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Antonio Machado y José Ortega y Gasset: en torno a su relación epistolar y estética1

Rafael Alarcón Sierra

La relación intelectual más intensa de Antonio Machado, tras la que mantiene con Unamuno, es la que establece con Ortega y Gasset. Conocemos quince cartas dirigidas a este entre 1912 y 19272. Aunque su primer contacto se remonta, cuando menos, a 1907, año en que Machado le envía al joven filósofo un ejemplar de Soledades, Galerías y otros poemas dedicado, lo que nos ha llegado de su correspondencia se inicia en julio de 1912, mes en que Ortega, inmerso en su primera campaña política, reseña Campos de Castilla como ejemplo de la nueva poesía que necesita la España del futuro. Ese mismo mes, un Machado entusiasmado le escribe torrencialmente tres largas cartas, la primera y la tercera respuesta a las de Ortega -no se ha conservado ninguna carta de este al poeta sevillano- y la segunda, debida a las sugerencias que ha despertado en él la reseña de Ortega al último libro de Azorín, Lecturas españolas: «Cuando terminé de leer su artículo parecióme que algo muy importante había sucedido en el alma española».

El intercambio epistolar se mantendrá hasta finales de 1915, año de rápidas y breves cartas motivadas por las colaboraciones de Machado en España. Su punto álgido será la reseña que Machado haga de Meditaciones del Quijote a comienzos de ese mismo año. Es el período de máximo acercamiento personal, en que Machado comparte y se suma a los proyectos cívicos y culturales orteguianos, concretados en la «Liga de educación política española», sin por ello abandonar su antigua devoción por Unamuno, pese a los enfrentamientos públicos que habían tenido este y Ortega: Machado pone una vela a cada uno, quiere hacerlos compatibles. Posteriormente, su correspondencia se reanudará solo por motivos prácticos, como la recomendación para Francisco Machado a finales de 1917 y principio de 1918, o el examen de metafísica de Machado ante el propio Ortega, en 1919.

El tono de estas cartas es siempre admirativo: Machado reconoce sin ambages el magisterio de Ortega sobre él y sobre la nación, que quisiera compartido con Unamuno. Acepta todas sus ideas, e incluso, en caso de pequeñas discrepancias, rectifica a gusto de su corresponsal, dándole la razón. Es una clara tentativa de mutua captación. El comentario más repetido es la atención y el interés con que lee constantemente los ensayos y libros de Ortega, que le estimulan el deseo de escribir y de actuar, de lo que da buena muestra en su correspondencia que, en gran medida, está formada por los comentarios que le suscitan estas lecturas. No cabe dudar de la importancia crucial que en la formación del ideario cívico, político, cultural y estético de Machado tienen los textos de Ortega.

Las tres extensas cartas de 1912 son ampliamente confesionales. Su tema es la urgente necesidad de construcción tanto de la patria como de la cultura y de una nueva lírica. Es decir, el problema de la regeneración española. Machado emplaza a Ortega para ser el maestro y el guía conductor de una nueva generación competente para realizar este proyecto. Es el momento de la disputa por la formación y el significado de la «generación del 98», y en esta polémica se insertan los comentarios de Machado. El poeta se sitúa conscientemente entre los miembros de una generación de formación insuficiente y cuyas ansias de reforma han fracasado, y no entre los de la «nueva generación optimista y constructora» que «se acerca» [40.1]. Pese a que Ortega le anima recordando su corta diferencia de edad, queriéndolo sumar a su proyecto, Machado, aun consintiendo, le confiesa su afinidad y admiración por la promoción que representa Azorín [40.3]: el poeta se siente entre dos aguas.

Machado sugiere al proyecto regeneracionista de Ortega el necesario estudio de la vida campesina, con un diagnóstico que ya ha desarrollado previamente: «mientras la ciudad no invada al campo» con productos de cultura, «el campo invadirá a la ciudad», dominará la vida española, enviando a esta el cacique, el político y el cura [40.1]. En su segunda carta, Machado alumbra todo un programa de renovación para la nueva lírica española, que llevará a cabo la nueva generación constructora de la patria, pero no él, que no se siente en condiciones de realizarlo. Ya en sus versos y en su carta anterior se había calificado de «poeta un poco trasnochado». En la tercera carta, ante las observaciones de Ortega, Machado se distancia de este programa poético, pues no es tarea que pueda exponerse como un programa político. Del mismo modo, matiza su anterior entusiasmo por Menéndez Pelayo o por Azorín, siempre en consonancia con las opiniones de Ortega. Al confesarle este su proyecto sobre Baroja, Machado muestra entusiasmo por sus novelas, oponiéndolo a Valera. Otro tema que se repite en las cartas, y en el que ambos corresponsales están de acuerdo, es en su rechazo del pragmatista tradicionalismo moral, filosófico y literario francés.

La siguiente carta [45], de 1913, sigue compartiendo los temas públicos e íntimos. Machado, junto a Ortega, Azorín y otros, interviene en la campaña a favor de Gabriel Alomar en sus oposiciones a cátedra, que resulta fallida. En este punto, la correspondencia con Ortega se cruza con la de Juan Ramón -también involucrado [vid. 44.2]-, así como en su confesión de lecturas filosóficas -Platón, Leibniz, Kant, Bergson- y del quiebro de su obra a la muerte de su esposa [vid. 44.1], Machado contrasta el melancólico quietismo azoriniano -los «primores de lo vulgar» expuestos por Ortega- frente a la sana lectura del propio Ortega y de Unamuno.

A la recepción del folleto con la conferencia de Ortega sobre «Vieja y nueva política» (1914). Machado le escribe nuevamente entusiasmado, comentando lo que califica de «noble, macizo, formidable alegato» [52.1]. En una carta previa a Manuel García Morente [51] se había adherido a la Liga para la Educación Política Española, «suma de calidades» que triunfe «del número y de la inercia» (pese a que en carta a Unamuno a comienzos de 1915 advierte contra el «mal disimulado aristocraticismo» de algunos, «que malogrará su obra» [57]). En ambos casos, Machado plantea el «problema nacional» con la metáfora, motivada en Vigny -que aparecerá más desarrollada en un apunte de Los complementarios [17r.]3- del coche lleno y conducido por un borracho -los políticos de la Restauración-: si no se asalta el pescante, el coche se estrellará. Como vemos, las machadianas «gotas de sangre jacobina» no son un mero recurso de guardarropía retórica, ni una alusión a un republicanismo sentimental: Machado aboga directamente, según escribe, por una revolución del «núcleo juvenil capaz de invadir la escena política para renovarla», que barra «de la arena pública a una pandilla de políticos ineptos e inmorales», lo cual sería «una obra santa»: «seremos revolucionarios, porque toda realidad es revolucionaria es un mundo de ficciones» [52.1], La misma imagen del coche aparece en el posterior prólogo a Helénicas de Manuel Hilario Ayuso (1914) pero, significativamente, en este texto, que, frente a los anteriores, es público, Machado no la lleva hasta sus últimas consecuencias revolucionarias.

No se ha señalado que estas palabras, que la crítica en ocasiones parece obviar, por incomprensión o porque no encajan con la imagen convencional de «Antonio Machado el bueno», pudieran estar paradójicamente motivadas, al menos en parte, por el propio Ortega; no ya solo por una lectura apasionada de «Vieja y nueva política», sino por varios de sus más importantes trabajos previos, donde explícitamente señala la necesidad de un ideal comportamiento revolucionario: «La reforma liberal» («Los partidos liberales son partidos fronterizos de la revolución o no son nada»; «el liberalismo de hoy, si no quiere seguir siendo un entremés para la Historia, tiene que confesarse y declararse inequívocamente "sistema de la revolución"»; «A ese derecho sobreconstitucional que es a su vez un sagrado deber, llamo revolución», «predicar el liberalismo como un deber moral, como el deber de la revolución»4), «Disciplina, jefe, energía» (en alusión a Maura: «Las revoluciones no se hacen desde arriba; conviene que tampoco se hagan desde abajo. Sería preferible que se hicieran desde en medio, desde las elecciones»5), la conferencia de 1909 en el Ateneo madrileño «Los problemas nacionales y la juventud» («las revoluciones [...] representan altos valores de cultura» y «tienen, además, un semblante ideal y sagrado que es el que mueve a masas de hombres a sustituir la organización política dada por otra menos injusta y más noble»6), o «Competencia, II» («La instauración de la democracia sólo es posible en España mediante la revolución de la competencia»7). Machado, por tanto, está de acuerdo con Ortega en «el acabamiento de toda una España negativa» por todos los medios posibles. A ello debemos unir la retórica guerra civilista, que Machado tomará de Unamuno, para completar su verdadero «jacobinismo».

