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ArribaAbajoTítulo VI. Del gobierno interior de las provincias y de los pueblos

Este título trata en dos capítulos, primero de los Ayuntamientos, y segundo del gobierno político de las provincias, y de las Diputaciones provinciales. En otros tiempos según las antiguas ideas de justicia se consideraba a las ciudades y sus Ayuntamientos como corporaciones reales o sociedades particulares, y no se mezclaban más en su constitución, en su organización y en su administración que en la de las familias y de los individuos, tan largo tiempo a lo menos como permanecían en los límites de sus derechos. Los reyes o los príncipes, que fueron sus fundadores, creyeron también que era honroso y útil concederles franquicias, y dejarles la elección de sus concejales, la administración de sus bienes, &c. Estaban convencidos de que no teniendo nadie más interés en cuidar bien sus negocios interiores, estas ciudades se entenderían allí mucho mejor que un señor distante o que un empleado que se les enviase de fuera. Esta libertad legítima fue la madre del verdadero patriotismo, que empezó por extenderse sobre sus derredores; ella produjo gran número de bellas acciones, de generosos esfuerzos; se la debió una multitud de establecimientos preciosos, y la prosperidad de muchas ciudades y pueblos. En el día el despotismo filosófico de todo se apodera, y todo lo destruye. Las Cortes destituyen a todos les regidores actuales, y otros oficiales municipales (artículo 312): decretan que habrá en cada pueblo de mil habitantes un Ayuntamiento, como si no le hubiese habido hasta ahora, o como si fuesen superfluos cuando se haya disminuido la población en un solo hombre: determinan el número de cada Ayuntamiento, no según las necesidades del público, o según la voluntad de los interesados, sino según la población (artículo 311): de suerte que si por ejemplo la villa de Madrid con 150.000 habitantes tiene un Ayuntamiento de 150 miembros, será preciso en la misma proporción que el Ayuntamiento de un pueblo de 1.000 habitantes se componga de un solo individuo. Lo mismo si el Ayuntamiento de un lugar de 1.000 almas constase de 15 miembros, el de Madrid debería tener 2.250. Por aquí se ve que la nueva filosofía política es invención de los matemáticos, y que prodigan su aritmética en toda ocasión, aunque no venga al caso para nada. Estos Ayuntamientos se eligen igualmente por los ciudadanos, mas no será inmediata la elección, y se hará también por electores según la población (artículo 313). Los alcaldes, los regidores y los procuradores síndicos se mudarán todos los años, y no podrán ser reelegidos hasta después de un intervalo de dos años (315 y 316). Sin embargo, desearíamos saber quién querrá dejarse emplear en una carga tan penosa, y qué experiencia de negocios se podrán adquirir debiéndose reemplazar cada año. Además todos los empleados del Rey están excluidos de las cargas del mismo modo que de la elegibilidad a las Cortes. Parece que estos desgraciados oficiales del Rey están destinados a ser insultados y deshonrados en toda ocasión. Por una consecuencia natural de estos principios sucederá necesariamente una de dos cosas: si, como es posible, los empleos que se dejan a la nominación del Rey son los que procuran más poder, influencia y riqueza, serán también por esto muy solicitados, y no quedará entonces, ningún hombre capaz de consideración para las plazas de diputados en Cortes, para las Diputaciones provinciales y los Ayuntamientos, circunstancia que sin duda no sería muy favorable a la supremacía constitucional de las Cortes: más si al contrario las pretendidas autoridades nacionales vienen a ser las más poderosas, entonces el Rey no podrá elegir alguno de sus empleados sino en la clase más vil y más incapaz, lo que no sería más ventajoso a la nación. Además las Cortes, como verdaderos magistrados, prescriben a los Ayuntamientos todas sus funciones como si hasta ahora no hubiesen tenido conocimiento alguno de ellas. Les encargan por ejemplo cuidar los bienes del común, sus montes, sus pastos y sus edificios; percibir sus rentas, administrar los hospitales y las casas de expósitos, velar sobre todas las escuelas que ellos mantienen, &c. Pero no puede hacerse ningún reglamento sobre estos objetos sin aprobación de las Cortes, a las cuales debe someterse con precedente dictamen de la Diputación provincial: extraña libertad, de que a la verdad no se tenía la menor idea bajo las antiguas Constituciones. Los Ayuntamientos deben también favorecer la agricultura, la industria y el comercio, que probablemente prosperarán mucho más si estos Ayuntamientos no se mezclan en ello. Lo mismo es en cuanto a las Diputaciones provinciales: éstas se compondrán de nueve miembros elegidos por el pueblo, es decir, por los electores del distrito, y serán renovados cada dos años por mitad (artículos 326 y 328), bien entendido que los miembros cesantes no pueden ser reelegidos sin un intervalo de cuatro años. Los empleados por nominación del Rey están también excluidos para estas Diputaciones, como para todo. Ellas están obligadas a tener anualmente noventa sesiones, aun cuando no tengan nada que hacer. Establécense sus funciones de una manera enfática. Se empieza encargándolas el repartimiento de contribuciones sobre los pueblos de la provincia, sin saber todavía si habrá en ellos contribuciones susceptibles de semejante repartición: se les ordena la vigilancia y la tutela de todos los pueblos, cuyas cuentas deben aprobar en primera instancia; establecer en todos ellos Ayuntamientos constitucionales; proponer (artículo 310) al Gobierno las imposiciones comunales más convenientes, lo que se haría mucho mejor por los mismos Ayuntamientos; velar el que la instrucción de la juventud se haga conforme al plan autorizado por las Cortes: funciones que podrán exponerlas a muchas dificultades, ya con las universidades y corporaciones científicas, ya con la Iglesia católica, y con los mismos padres de familia, si por ventura éstos no aprueban aquella instrucción filosófica. Además se encarga a las Diputaciones provinciales el fomento de la agricultura, industria y comercio, porque estos lugares comunes de la filosofía no quedan olvidados en ninguna parte. Después se les encarga también dirigir las listas de la población y la estadística de la provincia, porque el furor de los planes parece se ha apoderado también de las cabezas españolas. En fin, esto es lo esencial, deben denunciar a las Cortes todas las infracciones de la Constitución que puedan cometerse en la provincia; y las Diputaciones de Ultramar se ocuparán también de las misiones para la conversión de los infieles, y deberán obligar al director de las mismas a darles razón de todo, a fin de prevenir los abusos. Aquí conjeturamos que los miembros de la Diputación al menos si obran según el espíritu de la Constitución, podrán ser muy bien los primeros infieles, y que la conversión misma sea mirada como el mayor de los abusos.

Para terminar la Constitución vemos que llegan en tres títulos, y otros tantos capítulos, los tres grandes beneficios de la teoría filosófica, a saber, los impuestos arbitrarios, que ya no se llaman arbitrarios porque los decretan las Cortes; la conscripción y la instrucción pública, o más bien filosófica, es decir, que se apoderan a un tiempo de nuestras almas, de nuestros cuerpos y de nuestros bienes. Las Cortes pretenden determinar anualmente todas las contribuciones tanto directas como indirectas, tanto generales como provinciales y comunales; nada se exceptúa de su sistema de exacción; ellas solas tendrán exclusivamente que ver en esto (artículo 338). Estas contribuciones se repartirán entre todos los españoles, sin excepción ni privilegio, en proporción de sus haberes o riqueza, y su cuota se determinará con proporción a los gastos decretados por las Cortes. Seguramente que esto es muy cómodo para dichos señores, y que jamás ningún rey ha tenido un poder comparable al de estas Cortes liberales, que pueden decretar gastos al infinito según su placer, y expedir para su pago letras a la vista sobre los bienes de todos sus súbditos. Mucho había que decir aquí sobre el principio favorito de los filósofos modernos, que proscriben todas las exenciones y todos los privilegios, aun cuando se apoyen sobre los títulos más legítimos; pero tenemos todavía que refutar un gran número de errores antes de detenernos en esta cuestión; solamente rogaremos a las Cortes nos digan qué especie de contribución es la que puede repartirse exactamente en proporción de los haberes. Este problema nos parece tan difícil de resolver como el de la cuadratura del círculo, o el ser razonable con demencia, justo con injusticia: y los señores filósofos de nuestros días no nos han dado todavía la solución de ellos. Todas las contribuciones indirectas están impuestas sobre objetos de consumo, no se pagan en proporción de la riqueza sino en proporción de lo que se consume. ¿Se querrá para evitar este inconveniente no imponer sino sobre las propiedades territoriales? Pero ¿los capitales de tierras es la única propiedad? ¿Deberán ser exentas o en otros términos privilegiadas las otras especies de riquezas? ¿Han pensado estos señores en la dificultad de medir todo el territorio de las Españas, establecer en todas partes catastros, tasar los bienes sin ninguna mezcla arbitraria, y determinar su renta anual, que la naturaleza y la industria someten sin embargo a variaciones continuas? ¿Han reflexionado acerca de las deudas con que están gravados los bienes, a las necesidades indispensables del propietario, que constituyen en efecto más pobre a aquel que numéricamente parece ser más rico?, o bien ¿pretenderán las señoras Cortes tasar proporcionalmente toda especie de bienes o de capitales sin excepción? En este caso les rogamos nos digan qué cosa es un capital o una hacienda? Tendrán el proyecto o la idea de hacer inventariar anualmente las casas y los bienes raíces, los créditos, las alhajas, la vajilla, los muebles, y aun los más menudos utensilios de un español; de tasar y determinar según esta tasa su parte cuota de contribución. Dígnense enseñarnos cómo se entenderán para conocer todas estas especies de riqueza, para valuarlas, verificarlas, impedir que se sustraigan a su inquisición, y con todo eso evitar toda apariencia de arbitrariedad. Además podríamos todavía preguntar ¿por qué es necesario contribuir según los haberes? En otro tiempo se pagaba según lo que se debía, y no según lo que se podía. No era permitido abolir las deudas legítimas, e imponer en compensación cargas a los que nada deben. Si todo debe ser igual ¿por qué esta desigualdad de contribuciones? ¡Extraña contradicción de los nuevos filósofos! ¡Hacer a todos los hombres iguales en derechos y en ventajas, mas establecer esta desigualdad en las cargas! Si quieren una república (y la Constitución de las Cortes es una democracia absoluta), es claro bajo este principio que cada ciudadano debe pagar igualmente: el pobre tanto como el rico, y el rico no más que el pobre, e igualmente que se practique así en todas las asociaciones y corporaciones. Nosotros de acuerdo con la naturaleza y la experiencia pensamos que desde el momento en que los impuestos son un mal necesario, y que los subsidios han venido a ser indispensables, es imposible alcanzar o conseguir una igualdad proporcional y perfecta; pero que estos impuestos deben fijarse según las localidades, sobre los objetos poco onerosos, y de una percepción fácil, lo que no impide que de hecho no recaigan principalmente sobre el rico. En fin el principio de que la recepción debe determinarse según los gastos, es también un dogma que debemos al nuevo sistema filosófico, después del cual nadie tiene ya certidumbre de poder guardar un escudo en su bolsillo. En otro tiempo, cuando se miraba todavía a los reyes como a grandes señores independientes, estaban obligados a reglar sus gastos a sus recepciones, y sólo en sus casos, o para necesidades extraordinarias, se les concedían subsidios temporales o permanentes: entonces también los príncipes y los pueblos eran igualmente ricos porque la economía producía la abundancia; mas desde que en maestros días no se habla sino de un Estado que toma su origen en el pueblo, y que sus pretendidos representantes pueden decretar según su placer los gastos que ellos no pagan de sus propios dineros, no tienen ya límites las necesidades reales o imaginarias, los príncipes y las repúblicas han hecho bancarrota, no se oye hablar en todas partes sino de deudas y de déficits, de impuestos, y todavía de déficits.




