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ArribaAbajoLa historia como materia novelable

Ricardo Gullón



La última serie

Que los Episodios nacionales no son historia, sino novela, es una verdad incuestionable, sólo controvertible desde otra certeza, muy difundida y aceptada, que pudiera enunciarse así: en ninguna obra puede aprenderse mejor la historia de España que en los Episodios. ¿Afirmaciones contradictorias? No lo creo, y trataré de justificar brevemente su compatibilidad recordando algo tan obvio como lo es el hecho de que la obra literaria se presta a ser utilizada (o a servir, si así se prefiere) para una variedad de usos documentales y utilitarios que no son los determinantes de su creación; esa utilización oscurece con frecuencia el hecho harto sabido y decisivo de que lo esencial es la invención, y lo accidental, si no lo corrosivo, los usos a que el lector la somete.

Si ese fenómeno de relegación a un plano secundario de lo propiamente inventivo y original se produce al comentar cualquier tipo de novelas, su frecuencia e intensidad son, claro está, mucho mayores cuando se trata de novelas históricas o de narraciones, como las de Galdós, en donde fantasía e historia concurren a producir un producto en apariencia híbrido de lo uno y de lo otro, cruce singular de lo imaginativo y de lo histórico. Digo en apariencia, pues mirando con atención la textura narrativa se descubren en ella ambos elementos: lo histórico como materia integrante de la novela; lo imaginativo, como agente transformador de esa materia en sustancia novelesca. Espero se me disculpe si no entro ahora en la explicación de estos conceptos, y no tanto por apremios de tiempo como por haberlo hecho ya con relativa extensión en otra parte.

Lo histórico y lo ficticio están tejidos en la novela con la misma clase de fibra: cambia el color, no la calidad del hilo. Los personajes históricos actúan en la obra imaginaria como estímulos y representaciones de la invención y no como extraídos de otro mundo e interpolados en el novelesco; no son incrustaciones en una taracea, sino partes vivas de un conjunto orgánico cuya creación presupone y postula su presencia. La historia siempre se da de alta en la novela: oblicuamente unas veces, insinuándose como incesante susurro, otras -y así ocurre en los Episodios nacionales- como parte de la acción y de la fábula, como serie de acontecimientos influyentes en el quehacer y el hacerse de los personajes. El Empecinado, Zumalacárregui, Prim, Isabel II, desempeñan en los Episodios una función ambigua: dan a la novela consistencia peculiar, historizándola, y a la vez se alteran al convertirse en figuras de ficción, moviéndose en un espacio que por muy impregnado que esté de historia no es ya histórico sino novelesco.

Si escogemos uno de los cuarenta y seis Episodios y nos concentramos en su estudio sera más fácil entender este tipo de obras y hacer asequible al lector la peculiaridad de su creación. Pensé inicialmente escoger alguno de los mejor conocidos, de la primera o la segunda serie, pues, según lo atestiguan constantes reediciones, siguen siendo los favoritos de los lectores; rectifiqué luego, por parecerme que esa preferencia mayoritaria se debía a razones extraestéticas y que el olvido relativo en que permanecen los episodios de la última serie es injusto y quizá ocasionado por la aceptación sin examen de un parecer ofrecido con perfil axiomático: el de que las obras tardías de Galdós son testimonio de un cierto extravío espiritualista y síntomas de decadencia intelectual.   —24→   Se sugiere o se da por supuesto que el escritor no tenía ya la garra realizadora, creadora, de los años de madurez, cuando escribió Fortunata y Jacinta o Miau (1886-1888) o Zumalacárregui y Mendizábal (1898). Esa hipótesis ha venido aceptándose, sin las obligadas cautelas, y es hora de contrastarla con los hechos, es decir con las obras.

Decidido a estudiar un episodio de la serie final, me pareció que sería interesante escoger el sexto y último de ella, por ser el punto donde el proyecto quedó trunco y porque en él la historia tenuamente se adelgaza, acercándose al presente y revelando con dibujo preciso el contorno del futuro. Cánovas (1912), es algo así como la réplica, en los Episodios, de lo que en las «novelas contemporáneas» había sido El caballero encantado (1909), y fuera de Azorín, que acogió su publicación con entusiasmo y le dedicó dos artículos (uno en ABC y otro en La Vanguardia, de Barcelona), no recuerdo que la crítica haya declarado con la energía necesaria la excelencia de este episodio, y menos que lo haya estudiado.5

«El libro -dijo Azorín- está escrito de un modo admirable, sencillamente maravilloso. Pocos libros habrá escrito don Benito Pérez Galdós de tan soberbio modo. Los que gusten de un estilo brillante, aparatoso, no podrán comprender el encanto de esta prosa llana, sencilla, que se desliza como un límpido manantial y que está repleta de giros y voces vernáculos; y populares.»6 Esto, que a muchos de nosotros nos suena a lugar común, distaba de ser moneda corriente cuando Azorín escribió su primer artículo sobre Cánovas. El elogio de la sencillez y el casticismo de la lengua galdosiana, con ser inexcusable, no basta para dar idea de la riqueza de su lenguaje novelesco y de su estilo, cuya transparencia puede ser modo paradójico de disimular la complejidad.

Antes de entrar en el análisis de Cánovas será conveniente decir algo de los que en la misma serie le preceden. Los dos primeros episodios de la quinta (España sin rey y España trágica, 1907-1909) son, como observó Antonio Regalado, continuación de la cuarta, y «forman... un grupo aparte, con su propia razón de ser literaria e ideológica, y sirven, además, como eslabones cronológicos con los cuatro... siguientes.»7 Con ellos se cierra una época histórica, y lo que es más importante para nuestros fines, un modo de novelar. El cambio de técnica se había registrado en las «novelas contemporáneas» con la publicación de El caballero encantado (1909), donde ya aparece la Madre, personaje mítico que con diferente atuendo participará, sino dictará, la acción de los episodios, a partir de Amadeo I (1910).




