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Carta de un constitucional de México a otro de La Habana1

F. F. F.

Alejandro Valdés (impresor)





Mi querido amigo: Después de congratularnos recíprocamente por la admirable y portentosa mudanza de nuestro sistema político, podremos recordar en días más avanzados la dulce memoria de un grandioso acontecimiento que, rompiendo las cadenas de una vergonzosa servidumbre, ha librado en nuestro favor y en el de la posteridad, el apoyo más sólido de la libertad racional, de la dignidad del hombre, y de la plenitud de todos sus derechos. ¡Viva por mil veces grabada en la memoria de los españoles la época venturosa de su gloriosa emancipación! ¡Felices los veracruzanos que han comenzado a disfrutar los beneficios de la divina Carta, desde el momento en que se ha jurado su observancia por uno de los actos más serios y sacrosantos de nuestra religión! A lo menos, nada se aventura en decir, que los nobles veracruzanos no tan solamente han sido los primeros de este vasto continente en proclamar el eco dulce de viva la Constitución, sino que serán quizá sus más fieles y religiosos observadores. Me contraigo a semejante calificación, no porque no haya en ésta y otros puntos del reino, personas plenamente adictas y entusiastas de la Constitución, sino que por ahora, y hasta que llegue un jefe de acrisolada adhesión al nuevo régimen, los deseos de los buenos serán ineficaces y estériles: reinará el fanatismo, la superstición y la ignorancia; y con ella aquel mismo yugo férreo que ha excitado justamente la noble exaltación de la nación más grande y magnánima del universo.

¡Quién lo creyera, amigo mío! El treinta y uno de mayo, día memorable y día feliz si hubiéramos logrado los auspicios de un ciudadano español en la extensión de la palabra, será mentado con dolor en los tiempos venideros. El extraordinario de Veracruz que recibió el gobierno a las once de la noche anterior con la noticia de haberse jurado la sagrada Constitución, desconcertó los planes de la cámara alta: se apoderó la confusión y el sobrecogimiento del ánimo indeciso y pusilánime de los áulicos de México; se mandaba y se revocaba la orden; se hablaba mucho y nada se fijaba; tal era el terror que había infundido la trompeta constitucional de los veracruzanos.

Por fin, amaneció el sereno y venturoso día si hubiesen querido los áulicos, y después de la turba de agitaciones, incertidumbres y sobresaltos, comenzó a divulgarse a las once del día, que a las doce debía publicarse el bando precursor de la jura del virrey y demás autoridades. ¡Qué bello contraste por cierto! Se veía por una parte esculpido en el rostro de los buenos, aquella sincera y pura alegría que derrama la divinidad en el corazón sensible y generoso: y por la otra, grabado en el tétrico, melancólico, y pesaroso semblante de los malos, la imagen viva y significativa de los caracteres negros de una alma baja y miserable.

Por la gracia de Dios, como uno de los individuos trazados en el primer cuadro, concurrí a la gran plaza en compañía de otros tres hombres de bien; pero ¡cual sería nuestra admiración al ver el mezquino aparato militar que acompañaba a los tímidos intérpretes, o más bien silenciosos publicadores del bando! Una compañía de dragones y otra de infantería. ¡He aquí detallado el ostentoso cuadro en tan insolemne publicación!: Una rápida asomada vicerregia a los balcones de palacio en medio de los individuos de algunas corporaciones; pero sin que hubiese resonado por el ámbito de su espacio un triste ni disperso eco de viva la Constitución, ofreció a sus confusos espectadores toda la idea de un fúnebre aparato. Un espectáculo semejante despertaba en los pechos generosos y sublimes, toda la indignación que provoca el crimen nefando y execrable de lesa nación; pero la fresca y reciente memoria de los horrorosos sucesos acaecidos en Cádiz el aciago 10 de marzo, contuvo y reprimió el ardor de nuestros palpitantes corazones, el placer se convirtió en pesar, y las justas quejas de la noble emoción de nuestras almas, se aislaron al recinto de nuestras respectivas habitaciones, ¡qué dolor! Esa misma tarde siguió la jura de los cuerpos de la guarnición, que imitaron a las autoridades en el modo y en la forma; todo fue en abreviatura y aisladamente dentro de sus respectivos cuarteles. No hubo, ni se pensó siquiera en una triste salva de artillería; por la noche no hubo iluminación ni teatro, como noche comprendida cautelosamente en el devoto pero extemporáneo septenario comenzado seis días antes. ¿Quiere usted que le diga más? Voy al caso. Al día siguiente, festividad del Corpus, día grande para los católicos, hubo función en el Coliseo. El acomodado título de la comedia en su original Las lágrimas de la viuda, se había anunciado mañosamente bajo la siguiente denominación: Después del mal resultar el bien, o el venturoso día. Este hermoso anuncio constitucional, mezclado con una brillante marcha nacional que tuve oportunidad de leer por la mañana, había inflamado mi alma y la de mis amigos, con aquel divino fuego que produce el más noble entusiasmo. El juramento del día anterior, el anuncio autorizado por el gobierno, la festividad del día, todo a la vez parecía reunirse felizmente para indemnizar por la noche los desacatos irreligiosos del día anterior. Llegó, por fin, la suspirada hora de oír resonar en nuestros impacientes oídos el eco armonioso de ciudadanos españoles, con su estribillo consolador de viva la Constitución. La efusión de nuestros corazones convertida en un fuego casi divino, proclamamos los buenos la grandiosidad de la sublime Constitución: viva el rey constitucional, viva la unión, y viva el virrey; he aquí la generosa y decorosa conducta de los que rompieron la aclamación con el sonoro, grato y majestuoso eco de viva la Constitución.