ArribaAbajoTítulo VIII

El octavo título se intitula de la fuerza militar y nacional. Trátase en dos capítulos de las tropas regladas y de las milicias nacionales. Las tropas regladas no son ya un ejército real, sino el ejército de las Cortes; en consecuencia quieren éstas determinar anualmente la fuerza del ejército de tierra y de mar. Pretenden hacer todas las ordenanzas sobre la disciplina, los ascensos, los sueldos, la administración, &c.; y a fin de que no pueda dudar nadie que los señores liberales quieren gratificar al pueblo español con el grande beneficio de la conscripción universal (que es en efecto una secuela de los principios revolucionarios), se repite expresamente en el artículo 360 que ningún español podrá excusarse del servicio militar, cuando y en la forma que fuere llamado por la ley; esto es decir, por la voluntad de las Cortes.




ArribaAbajoTítulo IX. De la instrucción pública

No hemos dicho que los filósofos para completar la Constitución no han olvidado su instrucción pública. Nosotros observamos a la verdad que el hecho jamás ha podido introducirse en ninguna parte. Se han hallado maestros para estas doctrinas, y ningunos discípulos; mas esta instrucción pública, que corona la obra filosófica, no subsistirá menos sobre el papel, porque está destinada a grabar los mismos principios en todos los espíritus: la secta misma quiere dominarlos, y venir a ser la iglesia universal. Este capítulo está también casi literalmente copiado de todas las otras Constituciones de este género. Desde luego se establecerán en todas las ciudades y pueblos escuelas primarias (todo como si no hubiesen existido hasta aquí); en ellas se enseñará a leer, escribir, contar, y el catecismo; pero como los filósofos dejan entrever a las veces la punta de la oreja, aun cuando no sea sino para ser reconocidos de sus iguales, se añadirá al catecismo que contiene ya todos los deberes del hombre, una corta exposición de las obligaciones civiles, que será probablemente el retrato del jacobinismo en miniatura. Después se fundará el número necesario de universidades y otros establecimientos de instrucción pública (como si la España hubiese carecido de ellos hasta ahora), a fin de enseñar todas las ciencias, pero principalmente la literatura y las bellas letras. Parece que el autor de esta Constitución ha tenido una predilección particular por estas últimas, pues que las coloca sobre todas las ciencias, y que no nombra ninguna otra. Ignoraba sin duda que la literatura y las bellas letras se han enseñado en todos tiempos en todos los seminarios, colegios, y aun en las escuelas de conventos como estudio preparatorio, y como medio de formar el gusto. Enseguida ordenan las Cortes que el plan de instrucción pública sea uniforme para todo el reino. No se admiten modificaciones aun cuando un objeto de instrucción sea más o menos necesario en una provincia que en otra; y la Constitución deberá explicarse en todas las universidades y establecimientos literarios donde se enseñen las ciencias eclesiásticas y políticas (artículo 368). Aquí recelamos que los comentadores de la Constitución experimenten una fuerte oposición de parte de la Iglesia católica, de los seminarios episcopales, y de la facultad de teología, que podrán muy bien mirar a estas patronas constitucionales como contrarias a aquella religión (a la cual se ha prestado también juramento en todo caso), o si por otra parte (lo que es posible, y sucedió al código Napoleón en Alemania) los profesores encargados de explicar la Constitución, lejos de apoyarla, muestran al contrario toda su absurdidad, ponen en claro sus contradicciones, su tiranía, el despotismo mal encubierto de las Cortes, y arrancan al lobo la máscara de cordero. Entonces podrá muy bien fallar su objeto o fin a las Cortes, o verse obligadas a ser infieles con aquella libertad de enseñanza, y aquella libertad de la imprenta que tienen decretadas constitucionalmente. También creemos nosotros haber explicado ahora la dicha Constitución, y así rogamos a sus autores y adherentes reciban este comentario con una benevolencia liberal, de la cual no obstante no podemos casi lisonjearnos. Independientes del plan general de instrucción pública habrá también una dirección general de estudios (artículo 369); de modo que la Iglesia católica, las corporaciones sabias, y los jefes y propietarios de los establecimientos de instrucción quedarán descargados absolutamente de toda función. Las Cortes pretenden todavía ser institutoras universales; se reservan el ordenar por estatutos particulares todo lo que sea objeto, o materia de la instrucción pública (artículo 370). Debemos sin duda sentir mucho que este ilustre Congreso no se haya ocupado también de la construcción de las sillas, y los bancos de cada colegio; de la naturaleza de los temas que se han de dar a los estudiantes; de las clases en que se les haya de repartir; de la división de las horas de lecciones; de las leyes de disciplina; de los ascensos; de las promociones, y de los premios.




ArribaTítulo X. De la observancia de la Constitución y modo de proceder para hacer variaciones en ella

Parece que las Cortes han previsto en todo caso la posibilidad de una violación de su Constitución, porque desde su primera sesión quieren hacer pesar su responsabilidad sobre los contraventores (artículo 372). Todo español puede hacer representaciones con el fin de hacer observar la Constitución; pero no puede hacer ninguna para obtener su abolición o su modificación; y todas las autoridades civiles, militares y eclesiásticas están obligadas a prestarla juramento de obediencia (artículos 373 y 374). Hasta la época de la nueva filosofía no sabíamos todavía lo que era prestar un juramento de obediencia a un libro muerto, que cada uno puede explicar a su gusto, y no a la autoridad viviente de donde emana; a la ley escrita, y no al legislador. En el espacio de ocho años consecutivos no podrá hacerse ninguna proposición terminante a mudarla, o modificarla un solo artículo, ni hacerla alguna adición (artículo 375). Aun no es esto todo; las formas que se requieren para operar estas modificaciones están de tal modo complicadas, que aunque se viese perecer a la nación entera en el intervalo se pasarían bien otros ocho años antes que se pudiese variarla en una sola coma. Desde luego toda proposición dirigida a obtener una modificación cualquiera, un artículo adicional, o una mejora deberá ir firmada, o apoyada al menos por veinte diputados de Cortes: después deberá leerse esta proposición tres veces de seis en seis días, y sólo a la tercera lectura se puede decidir si ha lugar a admitirla a discusión: después se observarán para deliberar las mismas formas que para las otras proposiciones de leyes; es decir, que después de otras nuevas lecturas, y del informe de una comisión se propondrá a la votación si ha lugar a tratarse de nuevo en la diputación general del año siguiente; cuestión que no podrá decidirse por la afirmativa, sino por la mayoría de los dos tercios de los votos: mas se está muy lejos de que esta nueva diputación tenga derecho de estatuir todavía sobre el proyecto de alteración de un solo artículo. Después que haya observado las mismas formas en toda su extensión, podrá simplemente declarar, y eso siempre por la mayoría de los dos tercios de votos, en qué año de sus sesiones se han de conferir los poderes especiales del pueblo a los diputados para la modificación proyectada. Este decreto importante se enviará a todas las provincias, y según que las Cortes hayan determinado el año decisivo, las juntas electorales de provincia darán sus poderes especiales de que aun hasta la fórmula se prescribe; en fin, cuando hayan venido estos poderes, la reforma propuesta se pondrá de nuevo a deliberación, y cuando se apruebe por los dos tercios de diputados, entonces será elevada a la clase de ley constitucional (artículos 377, 383). De este modo pretenden las señoras Cortes haber dado a la nación española una Constitución filosófica que vivirá siglos, olvidando sin duda cuán efímeras han sido todas estas obras pretendidas inmortales, y cómo fueron trastornadas al primer soplo de sus enemigos, y algunas veces aun por el de sus amigos.

