análisis que circulaba en el pensamiento socialista desde que Marx la había esbozado al analizar las consecuencias del imperialismo británico en la India48. Este argumento fundado en la razón de progreso aparece también cuando Ugarte describe los orígenes de la población africana en América:

En el espacio de tres siglos atravesaron el mar quince millones... Pero los crímenes de la esclavitud son como los de la conquista. Nuestras libertades eran sueños. Las Casas justificó el delito. Y hasta la Revolución Francesa, después de proclamar los derechos del hombre, se detuvo más tarde amedrentada ante el límite.


(p. 17)                


La argumentación se completa con otra lógica propiamente moderna, que podría definirse como contraria al anacronismo que llevaría a evaluar con los valores del presente, las acciones de otros momentos de la historia:

Pero los que entonces empujaban aquellos rebaños [de conquistadores] eran incapaces de razonar. Ante los hombres de mentalidad más elevada que hoy los juzgan desde las alturas de la historia, resultan también en cierto modo una raza subalterna. Los únicos que podían comprender eran los príncipes, los cortesanos o los sacerdotes. Y si nadie protestó fue porque a favor de esos magnates se conquistaban territorios y se hacía correr un estremecimiento de pavor sobre el mundo.


(p. 18)                


En este sentido, al analizar la conquista de América, Ugarte también observa el impacto de la naturaleza americana sobre los hombres europeos y subraya resultados positivos en la revelación de la existencia de «otro mundo»: una desarticulación de las «creencias» que quedaron «en ruinas», «una ventana abierta sobre la libertad» (p. 2), una «apertura de los poetas hacia el ensueño» y una renovación dada por el descubrimiento de «ritos insospechados, pájaros desconocidos, tesoros inverosímiles, razas nuevas». El detalle más revelador de esta mirada dislocada respecto del punto de vista eurocéntrico, casi antideterminista, puede verse en el señalamiento que hace nuestro autor de la ceguera del conquistador, movido por la rapacidad del oro, que le había impedido discernir, en las tierras del Sur, otras riquezas imposibles de ser codificadas por él como la riqueza de la tierra o la «gradación de los climas, la prodigiosa extensión» (p. 3).

A partir de esto es posible sostener que el otro hilo que organiza el relato de los orígenes americanos, esto es la interpretación materialista basada en el evolucionismo, parece estar destinada a intervenir sobre las lecturas del presente. En efecto, según dicho relato, el régimen feudal había vuelto imposible que la prosperidad local se organizara en torno a las riquezas de cada región; sin embargo, el curso evolutivo había avanzado silenciosamente, sin que interviniera ningún elemento subjetivo, hacia la prosperidad presente, la que se había alcanzado merced al «separatismo» de 1810:

Porque cuando vemos salir de los puertos del Sur los enormes navíos mercantes que van a dispersar por el mundo el excedente de riqueza de ciertas repúblicas, cuando admiramos las pirámides de trigo [...], cuando el ferrocarril nos conduce durante días y días a través de llanuras feraces y cultivadas y cuando asistimos al arribo de las multitudes que vienen de los cuatro puntos cardinales deslumbradas por la prosperidad y el fasto de la tierra nueva, comprendemos que la victoria regional irradia sobre la especie y que el hervidero vivificador de esas ciudades populosas, la facilidad con que cunde en ellas el progreso y la vorágine de las improvisaciones que las arrebata desde que el separatismo les dio una personalidad como la conquista les dio un territorio, pueden hacer en el porvenir de la América hispana algo así como una oasis y una mano extendida.


(p. 4)                


Al proponer un panorama histórico del poblamiento de América destinado a comprender el presente, en cuya base está la idea del carácter inconcluso de estas sociedades en las que el progreso debe aún seguir su curso, Ugarte interviene en los debates surgidos en torno a la identidad nacional alejándose del «movimiento patriótico» finisecular estudiado por Lilia Bertoni49. Así puede entenderse que introduzca, antes del noveno capítulo sobre «Los extranjeros inmigrados», un examen minucioso de los usos del término «criollo», en el que historiza sus sentidos a partir de las transformaciones económicas sucedidas tras la Independencia pretendiendo dar cuenta de la variedad de realidades que el término registraba, y resaltando el carácter relativo e inconcluso de su significado.