¿Quiere usted saber más?, prepárese usted para oír cosas asombrosas. ¿Querrá usted creer, amigo mío, que a tan sincera, pura, tierna y ordenada alegría, se la bautizase al día siguiente en la inmunda pila de los enemigos del rey, de la Constitución y de la religión misma, con el epíteto denigrativo, subversivo y sedicioso de alboroto; que tanto monta, como insulto a la autoridad y a las leyes? Pues es cierto. Se formó lista de los principales campeones; y no sé si habré tenido el alto honor de ser comprendido. Me han asegurado, que la llevaron a su excelencia y no dudo que a no ser por la égida del Código sagrado, y las consecuencias de la infracción del artículo 172 en su undécima restricción, tendríamos ya a la fecha sobre nuestras constitucionales cabezas el formidable peso de la proscripción. ¡Qué contraste tan bello! En la magnánima mansión hispana, el mérito de los hombres, se califica a la par de su adhesión pura y verdadera a las nuevas instituciones; y en Nueva España, o mejor dicho, en el emporio de la ilustración del imperio mexicano, el hombre constitucional es seguramente el blanco de la indagación del gobierno. ¡Oh, sabios y heroicos zaragozanos!, permitid que los hermanos de ultramar asociados con vosotros en la pureza y en la unanimidad de sentimientos, repitan con mayor razón, ¡no es de noche, pero todavía no ha salido el sol! No se quiere escuchar que la discordia es el medio más poderoso para arruinar el más fuerte imperio, y el presagio más cierto de su propia destrucción. Nos hallamos finalmente, al borde de un cisma político y religioso. Se tiene la audacia de condenar la sagrada Constitución, en razón de la conveniencia relativa a los privados intereses. Algunos indignos ministros del Dios vivo llaman herética la Constitución, y lo que será mil veces peor, derramarán quizá en el respetable tribunal de los fieles, ideas subversivas del orden, de la religión y de las leyes. A la verdad, la religión ha sido en todos los pueblos lo más importante, y es bien sabido, que nada conmueve tan poderosamente las pasiones, como la religión bien o mal entendida. Un sabio político de la Francia decía, que de todas las intrigas las de los eclesiásticos son las más peligrosas; y el gran político romano, que ningún gobierno ha sido jamás bastante para reprimir el fuego sedicioso de un pueblo que se ha arrojado una vez a la revolución, y a santificar los artificios de algunos hombres como actos de religión.

Mi imaginación, engolfada en las sublimes ideas que inspiran el dulce y puro amor a la patria, ha llevado irremisiblemente mi pluma más allá de una carta amistosa y familiar, pero no es posible concluir sin dar una pincelada sobre la multitud de especies interesantes que en tropel se agolpan y parecen disputarse la preferencia.

En fines de abril no se ignoraban en México los principales acontecimientos de España, pero el hablar de ellos era punto menos que provocar la pesquisa inquisitorial. Los papeles públicos, hasta las gacetas de Madrid, han permanecido ocultos en todo el mes de mayo, sin que se haya permitido a las prensas su publicación. Aún hay más. Se juró la Constitución el 31 del que ha finado, ¿y cree usted que está en práctica el artículo 371 del Código sagrado? Nada menos que eso. No se ha permitido la reimpresión de la sabia y enérgica exposición de la junta de Zaragoza. La noche del 5 debió representarse en el teatro la comedia anunciada por impresos titulada: Ver derrocado en Galicia, el orgullo y la injusticia. Este título caracterizado por constitucional puso en alarma a nuestro jefe, que inmediatamente prohibió su ejecución. Esto quiere decir que se ha jurado la teoría de la Constitución con ánimo de infringirla.

La publicidad, como dice el sabio manifiesto de la junta provisional de Madrid, es el distintivo de los gobiernos ilustrados y libres, y por consiguiente la opresión y el misterioso silencio son símbolo de la ignorancia y de la tiranía. Semejante conducta va siempre presidida y acompañada de la imprudencia y de la indiscreción de los aduladores que la apoyan, y aún le pregonan laudable. Este choque funesto y encontrado de la verdadera inteligencia y sentido de tan sencillas teorías, siembra la desunión, la confusión y el descontento en el pueblo: y la autoridad unida al artificio con las voces abusivas de religión y tranquilidad, prevalece desgraciadamente sobre la santidad de las leyes. ¡Qué cúmulo de males no se presenta a mi imaginación! Juran la observancia de un Código y no observarla, es además de una solemne infracción, enseñar a los pueblos a la insubordinación y a la inobediencia, y marcarles la senda ominosa del perjurio.