El narrador

En el cambio de técnica pudo influir el deseo de esquivar presiones personales y políticas, pero como cualquier hipótesis biográfica es aventurada y no susceptible de prueba, describiré el cambio sin especular acerca de sus causas. El protagonista de los últimos cuatro episodios tienen nombre simbólico; se llama Proteo Liviano y es, como había de esperarse, cambiante, ligero (en el periodismo político, en conducta y hasta en peso: es gran conquistador y de poca estatura) e historiador: un Tito Livio en miniatura. Tito es uno de los seudónimos que usa en su labor periodística y el diminutivo afectuoso con que le conocen sus enamoradas y otras personas. Es, además, amigo del autor, a quien se refiere en el primer capítulo de Amadeo I, llamándole indistintamente «el guanche», «el canario», «el isleño»; de él recibe el encargo de escribir la crónica de los años en que ambos fueron jóvenes y testigos de los acontecimientos que debe narrar.

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El proteísmo de Tito le hace escurridizo, difícil de clasificar ideológicamente; su imaginación excitable favorece las alucinaciones que alteran momentáneamente su percepción de las cosas y de las situaciones. Tal propensión contribuye a la atmósfera de ambigüedad y de maravilla que impregna la serie; por eso ésta tiene un aire de juego sutil en que el novelista se complace, acaso porque el jugueteo y la gracia ligera sirven de contrapunto a los sucesos dramáticos de que da testimonio. Así hace ver al lector el contraste entre lo trágico de la ocurrencia y la frivolidad del testigo, señalando por implicación el desinterés del español común por el drama «nacional» que a su alrededor se representa.

Más allá, o más acá de esa posible implicación, y de la eventual representatividad de Tito, está la realidad del personaje imaginario que se relaciona con la misma familiaridad con el autor, convertido en personaje, que con Clío, la musa de la Historia (de quien consigue una pensioncilla que cobrará puntualmente en la Academia de la Historia) o con las figuras históricas de la época, Amadeo I, Sagasta... Novelista, musa, rey y presidente conviven en un mundo y en un plano que, siendo imaginario, incluye o integra lo real, lo histórico y lo simbólico. Es posible, y pudiera ser conveniente distinguir, a efectos expositivos, entre los diferentes niveles de significación, pero teniendo siempre presente el hecho, con frecuencia olvidado, de que el lector se enfrenta con una unidad bien trabada. La división en planos la realiza el crítico para facilitar una tarea que por fundarse sobre el análisis tiende a separar lo que en la obra está unido y perfectamente unido.

Al comenzar Amadeo I, episodio que, como dije, es en realidad el primero de la nueva serie, corre el año 1910; Tito y su amigo isleño se encuentran a los «treinta y siete años justos del día en que tomó el portante don Amadeo de Saboya» (el 12 de febrero de 1873), y es en tal aniversario cuando «el guanche» propone a su antiguo compañero de pupilaje que se ocupe de cumplir un encargo que -sin ganas- se ha comprometido a realizar: escribir una crónica del «reinadillo de don Amadeo». El autor (desmemoriado, como declaró en sus Memorias) queda en la penumbra, como declarado impulso del narrador. Éste no es su doble, si su semejante, y por contraste, sujeto de excelente retentiva, coincidente con él en vocación literaria y en afición a las faldas, distinto en otras cosas. Incluyéndose en la novela, como hizo tantas veces, el autor se noveliza e iguala con los personajes, presentándolos como seres de su misma especie (semejantes, digo otra vez, y no criaturas), con libertad de acción y decisión.

Y el personaje, instituido en historiador-novelador por comisión del «isleño», no tardará en prevenirnos de que, con autorización de éste, no solamente contará la Historia como testigo sino como héroe o protagonista -es decir, personalizándola-, con la variedad de «posturas o disfraces» que crea conveniente introducir, puesto que así tendrá la obra mayor encanto. La intención de adornar o novelar es, pues, un supuesto aceptable; más aún, recomendable. Por eso la narración, lejos de atenerse a la cronología y al rigor profesional del historiador, expondrá los hechos según los dictados de la imaginación y en el desorden adecuado al temperamento de quien escribe. La intuición de Galdós le llevó a idear una estructura narrativa que, siendo sencilla, permitiera insertar la vida en su contexto natural, la Historia, y la creación imaginaria en una corriente nutricia de acontecimientos político-sociales, estableciendo entre ambas una relación fecundante que fortalece la invención y da sentido a la materia por el solo hecho de darle forma.



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La novela del «cómo se...»

No hay que dejarse prender en el señuelo manejado por el autor. Algún episodio de esta última serie novelará la historia, pero su propósito más transparente y lo que compone el asunto harto visible de la novela no es referir la historia sino contar cómo se escribe. Amadeo I podría haberse titulado, anticipando a Unamuno, Cómo se escribe una historia, pues lo novelado no es tanto la historia como el momento en que pasa de suceso a página, imaginándola según fue o según se la desea. Por eso, como jugo de la Raza (el protagonista de la novela o nivola o nívola unamuniana; que de todas estas maneras puede llamarse, dependiendo de dónde pongamos el acento, y no sólo el ortográfico sino el caracterizador del propósito), Tito es a la vez narrador y protagonista, y buena parte de lo que cuenta está tan mezclado no solamente a sus peripecias personales sino a sus pensamientos, reflexiones e inquietudes, que ellos son lo que acaba interesándonos más, adobado como se halla, y bien adobado, por el picantillo de los sucesos políticos.