¡Eheu jam satis est! Si la caridad cristiana no lo exigiera, si no estuviera el corazón conmovido de compasión sobre la suerte de los hombres de bien, y aun sobre el de las víctimas engañadas, estaríamos fatigados del triste trabajo de haber debido conducir a nuestros lectores al través del dédalo de la locura humana. ¿Cuánto tiempo han de durar todavía la estupidez, la ignorancia y la locura? Treinta años de sangre, de miseria y de esclavitud aun no bastan para abrir los ojos a los hombres ciegos sobre estos principios mentirosos, o para prestar oídos a las verdades que les son opuestas? ¿Hasta cuándo los pueblos, y aun los reyes se han de dejar vergonzosamente atar a las cadenas, y sufrir todavía que se les quiten todos sus derechos naturales y adquiridos, su vida, su honor, su libertad, sus propiedades, y aun su pan cotidiano, dejándose además llenar de ultrajes y de insultos desde luego que un imbécil o un perverso les pronuncia la palabra Constitución, palabra funesta, en pos de la que siguen calamidades sin medida, y se derrama a su derredor un olor cadavérico? Creéis que reside en el pueblo el poder soberano, y que por él deben darse las constituciones; y sin embargo, el mismo triunfo de los jacobinos españoles os prueba lo contrario. Durante seis años aquella Constitución no fue más que un andrajo de papel, porque el Rey no la quería: ella ha venido a ser alguna cosa desde el instante fecundo en calamidades en que su voluntad la ha erigido en ley. El Rey vino a ser el criado de una junta provisional, de una comisión revolucionaria o de salud pública, es decir, de salud a los jacobinos; mas los rebeldes tienen todavía necesidad de su poder, y no pueden pasar sin él; es necesario que su palabra, su autoridad les sirvan de instrumentos para paralizar los brazos de los vasallos fieles que jamás hubieran obedecido a la junta sola. Desde el momento en que esta Constitución ha sido, no ejecutada, sino solamente proclamada, parece que la caja de Pandora se ha derramado sobre la infeliz España. Antes de esta época sólo existía una insurrección local de un corto número de tropas, que una voluntad decidida habría desbaratado en pocos días, y cuya represión eficaz habría dado nuevo brillo a la autoridad real. Ahora el fuego se ha extendido a los cuatro ángulos del reino, y se ha hecho universal la anarquía. Parece que el infierno con sus satélites se ha desencadenado contra la España para derramarse en todas sus provincias.

Los crímenes inmediatamente se trasforman en virtudes, y las virtudes en crímenes; los malhechores están en libertad, y los hombres de bien están aherrojados en las cadenas. Se roba, se mata, se demuelen casas para probar que ha llegado el imperio de la destrucción, y que otros trastornos mayores todavía seguirán de cerca a estos primeros atentados. Se asesina a los sacerdotes de la religión en las calles, se arrastra a los servidores fieles en el lodo, y en medio de todos estos excesos los malvados, que son sus autores, osan gloriarse de que males mayores todavía no han señalado los primeros momentos de la revolución. El poder supremo está ya conferido a los jacobinos, porque éste fue en el fondo el único fin de la Constitución; ella debe elevar la secta a la soberanía a fin de que así pueda operar la ejecución de sus principios, y que una débil minoría pueda sujetar a la nación entera, y además calumniarla haciendo pasar por un efecto de su voluntad los delitos que se cometen en su nombre. Desde el primer momento los hipócritas arrojan la máscara liberal; empiezan por decretar, sin ninguna indulgencia, pena de muerte contra todos aquellos que con palabras o hechos se opongan a las medidas del pueblo, es decir, a las de sus facciones: mas esto también es una prueba de la resistencia que experimentan, y hace ver cuánto temor les inspira. Han abolido los más necesarios de todos los tribunales de judicatura, aquellos que estaban destinados a combatir las falsas doctrinas. La fe que las mismas Cortes han reconocido verdadera, no debe ya ser guardada; mas en cambio establecerán policías revolucionarias, comisiones inquisitorias para la protección de los jacobinos, y contra la seguridad de todos los hombres de bien. Bajo el nombre de libertad de la imprenta se fomenta la mentira y la calumnia, o se les da privilegio de impunidad; pero se obliga al silencio, a la virtud y a la verdad, y se les condena a la servidumbre. Contra Dios, el Rey y la Justicia se permite escribir e imprimir todo lo que se quiera; mas en su favor, o contra las Cortes, sus principios y sus constituciones, cada palabra, cada escrito se mira como un delito digno de muerte. Nosotros preguntaremos por ejemplo a estos señores ¿si en virtud de aquella libertad de imprenta de que hacen tan gran ostentación podría imprimirse con seguridad el presente escrito? Su autor, sin carecer de ánimo nunca, no se querría aventurar a penarse bajo el gobierno de la junta provisional, o de las Cortes. Ningún fiel y honrado servidor del Rey puede permanecer en su empleo: bajo el pretexto de que no conviene emplear sino a los hombres amantes de las nuevas instituciones constitucionales, es decir, de los principios jacobinos, la facción no sufre ni uno solo que no participe de su sistema de impiedad a fin de absorber todo el poder, y que un corto número de sofistas pueda imponer su cetro de hierro sobre la nación entera. Los traidores y los rebeldes ascienden a los honores porque son los auxiliares de la secta, y porque en ellos solos se puede tener confianza; mas aquellos que han salvado al Rey y al pueblo se les priva de sus empleos, u obliga a la huida por no ser castigados de sus virtudes. Aquellos consejeros tan ilustres como numerosos, que por espacio de siglos habían administrado los negocios del Estado con gloria y dignidad, se disuelven en masa: los ministros fieles son despedidos y reemplazados por otros, de que una parte estaba con las cadenas, o habían sido condenados a los presidios, o que al menos se habían hecho famosos por acciones u opiniones despreciables. Se restablecen también las municipalidades que existieron bajo el imperio de la facción revolucionaria en 1812; y para prueba de moderación se nos anuncia que sólo se excluyen aquellos que aprobaron la abolición de la Constitución, es decir, que habían permanecido fieles al Rey y a la Patria, y habían preferido una justicia igual para todos al imperio de un club de jacobinos. Cada día se aumentan nuevas desgracias, se ven nuevas destrucciones; el orgullo ríe; la humanidad llora; los traidores triunfan; mas los hombres de bien y pacíficos están en desolación; los egoístas y los cobardes afectan un sentimiento hipócrita, hasta que el poder cambie al lado opuesto; otro gran número oculta su indignación, que destallará pronto por los hechos; y para probar en fin al mundo entero que no se trata aquí de una resistencia local contra algunas medidas parciales del Rey, la secta emprende ya propagar su sistema desorganizador, no respetando más la justicia hacia sus vecinos que hacia su propio rey o hacia el pueblo español; procura arrastrar al Portugal a la comunidad de sus excesos, y excita a las tropas portuguesas a asesinar a sus oficiales a fin de privar a este reino de la protección benéfica de la Inglaterra, y someterle al yugo de los jacobinos españoles.

¿Cuáles serán las consecuencias de estas temerarias empresas? Esto sí que es fácil de prever, tanto por la naturaleza misma de las cosas, cuanto por la experiencia de lo que ha pasado en otras partes. Las mismas causas deben necesariamente producir los mismos efectos: la Constitución a la verdad no será jamás ejecutada; el Rey y las Cortes juntos, y aun todos los potentados de la tierra reunidos no podrán conseguir el escalar el cielo, ni dar realidad a lo que es imposible: hemos visto también que todas estas Constituciones jamás han existido sino sobre el papel; mas la secta jacobina procurará con furor mantener su poder, aun cuando sea sobre las ruinas de ciudades florecientes, o sobre los cadáveres de la Nación, y de la Casa Real misma. Nosotros veremos a esta impiedad triunfante, persiguiendo a sus adversarios tan pronto por el indulto y el escarnio, como por el hierro y el fuego, despreciando por un lado la única ley universal, es decir, la ley divina, y por otro devastando a los pueblos con una granizada de decretos arbitrarios. Veremos también esa guerra de muerte contra todas las tradiciones, e instituciones antiguas; esa destrucción de todos los derechos individuales de un orden superior, designados en el día bajo el nombre de privilegios: esa disolución de todos los lazos sociales naturales: esa dispersión de los hombres que reduce a los unos como a los otros a la misma miseria; en una palabra, ese diente de tigre revolucionario, que desde el sacerdote al Rey arranca a cada uno lo que le pertenece, y para el cual no es ya más sagrado el cuerpo del pobre, o el maravedí de la viuda, que la propiedad del rico, y la ley del Altísimo. Mas por otra parte veremos también la resistencia de una Nación valerosa, y que al fin no está todavía pervertida en su masa total, que no se dejará usurpar impunemente sus derechos, y todo lo que constituye la felicidad de la vida, y que es demasiado altiva para soportar largo tiempo el yugo de una secta impía. De esta lucha fundada en la naturaleza de las cosas, y que no podrán impedir las proclamas desabridas e hipócritas, resultará necesariamente una de dos cosas: o una guerra interior formal que se hará en España con más energía que en otra parte, y que sería probablemente el remedio más pronto; o bien si las fuerzas de los hombres de bien llegan a ser demasiado débiles por su dispersión, se verá a las facciones sucediéndose rápidamente unas a otras extender a su derredor su imperio sangriento y tiránico, y devorarse mutuamente hasta que el reino del infierno se destruya por la discordia, o que un soldado feliz, u otro Cromwell, o un segundo Bonaparte destruya a las Cortes con todas sus constituciones, e introduzca en su lugar su gobierno de jenízaros. Sí: nosotros conservamos esperanza de que en el espacio de algunos meses, el horror que los principios revolucionarios y sus partidarios han inspirado siempre a los españoles, destallará con energía, y que dando esta Nación por segunda vez un grande ejemplo a los otros pueblos, y oponiéndose a este nuevo género de usurpación, hará todavía grandes servicios a la causa de la justicia, o de la legitimidad. La providencia para mantenernos vigilantes permite esta nueva y deplorable experiencia; mas por su misericordia ha querido no hacerla suceder, sino en un rincón de la Europa, donde es menos peligrosa que lo sería en el centro. Es necesario probar al mundo que la guerra contra la revolución es todavía más causa de los pueblos, que de los reyes; que la impiedad revolucionaria no podrá afirmarse por el poder de los reyes aliados de la secta, y que al contrario la religión, la justicia y el orden social natural, triunfarán al fin en despecho de esos reyes extraviados.

