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Aventura y cortesía en Mariano Picón-Salas1

Cristian Álvarez





De la prosa de Mariano Picón-Salas, generosa en sabor y saber -que acaso para él se mantienen vinculados como en su mismo origen-, me gustaría, en la oportunidad que brindan estos apuntes para su homenaje, tomar -y ponderar- dos palabras que muestran de algún modo, aunque sin agotarlo, uno de los sentidos de su obra. Creo que no sólo la relativa frecuencia con que aparecen en su escritura motiva esta breve reflexión (o más bien conversación), sino el espíritu que anima y configura un pensamiento es lo que me lleva a dialogar un poco sobre la aventura y la cortesía en don Mariano.

Aventura, ya lo ha notado Guillermo Sucre, es uno de los vocablos que con más insistencia aparece en la obra de Picón-Salas y que se constituye en el signo que impregna las acciones que definen al hombre. Lanzarse al riesgo, al viaje que no ofrece seguridades para alcanzar un destino y forjarlo con el vivir y el hacer, la aventura humana parece convertirse en la forma para intentar hallar el pleno ser. No habla Picón-Salas del acto fanfarrón o la torpe correría que persigue un fin inmediato y egoísta y que sólo alcanza otro escollo más para asirse y quedar nuevamente inmóviles y «seguros», otra atadura que atrofia y está tras el poder que aliena. Búsqueda incesante del crecimiento espiritual, del ser que concilie su destino, la aventura, en este sentido, marca las dimensiones del hombre: la del alma, la intelectual, la histórica y aun la de un país. En la apuesta no calculada, se busca trascender para alcanzar la necesaria realización. De ahí que en ocasiones acude para nombrarla al arcaísmo ventura -azar, contingencia, peligro- y también a las imágenes de los personajes-símbolos que se sumergen en un extraño e inesperado universo: Gilgamesh que busca la inmortalidad en el mundo de los muertos, Edipo que se interroga a sí mismo a través de la peligrosa Esfinge e incluso Caín que abandona el Edén seguro para establecer el sendero de su sino. En un prólogo a Suma de Venezuela recordaba que, «venturosamente, vivir es más problemático o más poético que lo que pretenden ciertos simplificadores o empresarios de mitos que suelen ser también candidatos a verdugos». Estos, en su definición e ideología, constriñen la vida ahogándola y entumeciéndola. Sin receta o programa, la vida es perpetuo movimiento individual del ser y la azarosa aventura espiritual la va configurando hacia la noble vocación de lo auténtico ¿No se perfila la aventura, finalmente, en un anhelo de verdadera y responsable libertad? Tal vez por ello en las reflexiones sobre religión que encontramos en el capítulo «Adolescencia» de Regreso de tres mundos, más que seguir el seguro camino ejemplar del «no-hacer» de los «santos de buena familia», él prefería escoger una vereda aún más angustiosa y desgarrada, provocándole acompañar «a San Agustín en sus caminatas por una Cartago poblada de marineros neoplatónicos, de anacoretas que van al desierto, de gnósticos orientales», o quizás «seguir a San Francisco cuando hace montón menospreciable de todas sus riquezas, y se va por los caminos cantando la luz del sol y la armónica fraternidad de las cosas», y hasta emular al mismo San Alejo, «aquel príncipe que en el día de sus bodas deja su bulliciosa casa de fiestas y marcha a Oriente a vivir entre mendigos y aventureros». La simpatía por los santos que viven su intransferible aventura, que dejan todo para abandonarse a su llamado, le ofrece así una lección de vida valiente y viril. La parábola de los talentos adquiere aquí un concreto sentido y explicita aún más el valor de la aventura: optar por lo seguro sin arriesgar lo esencial en desperdiciar la vida, enterrar los propios dones como sirviente pusilánime que traiciona la fidelidad debida. Por el contrario, se quiere ser fiel con uno mismo, responsable de la propia y arriesgada acción que desea alcanzar lo trascendente. También en Pedro Claver la «aventura» es preferida al refugio de lo religioso, cuando el aún joven «candidato a santo» siente en la puerta que llama su vocación: «Mas -piensa acaso el absorto muchacho- no es en esa casa de canónigos donde se lee el breviario a hora fija y hay tiempo para el buen almuerzo y la larga siesta y las cantadas horas de vísperas en la Catedral, donde mejor se advierte la presencia de Dios. Dios pide más pasión y acaso más desorden». Pasión y entrega, y después de la inicial formación, el futuro santo de los esclavos se embarca rumbo a la aventura del Nuevo Mundo que lo consagrará en la acción de su apostolado.

