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Boceto histórico. Cristina de Suecia

Concepción Gimeno de Flaquer



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La organización física de esta reina es un misterio de la naturaleza, que frecuentemente se complace en mostrársenos inexplicable.

Cristina sintió desde muy niña aficiones varoniles: detestaba lodos los trabajos a que se consagra el bello sexo, y no podía soportar la compañía de las mujeres. Sus placeres predilectos eran la natación, la gimnasia, la caza y la equitación. Montaba como el más atrevido jinete, galopando con solo un pie en el estribo, y derribaba a un jabalí del primer golpe. El estrépito del cañón le divertía más que los dulces acordes de un arpa: Cristina era una mujer dotada de alma masculina.

Deliberaba con los senadores, y los dejaba aturdidos con su elocuencia y con sus facultades de gran diplomático. A los 14 años sabía todos los idiomas, sin serle extrañas muchas ciencias. Se entregaba con ardor a la política, a la administración y al estudio. Estos gustos, exageradamente desarrollados, mataron por completo sus cualidades femeninas. En ella no brilló la coquetería, cualidad general en la mujer, puesto que es más fácil hallar cien mil mujeres dotadas de coquetería que una sola que no la posea. Era tan poco coqueta, que a pesar de tener un hombro más alto que otro, jamás se cuidó de ordenar a sus modistas le ocultasen ese defecto.

Cristina no era bella; pero poseía una mirada simpática, una blancura deslumbradora y una linda cabellera: su nariz era demasiado larga y sus pies cojeaban un poco.

Astuta, sagaz y uno de los talentos más sólidos de su época, anhelaba rodearse de hombres eminentes; así llamó a filósofos e historiadores alemanes y a sabios holandeses, con los cuales conversaba largo tiempo, aprovechándose siempre de aquellas conversaciones.

Descartes era admitido siempre a las cinco de la mañana en la biblioteca de la reina y con él comentaba a los clásicos griegos y latinos, dejando asombrado al filósofo francés. Una vez le preguntó en qué consistía el bien supremo. Descartes, inspirándose en la doctrina de Pórtico, le contestó: En la satisfacción que experimenta la conciencia al contemplarse inmaculada.

Era tan absorbente y dominadora, que no consentía que ningún súbdito suyo usase condecoración extranjera.

Arrastrada por las excentricidades de su carácter y los caprichosos giros de su imaginación, se entregaba a mil extravagancias, con las cuales perdía la popularidad que había conquistado.

Sedienta de nuevas ideas, intentó crear una academia teológica para unir a todas las iglesias; pero los luteranos se opusieron enérgicamente.

Se entusiasmaba leyendo los dogmas del Catolicismo, y una de las cosas que más la impresionaba era que el celibato fuese considerado como meritorio.

¿Era en ella virtud el amor al celibato?

No: era un desbordamiento de la independencia de su espíritu.

La infalibilidad del Papa no le era antipática, antes por el contrario se complacía en admitirla. Tal vez le era grato encontrar en la tierra un hombre dotado completamente de la facultad de absolver, porque esto la libraba de toda responsabilidad. Si el Papa podía perdonarlo todo, ganar su influencia, era lo importante para poderse presentar tranquila ante el tribunal divino.

Buscando constantemente nuevas emociones, se propuso abjurar de su religión y hacerse católica. Según ella misma dijo, sentíase atraída hacia una religión que contaba con tantos milagros y con tan innumerables mártires.

Hizo venir de Roma unos cuantos jesuitas, los cuales entraban disfrazados en palacio y se pasaban largas horas con ella instruyéndola en las verdades del catolicismo. Los jesuitas estaban encantados de poder hacer la conversión de un personaje tan importante. A veces ella los marcaba con sus preguntas y los desconcertaba con sus dudas; y ellos entonces se esforzaban en demostrarle que los dogmas católicos son superiores, pero no contrarios a la razón.

A los 29 años de edad, abdicó el poder en favor de su primo Carlos Gustavo.

¿Qué la impulsó a esta abdicación? ¿Fue el deseo de apostatar?