Mas aquí oímos exclamar de concierto a la hipocresía y a la crédula ignorancia: ¿no es Fernando VII mismo la causa de todas sus desgracias? ¿No debe pues reconocimiento a esta Nación, que en su favor ha resistido a la usurpación extranjera, que ha derramado su sangre por él, que le ha salvado su imperio y su corona? ¿No debía aceptar la Constitución que se le presentó, o cuando más permitirse el modificarla en lugar de oponerse al espíritu del siglo, y restablecer las instituciones reprobadas por los progresos de las luces? ¿No le hubiera valido más ceder al torrente de las ideas dominantes, y dirigir la tempestad y salvar así su persona y su trono? Nosotros respondemos según la evidencia de los hechos y la notoriedad pública, que a la verdad la Nación (cuyo nombre honorable se usurpa aquí como siempre por los sofistas) ha defendido sin duda con ardor y perseverancia a su patria (es decir a sí misma y a su Rey) para libertarla de un yugo extranjero; mas también es cierto que el partido revolucionario de las Cortes en nada ha contribuido a esta liberación, y que igualmente que los ecrivailleurs alemanes han hecho entre ellos, no ha querido sino recoger donde no había sembrado, retrotraer los acontecimientos en favor de su secta, y colocar la corona, no sobre la cabeza del rey Fernando, sino sobre la suya propia. Toda la Europa sabe y sabrá mejor todavía en lo sucesivo, que el pueblo que combatió y vertió su sangre, que sacrificó su vida y su fortuna por el Rey y la Patria, y aun la junta que dirigía entonces sus esfuerzos no habían ni querido, ni hecho, ni aprobado, ni aceptado esta Constitución; sino que al contrario fue obra de un corto número de facciosos, compuesta en parte de comediantes, y de literatos, que en medio de la mayor confusión, y contra la voluntad de la sana y mayor parte de las Cortes la abortaron en los clubs, y con grande admiración del mundo, y de todos los honrados españoles mismos la impusieron a la Nación como una ley obligatoria. También hemos visto que esta obra de las tinieblas fue trastornada y aniquilada por una sola palabra del Rey, enmedio de los aplausos del ejército, del clero, de la nobleza, de los Ayuntamientos, de las ciudades y de todos los pueblos10. En segundo lugar no se puede tampoco decir que la Nación se deba a sí sola la libertad del yugo extranjero, y que haya salvado al rey Fernando, su reino y su corona: estamos muy distantes de querer rebajar el mérito de sus nobles y animosos esfuerzos: al menos ha probado al mundo que se puede resistir cuando se quiere: acaso ha reanimado el valor de algunos otros pueblos; y no se puede sin duda exigir que en un momento de confusión, sin medios suficientes, sin jefes conocidos, todo vaya de un modo regular; pero está universalmente reconocido, y millares de testigos oculares pueden confirmarlo, que sin el socorro de los ingleses y de su gran general, sin el soplo de Dios, que destruyó a Bonaparte en Rusia, sin el concurso de la Europa reunida, que retrajo a los ejércitos franceses de la Península, los españoles solos no hubieran podido libertar a su país, y se habrían visto obligados a sufrir la ley del vencedor, tanto más, cuanto que sus fuerzas no bastaban para la resistencia; que reinaba entre ellos la discordia, y que se hallaban en España, como en todas partes, bastantes egoístas, o los que se llamaban entonces josefinos o afrancesados. Ninguno debe atribuirse aquí un mérito exclusivo, sino que cada cual debe más bien seguir el ejemplo del héroe de la Prusia, y de los tres monarcas que arrojándose de rodillas en el campo de batalla de Leipsich, rindieron gloria a Dios, cuya voluntad sola pudo hacer concurrir todas las circunstancias para operar la ruina del usurpador. En tercer lugar no es más cierto que la Nación española no haya vertido su sangre sino por el interés del rey Fernando, y esta tortuosidad revolucionaria, por la cual siempre se quieren poner en oposición los intereses de los reyes y los de los pueblos, merece particularmente rectificarse. Los españoles no han peleado solamente por el Rey sino también por todo lo que les era amado y sagrado, por su religión y por la ley suprema, por su libertad personal, por sus propiedades, por sus mujeres y sus hijos, por sus derechos adquiridos, por todas sus relaciones sociales, y por el Rey solamente en cuanto les asegura y conserva estos beneficios; en general el que defiende a su superior natural, pelea todavía menos por éste que por sí mismo y por todos los beneficios que emanan de esta autoridad saludable; porque los pueblos tienen todavía más necesidad de sus reyes legítimos, que los reyes tienen necesidad de sus pueblos. Es de la naturaleza de las cosas y la experiencia lo ha confirmado frecuentemente, que los reyes destronados aun gozan en otros países como simples particulares una vida tranquila, y tal cual feliz; mientras que los pueblos abandonados, semejantes a las ovejas dispersadas y privadas de su pastor, se devoran mutuamente, y vienen a ser presa de los primeros lobos, o de los primeros tiranos que se presentan.

En todo caso no desconvendremos en que Fernando debía pagar amor con amor; él debía estar reconocido a su pueblo, pero solamente a la parte fiel, que resistió generosamente al yugo extranjero, no a los partidarios del intruso, y menos todavía a la facción jacobina de las Cortes, facción que no hizo pelear a los otros sino para apropiarse la corona; porque en último análisis ¿no viene a ser lo mismo para el Rey el verse quitar el trono, su libertad, su propiedad y toda la dignidad real por un poder exterior, o por los sofistas indígenas, que imponen cadenas de hierro a su señor y dueño, que le envilecen reduciéndole a la cualidad de siervo, y le preparan un destino peor que el que habría gozado en poder del mismo usurpador de su imperio? Todo al contrario, el yugo de estos sofistas sería todavía más vergonzoso y más opresivo; mientras que el honor, y la esperanza no se pierden nunca cuando después de una lucha desigual e inútil es necesario ceder a la superioridad de las fuerzas de una potencia extranjera.

¿Pero Fernando VII no ha llenado pues el deber de reconocimiento hacia sus fieles vasallos? ¿No han ganado nada los españoles con su regreso? ¿No han recogido ningún fruto de sus nobles esfuerzos? El fin más esencial que procuraban alcanzar era, ante todas cosas, el Rey legítimo mismo, ese poder amigo, y no hostil, protector, y no expoliador, sin el cual ninguna sociedad puede subsistir y el único que puede hacer reinar la paz entre los hombres. El pueblo recobró a su padre y su defensor, al árbol fecundo que derrama sus beneficios sobre millones de hombres, y bajo cuya sombra cada uno reposa con seguridad. Llega el Rey, y su primer decreto fue restablecer la libertad personal de todos los españoles, mientras que las Cortes los hacen sus siervos, e introducen sin necesidad en medio de la paz la conscripción más absoluta. Se impone S. M. una severa economía a fin de conservar la fortuna de sus vasallos, y rehúsa aun en el momento de mayor necesidad establecer nuevos impuestos, mientras que las Cortes por su Constitución se apropian los bienes como los cuerpos de los españoles. Protege a la religión no en apariencia, y solamente sobre el papel como lo hacen las Cortes, sino en sus ministros, sin los cuales no puede existir. Reconoce la existencia de una ley suprema de justicia y de benevolencia, impuesta al Rey como al pueblo, mientras que las Cortes no reconocen otra regla ni otro freno que su voluntad. Restituye a la iglesia los bienes expoliados, o secuestrados, que deben su origen a piadosas donaciones, y que no son otra cosa que una propiedad permanente para mantenimiento de la religión y de las ciencias, educación de la juventud, socorro de los pobres, de los enfermos, y de los infelices. Las Cortes al contrario los quitan sin alguna forma de proceso, y han empezado por confiscar las propiedades de establecimientos eclesiásticos, sin embargo de que la confiscación de bienes está abolida por su Constitución, aun cuando se trate de delincuentes: ¿acaso contra estos solos deberá entenderse su prohibición? Fernando fue justo con un orden célebre inocente, y cruelmente perseguido en el gobierno de su abuelo, orden que ha hecho los más grandes servicios a la religión, a las ciencias, y a la educación, que han admirado a su pesar los protestantes más sabios, que fue protegido por Enrique IV, por Federico II, que la providencia ha hecho conservar por Catalina II, que fue restablecido por la cabeza de la Iglesia, vuelto a pedir por los reyes de Nápoles y de Cerdeña, por el duque de Modena y otros soberanos, invitado a volver a España por todos los obispos y arzobispos, y por más de cincuenta y cinco ciudades y villas del reino, recibido en todas partes con júbilo, al cual hasta en México se les restituyeron voluntariamente sus bienes, y las casas que todavía existían, y que no tuvo necesidad, como la Constitución de las Cortes, de introducirse por una columna movible de veinte mil hombres, por el pillaje de ciudades florecientes, y por el asesinato de ciudadanos pacíficos. En cambio las Cortes liberales, y los partidarios que tienen en Europa, dejan ya entender que a pesar de su libertad de imprenta, su libertad de hablar y de enseñar constitucionalmente decretada, a pesar también del juramento prestado a la religión católica, su intención es arrojar de nuevo, y hacer morir de hambre a millares de hombres modestos y sabios, que sin alguna retribución instruyen a la juventud en todas las cosas útiles. Por otra parte el Rey quiso preservar a su pueblo de las falsas doctrinas, origen de toda corrupción; de la influencia de esas sociedades secretas y anti-religiosas, que fueron la causa de tantas calamidades: en consecuencia prohibió esas ligas de sofistas como lo están asimismo prohibidas hace mucho tiempo en Austria, en Nápoles, y en varios Estados de la Alemania. ¡Desgraciado Fernando!, quizá fue éste vuestro delito capital a los ojos del espíritu del siglo. Si hubieses perseguido a la iglesia cristiana, y remitido el poder supremo a sus enemigos, aborrecido a los que embellecen las ciencias por la modestia, y las hacen auxiliares de la virtud y del deber, y favorecido a los que sólo procuran fomentar el orgullo y transformar todos los talentos, todos los conocimientos en instrumentos de crímenes; entonces la secta liberal os hubiera hecho gracia, o indultado aun de la Constitución; os hubiera permitido o concedido todo el despotismo imaginable, y hubiera puesto a vuestra disposición la vida y los bienes de todos los españoles. Pero se añade todavía ¿no ha tratado Fernando con ingratitud a muchas personas respetables, perseguido, destituido de sus empleos y aun desterrado no solamente a los partidarios del usurpador José, sino también a algunos de los que habían peleado contra él? No decidiremos ahora si en cuanto a esto ha habido algún abuso, atendiendo a que carecemos de los conocimientos personales que al efecto necesitamos. Rodeado de enemigos de diferentes colores, colocado entre dos especies de traidores, quizá seducido por consejeros sospechosos o equívocos, le ha sido muy difícil no cometer algún error y mantener siempre un justo medio; pero lo que sabemos con certidumbre es que la conducta de esos fugitivos o de esos desterrados, desde el momento en que vieron destallar la revolución actual, de ningún modo ha sido propia dirigida a interesarse en su favor. Sabemos asimismo que la secta liberal no ha manifestado ningún síntoma de sensibilidad, cuando bajo su imperio doscientos mil hombres honrados con sus mujeres y sus hijos, fueron desterrados y deportados a Francia, que otros gemían en las prisiones, y que un número no menos considerable ha perecido sobre el cadalso. Y sabemos en fin que en este mismo momento los liberales y las gacetas liberales hallan muy sencillo, muy simple que la junta de Madrid, o el populacho comandado destituya de sus empleos, y arroje en las cárceles a los hombres más distinguidos, que hacen el honor y la gloria de la Nación española, y que salvaron al Rey y al pueblo; que les fuerza a dejar su patria, y a buscar asilo en Portugal, en Francia, en Italia, o aun entre los mismos musulmanes que tienen para con ellos más compasión que los que se llaman cristianos y conciudadanos, y no hablan sino de libertad, de humanidad y de progresos de las luces. Nada se oponía al reposo, a la felicidad, y a la gloria nuevamente adquirida de la España sino la desgraciada guerra con las colonias de la América meridional, guerra que Fernando no había suscitado, sino que existía ya cuando regresó a su renio, y que no habría sobrevenido sin la usurpación extranjera, ni sin las Cortes revolucionarias. Esta guerra sola agotó las fuerzas que hubieran servido para curar las llagas interiores; pero los literatos de las Cortes, y las corporaciones de los sofistas prefieren su secta a su patria. Para prevenir el restablecimiento de la paz, y el del poder real, impidieron al Rey que reuniese estas bellas provincias a la madre patria, y derramar igualmente la abundancia sobre todas las clases de sus vasallos. Reiteradas veces provocaron a las tropas reales a la desobediencia, empeñándolas a que rehusasen el embarcarse, cuando se trataba de ir a combatir a los rebeldes, y de venir al socorro de los habitantes fieles, mientras que las tropas de las otras naciones y aun las inglesas, tan altivas de su libertad, sirven indiferentemente sobre mar como sobre tierra, y se dejan conducir a todas las partes del mundo, sin que imaginen por eso ser esclavos que se llevan a la carnicería. Si los antiguos españoles hubiesen pensado de ese modo, ciertamente que sus descendientes no habrían poseído jamás aquellas provincias florecientes; jamás el comercio y la navegación habrían adquirido la extensión y la actividad que les distinguen en nuestros días. Sin embargo, por estas mismas Cortes o sus partidarios, que decretan en su Constitución que ninguna provincia, ninguna ciudad, ningún pueblo, ni aun la más pequeña parte del territorio español, podrá cederse o enajenarse jamás, ¡hemos visto cometer esta traición! El tiempo venidero nos enseñará si con sus proclamas y su Constitución, su servicio forzado y sus impuestos arbitrarios conseguirán mejor traer estas provincias a la obediencia, someterlas al yugo de las Cortes, de sus comités y de sus procónsules, más bien que al gobierno dulce y moderado del Rey.