Antes y después de aceptar el encargo de escribir la crónica del «reinadillo», el narrador está en el primer plano de la narración, instituido en centro de conciencia, o, como se diría muchos años después, en ojos y oídos del mundo, viendo sucesos o conversando con personajes y mini-personajes. Salta a la vista el hecho de que la novela relega a don Amadeo, a los generales, a los políticos, incluso a los más notorios, a un plano secundario, desde el cual proyectan sobre la narración sombras que paradójicamente iluminan la figura y el ser del héroe, gris y vulgar si lo pensamos (como con pésima costumbre todavía hacen algunos críticos cuando tratan de los entes ficticios) fuera de la novela, pero clave de ella si es visto en contexto. Desde el instante en que acepta la encomienda de su amigo «el guanche» y comienza a historiar los sucesos pretéritos, el foco narrativo se dirige más al acto de contar que a lo contado, y ese acto se presentará como algo singular y hasta fantástico.

Hay un momento (Amadeo I) en que el narrador duda de su narración, vacila en afirmarla como realidad y sospechando de su proteísmo duda de sí y se dirige al lector, solicitándole y preguntándole si lo que está escribiendo es real o si «los sueños se [le] escapan del cerebro a la pluma y de la pluma al papel». Sorprendido en el acto de escribir, su inseguridad es indicio de su falibilidad, referida también a lo personal, pues ni siquiera está seguro de si son reales las aventuras amorosas que le «sirven de trama para la urdimbre histórica». Esta urdimbre y aquellas aventuras quedan en segundo plano para dejar frente al lector y dirigiéndose directamente a él, al historiador novelero, dudando de si la Historia es realidad o ficción y perdido en el acto de historiar, es decir, esforzándose por dar sentido y organizar lo que es de suyo disperso e informe, pensando en cómo se han de ordenar acontecimientos y problemas para que lleguen a ser historia.

Se escribe la historia entre vacilaciones e inseguridades y causa de ellas lo es, al menos en parte, la posición del historiador, que a la vez está dentro y fuera de su crónica, tomando partido y pensando por cuenta propia los acontecimientos que refiere. Como a Jugo de la Raza la novela, a Tito la historia se le convierte en autobiografía y en reflexión personal; con esta variante: en la narración del segundo los elementos fantásticos se le escapan de la mano y actúan de modo libérrimo, imponiéndose a quien los cuenta y revelando una aptitud creadora paralela a la suya. Personajes imaginarios serán quienes por diferentes medios (presentados como acontecimientos normales,   —27→   nada extraordinarios) le pondrán en comunicación con la Musa. Lo fantástico entra en un marco realista y se nos ofrece como derivación natural de lo prosaico y cotidiano. Que el narrador experimente síntomas de leves trastornos mentales, y a veces fisiológicos (alucinaciones, hormiguillo, marcos...) coincidentes con la aparición de lo maravilloso es una coartada propuesta por el autor al lector para hacer admisible, dentro del racionalismo más riguroso, lo fantástico en su ambivalencia de invención que pudo ser realidad, como en definitiva lo es toda la novela.

Tito Liviano acepta de la Musa, como antes del autor, la encomienda de observar, ir y venir, contar cuanto valga la pena de ser contado, documentándose en vivo, convertido en duendecillo invisible que puede deslizarse en todas partes, curiosearlo todo y enterarse de cuanto le conviene saber. Aceptada la fantástica transmutación (y no es difícil hacerlo, pues se la relaciona con los indicados trastornos cerebrales, productores de sueño o sopor), puede Tito aportar a la historia lo averiguado en sus duenderiles incursiones y dar cierta verosimilitud a lo inverosímil de las correrías que le permiten averiguar los entresijos y recovecos de la historia privada, deteniéndose en puntos críticos, o, mejor dicho, empleando al llegar a ellos los «signos simbólicos» de la discreción: puntos suspensivos. El novelero historiante atraviesa extrañas crisis, manifestando poderes «metafísicos» o facultades intuitivas que proyectan sobre la materia el aura que conviene a su transmutación en sustancia novelesca. Por eso resultan tan eficaces esos momentos de desequilibrio durante los cuales la imaginación parece ejercitar facultades adivinatorias.

La historia no lleva siempre mayúscula; no la lleva cuando se trata de lo que el narrador llama «historia interna», o sea la pequeña historia, intimidades y entresijos de la pública, sucesos acontecidos detrás del gran telón de retórica política o guerrera, hechos que a menudo pasan inadvertidos, aun siendo decisivos para trazar el curso de la historia externa o para explicarla. La insistencia en contar lo interno viene impuesta, entre otras razones, por su interés novelesco, pero también porque la historia externa en este período es tan pobre y lamentable que con facilidad puede ser suplantada por aquella.

El narrador pasa insensiblemente de lo histórico a lo personal, y las transiciones casi ni se notan porque entes ficticios y figuras históricas conviven de mil maneras: alternan en el café, colaboran en los diarios, se enamoran, amistan y enemistan, y participan de una atmósfera en que lo social y lo político se funden con lo personal a la altura del chisme y la comidilla, eficientes niveladores. La pequeñez de los sucesos históricos consiente esa nivelación y autoriza a Tito para interrumpir la crónica general y adentrarse en la íntima, que a ratos le parece más sabrosa y atrayente. Los sucesos políticos le sirven alguna vez de pantalla para engañar a una celosa.