Respecto de la cuestión «nacional», esto es el modelo de nacionalidad que estaba implicado en su reflexión sobre la inmigración, las posiciones de Ugarte estaban cerca de la concepción hegemónica de la nación, que Lilia Bertoni definió como «liberal y cosmopolita, expresada en la Constitución Nacional y en leyes fundamentales, como la de ciudadanía de 1869 y la de inmigración de 1876»50. Según la autora, la nación se entendía como «cuerpo político basado en el contrato, de incorporación voluntaria, que garantizaba amplias libertades a los extranjeros y ofrecía tolerancia para el desenvolvimiento de sus actividades económicas o culturales» (p. 166). Sin embargo, la defensa ugarteana del sufragio de los extranjeros iba aun más lejos que estos principios y expresaba una reacción ante el rechazo del derecho de voto para éstos durante la convención de 1899, en coincidencia con la posición de los socialistas que se habían pronunciado en favor de una naturalización de los trabajadores extranjeros.

Ugarte opera así cierto distanciamiento respecto de las ideas dominantes y cristalizadas, expresando una mirada crítica respecto de la organización de las sociedades, vinculada a su adscripción socialista. En este sentido debe leerse la interpretación economicista y clasista de la «evolución» de éstas en Hispanoamérica, propuesta en el capítulo mencionado:

El primitivo criollo [la «elite social» que realizó la independencia] arrastró a sus esclavos a la guerra, embanderó a los aborígenes y utilizó el descontento de las masas que aborrecían la dominación, ignorando que al cabo de los años esos elementos llegarían a ser tan «criollos» como él. La evolución ha seguido su curso y hoy nos encontramos ante un mar donde las corrientes de preeminencia de las sociedades coloniales se han perdido, para dar lugar a recientes jerarquías económicas que metamorfosean el conjunto, imponiendo nuevas divisiones y acercamientos inesperados. De suerte que el grupo y la palabra sobreviven su antigua significación.

Por eso conviene delimitar una vez por todas lo que hoy podemos entender por criollo. La definición resulta, como ya hemos dicho, difícil porque muchos que han nacido fuera del país lo son, y otros que han nacido en él, mueren tan extranjeros como sus padres. Sin embargo, estas mismas comprobaciones señalan un indicio, dejando suponer que nuestra nacionalidad, insegura todavía en un país donde se superponen las mareas humanas, puede residir [...] más que en el origen, en la modalidad de espíritu y en cierta suma de particularidades.


(p. 32, cursiva nuestra)                


[...] Hay lugares donde los naturales sólo han sufrido la influencia de una nacionalidad. En las capitales, donde las diversas capas se superponen, el tipo es más complejo y equidistante. De aquí que nos encontremos en presencia de un nombre que se aplica a Estados diversos, que tienen a menudo serias diferencias entre sí. Un arriero de Caracas, un pelao de Zacatecas, un negro de Cuba, un colombiano de pura descendencia española, un gaucho de la Pampa, un descendiente de suizos y un calabrés arraigado en Buenos Aires son hoy igualmente criollos. De lo cual parece deducirse que la palabra se aplica a varias especies principales51.


Como en otros escritos del autor, puede observarse en este párrafo el recurso a una retórica básicamente cientificista, amparada en el tono neutral y en la acumulación de referencias, «indicios» y deducciones. Esta parece estar destinada a autorizar su toma de posición respecto de debates de la elite letrada y dirigente en cuya base estaba la preocupación por la cuestión social: el de «cosmopolitas» y «nacionalistas» respecto de los inmigrantes o el suscitado en torno al criollismo. En otras palabras, su discurso controla argumentaciones que explicitarían una polémica o confrontación con dichos debates, prefiriendo ampararse en la fuerza de las cosas y en la certeza surgida de la confianza en las leyes de la evolución aplicadas a lo social.

