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Artistas de variedades

Daniel Moyano





Cuando llegó a la ciudad, Ismael deseaba muchas cosas. Hasta le hubiera gustado cambiar de rostro. Le costó mucho en los primeros tiempos saber que realmente estaba en la ciudad, y se consideraba todavía un muchacho de un pueblo incipiente que miraba todas las tardes las vías del tren pensando que al final de ese camino inacabable había una ciudad como de vidrio, oscilando bajo el sol y esperándolo generosamente. Allí al fin nada le sería negado, y estar en la ciudad significaría habitar un mundo lleno de posibilidades.

La ciudad tenía un número limitado de maravillas que fueron rápidamente agotadas en la contemplación. Sintió el desencanto de perderlas pero advirtió a la vez, como una esperanza ínfima, que le quedaban los ojos deslumbrables, aptos para verlas otra vez en el caso de que apareciesen.

A los pocos meses de estar en la ciudad sintió sin comprobarlo claramente, que de todo su antiguo mundo de presentimientos solo le quedaban los símbolos. Probó distintas suertes, trabajó en los oficios más diversos, y advirtió que el tiempo transcurrido se le manifestaba en la necesidad acuciante de los menesteres más inverosímiles. A su tristeza natal se sumó otra, histórica, indescifrable. Sentía que no había hallado su camino y quería ser algo, o por lo menos significar algo y demostrarlo. Alguien le había dicho una vez en una pensión que lo único realmente necesario en el mundo era la vocación. La palabra fue un descubrimiento para él. Justamente era lo que él poseía.

Una vez tuvo la sensación de que en la ciudad fabulosa la gente vivía arrastrando cierto cansancio, indiferente a todo acto de maravilla, a todo intento de salvación. Porque únicamente lo maravilloso salvaba del riesgo de afrontar el destino de las ciudades. Le parecía que en la ciudad estaban realmente todas las cosas buenas del mundo pero que no eran para sus habitantes, condenados a verlas solamente y rozarlas apenas en una marcha inacabable que era como un gran círculo doloroso. Las cosas buenas y milagrosas estaban allí para otros, para uno como él por ejemplo, que viniera desde afuera para disfrutarlas interminablemente. Sin embargo, había advertido que desde hacía mucho tiempo, desde que tenía aquellas necesidades acuciantes, él era igual que ellos y que la llegada de un elegido, como en su momento lo había sido él, era ya improbable. De modo que le quedaba, pues, su capacidad de deslumbramiento, sus ojos, y aunque los ídolos estuviesen derrotados él podría vislumbrar un instante prístino y dar el gran salto que lo redimiera.

Después, en esa constante identificación con los demás, pasaron muchos años. Ya poco le quedaba por ver en la ciudad, pero a veces, sorpresivamente, atisbaba que había cosas ocultas que todavía podrían producirle un deslumbramiento.

En las distintas pensiones en que había estado, sus vecinos le habían impuesto siempre las costumbres que ellos practicaban, y tuvo así meses de fútbol, de bailes populares, de hipódromos y de otros tipos de adhesiones. Cada nuevo ser que conocía tenía alguna de esas predilecciones y él se adaptaba perfectamente a ellas creyendo que si no lo hacía, su nuevo amigo lo menospreciaría.

El descubrimiento de la vocación se lo debió a una persona claramente sentida pero irrecordable, quizás un viajante que vivía en el cuarto contiguo. La vocación le permitió guardar sus ojos para el descubrimiento y prescindir de los falsos menesteres de los días por los cuales el tiempo parecía una cosa agobiante.

Vivió mucho tiempo en la acechanza pasiva de las maravillas entrevistas. No salía ni hablaba con nadie. Los días feriados dormía o estaba largas horas echado en la cama de la pensión como aguardando la aparición de los sucesos y de sus personajes. Su compañero ocasional, cuando algún domingo por la tarde no salía por falta de dinero, solía asomarse al balcón y desde allí decían frases galantes a las mujeres que pasaban. Ismael compartía a veces esos momentos, pero callado, pensando que también había prescindido de esas posibilidades. Su contacto con las mujeres se limitaba exclusivamente a las sirvientas de los barrios burgueses, según se lo había impuesto un compañero de pieza flaco y bigotudo que lo inició en esas prácticas. Era fácil ir a esos barrios lujosos, donde una o dos horas bastaban para una efímera escaramuza que le daba la ilusión del amor.

Una tarde, después de la rápida posesión, ella le dijo que la llevara a alguna parte a divertirse. Ismael arguyó que no tenía dinero pero la mujer respondió que eso no importaba; lo que quería era andar, justificar con algún hecho simple y cotidiano el acto que acababan de realizar, saber su nombre, tenerlo de la mano. Caminaron durante una hora y a las diez de la noche llegaron a una confitería ubicada en un parque, al aire libre, en cuyo escenario improvisado se desarrollaba un espectáculo de variedades. Ismael y su novia ocasional, apoyados contra el tejido de alambre que rodeaba la confitería, contemplaban inmóviles el espectáculo; ella sin interés, por haberlo visto varias veces, y él con los ojos ávidamente abiertos. El que anunciaba los distintos números, un hombre alto y flaco, de traje blanco, terminaba las frases de presentación anunciando el nombre de una casa de comercio, y la última palabra que pronunciaba era siempre monstruo epíteto atribuido al surtido de mercaderías de dicha casa. La pronunciaba de una manera particularísima, ahuecando la voz, que pretendía ser tenebrosa. De esa manera abría para Ismael un mundo de presentimientos, creaba el clima necesario para ver cosas sin duda maravillosas.