Algunos así lo afirman; pero pudieron influir diferentes causas en su determinación. Tal vez el hallarse fatigada por el peso del cetro que había empuñado a los 18 años de edad; tal vez el comprender que iba perdiendo todo prestigio en su país, pues es rasgo digno de su soberbia querer retirarse antes de perder completamente la popularidad; acaso renunció al poder para asombrar al mundo con un espectáculo pocas veces presenciado, tratándose de una mujer. Quizás la resolviera su afición a la vida activa, a la vida de sucesos inesperados, a la vida de aventuras, pues tan pronto como hubo dejado sucesores, salió de Suecia y se marchó a viajar por todas parles, cuidando de disfrazarse perfectamente.

Cansada de los viajes, se instaló en Roma, donde recibió la Bendición Papal.

Pasado algún tiempo, empezó a sentir nostalgia del poder real y pretendió con empeño la corona de Polonia, en cuya nación hubiera podido seguir profesando la religión católica. No consiguiendo esto y no pudiendo renunciar a la política, armó mil intrigas entre los cardenales y el Papa, tratando de hacer prevalecer sus opiniones, sus ideas y su voluntad, como lo había hecho en su país.

La poesía italiana era algo Barroca en 1680, y Cristina, que tenía muy buen gusto literario, fundó una academia en Roma, en su misma casa, con el objeto de corregir el estilo hinchado y presuntuoso, dándole sencillez, majestad y verdad. Ella quiso resucitar los siglos de Pericles, de Augusto, de los Médicis y el de Luis XIV, que han sido los más famosos en la vida artística y literaria. Los estatutos de aquella academia tenían artículos muy curiosos: uno de ellos prohibía todo elogio a la reina (Cristina no abdicó de este nombre al abdicar el poder). En Roma fue muy respetada por todos los hombres de talento, y alrededor de esta singular mujer se agrupaban grandes eminencias. Juan Francisco Albano, conocido más tarde con el nombre de Clemente XI, era uno de los contertulios de Cristina. La exreina de Suecia llegó a reunir, en pocos años, la mejor colección de monedas antiguas, toda clase de objetos arqueológicos y libros notables; pues conociendo su decidida afición a coleccionar cosas célebres, los bibliófilos, numismáticos y anticuarios que la rodeaban, la obsequiaban con todo lo más bello que encontraban para enriquecer su colección.

Octavio Ferrari fue el que escribió el primer panegírico de Cristina, y ella le regaló como recuerdo un collar de oro, valuado en mil cequíes.

Hablando de esta mujer extraordinaria, decía el elegante poeta florentino, Vicente Filicaja:


La gran Cristina dal cui cenno pende
E per se vive e si sostien la fama;
Ley che suo regno chiama
Quanto pensa, quant’opra e quanto intende.

Cristina fue siempre Mecenas de los literatos, pues cuando algún escritor no tenía medios de publicar un libro, se lo hacía imprimir ella por su cuenta.

Los historiadores hablan con gran variedad de esta mujer. En las memorias autobiográficas que escribió con gran corrección, pues era escritora muy distinguida, se defiende contra los ataques que recibió por no haber querido aceptar esposo, con estas palabras:

Ciertamente me hubiera casado, sino hubiese sentido en mí suficiente fuerza para vivir sin los placeres del amor.



Este es, en mi concepto, un arranque de la soberbia de Cristina contra las leyes de la naturaleza.

Mas ¿pudo demostrar siempre, como quiso, que podía sublevarse contra la naturaleza humana, desafiarla y vencerla?

Si se supieran con exactitud las misteriosas causas que originaron la muerte de Monaldeschi, en Fontainebleau, decretada por la reina, esas causas tal vez darían un mentis a la aseveración de Cristina, y contestarían mi pregunta.

A través de los pocos destellos que la historia ha dado sobre este suceso, yo vislumbro un drama que consta de tres actos: amor, celos y venganza.

Lo que hace antipática a Cristina, como mujer, es el no querer parecerlo.





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