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Cierto niño, en cierta guerra con tigres labró la tierra

Antoniorrobles



Escritas estas obritas con el fin de colaborar a que las generaciones que lleguen de la infancia no se deslumbren ni se estrellen contra los faros de luz limpia de las ideas modernas, nos hemos encontrado un dilema:

¿Empequeñeceremos los cuentos, como en un nuevo «Juanito» -el libro de las lecturas ñoñas- con asuntos de falso realismo, de niños que dieron el santo espejo de una anécdota?... Ejemplos: el muchacho que vende su peonza o su naranja, para contribuir a una suscripción con la que han de comprarse arados modernos... El chaval que pasa, arrastrándose por campos de peligro, para llevar la torta que una abuelita coció para el nieto que está en la guerra...

Claro es que no soy partidario de esta escuela vieja. Hay que educar a los niños para una Paz futura, monumental y luminosa, que ellos amen eternamente; esa es nuestra tarea. Que entren en la pubertad decididos a defender su Paz mundial, y que sean todos los niños de todos los países, unidos a defenderla. Esa es nuestra tarea.

En consecuencia, ¿haremos el cuento de proporciones más amplias, de fantasía más abierta, de concepto literario más moderno, que sirva para poner al vivo -si uno puede o sabe hacerlo- la sensibilidad del niño, lo que ha de aprovecharse para dejar impresas, en su magín y en su corazoncillo, las líneas generales de las ideas nuevas?

Hemos preferido intentarlo así.


AERRE.                






Esta es la historia de una isla donde había unos leones y unos tigres terriblemente fieros, y un batallón de niños muy bien uniformados, con fusiles, sables, cornetín y tiendas de campaña.

La isla se llamaba «Isla del 8», porque estaba compuesta como por dos grandes cuerpos de montaña, unidos por una cinturita estrecha; igual que los ochos. De modo que vista desde un aeroplano alto, era como un inmenso «8» tumbado en el mar.

Y resaltaba una de las islas más bonitas del Mundo, porque los príncipes, duques y marqueses más poderosos de todas las naciones tenían en ella preciosos hotelitos, palacetes, jardines, parques, recreos, campos-deportivos, teatros, cines, verbenas y hasta iluminaciones con farolitos japoneses.

Los niños, con aquellos graves profesores de gafas, sombrero de copa y cuello alto salían a los parques a montar en sus pequeñas bicicletas por los serpenteantes senderos elegantes. Pero lo más elegante eran las niñas, que con la institutriz y con aquellas costosísimas muñecas que llevaban en sus cochecitos que parecían nenes de verdad, se lucían por los parques de moda.

Es cierto que de cuando en cuando se oía el rugido de un león, de un tigre o de una pantera; pero no había cuidado; estaban en las jaulas de la Casa de Fieras.

*  *  *

Sépase también que allá por Poniente, y bastante lejos, se levantaba otra isla, pero de pobres pescadores, a la que llamaban «Isla de la Q», porque era redonda y con un rabillo de rocas.

Y en un pueblecito de la isla denominada Villaperol de Sopas, habitaba una familia muy modesta, con unos abuelos que se llamaban el señor Cucharo y señora Tenedora, y sus nietos, que lo eran Botón Rompetacones y su hermana Azulita.

Los dos chicos eran muy cariñosos con los ancianos; y como estos apenas podían moverse, la niña aprendió a hacer las sopas y el chocolate para los cuatro que se reunían en la casucha.

Por cuanto a Botón, se dedicaba a labrar una poca tierra con dos viejos borricos que se llamaban «Entrecejo» y «Sacacorchos», o a salir a la pesca de algún calamar que otro con una manga de cazar mariposas y una viejísima lancha que a los abuelitos habían regalado sus remotos abuelos.

Lo notable de Rompetacones es que, siendo un chaval travieso, no se dedicaba en las horas de descanso a romper faroles o a colgar muñecos de papel en las chaquetas de los señorones. ¡Ca! Él se distraía con otra cosa.

Él se distraía tocando la corneta en la banda de cinco músicos que había en Villaperol de Sopas. Y así como el que tocaba el bombo subía sobre el instrumento y tenía que guardar el equilibrio porque se le rodaba, en cambio Botón, mientras ejecutaba una pieza, ponía la cabeza sobre un almohadón, que dejaba en el suelo, y los pies a lo alto, y así tocaba. Era casi un titiritero; sobre todo, porque hay que tener en cuenta que no tenía más que una mano; la otra era de madera, pues perdió la suya en cierta guerra, luchando contra los enemigos del proletariado y contra los invasores extranjeros.