Pregunto ahora: ¿a quién se obedece en México? La pregunta es espinosa, y no sé yo mismo cómo satisfacerla. ¿Se obedece al rey según el antiguo sistema? No, porque ya se ha jurado la Constitución. ¿Se obedece al rey según las nuevas instituciones? Tampoco, porque el magnánimo rey de las Españas quiere, exhorta y aún manda, que todos seamos constitucionales, y en México la deferencia a tales preceptos es un crimen político y religioso. Dice el rey: «Españoles, caminemos por la senda constitucional»; y en México se repite: «hágase impracticable tan funesta senda»; senda que los malos llaman el camino de la perdición. A fe que no se engañan, pues saben, que proscrita para siempre la arbitrariedad y capricho de los hombres, hay una Carta preciosa que hará descargar sobre los malvados toda la indignación de las leyes. Y como el hábito es en los hombres segunda naturaleza que perpetúa a aquellos en la serie continuada de sus extravíos, llaman con razón camino de perdición a una Constitución que no permite atentar impunemente contra el santuario de Temis. Parece debemos deducir por consecuencia forzosa, que nuestro actual sistema práctico de gobierno, no se parece en cosa alguna a ninguna de las diversas formas legítimas que bajo el nombre de regulares, irregulares y compuestas, se hallan recibidas por los publicistas y políticos de las naciones civilizadas. Luego esta manera de existir, propende y se aproxima a la anarquía, que siendo una voz exclusiva de toda forma de gobierno, es contraria a toda regla y destructiva de sí misma; infiriéndose de aquí, que lo que es exclusivo de toda forma de gobierno, no puede formar una especie en su clase.

También se ha transmitido en el pueblo de unos en otros, como propalada en el alcázar mexicano, la político herética proposición de que siendo el gobierno actual de España un gobierno revolucionario, y nuestro amado Fernando un rey sin libertad, oprimido por la violencia del pueblo español, no tan sólo no hay mérito para una obediencia activa que consiste en hacer lo que el rey manda, sino que le hay para la desobediencia activa que consiste en obrar contra sus órdenes, a pesar de la criminalidad con que los publicistas caracterizan tan arrojada conducta. Éstos están muy lejos de soñar que el actual virrey de Nueva España haya podido ni remotamente ser el autor de tan subversivo pensamiento, pero es demasiado cierto que ha corrido libremente la especie por plazas, tiendas y corrillos.

El rey ha jurado la Constitución, y nos ha ofrecido su más firme apoyo; fiel y religioso como monarca, y como hombre a la obligación del sagrado juramento, ha cumplido plenamente sus promesas, y ha satisfecho hasta ahora el voto de la nación. ¿Qué más puede exigirse del rey más constitucional de la Tierra? Si estos hechos son ciertos e incontestable; si son incompatibles con la pretendida violencia; si están en el orden de un monarca que sacrifica a la dicha de sus pueblos todos los halagos de la lisonja, todas las seducciones de la ambición, todos los atractivos del poder absoluto ¿cómo hay hombres viles e hipócritas que pretendiendo penetrar en el fondo insondable de un rey generoso, deseos que no existen, se consideran autorizados para desobedecerle a título de fieles servidores? ¡Oh, miserable condición humana! ¡Oh, fuerza poderosa del ingenio de las pasiones! Semejantes hombres no aman al rey y le aborrecen; no aman la Constitución porque vela sobre su inicua conducta; no aman la religión porque atestan contra su rey y contra las leyes; y aman únicamente al ídolo secreto de su corazón que, bajo la forma artificiosa de la refinada hipocresía, quieren erigirlo en la fantástica divinidad de sus adoraciones.

Ni las persuasiones de la autoridad (dicen los beneméritos padres de la patria), ni la voz del cariño, ni la hipocresía disfrazada con el velo santo de la religión, nada debe torcer nuestra planta de la senda del bien; [¡]ojalá el Todopoderoso derrame sobre los corazones de los españoles de ambos hemisferios el dulce y suave maná de la unión, de la confraternidad, y de la concordia; y ojalá que la admirable resurrección política, que nos asegura la publicación de la preciosa Carta constitucional, sea en adelante marcada con el iris conciliador de la Divinidad!

Yo protesto respetuosamente ante las arras augustas de nuestra santa religión la noble idea que me ha movido a escribir una carta tan difusa, pero tal vez urgente y necesaria. El remedio de los males, llamar a los extraviados a la senda del orden, la unión de los españoles con su amado rey constitucional. He aquí los votos de un hombre que libre en sus juicios, y exento de toda preocupación de lugar y nacimiento, busca únicamente la prosperidad y bienestar de sus semejantes. Caigan sobre mí las desgracias que deseo a cualquiera de mis hermanos y compatriotas, si soy capaz de olvidar el cumplimiento del artículo 6° de nuestra celestial Constitución. Yo me persuado, amigo mío, que no me veré en la necesidad de repetir a usted tan desagradables relaciones, y me daré por contento y venturoso la remisión de la presente que va marcada con el número 1.° es el único y último que comprenda tales observaciones. México 7 de junio, 1820.



F. F. F.





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