Y el gran instrumento de la nivelación es el lenguaje, nada profesional y sí popular; el lenguaje de cada día en calles, casas, redacciones... Lo popular no quita lo imaginativo. Cuando, por ejemplo, se quiere sugerir de pasada la condición del personaje, basta incluir una carta dirigida al narrador por cierta mujer a quien le gusta por valiente y por chiquito: «de niña -le escribe- jugué con muñecas más tiempo del que mi crecimiento permitía [...] de mujer me agradan todas las variedades de muñecos». La palabra subrayada (por mí), puesta como por azar al final de la oración apunta a una verdad que todo lo demás tiende a negar. Las imágenes son de una expresividad reveladora, si no del carácter, sí de la percepción de quien las utiliza: «un anchuroso bulto de vieja, o una elefanta en dos pies cubierta de refajos», se dice de la mismísima musa de la Historia en su avatar decimonónico.



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La musa: criatura, creadora y creación

Las referencias a Clío son importantes; por presentarla el narrador como la presenta y por verla como la ve, la forma de la obra es la que es, y de ella se deriva una revelación sobre la Historia misma, no sólo importante sino exacta. Galdós advertía el cambio en la materia que tenía entre manos al escribir los últimos episodios. Sin negar la posible influencia de la vejez y luego de la ceguera en el cambio de perspectiva, lo decisivo no es eso, sino la desilusión con el país mismo,8 con la Historia real y la Historia posible de un país condenado a existencia vana, espectral acaso, donde nadie ni nada pasaba de ser sombra de sí mismo y donde lo presente auguraba para lo futuro vaciedades o desdichas, o ambas cosas. Los hombres y los sucesos le parecían intrascendentes, y cuando Tito los reseñe, así resultarán, aun cuando él, o su musa, pierdan la serenidad al hablar de los «politicajos de menguada ambición» a quien Clío quisiera barrer y hundir «en su más adecuado sumidero, que es el eterno olvido», o mandar «al limbo de las eternas vacaciones». ¡Con cuánta razón! ¿Qué birria de Historia podría escribirse con los generalitos, más o menos serranos, y los civiles, aristocratillos o burgueses del exangüe siglo XIX español?

Cuando Tito Liviano escribe directamente inspirado por su musa-madre, se supone haciéndolo al dictado «de los mismos demonios», pero su fórmula no se aleja en nada de la conocida cantinela providencialista, siempre grata a los oídos españoles: «aquí jase farta un hombre», que traducida al lenguaje del novelador-historiador dice así: «Venga un hombre, un tiazo, que hable poco y sepa sacar la voluntad nacional de las teorías pedantescas a la realidad viva...» De si ese «tiazo» fue o no fue Cánovas, trata, entre otras cosas, el episodio titulado con el apellido de aquél a quien los contemporáneos llamaron, no sin su poquito de guasa, el monstruo.

La degradación de la Historia, realizada con intención «realista», contrasta con el exaltado fantasear del acto de redactarla en la gruta de Circe, recinto que en la narración se aburguesa (como su dueña) al convertirse en el pisito de cierta mujer de costumbres poco convencionales, entretenida de un clérigo anciano, a la que se llama alternativamente «ninfa», «diablesa», «ninfa endemoniada» y «hechicera». Allí, cautivo de la tal y por imposición suya, escribe Tito una página profética, un programa político, al dictado de los diablos de turno, y mientras plumea tiene ocasionalmente frente a él a la Musa. Cuando días más tarde busque casa y «ninfa», no las hallará. La casa habrá desaparecido «por arte de magia».

Degradación y fantasía acaban anulándose mutuamente o, acaso mejor dicho, sometiéndose a integración en una entidad imaginativa singular donde resultan perfectamente compatibles: el lector acepta, como Tito, o como Obdulia y más tarde Casianilla, la «doble calidad real y quimérica» de la Historia, o, si se prefiere, de la Musa, de la mismísima Clío, que convertida en Mariclío, tía Clío o Madre Mariana (transparente alusión al gran historiador y padre jesuita) ha sustituido en estos episodios el alto coturno apropiado para narrar lo acontecido en Trafalgar o en Gerona, por zapatillas, alpargatas o -cuando más- borceguíes. Cambios simbólicos que corresponden al de la musa misma, descendida de las alturas donde solía vivir, para aparecer como una vieja medio loca, que «charlotea de trifulcas que pasaron y de las que están pasando y es una criticona que no hace más que gruñir». Otras veces la hallaremos como anticuaria venida a menos o como la doña Mariana que vive en la portería de la Academia   —29→   de la Historia, amistada anacrónicamente con don Marcelino Menéndez y Pelayo, sosteniéndose con una pensioncilla harto parva de la misma Academia.

Esta buena señora, ayer Musa, corre y vuela y se transforma cuando quiere, pero sólo en rarísimas ocasiones vuelve a su ser antiguo; a lo sumo, calza coturno en un pie, zapatilla en el otro, y sus artes mágicas más incitan a novelar que a historiar. Su lenguaje es a veces tan sutil que sólo el viento y Tito lo comprenden, y su amanuense inspirado acabará convirtiéndola en personaje de la novela que por su dictado escribe. La Historia personificada por Mariclío es a la vez fuerza creadora, tema, materia y personaje de la novela.

Cuando Tito está emborronando la vida de Elena Sanz, amor no tan secreto del rey Alfonso XII,9 su amante y discípula Casianilla, mirando por encima del hombro lo que escribe le pregunta si «eso... ¿es Historia o qué demonios es?» y él contesta: «Novela, chiquilla, novela [...]. Ahora me da por ahí. Pero esta invención supera en verdad a la misma Historia». Pregunta y respuesta, situadas en la última parte de Cánovas, dicen sin rodeos cuál es la pretensión del narrador, y bueno es recordarlas aquí. Y permítaseme que desde ahora establezca la explicación que él mismo ofrece en distintos puntos para justificar la novelización de la Historia y hasta la confusión (y no solamente fusión) de los distintos materiales empleados en la obra.