Mencioné la virilidad asociada a la aventura espiritual y recuerdo aquí a San Benito y su deseo de inculparla en la regla de los monjes, inspirándose en la virtus romana. Aquella fortaleza de la voluntad será una cualidad que elogiará siempre Picón-Salas, desde «ese arte viril de los talabarteros» que veía con la admiración infantil de Pablo en Viaje al amanecer, «los que decoran -pensaba el personaje- para el peligro las bonitas vainas de puñal [...], los adornos, los orgullos atributos del hombre que ansiaba poseer»; pasando luego por la asunción viril, un poco spinoziana del adolescente de Regreso de tres mundos, al «pensar en el desamparo del hombre ante Dios que le echó al mundo», y que lo llevaba a crear «su propia ética de la responsabilidad» por lo hecho; y hasta llegar a la posición que debe poseer el intelectual y su misión en la cultura, esa vez ejemplificada en una visión del Renacimiento italiano: «Obedeciendo a su fuente etimológica, virtud es el ímpetu con que el varón impone su presencia en el mundo. Il virtuoso no tiene miedo al límite tradicional de las cosas, y se destaca en la proeza de dominarlas y conquistarlas». Surge así la idea de aventura -viril también- asociada al intelectual como forjador e intérprete de la cultura, concebida como suma expresión de una comunidad o una nación. La «civilización», en su sentido más humano hay que conquistarla diariamente, dice recordando a Paul Valéry y de su advertencia a la «flor frágil de la cultura» que vive amenazada por valores opuestos al ser y a la convivencia. Cuando el intelectual descuida su encargo y cesa de explorar caminos para aferrarse a lo «seguro», al pasado nostálgico, a su escepticismo estéril o a su ficha de estudio hueco, volviendo la espalda a la vida y a la historia es lucha, choque de fuerzas y necesarias pugnas de ideas. Donde eso no reina, donde todos están conformes, apenas prospera la calma letal del pantano», donde el agua ya no circula y lo viviente y orgánico se descompone. Así lo afirmaba en su «Auditorio de juventud», hace exactamente cincuenta años, cuando se refería a la formación de la cultura como devenir histórico. Reconocer el pasado como sustento del presente, pero sin sacralizarlo, la historia como aventura cambiante que alimenta la cultura que no es inmóvil, es lo que también propone en «Pequeño tratado de la tradición»:

La conquista de esa tradición dinámica es lo que nos hace falta; conciencia de continuidad histórica más simple nostalgia ante las cosas que desaparecieron; actitud crítica, combativa y viril ante el pasado en cuanto él ya contribuye a configurar lo presente y lo venidero.


La aventura de la historia, la aventura de la cultura que se conquista, la aventura del intelectual que indaga nuevas formas y sentidos y la personal aventura vital van configurando las diversas dimensiones del espacio donde construye y expresa el ser del hombre y también el de una continuidad. Tensión entre la decisión que se asume virilmente y el destino que se busca, la aventura impregna de vida la obra humana.