Mas ya es tiempo de terminar estas tristes pero instructivas consideraciones: fácil es vituperar, se nos dirá; la crítica es también fácil, mas el remedio difícil; hace mucho tiempo que conocemos el mal, mostradnos cómo debemos combatirle. Muy bien; aceptamos el desafío; indicaremos los únicos y verdaderos medios de restauración y de salud; los diremos con valor, y sin rodeos, con la seguridad de un médico, que apoyado sobre las leyes de la naturaleza osa garantir el suceso. Lejos de nosotros la idea de querer disimular el peligro y predicar seguridad en donde son necesarias la virtud y la vigilancia. ¡Eh! ¿Qué más acontecimientos se necesitan todavía para abrir los ojos el mundo? Ved como una secta poderosa derramada en toda la Europa pervierte en todas partes el espíritu de los hombres, tan pronto reinando ella misma y tan pronto rodeando a los príncipes con su hipocresía para engañarlos y hacerlos servir de instrumentos a sus proyectos destructores; ved ya como hace cuatro años levanta su frente audaz en el centro de su actividad, hace asesinar en Francia al príncipe, en quien reposaba la última esperanza de la casa de Borbón; envilece al Rey de España, reduciéndole a la clase de criado de un club de jacobinos; asalaria aun en esa Inglaterra tan libre y tan feliz un innumerable populacho con el fin de trastornar a mano armada la Constitución del país y emprende la muerte de todo un ministerio; quiere en Alemania hacer caer a treinta y tres antiguos soberanos por los puñales de una juventud fanatizada; ved como (para poner colmo a la atrocidad) estos delitos de que nuestros padres se habían estremecido, y contra los cuales no habrían hallado castigo bastante severo, todavía son públicamente alabados y preconizados, y como en fin la llama ejerce su desolación hasta en las otras partes del mundo. Su objeto fanático, en todas partes igual, no es el de corregir los agravios reales, o el de forzar al poder a ser justo, sino el de destruir la Iglesia cristiana, disolver la sociedad humana hasta en sus elementos, y elevar al poder soberano bajo el nombre de representación del pueblo a la misma secta o a sus partidarios. Príncipes y padres del pueblo, que aún estáis sentados sobre vuestros tronos, y cuya conservación nos es tan necesaria como a vosotros mismos; consejeros fieles, ministros y hombres de Estado, que lloráis con nosotros sobre el espíritu perverso del siglo; que detestáis el mal, pero que balanceáis todavía alguna vez sobre la elección de los medios que se deben emplear para evitarle y separarle, mirad de frente el peligro que os amenaza, y desde entonces ya no existirá, o al menos quedará medio vencido. Creedme en esto, pues hace treinta años que he estudiado la secta en sus principios y en sus acciones; que la he visto en su triunfo, y que he observado siempre, que su mala conciencia la hace ser temerosa; que tiembla delante de toda voluntad firme, hasta el punto de asustarse de la caída de una hoja. Creedme, que como simple individuo he jurado destruir a esta raza de víboras; que me he expuesto a los puñales de los sofistas, y nunca me han atentado, precisamente porque no capitulo con ellos, y que en fin creo haber adquirido derecho a hacer oír mi voz en este asunto. La secta no es poderosa sino por vuestra indulgencia y vuestra cooperación; sin vosotros o contra vosotros nada podía, y bien pronto se vería reducida a polvo por la maldición de las naciones, así que vuestro brazo protector libertase al pueblo de su yugo. En el momento que conozcáis las causas, la naturaleza y los signos exteriores del mal, sus antídotos se presentan por sí mismos. Esta secta que tenéis que combatir quiere en una palabra no reconocer ningún superior ni en el cielo ni sobre la tierra, ningún poder, ninguna ley que no emane de ella misma, o en otros términos pretende destruir toda dependencia natural, todo servicio voluntario entre los hombres, e imponernos en cambio su propio yugo. De aquí su odio contra Dios como la primera de todas las superioridades, criador y legislador de todas las cosas; contra la religión y sus ministros, como aquellos que anuncian la palabra de Dios, y que son las guías espirituales de los hombres; contra los reyes, cuya potencia dispone de los bienes de este mundo, y que están servidos por gran número de hombres, a quienes en cambio hacen muchos beneficios; contra los grandes y los nobles, porque ocupan la plaza más cercana a los reyes en el orden del poder natural, y que son padres nutricios, protectores y bienhechores secundarios del pueblo; contra todo grande propietario permanente, y asegurado en las mismas familias por derechos de primogenitura, de fideicomisos o de sustituciones, porque forma relaciones naturales de superioridad y de dependencia, y liga a los hombres entre sí por mutuos beneficios; contra todas las convenciones conocidas bajo el nombre de feudales; es decir, esos aspectos dulces y humanos, que reúnen el fuerte al débil, y el débil al fuerte; contra todos los cabildos de las ciudades u otras corporaciones, porque poseen igualmente un poder superior, y pueden ofrecer a otros hombres útiles servicios; contra los gremios o comunidades de artesanos, porque dan a su Estado cierto honor, y existe entre el maestro y los obreros una relación de dependencia; contra la santidad del matrimonio, esa unión íntima de las almas, que se representa como una esclavitud mutua, y se querría transformar en un contrato de ayuntamiento temporal; en fin, contra la misma autoridad paternal, y contra la dependencia de los hijos en su menor edad, que, según los principios de la secta, deben ser también iguales a sus padres, o aun superiores a ellos. Esta manera de aislar a los hombres, haciéndolos a todos igualmente miserables, esta disolución de todas las relaciones sociales, esta destrucción de todos los medios de beneficencia recíproca, es llamada por la secta ya filosofía y progreso de las luces, ya libertad e igualdad, ya espíritu del siglo, ya humanidad y dignidad del hombre, ya unidad o uniformidad, ya liberalidad, ya civilización &c. Pero por más que la serpiente mude con frecuencia de piel y de color, su veneno queda en todo y es siempre el mismo; y es fácil de reconocerle por esas eternas declamaciones contra el Altar y el Trono, contra los sacerdotes y los reyes, contra la nobleza y el clero, contra todos los superiores naturales, a que llaman aristócratas, y contra los pretendidos privilegios; expresión bajo la cual no entiende sino los medios que resultan de la superioridad de bienes, y todos los derechos adquiridos que dan autoridad e influencia sobre los otros hombres. Si pues no queréis el triunfo de esa secta impía, si queréis evitar las calamidades que emanan de ella, es necesario hacer y favorecer precisamente lo contrario de todo lo que quiere, y de todo lo que recomienda con el mayor énfasis. Después de esto es necesario reunir y no dispersar, renovar los lazos relajados de la sociedad humana, reconocer a todo superior legítimo y protegerle en sus derechos, exigir toda obediencia debida y castigar a los que la rehúsen. Para conseguirlo no tendréis necesidad de recurrir a las persecuciones, a los destierros, o a los cadalsos, sino es contra aquellos que son evidentemente malhechores; el número de los hombres engañados es demasiado grande, y en general no se triunfa de las sectas por la fuerza física, sino que es necesario acciones, leyes, e instituciones que se apoyen en principios opuestos a los que se siguen hace medio siglo. Ante todas cosas, reyes y príncipes de la tierra, sabed lo que sois, y en qué rango os ha colocado la Providencia; vos no sois ni criados, ni funcionarios del pueblo; no es éste quien os ha establecido, y no sois responsables a esa multitud de mil cabezas; que ella misma divaga por todo viento de doctrina y por intereses contradictorios; no sabe lo que quiere, tiene necesidad de vuestra dirección; no puede dirigiros, y aun tiene la pretensión de hacerlo. Vos al contrario sois hombres poderosos y libres; esto es, dotados por Dios de muchos medios de bienes y de posesiones, a fin de ejercer y de mantener su ley sobre la Tierra, de hacer y de fomentar el bien, de evitar vosotros mismos el mal, y de procurar constantemente reprimirle. A este efecto honrad ante todo a la religión, no solamente en apariencia o por decencia, sino sinceramente y con celo; reconoced a Dios por vuestro señor y dueño y no reconozcáis a ningún otro; dad los primeros ejemplos de obediencia a un poder superior y a la ley suprema, que sin esclavizaros no os impone sino los deberes honorables que bastan en todas las circunstancias; y si vosotros la observáis ya no tendrán los pueblos nada que desear; honradla también en sus ministros y en sus instituciones, sin las cuales no puede ni subsistir, ni propagarse, ni transmitirse a las generaciones futuras. Allí donde la Iglesia universal existe de toda antigüedad, y donde ha sido de nuevo reconocida por tratados, dejadla libre en lo que es de su pertenencia; vosotros hallaréis en ella un apoyo sólido, una amiga fiel y esclarecida, porque el odio de la secta revolucionaria se dirige contra ella como contra vosotros, y eso por una secuela de los mismos principios. Si carece de bienes exteriores y de medios de conservación, sin duda no podréis darla todo lo que haya perdido en el naufragio; pero dejadla dotar sucesivamente por sus amigos; haced ver que os agradan tales funciones, dad en ello vosotros mismos felices ejemplos, y entonces pronto no carecerá de lo necesario; numerosas instituciones útiles para la educación de la juventud, para los pobres, los enfermos &c., vendrán a ser florecientes sin hacerse onerosas, ni a vuestras rentas, ni al caudal de vuestros pueblos, y vosotros mismos habréis formado un manantial fecundo de prosperidad pública y privada; respetad también en todas las relaciones temporales el buen orden y la subordinación natural; reunid a los hombres por la diversidad de sus medios y de sus necesidades; juntad a vuestro derredor a los primeros y principales de vuestro país para oír sus consejos y sus votos, o para obtener su consentimiento y su cooperación en ciertas medidas importantes. En una época de peligro es bueno no hallarse solo, y aun el no parecer aislado a los ojos del mundo, para que la idea del poder sea elevada y se haga más brillante por el consentimiento libre y espontáneo de todo lo que es respetable, de todo lo que mira inmediatamente a vuestra persona, a fin de que la masa de los hombres honrados del país sepa después a quién debe reunirse, y dónde debe reconocer la verdadera patria; pero rodearos de vuestros amigos y no de vuestros enemigos, de los que desean vuestra conservación y no de los que quieren vuestra ruina; de los verdaderos estados o estamentos provinciales de vuestros reinos, tales como la naturaleza los ha formado, y no de esos pretendidos representantes del pueblo, cuya existencia revolucionaria se apoya sobre el cálculo aritmético de la población, y sobre la admisión jacobina del principio de la disolución de todas las otras relaciones sociales, para servir de camino a nuevos trastornos. Oíd los votos de vuestros Estados fieles, pero mantened siempre la autoridad suprema aun hacia ellos: huid la palabra Constitución; ella es un tósigo en las monarquías, porque emana de la ficción de una base democrática que organiza la guerra interior, y creados elementos contradictorios que necesariamente producen un combate de muerte. Por otra parte, ¿quién os ha pedido estas Constituciones? Nadie sino solos los jacobinos para establecer desde luego su principio fundamental, de que deducirán más tarde las consecuencias, y enseguida para ser elevados exclusivamente al soberano poder, bajo el pretexto de que son los únicos partidarios de esta Constitución, y los únicos que quieren mantenerla. Los pueblos al contrario no os piden Constituciones, sino solamente protección y justicia. Sobre todo, ¿a quién se las habéis prometido? ¿Quién ha recibido esta promesa? ¿Quién tiene derecho de recibirla en nombre del pueblo entero? Si ellas no son sino el producto de vuestra libre voluntad, podéis revocarlas como cualquiera otra ley, variarlas, interpretarlas según los intereses de vuestra corona inseparables de los del pueblo; y si por casualidad esas Constituciones sacrificasen o injuriasen los derechos privados de vuestros vasallos, ni aun vos teníais derecho para darlas, y era de vuestra obligación el dispensaros de ello. Ligad al contrario las diversas clases de vuestro pueblo por convenciones amistosas y mutuamente útiles, cuya unión sola puede llamarse la naturaleza y la Constitución del nudo social; restableced los derechos y las libertades inocentes que la revolución sola ha destruido, que constituyen el honor de cada clase de la sociedad y le dan una patria que no hallará fácilmente en otra parte. Abolid esas leyes perniciosas, dadas de cincuenta años acá, que ya bajo el pretexto de la agricultura, ya del de la población, o de cualquiera otro ídolo del siglo, no se dirigen sino a partir y dividir las propiedades, y por consecuencia también a causar divisiones entre los hombres, haciéndolos enemigos unos de otros11. Favoreced al contrario a los propietarios considerables y permanentes, que a su vez favorecen los socorros recíprocos de la caridad, y adhieren a los hombres unos a otros por beneficios igualmente permanentes. Entre los poseedores de estas grandes propiedades es en donde se forman esas familias opulentas y poderosas, que arraigadas en la patria son como los padres patricios de las otras clases del pueblo, las columnas y los apoyos de la prosperidad nacional, que fecundan y vivifican el comercio y la industria, y hacen esperar a los hijos las mismas ventajas de que han gozado sus padres. Sus hijos segundos hallan también medios de ilustrarse en la Iglesia, en la guerra y en el Estado, porque en los pueblos agrícolas, y en el noble sentimiento de una cierta libertad, es en donde más bien que en las ciudades, y bajo el peso de cuidados económicos se desarrollan las disposiciones grandes y generosas. Para este efecto dejad un libre curso a la facultad de testar: no se la ha atacado, no se ha procurado abolirla o limitarla arbitrariamente, sino para bambanear el derecho de propiedad, debilitarle, y disolver los lazos de familia. No quitéis a los padres el placer de transmitir a sus descendientes las ventajas de una fortuna bien adquirida; no impidáis esos bellos establecimientos de sustituciones fideicomisarias que abandonan ciertos bienes a la fidelidad religiosa de las generaciones sucesivas, dando su posesión y goce a un séquito de herederos, imponiéndoles también el deber de la transmisión. Estos establecimientos son tan legítimos como toda otra fundación benéfica y permanente. Ellos animan el valor de la patria, estrechan los lazos de familia, recuerdan a los hombres el deber de no pensar únicamente en su persona, sino también en sus descendientes; y la facultad sola de instituirlos despierta sentimientos generosos, se opone al egoísmo y ennoblece el deseo de acumular caudal y bienes; conserva la propiedad de las familias antiguas e indígenas con la fidelidad, los recuerdos patrióticos, y las relaciones de amistad entre los hombres; sin aquéllos no hay verdadero comercio, ni grandes establecimientos de industria, porque éstos exigen capitales considerables asegurados, y no pueden subsistir si no hay grandes propietarios para consumir sus productos. Bien por último que la fuerza o la injusticia haya roto muchos lazos, bambaneado o disuelto numerosas relaciones, que en otro tiempo se designaban con el nombre de feudalidad, se verán formar en su lugar otras convenciones análogas bajo formas y denominaciones diversas. Los propietarios asegurados de conservar lo que les pertenece; los deudores, cuya prestación o canon anual no puede levantarse o alterarse arbitrariamente, cuyos acreedores son al mismo tiempo sus padres y sus superiores legítimos, deben necesariamente ser amigos los unos de los otros; y bajo semejante relación, no se verá ya el mundo dividido entre esclavos miserables, entre deudores atormentados de temor y de inquietud, y de usureros sin piedad.