La materia-historia

La materia «Historia» que en la casi totalidad de los Episodios tenía consistencia eminentemente trágica, como referida que era a décadas tremendas padecidas por el pueblo español con estoicismo y resolución desesperada (guerra de Independencia contra Napoleón; tiranía abyecta de Fernando VII; contiendas fratricidas entre carlistas y liberales, sórdidas conspiraciones y repulsivas dictaduras de los espadones isabelinos y, al fin, revolución) en los Episodios finales es de otro carácter. En Cánovas, se ha producido la restauración, y Cánovas del Castillo, jefe del partido conservador, ha impuesto al país calma y paz, no como medios de incitar a los españoles a emprender alguna grande empresa común, sino como quien administra al enfermo una droga para mantenerle dormido. Son «los años bobos»: tingladillo político en que se mueven «hombres de humo» (según Mariclío), y en el que se representa la «fantasmagoría» organizada por Cánovas. Cuando años después Ortega comente este período de la historia española (que acabará en desastre, en el Desastre) no se alejará un punto, ni en idea ni en imagen, de lo sugerido por Galdós.10

El adelgazamiento de la materia-historia que desvió los Episodios de la serie final por el lado de la fantasía, en Cánovas es más acentuado. Si en Amadeo I todavía pudo Mariclío requerir el coturno para presenciar la salida de los ex-reyes del Palacio de Oriente, en este último libro nada semejante ocurre y la Madre puede delegar en las Efémeras para comunicar con el proteico Tito, al fin amansado en su volubilidad amatoria. El protagonista no es Cánovas, sino el narrador mismo, que por coincidir con él en gustos y en oficio puede hasta identificarse ocasionalmente con él. Cánovas hace la historia, buena o mala, de lo presente, escribe la del pasado y colecciona libros y papeles que tratan de ella. La comunidad de gustos explica la relación entre los dos personajes, y la de ambos con Mariclío, a quien Tito descubre trajinando en la biblioteca del ilustre político; no explica, en cambio, la identificación entre aquéllos, especie de telepatía adivinatoria que el historiador ejercita por privilegio de la Musa.

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La novelización de la historia es completa y depende, entre otros factores, de cómo se establecen las coincidencias entre personaje real y personaje inventado, de la solidez, es decir del grado de aceptabilidad de esas coincidencias, y de que el narrador consiga borrar la línea de separación entre verdad y mentira, entre lo cierto y lo dudoso. La verdad de ciertos hechos históricos servirá para hacer pasar como moneda legítima los dictados por la fantasía, y no será preciso forzar las cosas, pues en el mundo de la novela, tan legítima resulta esa moneda como cualquier otra.

El historiador, sin grandes hechos que historiar, se entromete más y más en lo que historia: comenta los sucesos pasados y acaso compensa con su elogio (como en el caso de Isabel II) censuras emitidas por otros. Quisiera resistirse a la chismografía, pero no siempre lo consigue; sin ella habría de renunciar a la historia interna, ámbito en donde se cruzan dulces novelerías. ¿Cómo renunciar, por ejemplo, a contar las relaciones amorosas entre Alfonso XII y Elena Sanz, y cómo siendo quien son narrador y personaje, omitir el paralelo entre Elena y doña Leonor de Guzmán, amante de Alfonso XI, cinco siglos atrás? Al historiador se le imponía la asociación de situaciones y por la semejanza entre ellas una idea (flotante en el ambiente donde se movía el escritor), una insinuación más bien, que trece años después de escrito este Episodio cristalizaría en Doña Inés de Azorín; la insinuación de que «vivir es ver volver», y no solamente en lo individual sino en lo histórico.

Nada tiene que ver esto con la manida afirmación de que la historia se repite, aunque ello, sin decirlo, lo haga visible el narrador cuando relata cómo las percalinas, la iluminación pública, la curiosidad y el gentío asistente a la entrada en Madrid de Alfonso XII eran en puridad los mismos de 1814, de 1860 y de 1868. Cambiaba el pretexto, no la circunstancia, ni el modo. En lo externo y en lo eterno, como en el verso de Juan Ramón, «todo es lo mismo y no es lo mismo».

El narrador-testigo cae enfermo y durante algún tiempo está ciego (como lo estaba Galdós mientras dictaba Cánovas). Tito Liviano fantasea o sueña parte de la novela en la sombra de su temporal ceguera; lo soñado suple las lagunas de su vacilante testimonio, y la situación justifica racionalmente (y esto en Galdós siempre importa) delirios y visiones, exponiéndolos como secuela de la enfermedad, y para sugerir por implicación aquella sabida creencia galdosiana de que quien no puede ver lo de fuera es quien mejor verá lo de dentro. No es casualidad que en algún pasaje el héroe descubra la presencia de Clío por el perfume que la acompaña, «el aroma exquisito de los tomillos del monte Hymeto», ni lo es el que las inseguridades de la historia nos dejen perplejos en cuanto a cómo ocurrieron y de qué modo se resolvieron tales o cuales acontecimientos, ya sean batallas en campo abierto o intrigas entre bastidores. Hablar del punto de vista de un ciego parece paradoja, si no chascarrillo, pero aquí es metáfora acorde con la situación. Tito ve mejor lo no visible, y en las alucinaciones de la temporal ceguera va decantándose su juicio, y agudizándose reflexión y presentimientos.