El signo y la vocación por la aventura no llevan a Picón-Salas a pensar, insisto, en apetito de gloria, derroche de energía o satisfacción del instinto de poder. Por el contrario, y otra vez lo señala en su autobiografía, «la vida personal o la historia no es sino la nostalgia del mundo que dejamos y la utopía ardorosa, corregida y rectificada, de ese otro mundo a donde quisiéramos llegar», y agrega aquel deseo que pueda combinar la tradición legada y los «sueños de belleza y justicia» que todos deseamos alcanzar. Justicia, equidad y virtud de relacionarse el individuo y la comunidad en libertad y sin conflicto, y belleza, proporción de formas y expresión luminosa que inspira disfrute, sensibilidad y noble aspiración, tienen el eje común de la armonía e integración de las partes que lo constituyen. Ambas también presentan con reiteración en la que podríamos llamar la esperanza de Picón-Salas y cuyo anhelo de cristalización como formas integrantes de la civilización y cultura se yergue casi como leit-motiv. Los dos ideales se presentan inseparables, ninguno puede ir en detrimento del otro pues quedaría trunco, cercenaría lo humano, y aun esa escisión fomentaría -muchas veces abismalmente- una cultura también rota, en discordia y sin rumbo de crecimiento. Equilibrio de lo ético y lo estético ¿no nos suena esto a ideal platónico, a utopía?: «Una casa fea -escribe en Regreso de tres mundos-, unos colores mal combinados, me sublevan como el peor acto moral. Hay un crimen contra las cosas; asesinatos microscópicos contra los buenos dones que Dios nos dio: colores, plantas, cal, greda o tierra, que realizan cada minuto las gentes insensibles o ignaras. Gritan sin necesidad, maltratan los animales, adulteran la función natural de los objetos. Su vacía ansia de pompa rompe todo ritmo, claridad y sencillez. Compadezco a aquellos seres que pasan por la vida a veces ahítos de prosperidad y riqueza, pero sin afinar sus sentidos, sin aprender a ver, a oír, a palpar». Si el hombre es una unidad ¿por qué empeñarse en fraccionarlo? Max Scheler insistía en que lo «bello formal» y la «ética impositiva» generan dualismo; es necesario lo intermedio: «ser, expresión, actitud», y quizás por esta razón, Picón-Salas pensaba que la armonía en uno de los sentidos debía propiciar o incentivar la depuración en el otro:

Si toda ascesis -como la del yoga o la del santo- es dificultosa para el hombre, quizás a través de los sentimientos estéticos podamos obtener no sólo el disfrute de la belleza, sino también contención y elegancia moral que haga más grata y soportable la sociedad de los hombres.


Pero es tal vez en la Cortesía, esa palabra tan trajinada y desgastada en el uso común, donde Picón-Salas encuentra la deseada fusión de la forma y la intención justa.

Escribiendo sobre Alfonso Reyes, aquel «varón humanísimo» de quien uno podría «aprender sofrosine y caridad», rescataba el sentido de la palabra cortesía como un estilo de vida y que «abarca por igual lo ético y lo estético». Convencimiento espiritual que se expresa en la fina atención y diligencia respetuosa, la «cortesía, como gentileza -recuerda-, fue la disciplina estética y moral con que el mundo de la Edad Media ascendió a través de la lírica y el ascetismo caballeresco a aquel nuevo ideal de la vita civile que culmina en el Renacimiento». La cortesía, en su sentido original, es así fundamento de la civilización de amor y piedad, servicio al prójimo, respeto y tolerancia, la cortesía, a través de la mesura del gesto, de la gracia del acto y de la ceremonia obsequiosa, muestra la nobleza del sentimiento. El acto encarna, a la vez que decanta hasta volverlo más «acabado», el valor y el ideal. Lo ético se funde con lo estético en la práctica de esta conducta caballeresca. Lo amable, como expresión de la cortesía ¿no es también en su acepción originaria capacidad de amar y de inspirar amor al mismo tiempo? Y recuerdo aquí unos versos de Dante, heredero de este espíritu, que también Picón-Salas asociaba en la memoria de su amigo Alberto Adriani:

Amore e 'l cor gentil sono una cosa, si come il saggio in suo dittare pone, e cosi esser l'un sanza l'altro osa com'alma regional sanza ragione. (Amor y notable corazón son la misma cosa, tal como dice el sabio en su canción, y así no puede ser uno sin otro como el alma racional sin la razón).