Los domingos, en cuanto venía el buen tiempo, la banda tocaba en la plaza, y había que oírle al muchacho aquellas piezas musicales que decían de esta manera:


¡Tararí, ti, ti!
Hoy toca la banda,
domingo de abril.
¡Tararí, ti, ti!
Y Rompetacones
se viene a lucir...

Y la verdad es que la gente se reía con él, y él no se reía menos.

De pronto estalló una guerra, tan espantosa y tan cruel como todas las guerras, o quizás más que ninguna,

¿Quién la desencadenó? ¿Quién había de ser? Los fascistas, que quieren ganar su dinero matando, ya que no saben trabajar para ganarlo en paz y vivir tranquilos.

El caso fue que un aeroplano negro y cobarde, que solo se atrevía a arrojar sus bombas sobre los pueblos indefensos, fue tan malvado y tan cruel, que dejó caer una bomba en Villaperol; con la cual asesinó a los dos pobres abuelitos.

Y no solo asesinó al señor Cucharo y a su buenísima mujer, sino que derrumbó la casita, destrozó las huertas y hasta mató a «Sacacorchos» y «Entrecejo», los dos burrillos viejos con los que Botón labraba las tierrecitas.

De modo que Botón Rompetacones y su hermana Azulita quedaron completamente solos. Y como no tenían dinero ni otros medios para comer, se montaron en la lancha, y sin más equipaje que su corneta, a la que él tenía mucho cariño, dejaron la «isla de la Q» y se dirigieron a la «Isla del 8», donde creía Botón que, habiendo muchos millonarios, acaso le pudieran ayudar dándole trabajo para que viviera.

¡Ay, qué tristemente iba la pequeña nave por el mar! Más de un tiburón quiso saltar para comerse crudos a los niños, y si no crudos, al menos pasados por agua; pero el brillo de la corneta los asustaba, y se colaban otra vez hacia el fondo de las aguas.

*  *  *

Por fin divisaron la bella isla de los ricos.

Desembarcaron de noche, se deslumbraron con la luz espléndida de la isla, como los tiburones con la corneta limpia, y se quedaron a dormir en una perrera, aprovechándose de que había un letrero en ella que decía: «El señor Sultán no está en la casa, porque ha salido de cacería con el señor marqués».

Al día siguiente empezó Botón a pedir trabajo. Pero ¡ca! Los señorones aquellos tenían sus graves criados que sabían hacer muy bien las cosas, y los niños de los ricos no querían trato con los dos pobrecillos muchachos.

¡Qué desgraciados! Ya empezaban a pasar hambre... Mas, por fortuna, tocó la corneta Botón para entretener el apetito, y se asomó a un gallinero una gallina pinta, a la que la entusiasmaba la música.

El pícaro Rompetacones tuvo una idea: le inventó un toque de corneta que decía de este modo:


¡Tararí, ti, ti!
Cuando pongas huevos
te acuerdas de mí.
¡Tararí, ti, ti!
Que en tierra de ricos
ya no hay porvenir.

Cuando le oía aquella gallina, a la que llamaban sus amos la señorita de Pérez Pintado, se escapaba del gallinero y ponía un par de huevos gemelos para que desayunaran los dos simpáticos hermanitos.

No olvidaron nunca aquellos huevos que les regalaba la señorita de Pérez Pintado, porque los ponía con unas caras muy divertidas dibujadas en la cáscara.

*  *  *

Una tarde, ya casi anochecido, iban los dos muy tristes cogiditos de la mano, cuando vieron de pronto un precioso automóvil rojo y aerodinámico, con su radio y su buen cesto de platos y fuentes para merendar en el campo; pero había metido el magnífico coche sus ruedas en el fango de un arroyo, y no las podía sacar.

Sus dueños eran los príncipes de Oro-Oro, y estaban descompuestos y rabiosos porque no lograban salir adelante. Botón Rompetacones se acercó, y con el mejor deseo les dijo:

-¿Por qué no piden ustedes un par de bueyes uncidos y que tiren con unas cadenas?

El Príncipe, vestido con su gabán de pieles, cuello de pieles, gorro de pieles y botas de pieles, que hasta llevaba el pañuelo hecho de la piel de nueve ratitas blancas, contestó con orgullo:

-¡Calla, niño majadero! ¿Tú crees que en esta isla va a haber parejas de bueyes para que estropeen, arando, nuestros enormes campos de deportes? ¡Bueno fuera! Aquí somos todos ricos herederos y no nos hace falta trabajar las tierras.

Compramos la harina y los comestibles en otra isla donde las gentes tengan que trabajar. Para eso tenemos dinero.

Muy antipática era la contestación; pero como Rompetacones tenía buen deseo, aun dijo tímidamente:

-Entonces, ¿por qué no enganchan un par de jaquitas de esas que tienen ustedes para pasearse por el parque?