La narración fluye con «bello desorden», por creer el narrador que esta manera de contar da «colorido y sabor picante a las minucias históricas». El orden a rajatabla, como la estricta cronología, serían aconsejables para quien tratara la historia como materia histórica, no como materia novelable; Tito tiene un «modo» peculiar de hacerlo y de cumplir los encargos del amigo isleño y de la Madre. Cuando interrumpe la crónica de lo ocurrido al general carlista Cabrera para hablar de Casianilla, no solamente mezcla «lo útil con lo agradable», como él mismo dice, sino declara la equivalencia entre el general famoso y la muchachita analfabeta.

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La Historia en hueco, la historia sin relieve de la restauración canovista, es aburrida, y para escapar del aburrimiento el narrador se refugia en amenidades novelescas. Forcejea con la materia, y cuando considera imposible transformarla en sustancia, la abandona, condenándola al olvido o sustituyéndola por el recuerdo de sucesos que, sobre conservar el valor de entretenimiento propio de la anécdota, dan testimonio de algún aspecto de la condición humana. Pienso, por ejemplo, en cómo resalta la credulidad del pueblo en el episodio de la estafa del llamado Banco Popular, instalado en el corazón de Madrid por la famosa doña Baldomera Larra, hija de Fígaro, y en cómo este episodio, lejos de aislado e históricamente insignificante, actualiza la figura tradicional del pícaro, poniéndola al día: actuando a lo grande y perfeccionando su modo de operar -su estilo- pasará de la picardía a las finanzas y pronto le hallaremos convertido en un pilar de la sociedad.




Espacio y tiempo

La imperiosa urgencia de esquivar lo aburrido, cuando coincide, como en Tito, con la necesidad de utilizar determinado tipo de materia novelable, puede hacer que la narración se nutra en buena parte de lo que esa materia (aquí, la historia) tiene de más significativo. Pues si la Historia nacional se halla en estado de catalepsia, síntomas de movimiento y vida pueden encontrarse en lo referente al espacio histórico-novelesco y a la historia social, de interés más duradero. En cuanto a lo primero, el espacio novelesco de Cánovas está impregnado por las tonalidades características de la época, y en primer término por la cursilería («la llamada gente cursi es el verdadero estado llano de los tiempos modernos, por la extensión que ocupa en el Censo y la mansedumbre pecuniaria con que contribuye a las cargas del Estado»), por la importancia atribuida al parecer sobre el ser, a la fachenda sobre el espíritu, a la elegancia o seudo elegancia -«elegancia barata»- sobre la discreción, a la mentira sobre la verdad desnuda. La atmósfera cargada de artificios y trampantojos, es la adecuada para la huera representación de los fantasmones históricos, que se mueven en la macana como el pez en el agua, respirando con delicia miasmas que resultan ser su elemento natural, pues gracias a la difusión de esa general mentira puede falsearse la voluntad general, convertir la Constitución del país en las coplas de Calaínos y reducir los parlamentarios a la condición rebañega con que la metáfora los presenta.

La descripción puntual del ambiente es decisiva para dar a la materia novelable la densidad que debe tener si la ficción ha de parecer verdad. Dispersos en el texto se hallan signos indicadores de la situación y de cómo lo social, determinante de lo político, suplanta el poder oficial con el de fuerzas no muy ocultas, pues aunque disimuladas y falaces como el resto del tinglado, operan a la vista de todos. El baldomerismo, palabra asociada en construcción y sonido a bandolerismo, robustece la oligarquía y se incorpora a ella con títulos del Reino y caudales de refresco. Las contiendas políticas y seudo-políticas no son sino competencias de vanidad entre generales, arzobispos o consejeros de Estado, para quienes una cuestión de precedencia es más importante que la salud del país. «Chabacanas» llama Tito a estas querellas y la chabacanería predomina en la vida pública y en la privada.

A un espacio cargado de falsedad y mentira corresponde un tiempo caótico que autoriza, si no impone, el desorden de la narración. Años, meses y días pierden interés   —32→   para el narrador, y si el lector tiene empeño en precisar una fecha, averígüela por su cuenta. Así se lo dice Tito, instalado a gusto en una vaguedad que conviene a sus propósitos, y recordando mal o no queriendo recordar las fechas. Estructuralmente el espacio cargado de verdad-mentira y el tiempo incierto se corresponden. Donde nada es como parece y la pretensión se confunde con la esencia, ¿por qué exigir la regularidad del reló en el ajuste de los sucesos? El tiempo histórico se supedita al tiempo psicológico del narrador que dilata o achica el transcurrido en la ocurrencia de que trata. El único que recuerda con precisión el tiempo histórico es, contra lo previsible, el viejo novelador don José Ido del Sagrario.

Y por supuesto, lo personal es casi siempre narrado con ritmo más lento, dando la sensación de que dura más y de que es más importante que lo histórico, subordinado a lo otro como la parte al todo, en relación inversa a la que muchos considerarían natural.

Un ejemplo de imprecisión en lo temporal que en mi opinión contribuye a dar del suceso la impresión calculada por el narrador son las páginas en donde se cuenta la entrada en España de los religiosos expulsados de Francia. Estas incidencias las refiere Tito desde su punto de vista de periodista radical y partidario de la revolución, presentándolas como invasión del país por una tropa hostil, compuesta por variados contingentes que por tierra y por mar caen sobre la península como una plaga.11 La concentración temporal se logra recurriendo a los servicios de las «efémeras», de quien hablaré en seguida; por ahora baste indicar que tales vaporosas criaturas (el cauto narrador sugiere que pudieran ser «proyección de [sus] alborotados pensamientos») le traen simultáneamente noticia de lo acontecido en momentos sucesivos. La imagen continuada -o las imágenes, pues la imagen (nueva percepción de algo, no se olvide), la imagen invasión y la imagen plaga, se alternan y complementan- condensa el suceso y lo caracteriza desde la conciencia del narrador, que quiere manifestarse profética, como sin duda lo fue si pensamos en el desarrollo ulterior de la Historia de España y en cómo se cumplieron las predicciones de aquél.