Coincidiendo con el inicio de la I Guerra Mundial, Machado, en su siguiente carta [52.2], agradece el envío de las Meditaciones del Quijote y alaba otros trabajos de Ortega: «De cuanto V. escribe, nada me escapa». El poeta decide pasar de la admiración pasiva a la activa, del comentario privado que ha hecho hasta ahora al público, anunciándole la escritura de unos versos dedicados al filósofo y una reseña del libro. Por ende, ante la destitución de Unamuno como rector de la Universidad de Salamanca, Machado secundará la campaña que Ortega debe encabezar -«V. mejor que nadie puede señalar cauce a la santa indignación que debe poseernos»-, como así fue. La larga reseña prometida apareció en La Lectura a comienzos de 1915, pero, como el propio Machado declaró tanto a Juan Ramón [58, 61] como a Ortega [62], era solo la primera parte de su estudio. Efectivamente, en ella, el poeta glosaba principalmente el extenso prólogo del libro, dialogando con él, dando su propia versión de El Quijote -cercana a la de Unamuno, el cual es citado elogiosamente-, sin entrar apenas en las posteriores «meditaciones» del ensayo. No conocemos la segunda parte de la reseña, ni si finalmente se publicó: no en La Lectura, porque Machado se quejó a sus corresponsales [58, 62] de la cantidad de erratas que afearon su trabajo.

Las cuatro cartas que intercambia con Ortega en 1915 [62, 64.1-2, 66] son breves y de similar hechura. Dos asuntos se repiten: las colaboraciones que Machado debe enviar a la revista España, con ciertas dificultades creativas y de plazos de entrega, y el comentario de los trabajos de Ortega aparecidos en la prensa. En este sentido, en la primera insiste en publicar la segunda parte de su reseña, con «el deseo de llamar la atención sobre un libro que me parece fundamental» [62], palabras que nos importan porque la influencia de Ortega sobre las reflexiones de Machado va a ser muy efectiva, como veremos. En la tercera, se desliza nuevamente el tema unamuniano y profético de la guerra civil que ha de llegar. «Picarismo y estulticia se dividen a España, una guerra civil surgirá del choque de dos inepcias: los unos contra la dignidad, los otros contra el precio» [64.2].

El resto de la correspondencia conservada con Ortega tiene un ritmo y un interés menos personal, más pragmático: las dos cartas de finales de 1917 y comienzos de 1918 tienen por objeto la recomendación al hermano de Ortega, Eduardo, de Francisco Machado para la plaza de funcionario de prisiones a la que se presenta [75.1], y el agradecimiento de su consecución [75.2]. De forma análoga, las dos de 1919 aluden al examen de metafísica que Machado debe realizar ante Ortega para completar sus estudios universitarios de doctorado [80.1], interesante por mostrar su predominante querencia por Kant -que tanto pesará en sus reflexiones líricas-, y el agradecimiento por la nota obtenida [80.2], En esta vuelve a mostrar su constante lectura y seguimiento de los trabajos de Ortega, así como en algunos apuntes inéditos [105] y en la última carta conservada, quizá de 1927, en la que le anuncia sus proyectos y alaba al filósofo pese a su evidente aristocraticismo, que Machado no comparte, y al que alude con ironía zumbona en un ejemplo que, modificado, encabezaría Juan de Mairena: «Es Vd. un filósofo, nuestro filósofo, porque busca Vd. ansiosamente la verdad, y hasta tal punto la ama Vd. que, no obstante su aristocratismo, no renegaría Vd. de ella aunque la oyese de labios de su portero» [120].

Aquí acaban sus cartas conservadas, pero no su relación personal, que aún tuvo al menos un importante encuentro de carácter político, Antonio Machado, como presidente de la delegación segoviana de la Agrupación al Servicio de la República, presentaría a Ortega, junto a Marañón y Pérez de Ayala, en el mitin que tuvo lugar en el teatro Juan Bravo de Segovia el 14 de febrero de 1931, en vísperas de la proclamación republicana [143].

Una vez sintetizada en sus líneas generales la relación epistolar de ambos escritores, me voy a centrar en las reflexiones sobre la lírica de Antonio Machado, con la intención de destacar en ellas la importante presencia de Ortega8.

Las primeras declaraciones que conocemos de Antonio Machado sobre su entendimiento del arte se producen a través de un rico diálogo epistolar con Unamuno en los primeros años del siglo. A su vuelta de Francia, Machado le escribe al rector salmantino mostrando un rechazo del arte artístico, y especialmente del cultivado en París, lo que va a ser una de sus constantes, hasta el punto de afirmar que «empiezo a creer [...] que el artista debe amar la vida y odiar el arte. Lo contrario de lo que he pensado hasta aquí» [5], declaración que muestra un temprano cuestionamiento de su formación simbolista y de su primer libro, Soledades. Unamuno no solo se muestra de acuerdo con la idea, sino que reproduce estas líneas y las glosa en su artículo de Helios, «Vida y arte», al cual Machado va a contestar a los pocos días mediante una extensa carta abierta publicada en El País [8].

En ella, tras mostrar su «prevención contra toda forma rígida de pensamiento», incluido el suyo -posición de un escepticismo siempre alerta y en diálogo consigo mismo que va a ser habitual en él-, Machado aclara el sentido de la fórmula «odiar el arte y amar la vida». Da por sentado que «la obra del verdadero artista [...] se arranca directamente de la vida», rechazando todo lo que el creador no encuentre dentro de sí mismo. Machado propone que los artistas ahonden en su propia alma -lo cual era una premisa simbolista que él mismo había practicado en Soledades-, pero no por una singularidad narcisista, sino, escribe, «deseosos de arrojar luz sobre el alma de los otros revelando la nuestra». Este programa vital y estético solidario, de resonancia romántica, que aquí se enuncia por primera vez, es el objetivo que va a marcar y a explicar toda la trayectoria creativa de su autor, todas sus tentativas posteriores.

El otro cauce para mostrar sus ideas estéticas son las reseñas que Antonio Machado realiza en la primera década del siglo a las obras de sus compañeros modernistas. La crítica a las Arias tristes de Juan Ramón Jiménez es la más significativa. El poeta describe con gran acierto el simbolismo solipsista y nostálgico de este libro de vida no vivida, en la que el propio Machado ha militado, pero que ahora cuestiona: «yo no puedo aceptar que el poeta sea un hombre estéril que huya de la vida para forjarse quiméricamente una vida mejor en que gozar de la contemplación de sí mismo». Frente a este egoísmo de «sensaciones narcóticas», se pregunta: «¿no seríamos capaces de soñar con los ojos abiertos en la vida activa, en la vida militante?». «Lo más hondo es lo más universal», pero mientras el alma no se despierte, «será en vano que ahondemos en nosotros mismos» [11].

En algunos fragmentos epistolares que Unamuno vuelve a citar y a glosar en Almas de jóvenes, Machado insiste en estas ideas: «no debemos huir de la vida para forjarnos una vida mejor, que sea estéril a los demás» [14]. El vitalismo humano, cívico y solidario como ideal poético, que Machado va a tratar de desarrollar en adelante, ya está presente, como vemos, en sus reflexiones desde comienzos de siglo.

La cumbre de esta primera etapa la constituye sus «Divagaciones» sobre la Vida de don Quijote y Sancho de Unamuno [18]. Machado coloca a Unamuno a la cabeza de los deseos de renovación y las ansias de nueva vida que muestra la juventud en sus obras. Los valores que el poeta encuentra en el libro se concretan en un axioma fundamental, de raíz romántica, que Machado va a mantener a lo largo de toda su vida: «Sólo el sentimiento es creador»; las ideas y las imágenes o metáforas líricas no son nada fuera de él. Este sentimiento, procedente del corazón y el espíritu, parafraseando a Unamuno, «es la verdad que nos hace vivir» (idea en la que, paradójicamente, ambos coinciden con Nietzsche).

En su etapa soriana, en contacto con la España interior, Machado va a intensificar el componente cívico y social de sus ideas poéticas, lo que en su creación va a reflejarse en Campos de Castilla. Rubén Darío recoge en 1909 unas declaraciones suyas [24], según las cuales los poetas no deben loar la patria, sino revelarla, desdeñando los honores y la vanidad.