-¡Basta de tonterías! -respondió el príncipe de Oro-Oro limpiándose el sudor con las pielecitas de las nueve ratas-. ¿Crees que vamos a emplear en estos trabajos rudos a nuestros preciosos caballitos de lujo?... Si hubiera obreros en esta isla, ellos lo sacarían, pero como no los hay, no sé cómo resolverlo.

-Aquel poderoso caballero prefería que tiraran los hombres humildes que no sus lindos caballos. ¡Qué terrible egoísta!

Pero como Rompetacones era un chico aún, y no comprendía la mala intención de Oro-Oro, todavía se puso a pensar, poniéndose un dedo en la frente. Y, como siempre que no se le ocurría nada, se puso dos dedos ¡y hasta tres!, y ya con tres tuvo la gran idea. Y fue, y dijo:

-¿No tienen ustedes en la Casa de las Fieras dos elefantes muy grandes y fuertes?

-Cierto: «Napoleón» y «Camaleón», que así se llaman.

-Pues que tiren ellos -añadió el muchacho.

El dueño del coche frunció las cejas y dijo pensativo:

-Sin embargo, no creo que haya nadie capaz de engancharlos. Aquí no hay más que chóferes, cocineros y criadas de servir, y no habrá seguramente un solo labrador que sepa colocarlos como en yunta de arar... Esas son cosas de los puebluchos...

A lo cual respondió Botón, muy decidido:

-Yo los engancharé, señor. Mañana muy temprano, a la hora de trabajar, yo los engancharé; que me he pasado algunos años arando los campos de Villaperol de Sopas, en la «Isla de la Q».

-Está bien, mañana muy temprano vendré con los elefantes.

*  *  *

Llegó el día siguiente.

Aquella mañana a las once y media, que es muy temprano para los príncipes vagos, apareció el de Oro-Oro con su esposa.

Detrás del Príncipe seguían seis criados con casacas verdes qué conducían los dos grandes elefantes del parque.

Los príncipes de Oro-Oro eran tan importantes en la «Isla del 8», que habían conseguido permiso para sacarlos de las jaulas.

Y cogiendo Botón un poste de la luz que había derribado en el suelo, unas cuerdas y una escalera, se subió por ella a los lomos de «Napoleón» y de «Camaleón», puso el palo sobre los pescuezos de los dos grandes animales, los ató bien atados, y así, uncidos como si fuesen una yunta de bueyes o de mulas, los enganchó al auto, los hizo andar... ¡y el coche salió divinamente!

Y tal alegría le dio al niño el haber triunfado, que, con un pie en un elefante y otro pie en el otro, cogió la corneta y se puso a tocar así:


¡Tararí, ti, ti!
Con los elefantes
pudimos salir.
¡Tararí, ti, ti!
Pero el automóvil
estuvo en un tris.

¡Gran favor había hecho el labradorcillo al poderoso y perezoso príncipe!

Por eso el gran señor preguntó al muchacho:

-Bien, chiquillo, ¿cuánto quieres en pago?

-Señor -dijo Rompetacones dándole una lección-; en pago, no quiero nada. Esto no ha sido más que un auxilio en la calle. Todos debemos hacer estos favores de socorro. Pero, en fin, lo que sí le agradecería es que nos diera trabajo a mi hermana Azulita y a mí. Trabajo, sí que queremos, para tener derecho a vivir. Que el que no trabaja, no tiene derecho.

El Príncipe, que vivía mejor que millones y millones de trabajadores, aunque él no trabajaba jamás, sintió un poco de vergüenza y quiso favorecer al chico. Y le hizo esta pregunta:

-Bien, pero ¿qué sabe hacer tu hermana Azulita?

-Poca cosa; pero lo hace con buena voluntad, Sabe, sabe... freír patatas, hacer un chocolatito con picatostes, y cosas por el estilo. Era lo que la pobre guisaba a los abuelitos cuando vivían.

Entonces habló la princesa de Oro-Oro, que era todavía más orgullosa que el marido y llevaba cuatro esmeraldas en las puntas del pañuelo de sonarse, y un rubí en medio.

-¡Bah! -dijo la Princesa-. Ya comprenderás que no la vamos a hacer cocinera de mi palacio, donde tenemos un cocinero con dos ayudantes, todos ellos con barba y bigote ¡Ya ves si guisarán bien! Pero, como os queremos ayudar, podemos ponerle un traje de sirvienta y hará el chocolate a las muñecas de mi hija, y hasta a las amigas de la niña, los jueves y domingos que se reúnen en casa.

-¿Y tú qué sabes hacer? -preguntó Oro-Oro a Botón Rompetacones. El cual dijo:

-¿Yo?... Arar o pescar.