En cuanto a las ciudades de vuestro país consideradlas como corporaciones, que pueden serviros de apoyos útiles, y daros numerosos socorros. Allí donde los hombres viven reunidos los unos a los otros, y soportan cargas comunes, es necesario también reunirlos por ventajas comunes; y de este modo ha formado la naturaleza una cosa pública, una relación de comunidad, que de ningún modo es peligrosa, pues que no se apoya sobre el principio revolucionario de una igualdad universal. Restableced pues esas buenas y honestas ciudadanías de las ciudades, considerando que jamás deben cerrarse totalmente, sino que al contrario, conviene renovarlas y vivificarlas constantemente por un alistamiento sucesivo, según el modo determinado por la ley; es existencia honorable la de verdaderos ciudadanos adheridos a su ciudad, y administrando con probidad la cosa pública de su lugar natal. De este plantel es de donde salen hombres capaces, destinados a satisfacer las numerosas necesidades de la sociedad. Las ciencias y las artes, el comercio y la industria florecen allí mejor que en las campiñas, porque tienen necesidad del concurso de muchos. Si la vida del campo fortifica el alma, y ennoblece el carácter, la de las ciudades desarrolla los talentos y los medios industriales del hombre, y estas cualidades diversas, que tienen necesidad las unas de las otras, deben considerarse como compañeras inseparables. Conceded a estas corporaciones igualmente que a los grandes propietarios el grado de libertad que les conviene para regir sus negocios particulares, a fin de que las unas y los otros se honren de su estado, y que naturalmente nazcan en sus corazones sentimientos generosos. No es necesario ni aun posible que vos gobernéis todas las cosas; sólo la secta filosófica quiere imponeros esta carga, a fin de que a la sombra de vuestro manto real pueda ella someter al mundo entero a su yugo. Este sistema de gobernarlo todo no hace al contrario sino el tormento de vuestra vida, os causa numerosos embarazos y gastos inmensos, provee un pretexto para criticar todas vuestras acciones, y a su vez excita en el pueblo el deseo de gobernar vuestros negocios, porque fuera de él no se percibe ya ninguna parte ni hombre ni influencia legítima. Reunid también en corporaciones y en comunidades las diversas clases de habitantes de las ciudades, tales como los sabios, los negociantes, los artistas, &c. a fin de que fortificados por su unión y elevados por el sentimiento de una existencia honorífica, mantengan el orden y la disciplina en su Estado, que estén contentos con su suerte, que no envidien la de los otros, y no procuren ponerse en su plaza, a fin de que la ambición pueda satisfacerse aun en un círculo estrecho, y que el amor del bien empiece manifestándose sobre los objetos más próximos. Exigid de todas las clases el cumplimiento de sus deberes; pero protegedlas también en sus derechos, porque hay entre ellas relaciones naturales de subordinación y de dependencia. Es necesario empezar enseñando a obedecer, a fin de formarse el goce más tardío de una libertad legítima. Honrad en fin la santidad del matrimonio, esta unión íntima de las almas, esta alianza celeste de poder y de amor, de la cual emana el espíritu de todo lo que es bueno y honesto; no permitáis disolverle allí, donde el divorcio es ya ilícito, y que donde las leyes le permiten no lo sea al menos con una facilidad escandalosa y arbitraria. Proteged las relaciones de familia, este primer germen, este prototipo de toda monarquía. Dad a los padres su autoridad legítima; no les limitéis demasiado su facultad de testar, a fin de que los hijos aprendan de nuevo a obedecer a sus padres, que les miren como a sus protectores y bienhechores, y que les amen más: entonces se renovarán los vínculos de la sangre; no se verá ya a la enfermedad y a la vejez abandonadas con ingratitud, y tratadas con desdén; y en la casa paternal los hijos se acostumbrarán a la obediencia y a un amor respetuoso hacia los superiores de un orden más elevado y hacia los padres de la gran familia. De este modo solamente conseguiréis volver a anudar los lazos que unen a los hombres entre sí, restablecer el orden natural, es decir, la Constitución divina, levantar en fin con sus ramas y sus hojas ese árbol de la vida social, del cual sois la raíz y el tronco.