Estructura

La estructura de Cánovas trasluce la intuición determinante de la novela: la materia histórica llamada Restauración es una fantasmagoría; para expresar artísticamente esa intuición nada tan indicado como una obra en donde la Historia con mayúscula se integre y a la vez se desintegre en la forma «comedia de magia».12 Integración y desintegración, fases complementarias del mismo proceso.

En una comedia de magia todo ha de ser fantasmagórico, cosa fugaz y de ilusionismo. Esta historia no es sólo chabacana y pobretona, historia «en zapatillas», sino suplantación de la Historia real, hueco disimulado con la percalina de fiestas y solemnidades, con la oratoria pomposa, con reuniones y discusiones que no llevan a ninguna parte, con el ir y venir sin más norte que el señalado por la vanidad o la ambición. La Historia no tiene ya materia, es toda «figuración y embuste»; por eso se escribe con saliva, con cierta saliva especial que según Mariclío «tiene una virtud preciosa. Lo que con ella escribo -dice- se lee hoy, se lee mañana; pero luego se borra y no llega a la posteridad». O llega en forma tan ambigua y turbia que lo real se confunde con lo soñado y quien lo cuenta no puede dar fe de cuál sea su consistencia.

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Y recuérdese que el narrador-novelador no sólo insiste en la equiparación entre lo histórico y lo inventado, sino en que la realidad no es menos ficticia que la ficción: la religión misma, reducida a fórmulas y liturgias, aparece como «una farándula más», cobertura del vacío. En Amadeo I el país está enfermo y una cadena de imágenes continuadas así lo hacen ver; en Cánovas, al enfermo se le da por moribundo y de ahí las referencias a la vacuidad histórica: la historia que se novela es una historia sonámbula, la de «años y lustros de atonía, de lenta parálisis, que os llevará a la consunción y a la muerte», según profetiza la Madre al final de la novela.

La Mariclío de episodios anteriores conserva en Cánovas su condición ubicua y proteica; desdeñosa de la materia que los tiempos le ofrecen para labrar la hermosa arquitectura digna de su grandeza, reaparece de vez en cuando, dejando a las Efémeras la misión de comunicarse con el narrador y de informarle de lo que está pasando. Al comienzo asiste Clío a la proclamación de Alfonso XII, en Sagunto y vuela a Castellón para presenciar la reacción del general Jovellar, uno de los jefes del ejército del Centro, pero conforme adelanta la narración se deja ver menos y son sus mensajeras y delegadas quienes registran lo acontecido.

Las Efémeras son seres dotados de fabulosos poderes: pueden atravesar los muros, hacerse invisibles, borrar las distancias...; su nombre «quiere decir la historia de cada día, el suceso diario, algo así como el periódico que nos cuenta el hecho de actualidad», según aclara Tito a Casianilla. Su memoria sólo dura un día, pero sus alas son eternas; hechiceras, sí, pero no han de ser confundidas con las brujas. Aunque al final de la novela den vueltas «trazando círculos con aleteo y greguería infernal», su condición nada maligna ha quedado patente. Una de ellas, la más atractiva, transmite al historiador órdenes de la Musa, o, si se quiere, la inspiración configurante de sus escritos. La voz de tales criaturas es «tenue», su vuelo «fugaz», su consistencia «incorpórea»; aparecen y desaparecen «en forma semejante a las magias de teatro», y volando ingrávidas llevan de un lado a otro «la verdad del mundo». Su presencia transforma el espacio novelesco, pues al atravesarlo en incesantes vuelos lo convierten en lo que Juan Ramón Jiménez llamó «los espacios del tiempo», espacios de movimiento puro en los cuales todo se halla en incesante trance de mutación y cambio; el narrador habla de «átomos aglomerados por el Tiempo», con los cuales «se forma la verdad histórica», otra gran sombra.

En ese espacio todo flota en una atmósfera de ambigüedad; la verdad y la mentira se deshilachan, como nubes arrastradas por el viento, y van poco a poco evaporándose. El narrador pasa sin transición de lo inmediato a lo trascendente, de la charla en la calle o la casa madrileña a la comunicación con sus gráciles amigas. Espacio adecuado a la comedia de magia y a las ficciones de la restauración, reveladas con cabal fidelidad por la estructura novelesca. Y aún más: las etéreas, como su madre Clío, subrayarán la chabacanería de la situación y los efectos de la comedia dejándose ver, alguna vez, con atuendos excéntricos, pasando de «ninfas» o «sílfides» a «niñas grandullonas» que juegan al corro en el paseo del Prado, o «manducan tortilla de jamón» en un restorán de la calle de Fuencarral. Estas mutaciones de las «hijas del aire» -y su lenguaje, que puede ser desgarrado y hasta chulesco- las humanizan y acercan al héroe, informado, sí, pero también desamparado y burlado por ellas.