-No me interesan esas cosas. ¿No sabes hacer nada que pueda divertir a nuestros niños? -preguntó el caballero.

-Como no sea tocar la trompeta...

-¡Muy bien! - exclamó entonces el Príncipe-. Mira: en esta isla han formado un batallón los hijos de los más distinguidos y poderosos personajes, y tú puedes ser el cornetín de órdenes. Yo se lo diré a mi niño, que es el capitán.

*  *  *

Efectivamente, Botón Rompetacones recibió un uniforme azul con vivos rojos, galones verdes, borlas doradas y botones plateados, y formó en las filas del regimiento, permitiéndosele llevar su pintoresco sombrerito redondo, con el tenedor de campaña metido en la cinta.

¡Magnífico regimiento, equipado con escopetas del tiro al blanco, tiendas de campaña, burritos para el transporte de meriendas y materiales, camillas, prismáticos, capotes y mil cosas más que habían comprado los padres ricos para sus elegantes niños!

Así, bien se podía ser soldado... mientras no hubiera guerra y todas las batallas fueran meter los sables por la reja del león, que ya había doblado con los colmillos más de cuatro sables, o subirse al monte y apuntar a los jardineros que cuidaban los parques de allá abajo.

Claro es que les tiraban sin bala, para no matarlos; pero entonces los niños mandaban a Botón para que ordenase a cada jardinero que se tirara al suelo como muerto.

Y había tardes que se libraban «fuertes combates, matándose» diez o doce jardineros. Y Botón tenía que bajar y subir diez o doce veces, desde la montaña con el recadito, y los jardineros habían de hacer lo que querían aquellos niños tontos: que era estarse tumbados en el verde hasta que anochecía, para que pareciese el final de un combate.

El capitancillo iba en un caballo enano; detrás le seguía el corneta. Y de cuando en cuando se oía por toda la isla el toque de alguna orden. Azulita lo escuchaba desde lejos, y le emocionaba saber que había sido su hermano.

No se nos olvidarán aquellos toques tan curiosos que Botón Rompetacones sabía ejecutar a las mil maravillas. He aquí un ejemplo:


¡Tararí, ti, ti!
De frente, soldados,
y al hombro el fusil.
¡Tararí, ti, ti!
Marchemos al parque
que hay que presumir.

Total, que con estas cosas el pequeño pueblerino tenía el mísero sueldecillo de dos realines diarios; y como a la muchacha la daban también siete cuproniqueles a la semana, iban comiendo los dos como podían.

Pero, eso sí, si se reunían por la tarde las amigas de la princesita de Oro-Oro, Azulita tenía que estar trabajando todo el tiempo en la cocina de juguete, que era eléctrica y tenía brillantes cacharros de aluminio, y luego había de servir la merienda a las niñas y a las muñecas.

Y si le sobraba tiempo, aún le mandaban a mil recados bobos, porque eran niñas demasiado mimadas y caprichosas:

-Azulita: vete a mi palacio y que te den una braguitas para «Niní»; pero en seguida, que está toda calada.

Lo malo es que «Niní» no era más que una muñeca.

-Azulita: vete a la confitería y que te den para mí un pastel un poquitito más tostado que todos estos. Solo un poquitito más tostado.

-Azulita: vete a mi hotel y di que si voy a ir al cine con mamá esta noche.

-¿Por qué no lo preguntas por teléfono?- le sugería alguna de las amigas.

-Por no levantarme de la butaca- contestaba cualquier niña de aquellas.

*  *  *

¡Ah! Pero aquella guerra maldita aún continuaba. Y como por todas partes hacían falta soldados y enfermeras, vinieron barcos de guerra de unas y otras naciones y se llevaron a la fuerza a todas las personas de la «Isla del 8». ¡A todas! ¡Absolutamente a todas! Lo mismo si eran príncipes que cocineros; igual a las marquesas que a las planchadoras.

Y arramblaron, además, con los caballos y con los burros, y hasta con «Napoleón» y «Camaleón», los dos grandes elefantes que podrían ser útiles; y se llevaron todas las naves que había en aquellos dos puertos de la isla, que estaban cada uno a un lado, en la parte estrechita del «8».

Por fin desapareció el último barco con una gran coleta de humo. Los niños, abrazados y llorando, le vieron desaparecer. Y allí gemían igualmente el capitancillo que las pequeñas elegantes; igual la que quería el pastel más tostado que los once futbolistas del equipo infantil... ¡Todos gemían, igualmente!

¡Qué horribles y angustiosas son las guerras! ¡Qué pecado tan criminal es iniciarlas!