Tras la influencia de Unamuno, las ideas de Antonio Machado cobrarán un nuevo impulso mediante el estímulo que le va a suponer el intercambio epistolar con Ortega y Gasset en la segunda década del siglo, quien reseña su segundo poemario, con una tesis en la que el poeta no podrá sino estar de acuerdo: «el alma del verso es el alma del hombre que lo va componiendo». Machado verá en él el guía aglutinador de los jóvenes y se unirá a sus proyectos. En la primera carta a Ortega (9 de julio de 1912), de la que ya hemos hablado [40.1], Machado reconoce su magisterio e influencia sobre «una nueva generación optimista y constructora [que] se acerca» y en la que Machado no se incluye; es el debate de las generaciones en que Azorín acabará fundamentando la del «98» frente al intento de apropiación por parte de Ortega. Es significativo que Machado ya hable de sí mismo en 1912 como de alguien perteneciente al pasado.

Gran interés tiene también, en esta primera carta, la confesión que Machado hace a Ortega de que «Con gran placer leí y releí sus artículos sobre arte en torno a la pintura de Zuloaga y todo lo poco y muy bello que V. publica». En uno de estos artículos, «Adán en el Paraíso», importante ensayo de teoría estética, el poeta pudo encontrar algunas de las ideas con las que corroborar su concepción de la poesía. En él, Ortega escribe que «en el arte no hay juego» y que «No hay manera de aprisionar en un concepto la emoción de lo bello», porque «El arte es el reino del sentimiento, y dentro de la constitución de este reino, el pensamiento sólo puede habitar a lo plebeyo y vulgar, sólo puede representar la vulgaridad». Una oposición similar entre concepto y sentimiento mantendrá Machado. Además, «la vida de nuestro espíritu es sucesiva, y el arte que la expresa teje sus materiales en la apariencia fluida del tiempo», palabras cercanas a la concepción machadiana de la poesía como «palabra en el tiempo», y, frente a la «presunta realidad de las cosas», escribe Ortega, «sabemos que una cosa no es lo que vemos con los ojos»9, metáfora del ojo -que no lo es porque lo veas, sino porque te ve10- fundamental y repetida tanto en Ortega como en la metafísica del poeta sevillano, a la que luego volveremos.

En una segunda carta a Ortega, a los pocos días de la anterior [40.2], Machado establece todo un programa de cómo debe ser la nueva lírica que no ha nacido aún, repitiendo en buena medida las ideas que ha mantenido desde comienzos de siglo, adobadas con inequívocos elementos de intrahistoria unamuniana. La poesía, al igual que la patria, parafraseando a Ortega, es «algo que es preciso hacer». Esta no saldrá de «nuestros clásicos» ni de la tradición, pero sí «de nuestra tierra y de nuestra raza»; deberá ser «actual, de esa actualidad que tiene su raíz en lo eterno» y propiamente española «ahondando en el hoy que contiene el ayer». El poeta «debe también interrogar a los hombres», puesto que no será un jaleador, sino un revelador de su patria, buscando «el poema fundamental nuestro» no en la historia ni en la tradición, «sino en la vida». Pese a ello, y aunque Ortega ve en Machado «un comienzo de esta novísima poesía», el poeta sevillano ya en esta temprana fecha está renunciando al objetivo de conseguirla, conformándose con el papel de espectador; planteado el problema, escribe: «No seré yo quien lo resuelva. Ese poema lo harán los constructores, los que como V. piensa que la patria hay que hacerla». Desde ese momento, Machado va a saludar a todo nuevo poeta con la esperanza de ver en él al iniciador de esta renovación.

En Baeza, Machado sigue el contacto con Ortega. Aparentemente más ocupado por su conciencia cívica que poética, de sus cartas a este nos interesa ahora su confesión de que ha leído con mucho interés su «Ensayo de estética a manera de prólogo» a El pasajero de Moreno Villa -donde Ortega plantea el problema de la «objetividad» y el «valor sentimental» del arte- y las Meditaciones del Quijote, que va a reseñar, aunque sin entrar apenas en el contenido del libro, bien porque lo que se publicó, según declaró Machado a Juan Ramón y al propio Ortega, era solo la primera parte de su comentario, bien por el desconcierto que le pudo producir un libro de filosofía que tan apenas hablaba de El Quijote, del que Machado sí da una interpretación en la reseña, donde parece alabar más la Vida de don Quijote y Sancho de Unamuno que el libro de Ortega. Sea como fuere, lo cierto que su relación epistolar después de este escrito pierde buena parte de su carácter confesional y de debate de ideas. Lo cual no quiere decir que Machado no siguiera leyendo con muchísimo interés todo lo que publicaba Ortega, como bien le demuestra cada vez que le escribe una carta.

En el prólogo a sus Páginas escogidas de 1917 [72], Machado relaciona sus ideas poéticas con sus tentativas líricas. Importante es su afirmación de que «se crea por intuiciones», que son personales, y se corrige por conceptos, que «son de todos y se nos imponen desde fuera», por lo que no tienen una verdadera naturaleza poética. Sobre el valor de su obra -que presenta como algo pasado y acabado quizá para siempre-, no se hace muchas ilusiones: será al menos una preparación para la lírica nueva que ha de llegar, y que él no realizará. Con esta perspectiva, el poeta hace su autocrítica, sin poder evitar amoldar la obra de entonces a sus ideas actuales. La estética a la que aspiraba Soledades, nos dice Machado, fue la de considerar el elemento poético como «una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo». Junto a ello, «sorprender algunas palabras de un íntimo monólogo, distinguiendo la voz viva de los ecos inertes» y «mirando hacia dentro, vislumbrar las ideas cordiales, los universales del sentimiento». Es decir, un genuino simbolismo pero motivado por el entorno vital del poeta y donde revelar el alma propia sirviera solidariamente para alcanzar lo que hay de común con la de los demás, como había expresado en la primera década del siglo.

En cuanto a Campos de Castilla, Machado lo presenta como un proceso ya acabado en el que las composiciones fueran testigos del «doble espejismo» de la realidad interior y de la exterior, que se desvanecen si no encuentran un punto de apoyo cada una en su contraria. La única solución ante este fracaso doble es una poesía que camine naturalmente entre lo intuitivo y lo racional, entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo individual y lo genérico, como el propio vivir. Por ello, para «inventar nuevos poemas de lo eterno humano» el poeta acude de nuevo a lo que, en última instancia, es un ideal de raíz romántica: el romance narrativo como «suprema expresión de la poesía» -el mito herderiano de la poesía del pueblo-. De este modo trata de justificar Machado su «nuevo Romancero» -«La tierra de Alvargonzález»-, aunque esta composición pertenecía todavía a su segunda etapa, la de una búsqueda exaltadora de la objetividad, que pronto vio como un camino estéril. Junto a ello, Machado solo hace una breve referencia a las composiciones que parten de su «preocupación patriótica», de su «amor a la naturaleza» -«que en mí supera infinitamente al del arte», escribe: lo seguirá manteniendo en su discurso para la Academia- y de sus desvelos filosóficos, una senda por la que el poeta seguiría adentrándose.

Complementario de este prólogo es el que escribe para la segunda edición de Soledades, Galerías, y otros poemas en 1919, en el que hace más explícita la estética subjetivista de comienzos de siglo, un arte que «se atomizaba», que iba «contra toda labor constructora» y que «sólo pretendía cantarse a sí mismo», que Machado ve, en perspectiva, como un callejón sin salida. Frente a este, el poeta afirma una vez más su esperanza en una futura lírica solidaria.