En verdad, estaba abordando una de las cuestiones más candentes que, como hemos visto, ocuparon a los letrados entre el fin de siglo y el Centenario de la Revolución de Mayo. En el fragmento citado puede verse, además, que busca convencer al lector acerca del carácter dinámico de las nuevas repúblicas que resultaban de procesos económicos imparables e insoslayables, poniendo en evidencia la imposibilidad histórica de definir a los criollos amparándose en lo que en el texto aparece como el «origen», es decir, la vieja forma de organización patriarcal que los procesos de modernización venían debilitando. Por eso la referencia a las nuevas realidades que el término criollo denotaba en el presente, termina con una descripción de las formas recientes de organización económica y la consiguiente complejización que había acarreado. Al mismo tiempo, la oposición entre «origen» y «espíritu», presente en este párrafo, responde a un cuestionamiento de los postulados elitistas que otorgaban jerarquía a los viejos habitantes frente a los recién llegados, provenientes tanto de clases subalternas, como de otros países (de este modo, para él, el criollo podía ser tanto mestizo como inmigrante). Asimismo, en la noción de «espíritu», resonaba una búsqueda de homogeneidad de los habitantes de una sociedad, a la vez que se afirmaba un lugar común de la época, esto es la necesidad de fundar la personalidad nacional en atributos que no fueran de orden meramente económico.

Por último, el fragmento apuntaba a pensar en términos de procesos de construcción nacional que fueran abiertos, o que no se dieran por concluidos. Esto lleva a Ugarte a pensar el presente como un momento de transición en el que aún están operando las transformaciones sociales, lo que traduce otra forma de presentar un porvenir incierto, desterrando diagnósticos apocalípticos y aceptando la creencia en el progreso continuo.

De alguna manera, su argumento supone un determinismo objetivista que lo lleva a conjeturar que si los cambios habían sido tan complejos, el sentido de la historia seguía la dirección que habían tomado. Pero a la vez, le permitía responder, entre otros debates, a una cuestión conflictiva como la de los extranjeros inmigrantes, que al igual que en Ingenieros, pasaban a ser concebidos por él como factor de progreso, puesto que les asignaba una función en el nuevo orden económico y social contemporáneo. Así, para defender la necesidad de que se les conceda derechos de «ciudadano elector» aun cuando en Europa lo mismo no se diera en el viejo continente, se apoya en el argumento según el cual

... las repúblicas improvisadas, [...] deben precisamente a ese inmigrante la mayor parte de sus progresos. Porque la riqueza de nuestros territorios, su habitabilidad y su porvenir son en gran parte la obra de los aventurados obreros de la civilización que, buscando campo a su iniciativa, han ido a dejar lo mejor de su personalidad en las tierras nuevas.


(pp. 37-38)                


En buena ley le corresponde en los asuntos internos una parte de influencia proporcionada a la actividad que pone al servicio del país. La nacionalidad y el espíritu autóctono tienen ya el vigor necesario para absorber esa fuerza sin peligro de disolución y sin disminución (p. 38).

Aquí Ugarte parece tener en cuenta el conservadurismo de los «nacionalistas». No debe olvidarse, en efecto, que el reclamo en favor de la nacionalización de los inmigrantes constituía un reclamo del socialismo argentino52.