Vita Nuova, XX versos 1-4                


Acto, sentimiento y ser identifican en un mismo movimiento que inspira la cortesía cuya meta es perfeccionar lo humano; ejercicio también de la conciencia que observa la limitada y frágil condición del hombre que desea elevarse a lo ideal.

Por ello también la cortesía forma parte de su actitud de vida e incluso de su escritura. Preferir convencer que «derribar», ser más tolerante que excesivamente justo, señalar el problema y apuntar la salida esperanzada era su deseo. Además añoraba que el mismo idioma recobrara ese sentido primigenio, que esa palabra no fuera diferente al anhelo de comunidad verdadera; y pensaba de esta forma en el «habla cortés y sosegada» de su Mérida natal, en los hermosos saludos hechos, que más que «fórmulas de sociabilidad» surgen de «ciertos sentimientos de fraternidad humana», y en «sutiles y fervientes invenciones del idioma lusobrasileño» para despedirse o agradecer un servicio. Por ello su concepto de civilización igualmente la incluye como elemento esencial, «limadora de discordia», necesaria para la verdadera convivencia y solidaridad. Para él, citando a Queiroz, «la civilización no es una máquina para todo y un millar para cada cosa: la civilización es un sentimiento y no es una construcción», y la cultura tampoco puede confundirse con erudición ni ingente acumulación de conocimientos, sino apreciarla como expresión de vida más cabal, como formación del ser más completo y como «voluntad de concordia, de coherencia e intercambio», según también expresa Alfonso Reyes.

En una sociedad donde el poseer y el dominar ser erigen como los mitos más deseados, convirtiéndolos en pasiones que todo lo atropellan y justifican, Picón-Salas resalta la cortesía como valor de «alquitarada espiritualidad» que no sólo preserva la libertad sino que también aspira a la sana y tolerante convivencia tras la justicia y belleza.

Calma, gracia, perfección, porque son virtudes que se están perdiendo en el estrépito de nuestros días, debemos reaprenderlas en el ejemplo de los grandes maestros. Con la calma necesaria para leer, pensar y decidir, con la cortesía y las formas, que son para la pulcritud del espíritu lo mismo que el baño diario y el uso del jabón para el cuerpo, acaso no se modifique radicalmente la humanidad, pero se habrá hecho más diáfano, al menos, el trato y la comprensión de los hombres.


De esta forma exponía su convicción en «Cultura y Sosiego», palabras que coinciden para una reflexión de la educación que cultive la saludable conciencia, esa «primera libertad» como él la llama. Y también, al final de Regreso a tres mundos, idéntica intención parece repetirse en una deseada educación, justo después de aludir a El Cortesano, aquel manual renacentista de caballerosidad que realiza Baltasar de Castiglione, cuya inspirada lectura podría volver al hombre más reflexivo, atento a su condición y dispuesto a cultivar los valores que sugieren las palabras aventura y cortesía:

Pulir y afinar la conciencia del hombre para que sea cada día más humana, es decir, más perfectible; para que no se petrifique en la rutina y salga a conquistar nuevos horizontes mentales, es la tarea de toda educación. Educación que no acaba de dar la escuela porque tenemos que revisarla y cuidarla cotidianamente.


El reconocimiento de la fragilidad humana que yerra en su hacer, es uno de los pasos necesarios en la vía de la sabiduría. Conciencia de la limitación y aspiración al progreso espiritual que propone la aventura a partir de la tradición y la cultura, perfilan al hombre que quiere compartir sus dones, por supuesto, con toda cortesía. ¿No vamos sintiendo acaso al mismo Picón-Salas, a través de su amable escritura y atento sentido, acercarse a este ideal humano, meta del verdadero intelectual, guía de la cultura?





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