El primero en actuar fue un malabarista. Trabajaba con platos, vasos, huevos y otros objetos de fácil rotura. Ismael se deslumbró. Dos hombrecitos endebles, con un acordeón y una batería, marcaban con sonidos los momentos culminantes. A Ismael lo sorprendió que no se le cayera nada, y él hubiera aceptado un error, una caída, sin que la reputación del artista menguara por ello. Aplaudió estruendosamente. Fue el único en hacerlo de los que como él, miraban desde afuera. Después vino un gaucho que bailó un malambo entre varias filas de botellas, con los ojos vendados y sin voltear ninguna. Luego un hombre con cuatro perros que bailaban. El corazón de Ismael saltaba regocijado. Por fin había encontrado algo realmente bueno, que tenía sentido. Esa era la gente que le hubiera gustado conocer al venir a la ciudad, y si tal cosa hubiese ocurrido, entonces él ahora sin duda sería como ellos, sería un artista de variedades. Siempre se había sentido perdido en la ciudad, arrastrándose largamente como todos, pero ahora descubría algo que podía salvarlo, algo real y verdadero para esa especie de salvación que había presentido. El viaje a la ciudad empezaba a justificársele en un orden interno; ahora podría permanecer en ella sin destruir los presentimientos. Después vinieron dos hermanas equilibristas que luego de saludar bajaron al patio, en cuyo centro habían montado un trapecio. Y allá, etéreas y brillantes en sus mallas rojas, deslumbraron por un largo rato el corazón exaltado de Ismael. Mientras el tambor redoblaba incesantemente, se enlazaban, bajaban en forma de tirabuzón, giraban de pronto alrededor de un eje de hierro simulando ser un gracioso animal de dos cabezas. Hasta la indiferente compañera de Ismael que le reveló llamarse Rosa como una de las hermanas equilibristas, observó atentamente esta parte del espectáculo. Las hermanas, separadas finalmente de la figura única que formaban en lo alto del trapecio, tornaron al escenario, saludaron rápida y modestamente y desaparecieron detrás de las cortinas del fondo. Ismael hubiera querido que saludaran más, que dijeran algo, y las vio partir entristecido.

Entonces su compañera, que desde hacía rato quería irse, insistió para que abandonaran el lugar. Asiéndose de sus ropas le suplicaba que la llevase a otra parte, le decía que estaba enferma y que si volvía tarde los patrones cerrarían las puertas de la casa. Pedía con autoridad y casi se lo exigía, pero sus palabras parecían gemidos. Ismael estaba preocupado por la nueva situación, pero en eso apareció el hombre de las agujas, precedido por el de la palabra monstruo, cuyo impecable traje blanco, sin una sola arruga, parecía de cartón. El hombre de las agujas dijo que había viajado por todo el mundo y que lo que ahora hiciese, aprendido en el Tibet, era una primicia para los espectadores de esa noche. Tomó unas veinte agujas y se las introdujo en la boca. Luego cortó de un carretel una larga hebra de hilo se colocó un extremo de ésta en un hueco de la nariz y empezó a aspirarla. En pocos minutos la hebra había desaparecido en el interior de la nariz y luego, ante el asombro creciente de Ismael, la sacó por la boca con todas las agujas enhebradas. Ismael aplaudió antes de que el hombre terminara, pero su compañera, deteniendo sus ademanes, le dijo que no fuera tonto porque todas las cosas que allí hacían eran simples trucos y nada más. Una idea trabajaba ahora en su mente: hacerse artista de variedades. No pensó en las dificultades que sin duda habría que vencer y quería en cambio serlo de un solo golpe. Le hubiera gustado comunicarle esos deseos a su compañera, pero ésta gemía suplicándole que la sacara de allí porque de lo contrario tendría que irse sola en medio de la oscuridad del parque. Estaban echados contra el tejido de alambre; él se erguía solo para aplaudir, mientras ella permanecía inclinada. La muchacha en un momento dado, se irguió bruscamente y le dijo que se iba y que él sería culpable de lo que le pasara. Ismael le rogó que se quedasen un momento más para ver al hombre de las mil caras, que habían anunciado, pero ella respondió que no estaba dispuesta a exponerse por un montón de estupideces. Mientras gemía de ese modo, gesticulando aparatosamente, Ismael pensaba en lo difícil que sería hacerse artista de variedades, trepar al trapecio o enhebrar las agujas en la boca. No eran trucos sin duda alguna, y para poder hacer aquello hacía falta mucha destreza. Sin advertirlo se había separado del tejido de alambre e iniciado ya la retirada. Por otra parte, lo preocupaba el destino de su compañera. Pensó que era muy difícil realizar lo que había vislumbrado siempre y se conformó con la idea de que por lo menos esa gente existía, aunque él no pudiese imitarla. Caminaron unos pasos y ella redobló sus quejas mientras él giraba la cabeza hacia atrás para ver por última vez el escenario. Cuando se habían alejado bastante, caminando rápidamente, volvió el cuerpo y entre las ramas de un árbol alcanzó a ver todavía, aunque fugazmente, al hombre de las mil caras.





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