*  *  *

Por muy caprichosos y muy impertinentes que fueran aquellos niños, no se nos olvidará su tristeza y cuando miraban el mar infinito por el sitio donde habían desaparecido los papás y las mamás.

¡Pobres niños! No les habían dejado ni una lancha para ir a pedir auxilio, ni una persona mayor que los dirigiera o los consolase. ¡Pobres muchachos!

Únicamente parecían más tranquilos Botón Rompetacones y Azulita, a causa de que ellos estaban más acostumbrados a las contrariedades de la vida, como saben nuestros «lectorcíbilis pequeñajos».

Sin embargo, la situación de la isla era cada vez más grave, y Botón tuvo que poner una mañana paz entre dos grupos de niños que se atacaban con escobas y zorros, porque los dos grupos querían entrar a comerse las últimas pastas que quedaban en una confitería.

La situación de la isla, repetimos, era cada vez más grave y daba más espanto que nunca oír el rugido de las fieras, que tenían un hambre atroz ¡atroz!

*  *  *

Se acabaron las ganas de jugar. Los caballos de cartón parecían más delgados, los balones de fútbol adelgazaban de veras, y las muñequitas estaban abandonadas en sus coches; y la verdad era que también las muñecas parecían tener sus caras entristecidas.

El ajedrez tenía telarañas desde el rey al castillo, las combas semejaban serpientes atropelladas, abandonadas en la carretera, y ya no hacía la instrucción el regimiento.

¿Cómo iban a hacer la instrucción, si ahora odiaban con todo su corazoncito a aquellos hombres fascistas que por su afición a los uniformes bonitos y a las guerras se habían llevado de la isla a sus padres?

¡Desolado y triste aspecto el de la «Isla del 8»! Todos iban de un lado para otro sin hacer nada; se sentaban en los bancos del parque y no se hablaban una palabra.

Y cuando no se veía ni un solo muchacho por los paseos, era que todos andaban entre las ramas de los árboles, a ver si sorprendían alguna fruta antes de madurar.

Las únicas «gentecillas» felices fueron las palomas, que al notar ellas también el hambre de la isla, levantaron el vuelo y se marcharon a otras tierras.

¡Qué bonito y qué emocionante fue el verlas tan blancas, tan blancas, perderse todas juntas en el cielo azul!...

*  *  *

-¡Tengo hambre!- se decían los niños en vez de decirse: «Buenos días».

-¡Y yo también!- decía el otro, en lugar de exclamar: «Buenos días tenga usted».

Pero afortunadamente estaba allí Azulita, que con cuatro palos encendía una poca lumbre y, en un perol, hacía grandes cantidades de chocolate o de sopa de estrellas o de macarrones, con unos macarrones más largos que hilos del telégrafo; y con eso comían alguna cosa calentita, que tan divinamente caía en sus barriguitas vacías.

Entonces, para divertir y animar a los entristecidos niños, iba Botón y, de cuando en cuando, tocaba la corneta de esta manera:


¡Tararí, ti, ti!
Ya está el chocolate,
ya podéis venir.
¡Tararí, ti, ti!
Mi hermana hizo almuerzo
para veinte mil.

Un poco exagerada era la cifra, pero la verdad es que la niña trabajaba y más trabajaba por que hubiera siempre un guisote para que desayunaran, comieran o cenaran todos ellos.

*  *  *

Lo curioso es que mientras Azulita guisaba horas y horas, horas y horas también estaba Rompetacones calmando los rugidos de las fieras del parque y haciéndose respetar de dos hermosos tigres, famosos por su perversidad, su violencia y su fiereza.

¿Cómo los calmaba? Pues nada más que con su bondad. Se acercaba a uno de ellos y le decía:

-Buenos días, tigrecillo. No te pongas furioso, amigo tigre; piensa que todos en la isla estamos tan hambrientos como tú...

Al principio, la fiera no le hacía caso, y seguía rugiendo bárbaramente:

-¡AUUUUH! ¡AUUUUH!

Pero Botón insistía con sus palabras amables:

-¡Ea! Sé bueno, tigrecito... Un animal tan hermoso, con esa piel tan preciosísima, no debe tener mala intención; además, yo sé que tú eres bravo, pero tienes el corazón noble; por eso te quiero tanto, créemelo, tigrecito...

La verdad es que el tigre seguía sin entenderle las palabras; pero las decía con un tonillo tan cariñoso, que a la fiera le gustaba el tono, y por eso fue también tomando cariño a Botón Rompetacones, que era el único en la isla que se acordaba de traerle de cuando en cuando algún trozo de comida.

Ni qué decir tiene que con el tigre de la otra jaula pasaba igual; y hasta se colaba el chico dentro y le metía la mano en aquella bocaza tremenda...