Un año después, importante texto sobre la cuestión poética es la respuesta de Machado a la encuesta que Cipriano Rivas Cherif plantea en La Internacional acerca de «¿Qué es el arte?» [84]. De los dos sentidos posibles que puede tener la libertad del arte, el de los «bellos simulacros», un «juego libre o supremo juego» de «finalidad sin fin» -línea kantiana-, o el de «actividad integral» y absoluta que agrupa «todas las actividades del espíritu» en el campo de la cultura humana -línea schlegeliana y romántica-, Machado opta por esta segunda, en contra de su tiempo. El poeta concede que todo arte es juego en lo que tiene de mimesis, de simulacro, pero, por encima de ello, «es, ante todo, creación». «No es un jugar, es un hacer», un «trabajo creador», como ya había expresado en carta a Ortega: el de transformar «una cosa en otra», «dando forma a la materia». Ahora bien, esta materia puede ser el arte mismo o «las otras ramas de la cultura» y, muy principalmente, la naturaleza y la vida, lo que incluye el corazón del hombre y el del pueblo, a través de la sensibilidad y el sentir del poeta. Ya sabemos que Machado prefiere siempre esta segunda posibilidad, y lo refleja con la imagen, que repite en varios textos, de la abeja que liba en la flor y no en la miel. Del mismo modo, vuelve a emplear la metáfora del vaso -vid. ambas en el prólogo a Helénicas de Manuel Hilario Ayuso (1914)- rechazar «el aristocratismo inutilitario o culto supersticioso a la inutilidad» del arte, ahora de una forma que parece distanciarse de Ortega, quien también usaba la imagen del vaso en su «Ensayo de estética» a El pasajero de Moreno Villa.

En cuanto a su propia labor, en línea con lo que acaba de expresar y con su tentativa de alcanzar los «universales del sentimiento», Machado confiesa no hacer «más que folklore, autofolklore o folklore de mí mismo», mediante «coplas donde se contiene cuanto hay de mí de común con el alma que canta y piensa en el pueblo». En su intento de trascender el individualismo subjetivo, fracasado el «nuevo romancero», Machado acude a otra veta de lo popular, sin salir de unos parámetros poéticos anclados nuevamente en la teoría estética del romanticismo.

Varias de estas ideas las va a repetir en los comentarios que a Gerardo Diego dedica en su nuevo glosario en La voz de Soria, «De mi cartera», durante 1922, y al reseñar su poemario Imagen [103] -del que había copiado un par de composiciones en Los complementarios [56r.-57v.]- viendo en él un poeta que «ha escapado de la obscura mazmorra simbolista» -es decir, de la subjetividad solipsista, sin posible comunicación con el otro- mediante lo que Machado entiende como una «marcada tendencia hacia la objetividad lírica», tendencia que Ortega y Gasset ya había señalado en el prólogo a El pasajero de Moreno Villa. En 1915 había escrito Machado en Los complementarios [20r.]: «Entendemos por objetividad los puntos de coincidencia del pensar individual (del múltiple pensar individual) que forman el pensar genérico, la racionalidad. La objetividad supone una constante desubjetivación» que se consigue a través de las categorías de tiempo y espacio -de ahí su posterior definición de la poesía como «palabra esencial en el tiempo»-, y lo reafirmaría en otro apunte de 1923 [91v.]. Ya en un glosario anterior, Machado enfrentaba implícitamente subjetivismo y objetivismo, al mostrar lo que había sido el «sacrificio excesivo» del simbolismo, frente al cual proponía rehabilitar «la palabra en su valor integral» y «el fondo de imágenes genéricas y familiares» en las que el poeta pudiera engastar su sentir singular, «lo inmediato psíquico», para que este fuera plenamente comunicable a los demás. Son ideas que también aparecen en Los complementarios [146r.]: puesto que el sentimiento y el lenguaje del hombre están hechos de una «atmósfera cordial» común al resto de los hombres -y el corazón de cada uno «canta siempre en coro»-, la expresión lírica, aunque individual, debería ser capaz de expresar esta procedencia genérica de sus materiales.

Está claro que Machado interpreta la obra de Gerardo Diego según sus intereses: los de encontrar una vía de salida para el subjetivismo de la poesía. Sin embargo, los jóvenes poetas de los años veinte iban a continuar la línea mallarmeana; es decir, no iban a escapar de la mazmorra simbolista, sino a intelectualizarla conceptualmente, como el propio poeta comprobará. En este afán por una nueva lírica, Machado interpreta que será imprescindible abandonar «cuanto hay de supersticioso en ese culto a las imágenes líricas». Ya sabemos que iba a ocurrir todo lo contrario. La batalla contra las imágenes como barroca cobertura de conceptos iba a ser una constante en los escritos de Antonio Machado, desde sus tempranos apuntes en Los complementarios sobre Estío de Juan Ramón Jiménez [27r./v.], y «Sobre las imágenes en la lírica» a propósito de Vicente Huidobro [42v.-46v. y 48r.-49r.].

El otro poeta joven que a Machado le sirve de referencia es José Moreno Villa, del que ya se había ocupado en Los complementarios [7v.] y que había sido empleado por Ortega como pretexto para exponer algunas de sus ideas sobre el arte. Machado va a hacer lo propio en «Reflexiones sobre la lírica» [112], largo ensayo publicado en 1925, el mismo año que Ortega publica su controvertido La deshumanización del arte, que es citado en el artículo y del que son corroboradas varias ideas. Sin embargo, percibo en este escrito machadiano una mayor presencia -incluso en el léxico- de las reflexiones expuestas por Ortega en El tema de nuestro tiempo (1923) y en su corolario, el artículo «Ni vitalismo ni racionalismo» (1924), aspecto este en el que no se había reparado. La propuesta de Ortega de encontrar una nueva vía, superadora tanto del racionalismo desvitalizador como del vitalismo irracional, mediante una renovación cultural que uniera la subjetiva necesidad vital del individuo y la ley objetiva de las cosas según ellas son, es precisamente la tesis que sostiene Machado en su trabajo. Ambos coinciden en su entendimiento de la vida como la realidad radical y en su tentativa de revitalizar la razón, de unir razón e intuición para superar la dicotomía kantiana entre ser y mundo. No es descartable que fuera precisamente esta coincidencia con Ortega lo que animara a Machado a escribir este inusualmente largo y animoso artículo, y a publicarlo además bajo sus auspicios, en la «Revista de Occidente». Por ende, Machado ordena, amplía y expone las ideas que ha venido manteniendo en trabajos y reflexiones anteriores. Sin embargo, sus razonamientos y propuestas fueron recibidos con indiferencia por la joven literatura, orientada hacia otros derroteros. El propio Ortega, para convertirse en profeta de lo nuevo, tuvo que reformular su propuesta de vitalización de la cultura y dar el quiebro que es La deshumanización del arte, donde, bajo la capa de mero diagnóstico del malestar de la cultura -y así lo quiso ver Machado-, Ortega aparecía como un ambiguo y calculado consentidor. Bien es cierto que en el capítulo «Nuevos síntomas» de El tema de nuestro tiempo, remedando a Nietzsche, ya había hablado del arte joven como juego y deporte, «incapaz de soportar el peso de nuestra vida», pero también es cierto que sin olvidar la crítica del culturalismo: «la cultura desvitalizada es bizantinismo»11.

Machado vuelve al problema de los dos tipos de imágenes líricas: las que son mera cobertura de conceptos, imágenes abstractas, originadas por el pensamiento, de valor lógico, desubjetivado, y por tanto fuera del tiempo, y las que son expresión de intuiciones, imágenes concretas, originadas en el alma o el corazón del poeta, de valor emotivo, subjetivo, y por tanto producidas en el tiempo, «en la zona sensible y vibrante de la conciencia inmediata» -Machado está empleando una conceptualización y unos términos bergsonianos-. Aunque ambas son necesarias en el poema, las específicamente líricas, como ya descubrió el simbolismo, son las segundas. El problema, piensa Machado, es que se llegó a la conclusión de que había que eliminar todo lo lógico o conceptual, callejón solipsista con el que se cercenaba el poema «a la contemplación del prójimo». La paradoja es que el pensamiento genérico es necesario para que la lírica sea inteligible y hasta existente, pero estos elementos lógicos y conceptuales nunca tendrán un valor emotivo, sino constructivo; como escribe Machado, «No es la lógica lo que en el poema canta, sino la vida, aunque no es la vida lo que da estructura al poema, sino la lógica».

En la poesía moderna detecta Machado dos «modos perversos del pensar y del sentir» -de «perversión» entre la experiencia sensible y la estimativa hablaba Ortega en El tema de nuestro tiempo (122)-: los que «pretenden hacer lírica al margen de toda emoción humana, por un juego mecánico de imágenes», «arte combinatorio de conceptos hueros» (es decir, los poetas puros, intelectualistas, preponderantemente objetivistas, en la línea que va de Mallarmé a Valéry), y los que acuden a «los estados semicomatosos del sueño», al subconsciente, al margen de toda estructura lógica (es decir, los poetas irracionalistas preponderantemente subjetivistas que, tras Rimbaud, desembocarán en la vertiente surrealista; cfr. Los complementarios [186v.]: «La poesía occidental tiene en Rimbaud su extrema expresión dinámica. Después de Rimbaud la poesía francesa entra en un período de desintegración»). Ambos los incluye Machado, consecuentemente, en un momento de desintegración o deshumanización del arte, parafraseando a Ortega, cuyo diagnóstico, que no defensa estética, como quiere pensar el sevillano, le parece acertado (aunque Ortega se refiere primordialmente a la primera desviación que señala Machado).

