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Azorín: «París». Madrid, [Bolaños y Aguilar, S. L.], Editorial Biblioteca Nueva, 1945. 306 págs. con 1 retrato

Ricardo Gullón





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Un libro de recuerdos es siempre un libro de nostalgias. Y la nostalgia embellece el pasado mediante ese conocido mecanismo de eliminación y evaporación de sus aspectos agrios, de las punzantes aristas que tal vez nos hirieron cuando fue presente; sólo subsiste, emergente de una bruma cálida y tierna, el sentimiento de cuán bello fue lo que ya no tornará a ser, pues en tal sentimiento duélese el hombre de sí, inclinado inevitablemente a compadecerse por lo desamparado y fugaz de su paso sobre la tierra. Recordar es también, por eso mismo, soñar.

Así los libros de Memorias son, según ley fatal, dulcemente falaces, y los autores, engañados por el espejismo, describen -en el mejor de los casos- un mundo tenuemente desfigurado por la saudade. No escapan   —82→   a esta norma general los tomos de recuerdos hasta ahora publicados por A., y acaso esta sea la causa de que resulten tan sencillamente encantadores.

Meses ha publicó el maestro un nuevo volumen, titulado París, donde reúne sus impresiones de los tres años que pasó -durante nuestra guerra civil- en la capital francesa. Tiene este libro interés singular, por dos razones: en primer término, por ser, como digo, reflejo de las sensaciones que en el autor suscitó el espectáculo de la gran ciudad, personalísimamente vivida en sus rincones más característicos y menos convencionales; y en segundo lugar, por constituir acabadísimo estudio de la urbe, de sus calles y de sus plazas, de sus hombres y sus costumbres, que (peculiar modo azoriniano) van siendo analizados en breves capítulos, densos, objetivos y también etéreos.

Es la técnica de A., observación lenta, pacientísima, en torno a las cosas, hasta sorprender su secreto, y después, la fijación en palabras por medio de una descripción exacta, llena de pormenores, tan en extremo detallista que amenaza abrumar al lector -teóricamente, pues en la realidad de estas páginas, su efecto es, por el contrario, de encantamiento-. La fantasía no se da de alta; todos son datos vistos, comprobados, escrupulosamente insertos luego en el texto; escrupulosa y directamente, porque imágenes y metáforas no se encuentran, apenas se encuentran, en estas páginas. Los estados de ánimo: lo que impresiona al escritor una tarde de otoño, en los bancos del Puente Nuevo; las ocurrencias que le asaltan mientras deambula por el jardín del Luxemburgo; sus observaciones durante las estadías en los subterráneos del Metro; tales estados de ánimo, ocurrencias, observaciones, trasládanse al papel con puntualísima fidelidad, con equilibrada nitidez.

Se van sucediendo capítulos con aparente autonomía; en principio diríanse hilvanados conforme -caprichosamente- acudieron a la memoria briznas de sucesos, los posos que en ella dejan los días, eventos o sombras del ayer sin visible relación con cuantos anteriormente y después solicitan la mirada del escritor. Esa, digo, es la primera impresión, porque una vez leído, adviértese que el conjunto del texto fue objeto de diligente atención, con idea de reunir en él un sugestivo panorama de la capital de Francia; panorama espiritual, claro está, y donde lo particular y concreto remóntase insensiblemente a conclusiones de valor general. Los trozos dedicados a la La calle de Rivoli, a Brigitte Reynaud, a Los cementerios, parécenme muy reveladores del proceso de abstracción a que aludo. Y así, conclusa la lectura, el espíritu de París quedó suavemente desvelado.

No precisa A. en estos apuntes acudir a los tópicos donde por tácita convención bucea el viajero deseoso de trasmitir una impresión personal; prescinde del colorido, de la estridencia, y busca, en cambio, aquella sencillez, aquella trivialidad sin destello de que se revisten los actos cotidianos. Un caballero, un anciano ya, flanea, casi siempre solo, por las   —83→   calles de una colosal villa extranjera: no llama su atención lo llamativo y fugitivo del momento, sino que, inmerso en sus cavilaciones, pretende descubrir el secreto del hombre eterno a través de tal transeúnte presuroso, de tal modesto especiero que vaca a sus tareas en la gris mañana del Norte.

Y, como antes indico, tanto como la cifra de París guarda este volumen la del alma azoriniana. Los añadimientos puestos a algunos capítulos, una vez corroboran, amplían o precisan lo antes expuesto; otra vez aportan sabrosa digresión con referencia a lo dicho. En cualquier caso, contribuyen a perfilar la sensación de espontaneidad producida por estos escritos, que -como todos los de tan encantador prosista- evitan el forcejeo con la gramática y por el camino de la máxima sencillez -de una sencillez comparable a la música limpia, pura melodía que deleita sin complicaciones, de los clavecinistas franceses- consiguen la más inverosímil transparencia. Nunca, a mi entender, se ha llegado, con semejante economía de medios, con ausencia casi total de artificios, a obtener del idioma español tan grande eficiencia expresiva.