En conclusión, es posible afirmar que El porvenir de la América latina de Manuel Ugarte echa luz sobre algunas modalidades de la recepción latinoamericana de la cultura científica occidental, particularmente, en el caso de un miembro de la generación siguiente a la de los letrados positivistas del subcontinente. En este sentido, hemos intentado mostrar que el propósito del ensayista de describir las repúblicas sudamericanas en conjunto para extraer de eso una síntesis de todas ellas, se lleva a cabo a través de una retórica cientificista que funcionaba otorgando legitimidad a las ideas esbozadas. El análisis de los resortes interpretativos del ensayo nos permitió detectar el modo en que las categorías de raza, medio y evolución social respondían a los imperativos epistemológicos de la sociología positivista contemporánea, y cruzaban enfoques biológicos y morales acerca de las poblaciones, con una perspectiva historicista inspirada en el darwinismo social. Sin embargo, en muchos tramos del estudio, es posible observar, por un lado, un distanciamiento respecto de los presupuestos jerarquizadores implicados en el racialismo leboniano, mediante el cual Ugarte ponía en cuestión las lecturas conservadoras de muchos letrados latinoamericanos. Al respecto, hemos señalado que al abordar la cuestión de la raza, por ejemplo, Ugarte reafirmaba lo que venía predicando en libros y crónicas anteriores, para desarticular los relatos apocalípticos contemporáneos respecto del subcontinente. Por otro lado, también el historicismo se teñía de ideas alternativas, sin duda vinculadas al socialismo del autor, cuando éste se detenía en el desarrollo de las fuerzas productivas o en la consideración de lo que hoy llamaríamos las nuevas formas de la organización internacional del trabajo, para comprender el fenómeno inmigratorio o para pensar reformas capaces de encauzar los procesos modernizadores de los países latinoamericanos en un sentido emancipador y de mayor justicia social. En cierto modo, Ugarte se dota de una retórica cientificista para dar fundamentos a un programa político basado en un reformismo socialista.

Finalmente, en el contexto de los diagnósticos fatalistas acerca del continente americano, otra singularidad de su discurso residió en la representación de las sociedades más modernizadas de Latinoamérica como espacios en proceso de constitución, y dotadas de un destino prometedor, un «oasis» para la toda la humanidad. Así es como el autor llega a proclamar uno de los objetivos del libro, a saber, el llamado a la unión regional, al que se defiende en base a la idea de una misión del Nuevo Mundo en el curso de la Historia:

Al acortar la distancia entre las repúblicas, defenderemos hasta en sus raíces el espíritu que nos anima. Porque no es sólo la independencia de un pueblo lo que hay que salvar; es una civilización que comienza a definirse. El alma de la raza reverdece en el nuevo Mundo y los latinos de América experimentan el deber de salvaguardar lo que debe nacer de ellos; como los de Europa sienten la obligación de dar atmósfera a lo que puede ser acaso la prolongación brillante de una hegemonía.


(p. 115)                


De este modo, puede afirmarse que una de las consecuencias de la reflexión ugarteana acerca de la especificidad latinoamericana, fue la inscripción legitimadora del continente en el escenario occidental. Paradójicamente, esto dio lugar a una lógica situada en los límites del etnocentrismo y del eurocentrismo fundantes de las miradas clásicas sobre el Nuevo Mundo. En efecto, esta concepción del espacio americano situada dentro de los parámetros de la modernidad europea, otorgaba, sin embargo, un rol decisivo y privilegiado a los países de la región respecto de los destinos de la propia humanidad, para decirlo en los términos de la época. Como se desprende del fragmento que citamos, este nuevo espacio geopolítico ampliado y unido (al que unos años más tarde Ugarte designaría como «la patria grande»), así como su sentido histórico, se presentaban como el lugar más propicio para que se implementaran reformas destinadas a hacer avanzar la lenta marcha universal hacia la socialización de los modos de producción y el colectivismo final. Éste es uno de los primeros esbozos de un tópico, el del continente latinoamericano como utopía y promesa de un mundo mejor, que reaparecerá, en las décadas siguientes, con diferencias, en pensadores como Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes o muchos intelectuales republicanos españoles exiliados en México53.








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  • Ugarte, La nación latinoamericana, Galasso, Norberto (comp. y notas), Caracas, Ayacucho, 1978.
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