Repitiendo las apreciaciones de este al final de La deshumanización, Machado advierte que los jóvenes iconoclastas aún no han producido nada relevante, sino que se han limitado a un afán destructivo. Al menos, Moreno Villa no ha perdido la fe en la importancia de su labor, frente a la visión intrascendente del arte moderno, que ya Ortega diagnosticaba. Machado refuerza su visión historicista, compartida con el filósofo, afirmando la correspondencia dialéctica entre literatura y sociedad, ambas informadas por el mismo espíritu: «la poesía es una expresión integral del hombre de cada tiempo» y, por tanto, «Todo producto del arte, por humilde que sea, estará siempre dentro de la ideología y de la sentimentalidad de una época».

Moreno Villa había escrito que pretendía hacer «Poesía desnuda y francamente humana», razón por la cual Machado comenta su obra. Pero este concepto está en crisis, y del sentido historicista expresado arriba se desprende que «el concepto de lo humano [...] cambia con la fe de cada época». El simbolismo reflejaba «el acento de su tiempo» y por eso su poesía, «en justa reacción contra la línea parnasiana», era irracionalista e intrasubjetiva, orientada únicamente a reflejar el interior de cada ser y apelaba a lo sensible y lo sentimental, a lo subconsciente, del mismo modo que las otras manifestaciones culturales: la música (Wagner, «el poema sonoro de la total opacidad del ser»; la crítica al imperialismo confesional wagneriano es recurrente en Ortega, y Machado la repetirá con las palabras de este en su proyecto de discurso: «melodía infinita»12), la pintura (el impresionismo, «pintura de ciegos que pretenden palpar la luz»), la filosofía (el antiintelectualismo que va de Schopenhauer hasta el intuicionismo de Bergson, síntesis final de este proceso, también aludido por Ortega en «Ni vitalismo ni racionalismo») y hasta la actividad humana (en la guerra europea ve Machado al «homúnculo activo»13, impulsado por el Zaratustra nietzscheano).

Por un movimiento pendular -imagen y transformación que ya anticipa en 1914, al comienzo de Los complementarios [7r.]-, Machado confía en que, llegados a este punto, el hombre del siglo XX acuda a un nuevo racionalismo. Escribe que el «ciego dinamismo» del XIX «Podrá mañana dominar en las masas, perturbar el mundo, imperar en política, pero nunca en la minoría de conciencias que, en todo tiempo, representan lo actual». Machado parece mime tizar la dialéctica orteguiana entre «masa» y «minoría» que ya establecía en el primer capítulo de El tema de nuestro tiempo -y luego iba a extremar en La deshumanización del arte y La rebelión de las masas- donde también se encuentra la imagen de la «pendulación» histórica14.

Pero este nuevo racionalismo necesitaría «que la inteligencia recobrase los ojos». Machado aplica la imagen, que ya conocemos desde sus primeros escritos -y que en estos años reitera en sus poemas-, del despertar de su sueño, a la que ahora suma la de ver y creer en la realidad de las cosas con unos ojos nuevos que hayan perdido «la fe en su propia ceguera» y en la «impenetrable opacidad de lo otro». Es la misma dialéctica metafórica de ver con los ojos la realidad de las cosas como son, frente a la ceguera del racionalismo y el relativismo, que aparece repetidamente en El tema de nuestro tiempo y en «Ni vitalismo ni racionalismo». Ortega ya la había empleado en «Adán en el Paraíso», XI. Por supuesto que la imagen de la vista tiene una gran tradición, pero lo fundamental es que el sentido en que Machado la emplea ahora es exactamente el mismo que posee en los textos citados de Ortega15. Significativamente, los «Proverbios y cantares» (CLXI), escritos en los años en que se publica El tema de nuestro tiempo, y donde aparece la imagen del «ojo que ves», van dedicados a Ortega16. Es más: creo que lo que Machado está tratando de decir mediante esta metáfora -de forma algo confusa, quizá por no querer mostrar de forma explícita el texto que le sirve de contrafuerte- solo se aclara plenamente en relación con el ensayo de Ortega. Una clave nos la da el propio Machado, cuando a continuación se refiere a «épocas racionalistas» y «épocas agnósticas», de acción, que es exactamente la división que establece Ortega entre períodos racionalistas y períodos relativistas.

Lo que pretende Machado con esta nueva visión -de lo que Ortega llama cultura vital- es superar las antinomias kantianas, superar el problema del conocimiento mediante la «fe cordial» en el otro, como anota en un texto de Los complementarios [92r./v.] que nos da otra clave para interpretar el significado de sus propuestas líricas:

«En sana filosofía no hay derecho a postular ni la homogeneidad ni la heterogeneidad del ser, sino que se impone el reconocimiento de la antinomia kantiana. Pero el poeta, cuyo pensar es más hondo que el del mero filósofo especulativo, no puede ver, en lo que lógicamente es pura antinomia, solamente el juego de razones por necesidad contradictorias, al funcionar en un vacío de intuiciones, sino que descubre en sí mismo la fe cordial, la honda creencia, la cual no es nunca una balanza en el fiel, en cuyos platillos se equiponderan tesis y antítesis, sino vencida al mayor peso de uno de sus lados. Comprende que, por debajo de la antinomia lógica, el corazón ha tomado su partido».


Esta idea de que el lenguaje más profundo sobre el ser es el artístico, de que la única relación metafísica posible, superadora de la división entre sujeto y objeto, es la relación artística, es una idea de procedencia romántica y por ende radicalmente nietzcheana. Pero a Machado no le basta con ello, porque lo que pretende es superar el vitalismo irracionalista del siglo XIX haciendo comunicable al otro esta certidumbre del corazón. Nuevamente las palabras de Ortega en El tema de nuestro tiempo son determinantes: «La vida es el hecho cósmico del altruismo, y existe sólo como perpetua emigración del Yo hacia lo Otro» (p. 130). -En un artículo anterior, «Viaje de España», Ortega ya había escrito algo similar: «El yo no adquiere su perfil genuino sin un que lo limite y un nosotros que le sirva de fondo» 17. No cabe duda de que Machado no pudo sino estremecerse al leer estas líneas, y que las interpretaría como lo que él siempre había pensado. Sin embargo, Ortega tan apenas iba a desarrollar esta fórmula en los años siguientes.

Machado aspira a que, si los poetas del ayer se centraron en el interior, en el culto al yo y por tanto en lo subjetivo, los poetas de mañana se centren en lo exterior, en el descubrimiento del otro -«la nueva fe en las cosas» y en la naturaleza, incluyendo la humana y, por tanto, en una aspiración hacia la objetividad-. Hay varios fragmentos del texto machadiano que parecen directa paráfrasis de Ortega, en los que aquel repite una y otra vez las ideas y el léxico de este, con un sentido análogo: la imagen del «ojo» que ve las «cosas», lo «real», sin deformarlo, cumpliendo la «ley» del «respeto cósmico» al universo, mediante el equilibrio de «objetividad» entre lo intuitivo y lo conceptual, entre el sentir y el «contorno de las cosas», en la más alta «jerarquía» del hombre, su conciencia (un léxico, por lo demás, poco usual en Machado, salvo la primera imagen)18. Síntesis completa del pensamiento y el vocabulario orteguiano en El tema de nuestro tiempo parece el siguiente párrafo de Machado: «Si con la sensación estamos en parte en las cosas mismas, o si como seres conscientes ni fingimos ni deformamos nuestro universo: si el soñador despierta, no ya entre fantasmas, sino firmemente anclado en un trozo de lo real, será el respeto cósmico, a la ley que nos obliga y afinca en nuestro lugar y en nuestro tiempo, la fuente de una nueva y severa emoción, que podrá tener algún día expresión lírica» 19,

El sentido de esta fe en las cosas como instrumento de objetivación, que supone un constante equilibrio entre vida y razón, se aclara en dos fragmentos de Los complementarios que también se muestran muy cercanos a Ortega. En el primero escribe: «Hemos lamentado, con amarga insistencia, el no poder penetrar en las cosas. Pero, las cosas no son sino, precisamente, por este milagro de inhibición del sujeto consciente, que está siempre fuera de las cosas» [29r.]. En el segundo, anota: «La intuición bergsoniana, derivada del instinto, no será nunca un instrumento de libertad, por ella seríamos esclavos de la ciega corriente vital. Sólo la inteligencia teórica es un principio de libertad [...] Sólo conociendo intelectualmente, creando el objeto, se afirma la independencia del sujeto, el que nunca es cosa sino vidente de la cosa» [29v.].