En fin, que acabó por sacarlos de paseo, atando al cuello de uno, una cintita roja, y al otro una cintita azul.

Y otra cosa: como él sabía pasar las películas en los cines, los llevaba a un palco, se metía él en la cabina y les enseñaba cintas de la selva, con fieras que recordaban a los tigres su juventud.

Deseando luego ponerles nombre, lo pensó mucho y acabó por llamarlos «Sacacorchos II» y «Entrecejo II», en recuerdo de aquellos burritos viejos que la cobarde bomba le había matado.

¿Para qué los domesticaba? Nadie lo sabía. Todos los niños andaban perdiendo el tiempo con sus tristezas y lloriqueos, y ni Botón ni Azulita les decían que los ayudaran en sus faenas. Si les salía de dentro del alma, ya ayudarían alguna vez.

Pero por ahora no les salía. ¡Ca! Estaban acostumbrados a no hacer otra cosa que jugar y dar una poquita de clase con aquellos profesores de sombrero de copa, gafas y cuellos altos; y como ahora no tenían profesores ni ganas de juego, no sabían hacer otra cosa que aburrirse.

Tanto se aburrían, que llegaron a tener la costumbre de chuparse el dedo. ¿Habráse visto bobos?...

*  *  *

Como es natural, y puesto que nadie sabía hacer que funcionase la fábrica de la luz eléctrica, a los niños se les aumentaba la tristeza con la oscuridad, y lo que hacían era acostarse al atardecer; con lo que se levantaban al lucir las primeras claridades del día.

Realmente, eso hacen también las gentes trabajadoras: se levantan un poquito antes que el Sol, y se acuestan un poquito después.

Pero, además, cuando Botón se levantaba con buen humor, cogía la corneta y tocaba a diana, con esta musiquilla:


¡Tararí, ti, ti!
El Sol nace alegre;
basta de dormir.
¡Tararí, ti, ti!
Abajo las penas.
Arriba el reír.

Y parecía que con eso se les abría a todos un poquillo el alma, con la alegría de los pajaritos que cantan al salir el Sol ¿No es verdad que pasa eso a veces? ¿No habéis sentido algún día, «lectorcíbilis pequeñajos», la alegría fresca del amanecer?...

*  *  *

Mas he aquí que una mañana en que el muchacho no se entretuvo en despertar a nadie con el cornetín, pero que por la costumbre se iban despertando todos poco a poco, y se asomaban a las ventanas a ver si les iba a hacer un día alegre y luminoso de sol, vieron lo primero, como todas las mañanas, una chimenea que echaba humo bien tempranito.

Ya se sabía que era la de Azulita, que estaba haciendo los desayunos.

Pero otra cosa vieron también. Vieron, vieron, una sombra extraña que se arrastraba por tierra, con el fondo todavía oscuro y bello del cielo madrugador.

-¡Ricardito! ¡Mira no sé qué misterio que se ve por allí!...

-¡José-Mari! ¡Asómate y verás algo extraño!...

-¡Mari-Tere! ¡Tengo mucho miedo de una cosa rara que se ve por el campo!

Reuniéronse todas ellas en la plaza, y, atraídas por la curiosidad, pero con un poco de recelo, cogieron las escopetas, los tiradores de goma, las escobas y demás armas, y se fueron acercando.

Y entonces se encontraron con que, lo que pasaba por delante del rojo Sol naciente, era Botón Rompetacones, que estaba labrando uno de los campos de fútbol.

Pero como no había caballos ni bueyes, ni siquiera elefantes, había formado una yunta con «Sacacorchos II» y «Entrecejo II»; es decir, con los dos tigres famosos,

¡Qué cosa tan pintoresca! ¡Y qué diferencia entre aquellos jumentos inocentones, viejos y apolillados, y esos dos tigres fuertes, jóvenes y hermosos!

*  *  *

Sin embargo, al principio disgustó un poco a los niños aquella escena. Se echaron atrás en masa, y el hijo del Príncipe dijo, incomodado:

-¡Ese bárbaro de Botón Rompetacones nos va a estropear el piso y ya no podremos jugar allí! ¡Avancemos hacia él con las armas!

-Yo no; que me dan miedo los tigres- dijo uno.

-Ni yo.

-Ni yo- dijeron los demás.

Entonces apareció la cabeza de Azulita por una ventana, siempre con su gracioso lazo de mariposa, y exclamó:

-Podrá estropear uno de los campos de fútbol, pero nos proporcionará trigo; y el trigo, harina; y la harina, pan.

-Tienes razón...- añadió el Principito, con la cara muy colorada por el azaramiento y los ojos encendidos por el hambre de pan.

¡Qué gran silencio hubo en aquel momento!.. Yo quiero que mis lectorcitos sepan que aquel silencio fue el momento más interesante de esta historia.