El arte de A. siguió su proceso eliminador de los recursos retóricos de toda lava, hasta llegar a esta que con exactitud puede llamarse desnudez de la prosa, donde todo se subordina a la expresión precisa, y por tanto, sobria. Culmina tal proceso, en las páginas comentadas, gracias a la casi absoluta supresión del adjetivo; en uno de los postreros capítulos hallamos este párrafo: «-¿Cómo se conocerá mejor un pueblo, por sus viejos o por sus jóvenes? Cada pueblo hace sus ancianos; debemos saber cómo son en cada país. He tenido que hacer una visita; he entrado en una casa de cierta calle; no la nombro por no ser indiscreto; era corta y formada por casas viejas: no tenía apenas tránsito; no se percibían ruidos. Se podría vivir con toda tranquilidad en alguna de sus casas; se podría pensar, se podría escribir. En el fondo de un patio había una escalera de un sólo tramo; al cabo se veía una puerta». Se advierte que aún los escasos calificativos no aparecen en función de tales, sino sustantivizados, con un valor que depende de ellos mismos y no del hombre al cual se refieren. A cargo del lector corre imaginar cómo será la calle, si estrecha y tortuosa o despejada y rectilínea; cómo serán las casas viejas, si mezquinas, ruines, imponentes, vastas, etc.; tampoco se dice nada de la escalera, de la puerta...

Aquella antigua insistencia, aquellas repeticiones de nombres, de conceptos, ha sido en este libro venturosamente -en mi opinión, venturosamente- evitada. Si la reiteración de un término parece necesaria o siquiera conveniente para precisar una idea, para esclarecer un período, A. acudirá sin empacho a la palabra, dos, tres, cinco veces seguidas empleada. Y ésa nos parece la buena norma; ¿por qué repetir cuando por un giro fácil, nuevo, o por la utilización de un sinónimo, puede tal repetición ahorrarse? Y, al contrario: si la claridad, la mejor diafanidad de tal cláusula depende de la repetición, venga ésta en buen hora. Precisamente   —84→   quiere nuestro autor reincorporar al lenguaje literario, si no al popular, multitud de términos olvidados, preteridos más por desidia e ignorancia que por voluntaria exclusión, y hase empeñado con singular fortuna en esta curiosa lucha en pro del enriquecimiento y vigorización del idioma, hoy depauperado, acaso en razón al increíble número de escribidores y ganapanes de la pluma que, misérrimamente dotados para la tarea, limítanse al uso apresurado de los vocablos de más sólita circulación, sean o no los propios al caso. (Señalemos incidentalmente cuán acertada versión la de banlieu por alfoz, como hace en París el maestro).

Un poco más arriba he dicho que se percibe en este libro la casi completa falta de artificios; uno queda, por lo menos, muy útil para producir la ilusión de espontaneidad a que tiende el autor: Azorín finge trasladar al papel sus vacilaciones, sus titubeos al abordar el asunto; como si mientras escribe, y no antes, le ocurrieran esas dudas, esa impensada divagación, esos recuerdos de algo extraño al tema de que trata, puntualmente recogidos para trasmitir al leyente la sensación de hallarse en presencia del puro acto creador, de que ve lo escrito y cómo va escribiéndose; el brote de la idea en la mente, su desarrollo, sus progresos o desviaciones. Es ardid de buen estilo; la sinceridad del escritor resulta evidente por esta ideal regresión al pretérito, por esta evocación de un punto de partida adonde convoca al lector con el fin de seguir desde allí en amigable camaradería, reconstruyendo sus memorias en un presente que vive como tal y como tal se sueña, aunque adornado con los prestigios nostálgicos del tiempo ido.

Para terminar estas notas quisiéramos apuntar sucintamente la impresión definitiva, el resumen de cuanto, en el pensamiento azoriniano, representa París. Ya se indicó que nada tenía de común con quienes sólo ven lo más aparencial -en suma, lo frívolo, y por tanto escasamente típico, lo común a las grandes capitales de cualquier parte del mundo-. En el capítulo denominado El subsuelo espiritual hállase, en síntesis, aquel pensamiento, y a esas páginas acudiremos para exponerlo: «Lo frívolo -en París- es lo cortical; por debajo de esa frivolidad somera existe un fondo de gravedad sólida; aun más hondo que esa gravedad podemos advertir un subsuelo de densa consistencia espiritual». Se concilian en París, «de un lado la literatura bulevardiera -con su flor, que es el ingenio- y de otro, en lo más profundo -y dramáticamente- la tragedia de un Pascal, la melancolía de un Molière o la poesía pungitiva de un Juan Racine». Y el autor se pregunta si no será ese mismo ambiente, esa misma conciliación, la que constituya el trasfondo en la vida, en el hogar del parisién, de ese parisién cortés, cordial, de ese parisién de la clase media que «es la que ha hecho París» y que bajo la amable máscara y el suave ademán, frunce los labios «y en ellos se dibuja otra sonrisa: una sonrisa de profunda tristeza».





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