La emoción de este «aire más puro y más claro» Machado cree que ya se percibe en la nueva lírica y, de forma consciente, en la obra de Moreno Villa, donde el equilibrio entre lo intuitivo y lo conceptual se concreta «entre el sentir del poeta y el frío contorno de las cosas» -imagen repetida en el texto de Machado y en Ortega20-, «tan necesarios en el poema como en la vida», al igual que la que Machado reconoce «desesperada pretensión a lo objetivo» de la conciencia humana. Frente al mito estéril de una «poesía pura» -«También el arte se ahoga entre superlativos»21-, nuestro autor prefiere la «impureza» de lo humano como el camino a seguir. Complejo equilibrio de fuerzas el que proponía Machado, tratando de llevar al extremo de la práctica lírica concreta lo que en Ortega era una difícil propuesta general de actuación para el futuro: entre la razón y la vida como propulsores de la lírica la fundamental era esta, pero dominando su carga subjetivista e irracional, para lo cual hacía falta la razón, aunque no en el sentido de intelectualismo y deshumanización que se estaba dando en la poesía del momento, que Machado ya había concebido en sus apuntes de 1917 (Los complementarios [30r.]: «Cabe una ideología antibergsoniana, marcadamente intelectualista y que, por natural reacción, aparecerá [...]. Una filosofía antivoluntarista, antiactivista, antivitalista»).

Cuando Machado compruebe definitivamente que los jóvenes poetas no tomaban la dirección que él deseaba -y que Ortega se había convertido en su profeta-, su propósito será de algún modo sustituirlos, creando él sus propios nuevos poetas del siglo XX: así se lo comunica en una carta de 1928 a Ernesto Jiménez Caballero, que este publica en La Gaceta Literaria: «esa nueva objetividad a que hoy se endereza el arte, y que yo persigo hace veinte años, no puede consistir en la lírica -ahora lo veo muy claro-, sino en la creación de nuevos poetas -no nuevas poesías-, que canten por sí mismos» [124]. Nada sabemos de estos poetas del porvenir, a los que también aludió en su «Poética» para la Antología de Gerardo Diego: «los poetas futuros de mi Antología, que daré a la estampa, cultivadores de una lírica, otra vez inmergida en las mesmas aguas de la vida», es decir, temporal y emotiva; Machado señala sus principios estéticos, que son los mismos de los que él ha partido siempre: «Ellos devolverán su honor a los románticos, sin serlo ellos mismos» [150].

Giménez Caballero lo emplazaría nuevamente en 1929 para que contestara a la encuesta de La Gaceta Literaria sobre la juventud española [130]. Machado sigue creyendo que el arte del futuro será «pobre de intimidad, pero rico en acentos expresivos de lo común y genérico, un arte para multitudes urbanas», aunque apunta que él ya no lo verá. Frente a este, el arte joven deportivamente intelectualista -encarnado en Salinas o Guillén- a la manera de Valéry, no refleja el «cúmulo de experiencias vitales», no se crea en «aquella zona central de nuestra psique donde fue siempre engendrada la lírica», sino «en la zona del puro intelecto», mediante conceptos y no intuiciones, y por ello «se dirige más a la facultad de comprender que a la de sentir». Más crítico que nunca -y por una vez con un tono algo populista-, Machado califica esta lírica de «una forma barroca del viejo arte burgués» -amaneramiento barroco y conceptual que ya había señalado en varias ocasiones, públicamente en el prólogo a El caracol encantado de Saulo Torón, y más tarde en sus reflexiones de Juan de Mairena para el Cancionero apócrifo-, que será sobrepasado por el «futuro arte comunista» que tendrá «las normas ineludibles del pensamiento genérico». A los jóvenes poetas les aconseja una vez más que se planteen los problemas de su arte, con la esperanza de que este análisis se aproximara al suyo. Mientras tanto, y en la misma espera impotente de esa nueva lírica, Jorge de Meneses se entretenía con su máquina de trovar.

En la «Poética» que escribió para la Antología (1932) de Diego, Machado sintetizó al máximo su visión de la lírica como el perpetuo equilibrio entre la esencialidad y la temporalidad: la poesía debía ser «la palabra esencial en el tiempo» y, por tanto, emocional, intuitiva y vital, no lógica, conceptual e intelectualizadora, actividades fuera del tiempo y de la existencia humana. En Los complementarios [148v.] -al igual que en la primera coplilla «De mi cartera»-, Machado aclaraba algo más el sentido de su famosa definición lírica: «Lo intemporal es la obra de arte, no lo representado en ella: en este caso, el fluir del tiempo». Esta concepción del poema como eternización de la experiencia temporal no dejaba de ser uno de los fundamentos más genuinos de la poética simbolista, de la que, pese a todo, no escapaban por completo ni Machado ni los jóvenes poetas.

Acabamos de ver la invocación de Machado a un «futuro arte comunista», comunista no por marxista, sino por genérico, pero con cuyo equívoco jugaba el poeta para denostar en un tono populista muy de la época el «viejo arte burgués», que paradójicamente era para él el de la más joven y reciente literatura. Y es que, al margen de la aurora que pudieran representar o no los jóvenes poetas, la otra vertiente en la que durante estos años Antonio Machado cree ver un camino hacia los universales del sentimiento y la comunión con el otro es la literatura rusa, la única que mantiene vivo, según él, el mensaje fraternal de Cristo. Esta idea no deja de ser un eco de la recepción espiritualista que la literatura rusa, Tolstoi y Dostoievski especialmente (autores que el propio Machado cita), tuvo en España y en toda Europa occidental a finales del siglo XIX. El impulso fundamental hacia esta certidumbre se origina en la carta que dirige a Unamuno para agradecerle el envío de Abel Sánchez en 1918, donde Machado ve «la lucha del hombre para crear el sentimiento de la fraternidad, que culmina en Jesús» [76]. Este sentimiento supone el descubrimiento del otro y un salir de sí mismo; es el reconocimiento de que «hay otro yo, que no soy yo ni es obra mía». Según Machado, esta fraternidad noble y universal la ha conservado viva el pueblo ruso, idea que desarrolla en su conferencia «Sobre literatura rusa» (1922) y posteriormente, a través de lo que hubiera pensado Juan de Mairena, en «Sobre una lírica comunista, que pudiera venir de Rusia» (1934). Su moderna literatura revela profundamente «los universales del sentimiento»: los de la piedad y la fraternidad humanas, más la cuestión esencial del destino del hombre. En este punto, dice Machado, la literatura rusa tiene la misma religiosidad activa y mística, de «buscar a Dios por el camino del amor» que las obras de Unamuno. El proyecto de discurso de ingreso en la Academia Española es la síntesis del pensamiento poético de Antonio Machado. Aunque en carta a Ortega de 1927, año de la elección, ya anunciaba haberlo comenzado [108], y a partir de 1929 escribe a varios corresponsales que se está dedicando a él -Gerardo Diego, Unamuno, Pilar de Valderrama- [114.3, 119, 128.3 y 8, 126], lo cierto es que el borrador conservado se redactó a partir de la segunda mitad de 1931. Un borrador: es decir, el discurso no está acabado, ni fue leído, ni por supuesto publicado. Tal y como nos ha llegado, es un texto privado, aunque estuviera destinado a ser público. De la importancia que Machado le concedía da cuenta el hecho de que se lo llevó al exilio, es decir, con la idea de seguir trabajando en él, quizá no tanto en calidad de discurso para la RAE sino como una puesta a punto de su visión de la poesía.