Por último, reyes y poderosos de la Tierra, juntad a estas máximas y a estas acciones la prudencia ordinaria de los príncipes, que si es útil en todos los tiempos, en el día más que nunca es de necesidad absoluta. Ante todo fomentad y proteged las buenas doctrinas que deben facilitar y favorecer todas vuestras empresas, pero que no pueden descansar sobre otros fundamentos sino sobre el conocimiento y el amor del soberano señor y legislador. De la verdadera fe es de donde emana toda justicia, así como los falsos principios son el origen de todos los males. Sin duda no os toca a vosotros mismos el repartir esta doctrina; debéis dejar este cuidado a la Iglesia, esa antigua custodia de la verdad, y a otros sabios hombres de bien, que se presentarán en bastante número desde luego que puedan contar con vuestra protección. No los pongáis trabas en el cumplimiento de este sublime deber; dejadles aquella libertad, aquel ánimo de que los misioneros de la mentira y del error han gozado demasiado tiempo; alejad sin piedad de vuestros consejos, y sobre todo de las escuelas, de las cátedras y de las academias que habéis fundado a los partidarios de los principios irreligiosos y revolucionarios, de una secta conjurada contra Dios y todas las autoridades superiores; secta fácil de reconocer en sus elogios, como en sus vituperios, en su lenguaje, en sus rodeos, y que aun cuando hace la hipócrita, se hace también constantemente traición para dejarse entender de sus adictos. No creáis que las ciencias, la educación y la instrucción pública puedan sufrirlos: todos sus sofismas emponzoñan la juventud, y no llevan a todos los entendimientos sino la turbación y la duda, sin verdadero saber; ni ellos pueden enseñar nada de bueno. La ignorancia, el orgullo y las eternas contradicciones forman su esencia. Todo al contrario, el árbol de las ciencias volverá a florecer con más majestad, y no llevará sino frutos saludables, cuando se vea purgado de ese gusano que le roe, y que próximo a sofocarle le roba todo su vigor. No os dejéis seducir por las declamaciones de una libertad absoluta de la imprenta, aunque circunstancias extraordinarias y fortuitas hayan hecho incurrir en este sentido a algunos buenos entendimientos; sin embargo los sofistas no la invocan en general sino para ellos; y a sus ojos debe únicamente ser un privilegio o un breve de impunidad para la mentira y la calumnia, para la rebelión y la impiedad. Los sabios honestos no la han pedido jamás en este sentido: ella aun les quita su honor en cuanto los confunde con los emponzoñadores y charlatanes, y los envuelven por consecuencia en el mismo menosprecio. La virtud es el carácter del hombre; ¿será pues menos importante la salud del alma y del entendimiento que la salud del cuerpo, sobre la cual veláis con tanta solicitud, y que sin embargo podría, a mi parecer, más bien abandonarse al cuidado de cada individuo? Se os dice que esta libertad lleva consigo su correctivo, porque el mal que producen los malos escritores se repara por los buenos: ¿pero desde cuándo se deja propagar libremente el veneno de la peste porque los médicos puedan administrar el antídoto? O ¿desde cuándo permitís que haya incendiarios, porque no está prohibido a los hombres de bien el apagar el fuego? Haced pues examinar con cuidado los escritos, por los cuales se arrogan el derecho de ser los doctores del mundo y los médicos de las almas, a fin de que sea humillado el orgullo, y que la entrada de los jóvenes en la carrera pública venga adornada con la modestia. Jamás los sabios de conciencia han temido ser censurados, al contrario lo han deseado; ninguna obra grande, verdadera y útil al mundo se ha impedido por la censura. Mas no la confiéis sino a los hombres más hábiles, y menos sospechosos; a los que se oponen al mal y no al bien, y que saben reconocer al primero bajo sus diversas máscaras; a los que ejercen su empleo de una manera religiosa y severa, más también con caridad para la enmienda y no para desesperar al honrado escritor; retirad vuestro favor de esas sociedades perniciosas y secretas: todo lo que teme a la luz del día no puede jamás ser bueno; excluid de vuestro servicio a los miembros de esas sociedades al menos tan largo tiempo como tarden en abandonarlas formalmente. Demasiado tiempo se ha derramado la ironía y el escarnio sobre todo lo sagrado; que el látigo de la sátira sacuda ahora al vicio y a la locura, y armad contra ellas las artes y la literatura, a fin de disolver estas ligas cubriéndolas de ridículo. Educad a los herederos de vuestro trono en el temor de Dios, a fin de que todo otro temor desaparezca, y que no les falte el ánimo del bien; hacedles instruir en la historia de su casa y de su país, para elevar sus corazones a sentimientos nobles, para despertar pensamientos dignos de un príncipe, para seguir las virtudes de sus padres, o para evitar sus culpas, mas sobre todo a fin de conocer las verdaderas relaciones con sus súbditos y sus vecinos, lo que les formará naturalmente para toda justicia y toda buena política. Hacedles conocer también el origen, la esencia y el objeto de las sectas revolucionarias de nuestro siglo, a fin de que sepan distinguir el veneno bajo sus diversos rebozos, y no puedan ser engañados o extraviados por cada hablador sofista. No entendemos que por esto se excluyan los otros objetos de instrucción, mas éstos son los más necesarios en el día, y fácilmente se pueden reunir a ellos los otros. Conservad los bienes de fortuna que la providencia os ha dado; éstos son la raíz de vuestro poder, y sin ellos vuestra libertad no podría subsistir. No enajenéis estos dominios primitivos, la gloria de vuestra casa; al contrario, debéis exceder en tales posesiones a todos los grandes de vuestro reino, y es necesario que a su aspecto el pueblo se acuerde de vosotros y de vuestros padres, que os considere como amigos y bienhechores, y no como una potencia extraña. Sed buenos, económicos siempre sin una parsimonia indigna de un príncipe; porque la economía contribuye mucho a vuestro poder y a vuestra consideración; cuanto menos necesidad tengáis de socorros extraños, seréis más independientes, y la secta tendrá menos pretextos para imponeros cadenas. Rodeaos de servidores religiosos, capaces y celosos, que después de Dios estén adheridos principalmente a vuestra persona y a vuestra casa, y no a sí mismos o a la secta. Preferid la probidad y la fidelidad a solo el talento; por otra parte no se rehúsan a la virtud los dones del entendimiento; al contrario, ella les da la verdadera dirección. ¿Queréis saber cuáles son los hombres buenos? Juzgadlos de cerca lo que hacen en pequeño en su vida privada. Huid de los aduladores, amad la verdad, porque es fruto de un corazón sincero. No os carguéis de demasiado número de empleados y de consejeros; no mudéis con frecuencia a los que se hayan reconocido fieles; animadles con vuestra benevolencia; recompensad la virtud, castigad el crimen. En todo vuestro género de vida, en vuestros círculos, vuestras ocupaciones, vuestros recreos y placeres, conservad siempre esa superioridad conforme a vuestra dignidad, que hace resplandecer al poder real y comanda el respeto universal. Los pueblos no estiman obedecer sino a aquel que se distingue realmente de entre ellos de una manera exterior y visible. No os ocupéis vos mismos de bagatelas, que no harían sino fatigar vuestro espíritu, y hacerle incapaz de las cosas grandes. En todos vuestros discursos, vuestras publicaciones y vuestras ordenanzas, usad de un lenguaje verdaderamente real, que emane del sentimiento de vuestro corazón, y despierte la idea del deber en el espíritu de vuestros vasallos. Hablad en vuestro propio nombre, no hagáis parecer a vuestra persona como indiferente, no la separéis del Trono, o de lo que se llama Estado; porque el Trono sólo independiente de su poseedor no es más que un pedazo de madera, y sin vos no hay Estado, sino solamente una multitud de hombres aislados.