«Luz vivísima, sulfúrea, violácea» las acompaña, y su canto puede evocar el paso lejano del ciclón; pero no fueron convocadas para el drama, sino para la comedia, y si ninfas parecen, como chiquillas traviesas pueden comportarse, bromeando y   —34→   zamarreando al pobre Tito, como a un juguete, y recordándole que no es más que un instrumento manejado por la Madre, un muñeco en quien pueden insinuar ideas que le trastornan, haciéndole sospechar, por ejemplo, que su amante le engaña con un amigo. El drama no se ve; no es personal sino nacional, y la estructura lo disfraza en la comedia; la relegación y degradación de la Historia, y el hecho de que ésta calle y sólo se oigan los susurros de las Efémeras revela la futilidad de lo representado en un espacio de fantasía y en un tiempo hueco, sin acontecer digno de ser recordado más allá del día en que sucede.

La teatralidad estructural, se acentúa diestramente, y sin insistencia, en momentos dispersos y con recursos coincidentes en sugerirla: el narrador es calificado por la Madre y por las Efémeras de «muñeco», y tanto Mariclío como Leonarda le recomiendan «ponerse a tono con la situación», cosa que puede hacerse mudando lo de fuera: la ropa, e incluso el nombre. Así se hará con Casianilla, cuyo apellido -Conejo- se convierte en Vargas Machuca y Coelho de Portugal, más acorde con el ambiente de la representación; gracias a ese cambio la chica es nombrada (por arte de magia, claro) inspectora de Escuelas, sin apenas saber leer. Anticipándose a un recurso utilizado por Valle-Inclán en Tirano Banderas, cuando se trata de incorporar a Sagasta a la convivencia alfonsina, Tito lo describe perorando en el Circo y celebrando «con endechas tribunicias» la fantasmagoría en que desde ese momento va a desempeñar papel principal. Y si se trata de las sesiones de Cortes en que Cánovas, Castelar y otros prohombres representan los que les corresponden, al narrador no se le ocurre modo más exacto de referirse a ellas que calificarlas de «memorables sesiones de indudable interés teatral». No parece casualidad tampoco que Adelardo López de Ayala, el figurón a quien más tarde reconoceremos como tal en episodios que Galdós no alcanzó a escribir (los de El ruedo ibérico), asome en la novela como Presidente de las Cortes y, a la vez, en el Teatro Español, adelantándose al proscenio para recibir los aplausos del público la noche del estreno de Consuelo. Elena Sanz, amante de Alfonso XII, es cantante famosa y «además de sus papeles de teatro [trae] otro muy importante en la Historia». Los llamados próceres se afanan por conseguir distinciones que con justicia pueden ser llamadas «farandulescas».

Los elementos de la comedia de magia y los del episodio nacional están tan reciamente trabados que sería imposible separarlos. La comedia es el episodio. Celestina Tirado, además de desempeñar el papel que anuncia su nombre, actúa como augur siniestro que profetiza la muerte de la Reina Mercedes. Con menos truculencia, Segis prevé cómo ha de ser violada la Constitución. La primera visita de Tito a Cánovas y el nombramiento de Casiana (convertida en señorita Coelho de Portugal) para la Inspección de Escuelas, son tan fantásticos en descripción y ocurrencia que resultarían inverosímiles fuera del marco en que acontecen: el espacio «mágico» de la comedia y en la España del canovismo, donde cualquier trampa era posible. Don José Ido del Sagrario, el folletinista de las novelas contemporáneas, en el plano «real» del episodio es maestro de Casianilla, huésped del narrador y a ratos novelador omnisciente que, en funciones de tal, vislumbra lo invisible, se introduce en las conciencias y averigua el pensar y el sentir de las figuras históricas. La intuición del delirante profesional no disuena en esta obra.

Las comunicaciones entre Clío y Tito corresponden al ámbito de lo maravilloso, mas los extraños indumentos de aquélla (extraños por la desmitificación que suponen) y el modo de sus apariciones nos retienen en el plano real. Las Efémeras al ser llamadas «recadistas», equiparándolas a la recovera que trae encargos del pueblo,   —35→   pueden circular con idéntico desembarazo en lo cotidiano y en lo etéreo. El lenguaje familiar facilita la admisión y asimilación de lo fantástico; Mariclío y sus aladas criaturas no hablan con la retórica del académico sino al modo llano de su portavoz, el periodista Liviano.

La verdad de la fantasía, verdad estremecedora y en sustancia trágica, se debe a la pluma con que éste escribe. Regalo de la Madre, la tal péñola tiene virtudes mágicas: «Todo lo que con ella se escribe es verdad, aunque otra cosa quiera el que la coge en su mano para llenar de letra un blanco papel». «Si te propusieras escribir con esta pluma una mentira -le dice a Tito la Efémera que se la entrega- ella no obedecería y pondría la verdad». Maravillosa virtud, susceptible -creo yo- de ser entendida en términos metafóricos o simbólico-metafóricos. La péñola mágica puede simbolizar la inspiración, soplo iluminador de la Musa: esa pluma puede ser cualquier pluma, si la mueve la fuerza determinante de la creación. La forzosidad de escribir la verdad es inherente al empeño novelador: si cada uno de los elementos del mundo novelesco ha de servir a los fines para que fue pensado, tiene que funcionar libremente, sin que el narrador se interfiera y menos lo desvíe (destruyéndolo) arbitrariamente. La «péñola mágica» cuenta cómo fluyen pasiones y sentimientos por los oscuros laberintos del ser. Y sus verdades se integran en la ambigua textura estructural de los problemas y el vivir de apariencias y relumbrón con que se satisfacen los hombrecillos que van y vienen por el escenario, muy poseídos de su papel de personajes históricos. Después de Cánovas, la continuación no se haría esperar, pero la escribiría otro escritor, y para calificarla se utilizaría otra palabra: a la materia histórica del siglo XIX español, cuando volviera a ser novelada, se la designaría con la carnavalesca palabreja de esperpento.

The University of Texas. Austin





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