Lo que aquí se expone sigue fielmente las ideas líricas que el poeta ha ido desgranando desde comienzos de siglo en cartas y cuadernos, en artículos, poéticas y entrevistas. Antonio Machado escribe que sus preferencias en literatura están del lado del contenido más que de la forma, del recuerdo de la espontaneidad del habla más que del lenguaje elaborado, y de la belleza natural más que de la artística, cuestiones todas que no nos pueden resultar nuevas. El poeta confiesa realizar un examen de conciencia al plantearse las cuestiones de la poesía, que siempre le habían preocupado intensamente. Su primer impulso es declarar como superficial tautología las cuestiones definitorias de la poesía pura como «deporte de la inteligencia», en la línea de Valéry y Guillén, aunque de ello quede la cuestión de purificar los géneros tras las confusiones del siglo XIX, y hasta de lo que sea una posible «poesía absoluta» -en expresión quizá inconscientemente schlegeliana-. Lo que le interesa a Machado es lo que ello pudiera tener de toma de conciencia acerca de los fines y los medios de las artes, como ya había dicho en otras ocasiones.

Machado -coincidiendo una vez más con Ortega, cuyos escritos están latentes por debajo de su escrito, aunque ahora con una visión de cierta amargura contenida- reconoce una vez más que la lírica se ha convertido en un campo problemático para los mismos poetas, que no dejan de interrogarse por su labor. Esta actitud crítica, distanciada y desconfiada hacia la propia obra sabemos que es típica de la modernidad, que continuamente se cuestiona a sí misma en unos tiempos en que el artista y la sociedad ya han perdido su ingenuidad, si es que esta existió en algún momento. Ello le lleva a confrontar esta situación del siglo XX con la del XIX, siglo, para Machado, propicio a la lírica y las «formas subjetivas del arte». El poeta hace una vez más una interpretación que ya conocemos: el ochocientos «milita contra el objeto» como firme consecuencia de la filosofía de Kant: tanto el idealismo como el positivismo son sus consecuencias, puesto que ambas reafirman al sujeto, metafísico o empírico. Este individualismo supone un «incremento de la subjetividad» que fue muy beneficioso para la lírica, puesto que ella es «expresión en palabras de lo subjetivo individual, actividad en el tiempo psíquico, no en el estadio impersonal de la lógica». En Kant y los románticos todavía existe una individualidad genérica, donde lo más personal es lo más universal porque el sentimiento subjetivo es idealista y cordial, equipara sentimiento e ideas, y el corazón del poeta canta la nostalgia de toda la humanidad. Sin embargo, en sus epígonos simbolistas solo queda el puro culto al yo, la «pura intimidad del sujeto individual» que «vive encerrado en su conciencia individual», en la soledad de su mundo interior, sin posible comunicación con los demás. El poeta entonces explora lo subconsciente, «la ciudad más o menos subterránea de sus sueños», y aspira «a la expresión de lo inefable», como había hecho el propio Machado y el mejor modernismo (en realidad, como sabemos, Machado no dejó de practicar la oniroscopia hasta sus últimos poemas, e incluso en sus cuadernos de apuntes). Ello supone un problema añadido para el lenguaje, puesto que este «se ha formado en diálogo y polémica con el mundo exterior» -cuestión formalista del lenguaje como material de la lírica que analizaba en Los complementarios [150v.-151r.]. Los sentimientos coinciden ahora con la sensación y desaparecen paulatinamente las ideas y los elementos conceptuales: ello desemboca en la expresión del «fluir de su conciencia horro en absoluto del tamiz de la lógica», bien en el sentido musical de Verlaine, «la caótica melodía infinita wagneriana» -fórmula en la que coincide con Ortega, como ya hemos visto-, bien en sus «frutos maduros y tardíos»: la novela de Proust, gran poema autoinspectivo de la memoria y del tiempo pasado -cuyos logros relaciona Machado agudamente con sus poemas simbolistas en una nota de Los complementarios [120v.] (vid. además [192r./v.])-, «el poema donde resuenan los últimos compases de la melodía de un siglo», y el Ulises de Joyce, monólogo desracionalizado, «el poema de la percepción, horro de lógico esquematismo», «la expresión directa del embrollo sensible», donde el lenguaje es ya totalmente interior y no tiene ya nada que comunicar, porque «es un elemento más del caos mental». Si la obra de Proust, en una consideración también cercana a la de Ortega22, es el canto del cisne, como ya había expresado en carta a Ramón Pérez de Ayala [106.2] -«el fruto pocho y final de aquella novela iniciada alegremente por Stendhal»-, la de Joyce es la del solipsismo lírico llevado a su extremo, y en esto conecta con el surrealismo: la desintegración del lenguaje, de la personalidad individual y de la conciencia, de forma que las imágenes que se producen valen por sí mismas, giran en un vacío absoluto. Esta relación del Ulises con el surrealismo ya había sido apuntada, de forma análoga, por Antonio Marichalar en 192423. En su análisis, Machado confía que tras la «pesadilla estética» de este «empacho de subjetivismo», por un movimiento pendular, el poeta despertará y volverá a descubrir «la maravilla de las cosas y el milagro de la razón».

Según este diagnóstico, el panorama actual es interpretado como un período de transformación y crisis, que ya no es clásico pero todavía no es moderno. Como ha escrito en otras ocasiones, su época se caracteriza en lo lírico por el predominio de lo conceptual sobre lo intuitivo, sobre todo en las imágenes, que no reflejan experiencias vitales, y por tanto no tienen la raíz emotiva ni la savia cordial necesaria para la expresión lírica. Sus autores son «poetas sin alma»: no se expresan mediante el lugar afectivo «donde cada hombre cree encontrarse a sí mismo al margen de la vida cósmica y universal», sino mediante el frío intelecto. Esto es calificado otra vez por Machado de «nuevo barroco» -recordemos ahora Lo universal cualitativo de Abel Martín y el «Arte poética» de Juan de Mairena en el Cancionero apócrifo-. Este nuevo barroco de poesía pura, «puro juego del intelecto», supone una lírica desubjetivizada, destemporalizada, deshumanizada, como había dicho Ortega -al que Machado vuelve a aludir-, más lógica que estética, que excluye la naturaleza y la vida. Para Machado, por tanto, una lírica que no lo es, sino puro ingenio y retórica, porque la poesía es imposible al margen de la experiencia vital del hombre.

Frente al presente, los poetas del mañana crearán una «nueva sentimentalidad», no una «nueva sensibilidad», como había repetido constantemente Ortega en El tema de nuestro tiempo y en La deshumanización del arte, pues la sensibilidad es un hecho biológico, mientras que los sentimientos cambian con la historia: son productos culturales, ideológicos, que ella produce. Antonio Machado, al que podemos suponer amargamente desengañado de los derroteros estéticos que había apadrinado Ortega, parcialmente inconsecuente con su idea de cultura vital, sigue mostrando su fe en caminar hacia «una nueva iluminación» contra el individualismo intrasubjetivo y a favor de una racionalización del mundo, pero por normas «estrictamente genéricas». Es decir, el retorno que ya había propugnado a la objetividad y a la fraternidad, donde el hombre crea «en lo otro y en el otro, en la esencial heterogeneidad del ser». Ello supondrá recuperar la tradición dialéctica de Platón y Cristo, los únicos que creyeron radicalmente «en la realidad espiritual de su prójimo». El redescubrimiento del otro deberá además ir acompañado de una expansión de la cultura. Machado, al contrario que Ortega y otros liberales, no se asusta del protagonismo en la historia de las masas: su ascensión al primer plano no supondrá necesariamente «una ola de barbarie que anegue la cultura y la arruine» (Mairena incluso rechazará en Hora de España el concepto de masa aplicado al hombre24). Siempre fiel al valor intrínseco del pueblo -una creencia, como sabemos, de raíz romántica-, y contrario a un concepto elitista y aristocrático del saber, el poeta aduce, como ya señalaba en Los complementarios, que la cultura no es un bien limitado que al repartirlo se agote, sino que, muy al contrario, este aumenta, porque despierta «las almas dormidas» y acrecienta «el número de los capaces de espiritualidad». Como ocurría en España cuando menos desde el regeneracionismo krausista, en Machado cultura, educación y política siempre irán de la mano.