Todos miraban y admiraban a Botón Rompetacones, que araba la tierra con la ayuda de las dos terribles fieras, ahora nobles y serviciales para bien de todos,

¡Qué silencio en toda la isla, sin más ruido que el del arado, es decir, sin más ruido que el del trabajo tranquilo!

Todos los muchachos, fuesen hijos de duques o de cocineros, sentían que sus corazoncitos se ensanchaban emocionados...

Y era que comprendían, en aquel preciso momento, lo hermoso que es trabajar, trabajar a gusto, cuando no se trabaja con egoísmo y, avaricia, sino que se hace para lograr la felicidad de todos.

¡Qué silencio aquel tan intenso, tan solemne y tan glorioso!... Creédmelo, chiquillos...

*  *  *

Parece que en la noche de aquel día, estando cada uno en su cama, tardaban en dormirse. Parece que se hacía cada uno a sí mismo, en la oscuridad de la noche, esta pregunta sencilla y sublime:

-¿Cómo podría yo ser útil en la isla, para evitar que no nos muramos de hambre todos?

. Por la mañana, y tomando el desayuno que les había preparado Azulita, hablaron de su propósito. Y a seguido se acercaron a Botón y le dijeron:

-Tú que eres el más útil y el más trabajador, debes ser el que nos mande. Ya no importa el dinero para mandar. Lo que hace falta es trabajo para levantar la riqueza de la isla, y que salgamos todos adelante como buenos hermanos.

-¡Muy bien! ¡Cuánto me satisface oíros hablar así! ¡Ya veréis cómo, trabajando, vuelve la vida a su alegría!- exclamó llorando de felicidad Botón Rompetacones, que sin palabras, pero sí con el ejemplo de su conducta, les había convencido.

En el parque había un farol con los cuatro cristales de distintos colores: azul, verde, rojo y anaranjado. Se reunieron a su alrededor todos los chavales, y se formó una comisión con los que tenían más ganas de hacer obra.

Y ellos, con Botón a la cabeza, se pasaban el día trabajando y por la noche, otra vez alrededor del farol de colorines, organizaban las faenas de los demás para el día siguiente.

Y tres se iban todas las mañanas cantando a la montaña, y cantando bajaban un haz de leña a la espalda, para la cocina de Azulita.

Cuatro niñas se hicieron delantalitos blancos y ayudaban a la cocinerita a guisar. Y aprendieron nuevos guisados en un libro que encontraron por allí: croquetas a la sombrerera, calamares con tinta dorada y verde, arroz en butaca, salsa de jirafa, sardinas al fútbol, y otros platos que estaban muy ricos, aunque tenían nombres tan pintorescos como esos.

Dos chavales se marchaban todos los días a las rocas del mar, a pescar lenguados con sus mangas de coger mariposas, como hacía Botón en la «Isla de la Q», cuando era más chico.

Seis o siete niños cavaban algunos jardines, para convertirlos en huerta y cuidar el crecimiento de las verduras. También a estos se les oía cantar alegremente a la vuelta del trabajo, o cuando traían las manzanas más ricas para sus hermanitas más pequeñas.

Tres chicos listos, bien elegidos por la comisión de trabajadores, buscaron en las bibliotecas de los padres todos los libros de electricidad, y con la ayuda de otros muchachos pusieron en marcha una fábrica de tela, y otra de luz eléctrica. Y sonaban los motores en señal de que la gente trabajaba.

Se buscó la mejor sala de estudio de la isla, que era un cómodo salón de lectura de un marqués, y allí estudiaban libros y más libros de Medicina y Farmacia, dos niños y dos niñas, que acabaron por formar un magnífico equipo de la Cruz Roja.

Y, en fin, otro que cantaba en sus faenas era el chico del príncipe de Oro-Oro, que se había dedicado a domesticar al león y a la leona en la forma que lo hizo Rompetacones con los tigres; y habiéndose puesto por nombres los de «Cristal» y «Clavellina», que a las fieras les sonaban muy bien, araba con ellos dos o tres campos de tenis que sobraban en la isla.

¿Quiénes eran los duquesitos? ¿Quiénes eran los niños del herrero?... No se sabía a simple vista. El trabajo los había igualado a todos, y les había puesto a todos un simpático gesto de cordialidad y de contento.

Un día, la comisión de trabajadores trató, alrededor del farol, un asunto importante:

-¿Qué haremos con nuestros uniformes del batallón infantil?