Ejerced también las virtudes y hábitos militares, no por la sed de los combates o por el gusto de una vanagloria, sino a fin de que no carezcáis de ánimo y de los medios para una lucha necesaria. Sobre todo, en nuestros días es necesario que el Rey sepa proteger a su persona y a su pueblo contra los enemigos exteriores e interiores; que se muestre a la cabeza de sus tropas, a fin de que no se les olvide, y que al contrario se habitúen a mirarle como a único general, y que las armas destinadas a su servicio no puedan jamás volverse contra él. No temáis nunca una guerra necesaria, a fin de que no os veáis obligados a hacerla cuando no sea ya posible. Prestad socorro a vuestro vecino, a fin de que os ayude él también si os halláis en el caso de necesitarlo. Los tronos se adquieren por el sentimiento del honor, el ánimo de espíritu, la vigilancia y la actividad, y sólo se les conserva por estas mismas virtudes.

En cuanto a la tranquilidad interior os será fácil mantenerla. No atormentéis a vuestros vasallos con demasiadas leyes y reglamentos: respetad sus derechos privados, su moral, sus usos y costumbres; no hiráis en su honor a las clases superiores, ni en su industria o sus medios de subsistencia a las clases inferiores; entonces podéis estar seguros del concurso universal, y todos los esfuerzos de la secta se estrellarán contra el buen sentido del pueblo. El amor al reposo, y el temor a las revoluciones es ya tan grande en nuestros días, que millares de hombres de bien sufocan quejas, quizá muy fundadas, a fin de no afligir a vuestro corazón, y de no ser confundidos con los mal intencionados. Los únicos enemigos interiores que tenéis al presente son los jacobinos, cualquiera que sea su máscara. Es necesario declararles franca y formalmente la guerra, como ellos la tienen hace tiempo declarada; porque no es un estado de reposo cuando una secta orgullosa e impía mina los fundamentos de vuestro poder, critica su más legítimo ejercicio, y aun quiere hacerle servir de instrumento para operar vuestra propia ruina, cuando con mentiras y calumnias públicas os arrebata los corazones del pueblo, y prepara el trastorno del Estado en sus conciliábulos secretos. Declarad la guerra a esos sofistas, y ellos temblarán. Vosotros mismos os sorprenderéis de cuán débil y pequeña es esta secta, que se os representa como tan numerosa y poderosa; y de que por otra parte se reunirán a vosotros millones de hombres de bien para formar un muro de diamante alrededor de vuestra persona. Pero que se haga esta guerra, no de una manera tímida, que dando cuando más algunos golpes parciales, y en secreto al enemigo, parece reconocer todavía su soberanía; al contrario es menester hacerla de una manera franca y abierta, con los sentimientos de la propia superioridad tanto de espíritu como de poder real; con esa seguridad que no se ruboriza del bien, y que osa aborrecer públicamente el mal; con una voluntad firme, que excita y anima a todas las otras, que rompe el poder de las impíos, y eleva el de los justos; que priva a los primeros de todos los favores, y da a los últimos honores y recompensas; con doctrinas, leyes e instituciones que reedifiquen lo que la secta ha destruido; en fin sin duda también por la fuerza, cuando haya venido a ser necesaria. Luego que estos sofistas no reconozcan ni vuestro poder, ni vuestras leyes, no pueden pretender ser protegidos por ellas; desde que os traten como enemigos, y no observen con vosotros ni formas, ni justicia, tratadles lo mismo a vuestra voz; ellos se han separado de vuestro pueblo por sus principios y su asociación, y de consiguiente no merecen permanecer en el lazo social que procuran constantemente disolver. Colocaos en medio de vuestros fieles amigos, y no extendáis la mano para una reconciliación, sino a aquellos que hayan dado pruebas, no equívocas, de arrepentimiento y enmienda; sed clementes y misericordiosos, pero imitando a Dios, que lo es solamente cuando nos volvemos a él y a sus preceptos.

En fin, sed justos, equitativos y benévolos hacia vuestros vecinos, no solamente hacia los príncipes vuestros semejantes, sino cuando la ocasión se presente aun hacia sus vasallos, sin que por esto seáis negligentes en vuestros intereses. No creáis estar aislados en este mundo; la naturaleza ha criado un país, para el otro; sólo el espíritu revolucionario del siglo es quien dispersando a los individuos quiere también separar totalmente a los príncipes y los pueblos, poniéndolos en una posición constantemente hostil. Los tronos, dice un sabio antiguo, se conservan aun mejor por buenos amigos, que por ejércitos y tesoros. Sin amigos el mejor derecho es nulo, con ellos las razones medianas son frecuentemente valederas; el enemigo más pequeño no es despreciable, porque no se pueden calcular los inmensos servicios que el celo de un solo particular puede hacer muchas veces. En el alto grado donde estáis colocados, vuestras acciones no se hacen solamente delante de vuestro pueblo, sino delante del mundo entero; el bien que obráis no es aplaudido solamente por los indígenas, sino por los extranjeros, y muchas veces por estos de un modo más vivo todavía; sus votos se elevarán al cielo en vuestro favor, y la petición fervorosa de los justos no queda sin premio: ella mostrará su virtud en el momento del peligro y de la necesidad.

Yo os he mostrado los medios de salud y conservación para vosotros y vuestros pueblos; os he dado consejos que salen de un corazón sincero, y que emanan de la naturaleza de las cosas; consejos fáciles de seguir, y de que yo oso garantir el suceso, si vos los aceptáis con íntima persuasión; sobre los tronos, como en la vida privada, la irresolución es el mayor de los tormentos; ella sola hace imposible la curación del mal. Desde el momento en que declaréis esta santa guerra, de que la primera que llevó este nombre no debe ser sino imagen o preludio; desde el momento en que opongáis animosamente el espíritu de justicia al espíritu del siglo, la edificación a la destrucción, la reunión a la dispersión, quedaréis ya tranquilos, os sentiréis más fuertes y más libres; elevados por el poder de Dios, y por el consentimiento de todos los hombres sabios y honestos, todo irá bien, y aun excederá vuestra esperanza. Aun no es esto todo, yo os prometo todavía más; recogeréis elogios aun de parte de aquellos de que teméis vituperios; porque la anarquía de las doctrinas ha llegado en el día a tal punto, las contradicciones de los sofistas entre ellos y de cada uno mismo son ya tan numerosas y tan intolerables, que empiezan a disgustarse de lo que ellos mismos han alabado, y que bien pronto protestarán contra sus propios errores. Quizá se verá a esos mismos sofistas tomar el puerto de salud que les ofrezca una mano poderosa: mas para este efecto no aflojéis en la obra del bien; al contrario, es menester perseverar en ella sin interrupción; a una medida saludable debe seguir otra con rapidez. Si el primer golpe hiere a los sofistas, y provoca sus aullidos quejosos, es necesario darles mañana otro, y después de mañana un tercero más fuerte todavía, a fin de que olviden el primero, y que las derrotas sucesivas los arrojen en la turbación y confusión. Entonces oprimidos de la lucha la abandonarán, y quizá se les vea participar del gozo universal por el triunfo de la buena causa. Castigad a los pastores, y las ovejas se dispersarán; entonces los unos y las otras no querrán ya separarse del rebaño legítimo; cada uno pretenderá que tal ha sido siempre su opinión, y que en el fondo nunca ha querido otra cosa; ninguno habrá sido filósofo o partidario de la revolución; mas el mejor de todos será aquel que reconociendo sus culpas anteriores dé testimonio de un arrepentimiento sincero.

Los pueblos en un estado de convalecencia gozarán del placer delicioso que acompaña cuando se recobran las fuerzas y la salud después de una larga y penosa enfermedad; se avergonzarán de su credulidad, y no podrán comprender cómo fue posible dejarse extraviar tan largo tiempo por falsos sabios y miserables charlatanes.

En cuanto a vosotros, príncipes y reyes de la Tierra, habréis sido por una parte los bienhechores y salvadores de vuestro pueblo, y por otra habréis fundado de nuevo vuestro trono sobre una base firme. Entonces podréis sentaros en él tranquilamente, y gozar de la felicidad de la vida, de que hace tanto tiempo estáis privados, divagando por la irresolución y por todo viento de doctrina, o atormentados por temores o sospechas continuas. Fuertes por vuestra conciencia, ciertos de haber llenado vuestro deber, descansad en paz, y siguiendo a vuestros padres en el reino donde habita la justicia, que vos habéis protegido, estad seguros que vuestros hijos poseerán aquí lo que les hayáis animosamente salvado y transmitido con fidelidad. Después de siglos todavía los pueblos cantarán vuestros elogios, y os mirarán como a fundadores de su felicidad; reunidos en el templo del Altísimo alabarán al Señor que les dio tales reyes; en una palabra, los pueblos amarán a sus príncipes, los príncipes también amarán a sus pueblos, y no se hablará del espíritu del siglo, de la revolución, y de todos sus principios, sino para hacer conocer a nuestros nietos los monumentos de la locura y de la necedad humana, o para advertirles las calamidades que produce una razón orgullosa, abandonada a sí misma sin regla y sin freno.







 
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