Pese a su fe en una poesía fraterna y solidaria del futuro, y aunque repitiera una y otra vez su programa teórico, en la práctica Antonio Machado no pudo saltar por encima de su propia sombra, que en lírica había sido su formación simbolista, y en filosofía, el idealismo que partía de Kant -vid. la nota biográfica inédita que envió a Azorín en 1913:

«Mi pensamiento está generalmente ocupado por lo que llama Kant conflictos de las ideas trascendentales y busco en la poesía un alivio a esta ingrata faena» [48], y su posterior confesión en carta a Ortega de 1919 [80.1]: «He leído algo de los grandes filósofos [...] Ninguno me agradó tanto como Kant, cuya Crítica de la razón pura he releído varias veces con creciente interés»-. Es decir, el horizonte del siglo XIX. Se dio cuenta de la insuficiencia de ambas, pero todo lo que pudo hacer en su huida de la subjetividad, puesto que esta permanecía fuerte a comienzos del XX, fue retroceder hacia unos presupuestos románticos sobre el sentimiento universal que debía haber en la expresión particular, sobre lo fraternal y lo popular, puestos bajo la advocación de Platón y Cristo. Teóricamente, apostó, como el Ortega anterior a La deshumanización del arte, por un punto medio entre el vitalismo y el racionalismo, más escorado hacia el primero, pero desconfiando a la vez de ambos por insuficientes. Y aunque pensaba que la poesía podía superar mediante el sentimiento compartido por todos las antinomias kantianas -sujeto y objeto, ser y pensar, vida y razón, yo y el otro, etc.-, en la práctica, estas pesaban como una losa. Por otra parte, aunque se distanciara de Bergson, creía firmemente en la intuición creadora, en la poesía como palabra en el tiempo -como duración vital- y rechazaba la razón, analítica, fría e inmóvil, enemiga de la vida. Pero, por otra parte, lo racional era lo que habría las puertas al pensamiento genérico, objetivador, necesario para que la poesía fuera capaz de comunicarse con los demás, con el otro. Sumariamente, el romance narrativo, el folclore de su tierra, el impersonal poema epigramático de contenido filosófico, y, finalmente, la máquina de trovar y los apócrifos -pero no los esperados del siglo XX, sino los del XIX-, fueron las sucesivas tentativas poéticas ensayadas en busca de esa nueva lírica fraternal y objetivadora del futuro, que se revelaron como meros experimentos, de cuya insuficiencia Machado siempre fue consciente. En su intento de escapar del simbolismo solipsista e intrasubjetivo -y no otra cosa que simbolismo intelectualizado seguía viendo en la joven literatura de los años veinte-, Machado no supo articular otra tradición moderna en la que insertarse que no fuera la de su interpretación del romanticismo.

En su camino por lo que podríamos llamar un vitalismo fraternal y razonador, Machado no pudo contar con el pensamiento vitalista del siglo XIX, todavía vigente en su época, y encarnado principalmente en la figura de Nietzsche, por subjetivo, irracional y solipsista. Su rechazo a Nietzsche, como en el caso de Unamuno, era casi visceral, y no podía ser más opuesta su posición frente a la tradición platónico-cristiana. Sin embargo. Machado coincidía con Nietzsche en aspectos esenciales: en su creencia en el arte como aquello capaz de superar la escisión del ser; en su afirmación por la vida, negadora de todo lo que implicara menosprecio por ella, de forma que la verdad será lo que favorezca a la vida; en su rechazo del concepto lógico, porque con él no se puede aprehender la verdadera realidad del ser, que es móvil y cambiante; o en su crítica a la hegemonía del pragmatismo utilitario y las ciencias positivas.

Tras un primer acercamiento, muy fecundo, a Ortega, con el que mantuvo una estrecha relación, y con el que compartió ideales cívicos, políticos y culturales, sufrió una amarga decepción debida a la posterior trayectoria del filósofo, que lo alejó de él. Ya en las Meditaciones del Quijote Ortega estaba proponiendo una superación de la falsa dicotomía entre razón y vida a favor de una razón vital, que en El tema de nuestro tiempo completaría con su proyecto de cultura vital, tan semejante a lo que pretendía Machado, quien no podría sino entusiasmarse. De hecho, como he mostrado, pienso que el ensayo de Ortega ayudó a Machado a formular su ideario lírico. Sin embargo, su calculado padrinazgo de la joven literatura en La deshumanización del arte, salvación de los intelectuales al precio de dejar en un ambiguo segundo plano la verdadera vitalización interna de la cultura, al menos tal y como la entendía Machado, y su paulatina decantación hacia un aristocraticismo político y estético, que parecía dejar en la cuneta el proyecto inicial de educación popular -ahora masa y vulgo despreciable-, acabaron desengañando por completo al cada vez más aislado poeta. Sin embargo, no cabe dudar del constante estímulo que supuso Ortega para Machado, aunque apenas se haya profundizado en esta dirección. Él mismo confiesa que leía atentamente sus artículos y sus ensayos, colaboró activamente en sus primeros proyectos políticos y culturales, lo consideró guía y maestro. No se ha reparado, por ejemplo, en que si Ortega hablaba en sus textos ele Lipps, Worringer o Simmel25, Lipps, Worringer o Simmel eran leídos por Machado, y sus observaciones anotadas en sus cuadernos de trabajo (véase Los complementarios [147r., 150r., 151r., 180r. y 195r.]). No creo que este interés y esta prelación sean una casualidad. Otra coincidencia entre ambos su común interés por Leibniz y su posible retorno al primer plano de la actualidad, que Machado apunta tempranamente -vid. Los complementarios [17v.]- y que Ortega refiere en distintos artículos26 hasta desembocar en La idea de principio en Leibniz (1947).

A la vista de estas complejas relaciones, y a la vista de los textos, privados y públicos, disiento de la tesis sostenida por Ángel González en el sentido de que Ortega escribe La deshumanización del arte (1925) como contestación a la respuesta de Machado en «¿Qué es el arte?» (1920), y de que este a su vez escribe el discurso académico (a partir de 1931) para rebatir el ensayo de Ortega27. Leyendo atentamente los tres textos, bastante espaciados en el tiempo, no veo esta intencionalidad. Ello no impide, claro está, que haya numerosas referencias a Ortega en los textos de Machado, las cuales he señalado. González no tiene en cuenta todas las dimensiones de la relación entre Machado v Ortega, que no se basa solo en estos textos, como hemos visto, y que deja fuera algunos de los más importantes. Además, las ideas de Machado en su proyecto de discurso, y su forma de exponerlas, que en gran parte procede de textos anteriores, han tenido una larga gestación desde los primeros años del siglo, tal y como he mostrado. Las coincidencias entre Ortega y Machado en el diagnóstico del arte joven, donde ninguno de ellos es original, no son exclusivamente suyas, y para no rarificarlas debemos situarlas en su justo y amplio contexto, formado por multitud de textos y manifiestos de los años veinte, que han sido suficientemente estudiados por autores como Cano Ballesta, Blanch, Geist o Soria Olmedo, entre otros28. En este panorama, está claro que ni Ortega escribe para contestar a Machado ni este hace lo propio: no lo necesitan. Ninguno de ellos vio al otro como un rival, y, menos que nadie, Machado, que siempre respetó cordialmente al filósofo. Por otra parte, lo que les diferencia no basta para oponer total y simétricamente sus textos, pues ello simplifica excesivamente su complejidad: ni son ni equivalentes ni opuestos de raíz.

Sí es fácil imaginar que Machado, obligado a desconfiar, por su trayectoria, de las ideas de quien había tomado por maestro, se vio atrapado nuevamente por las antinomias kantianas -de las que, en la práctica, nunca había escapado- y frente a ellas, solo pudo quedarse con el utopismo consolador e inactual de la fraternidad dialéctica de Platón y el Cristo, espoleado por el ejemplo persistente de su otro maestro, Unamuno, que, a la postre, fue el verdadero padre y guía espiritual de Machado durante toda su vida. Pienso que, con sus numerosas afinidades, la influencia de Unamuno quizá le impidió avanzar más adelante, soltar poéticamente las amarras con el siglo XIX, como deseaba el sevillano. Unamuno había escrito en Del sentimiento trágico de la vida que «todo lo vital es antirracional, no ya solo irracional, y todo lo racional, anti-vital»29, y este tipo de percepciones, al igual que su anclaje en la filosofía idealista, seguramente contribuyeron a que Machado no supiera articular verdaderamente en la práctica las sugerentes propuestas que, estimulado por Ortega, había apuntado en sus «Reflexiones sobre la lírica». De todas formas, si se me permite la paradoja, fue el Antonio Machado empírico, su propia constitución y carácter, el principal obstáculo para el Antonio Machado poeta, y no cabe duda que ambos eran conscientes de ello: de ahí su última tentativa de los apócrifos -entre los cuales, no lo olvidemos, hubo un Antonio Machado, apócrifo de sí mismo-. En las contradicciones de esta tierra de nadie fue en las que vagó Machado, yendo constantemente de lo uno a lo otro.