Rompetacones dio su parecer:

-Yo creo que debemos quemar todos esos adornos y colorines presumidos que llevan, que los hacen parecer uniformes de esos jóvenes que desean las guerras malditas. Pero debemos conservar nuestros trajes militares y nuestras armas y nuestra disciplina guerrera, para defender nuestra paz, nuestra felicidad y nuestro compañerismo, contra las gentes que quieren venir a deshacer la armonía dichosa de la isla trabajadora.

-¡Bravo!- exclamaron todos entusiasmados.

En efecto, al poco rato, una columna de humo indicaba que se estaban quemando las ridiculeces y los adornos militaristas de los uniformes. De manera que quedaron solamente unos uniformes serios para el pequeño Ejército de aquellos obreritos y estudiantes.

*  *  *

Luego que pusieron bien en orden las tareas de la isla, ordenaron también sus horas de recreo.

Naturalmente, mezclaron los juguetes de todos los chicos, y así todos podían disfrutar del juego que quisieran: balones, cometas, mesas de billar, trenes de vapor, tableros de ajedrez, bicicletas, columpios y construcciones.

Eso sí, la Comisión consintió que las chicas tuvieran cada una su muñeca predilecta, y hasta hubo una niña que era maestra de muñecas, la cual tenía un jardín acotado para que estuvieran dentro las muñequitas mientras las niñas de verdad se iban a sus trabajos correspondientes; es decir: a sus trabajos verdaderos.

Y tres muchachos que habían aprendido la carpintería, hasta construyeron camas, armarios, sillas y mesas para el tamaño de tan felicísimas muñecas.

¡Qué alegría era trabajar para el bien de todos!...

A los cuatro años de estar solos recibieron un aviso por la radio: los padres y las madres volvían de la guerra en un transatlántico.

Así lo comunicó Botón con su corneta, en este toque un poquito sentimental.


¡Tararí, ti, ti!
El que tenga padres
hoy va a ser feliz.
¡Tararí, ti, ti!
Sirenas lejanas
ya se oyen venir.

Los padres llegaron cojos y mancos; las madres, envejecidas. ¡Maldita guerra!

Y aunque todos creyeron que sus hijos se habrían muerto de hambre, se los encontraron a todos sanos, salvos y contentos.

Inmediatamente de abrazarse y besarse con inmensa, alegría, los señores mayores pensaron tomar posesión de sus palacetes lindísimos, creyendo que la vida de la isla iba a seguir como antes de la guerra: con el lujo y la comodidad para los señorones perezosos, y el trabajo rudo para los servidores, que también volvían de los combates.

Pero entonces los chavales se reunieron alrededor del famoso farol, y tomaron los siguientes acuerdos:

-Desde ahora mismo nuestros padres, que ya están viejos y vienen mutilados, vivirán sin trabajar, en parques y dormitorios que les prepararemos a todos: lo mismo si son médicos, si son jardineros o marqueses. Pero estarán respetuosamente vigilados, para que no vuelvan a restablecer sus viejas costumbres de desigualdad. Nuestra Comisión, con su jefe primero, que es Rompetacones, regirá la isla y ya no habrá príncipes, ni condes, ni esas tonterías. Todos seremos trabajadores y todos seremos compañeros. Cada uno tendrá sus obligaciones, y todos disfrutaremos por igual de los recreos y de los juegos. A trabajar cada uno para todos, y al que más trabaje sabremos los demás recompensarle, ¡Viva la «Isla del 8»!

-¡¡Viva!!

-¡Viva nuestra vida nueva!

¡¡Viva!!

-¡Viva el compañero Botón Rompetacones!- exclamó uno.

-¡¡ Viva!!- gritaron los demás.

Alrededor del farol de colorines se discutió, también, cómo iba a ser desde entonces el escudo de la isla.

Y fue así:

«Tendrá nuestro escudo tres cuadros: dos arriba, y uno, ancho, abajo. Los cuadros pequeños de arriba tendrán: el de la izquierda, un «8», y el de la derecha, una hoz y un martillo, que son los símbolos de los trabajadores. Y en el cuadro de abajo, que ocupará todo el ancho del escudo, será pintado un niño arando con dos tigres, y como fondo de este dibujo, medio Sol rojo, saliendo».

¡Qué feliz amanecer aquel en que Botón se puso a la tarea de labrar la tierra, y todos pusiéronse luego a trabajar también! Fijaos, lectorcitos, en que fue como el amanecer de una vida nueva y dichosa en esta «Isla del 8», donde ahora, para colmo de dichas, vivían cuidando cada uno a sus padres.

Botón, además de ser labrador y jefe de la Comisión, es extremo-izquierda del equipo y cornetín de la isla.

Escuchémosle su último toque, inventado recientemente:


¡Tararí, ti, ti!
Suene la corneta,
suene el cornetín.
¡Tararí, ti, ti!
Que el cuento ha llegado
por fin a su FIN.





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