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La gigantesca tarea de la literatura latinoamericana contemporánea ha consistido en darle voz a los silencios de nuestra historia, en contestar con la verdad a las mentiras de nuestra historia. |
Carlos Fuentes, Discurso Premio Rómulo Gallegos |
Durante el período inmediatamente posterior a la publicación de Los perros del Paraíso, que coincide a su vez con el de la amplia reflexión a un lado y otro del Atlántico ante la cercana conmemoración del V Centenario del Descubrimiento de América, Abel Posse interviene en diversos encuentros culturales celebrados en ciudades europeas para plantear, desde su condición de novelista, la particular visión de ese período concreto de la historia americana que se había convertido ya en uno de los motivos centrales de su escritura112. Probablemente la más interesante de estas aportaciones teóricas sea una ponencia titulada «La novela —84→ como nueva crónica de América: historia y mito», dictada por primera vez en noviembre de 1988 en el seno de un congreso sobre «Conquista y ocupación de América en el siglo XVI» celebrado en la Universidad Católica de Eichstätt113, en la que plantea el papel de los escritores latinoamericanos en la necesaria revisión de la historia de este continente. Posse no hace ninguna referencia explícita en este trabajo teórico a sus propias novelas sobre el Descubrimiento y la Conquista y, sin embargo, el breve ensayo resulta absolutamente revelador para entender las motivaciones y los propósitos del autor en dichas obras.
Desde una
perspectiva globalizadora, el texto aborda la literatura
latinoamericana entendida como «corpus», como ese
único libro borgiano compuesto por todos los libros, siendo
su punto de partida la marcada tendencia de esta literatura a
plasmar una temática histórica114
y deduciéndose —85→
del conjunto de su exposición, las que son,
según Posse, las dos premisas esenciales de las que parten
los escritores latinoamericanos para realizar un tratamiento
válido de esta temática: por un lado, una clara
función desmitificadora de la historia «oficial»
(escrita sólo por los vencedores) que ha permitido crear en
América Latina «un campo de
reflexión y de conciencia de nuestro ser y de nuestro
Continente»
115;
por otro lado, la convicción de que esta función
sólo puede realizarse desde la preeminencia del objetivo
estético, desde la conciencia de que lo literario es, ante
todo, un hecho artístico y, por tanto, desde una
preocupación esencial por el lenguaje.
El punto de
partida resulta fundamental para entender el conjunto de la
novelística de un autor que ha hecho de los vínculos
entre la historia y la literatura el centro de su
producción: definidas como históricas,
«metahistóricas», biográficas..., todas
las novelas del autor argentino manifiestan, en mayor o menor
medida, como ya hemos visto, esa insistencia en la historia que
caracteriza, según él, a la literatura
hispanoamericana en su conjunto. Al destacar dichos
vínculos, Posse incide además en su propia
contribución al establecimiento de ese «campo de
reflexión» que, partiendo de una indagación en
el pasado, tiene como objetivo dar una definición del ser
americano, de la conciencia americana, lo que, en definitiva, no es
más que una vuelta al viejo problema de la identidad que
preocupa al continente desde la independencia y que se hace
acuciante —86→
en la actual circunstancia histórica en la que, como
afirma el propio Posse en este mismo texto, «Nos toca descubrir.
Descubrirnos»
.
La concreción de estos planteamientos en las dos premisas formuladas en torno a un válido tratamiento literario del material histórico resulta, además, especialmente significativa en la aplicación de dichos planteamientos, ya de forma concreta, a las tres novelas que nos ocupan, porque el escritor argentino ha hecho suyas sin duda ambas premisas al integrar su propia obra en ese corpus literario que surge en relación con el tema histórico: tanto Daimón y Los perros del Paraíso como, más tarde, El largo atardecer del caminante surgen con un claro objetivo desmitificador de la historia «oficial» sin que su autor pierda de vista el compromiso primordial con el lenguaje que caracteriza toda su novelística116.
Ahora bien, si destaco este texto como especialmente relevante para nuestro estudio es porque, a partir de esas consideraciones, Posse concreta su análisis en el período histórico del Descubrimiento y la Conquista, y en el conjunto de textos que da cuenta del mismo, la Crónica de —87→ Indias, como materia histórica que exige una revisión por parte de la creación literaria. En este sentido, observamos cómo Abel Posse centra su ensayo en este episodio clave, verdadero «Big Bang» -como lo ha definido en alguna ocasión- de toda la realidad hispanoamericana (y también europea), y, más concretamente, en la forma en que ha sido presentado no sólo por la Crónica sino incluso por la historiografía oficial hasta el siglo XX, por considerar que es en este punto donde se encuentra el origen de esa versión mitificada de la Historia con la que deben enfrentarse los autores latinoamericanos.
La versión
errónea de este hecho histórico surge, según
expone Posse, de una evolución en la percepción del
mismo que se manifiesta ya en los textos de la Crónica,
donde podemos distinguir tres momentos fundamentales: en primer
lugar, el del descubrimiento, el encuentro de Europa con
un mundo desconocido (que supuso también un descubrimiento
de la realidad europea por parte del indígena americano)
manifestado en la escritura desde esa «admiración
sincera», esa fascinación que encontramos en los
Diarios de Cristóbal Colón, pero
también en otras crónicas como las de Bernal
Díaz o Cieza de León; en segundo lugar, el del
cubrimiento, la casi inmediata negación de «la importancia de ciertas grandes
civilizaciones locales, de su forma de vida y de sus
dioses»
117,
un cubrimiento del «otro» que esconde además el
genocidio y el teo-cidio —88→
(el intento de eliminación de los dioses, de las
creencias) del indígena americano; y, por último, esa
forma de percepción que heredarán a su vez los
historiadores hasta el siglo XX: el «encubrimiento consciente e
inconsciente de la realidad del
descubrimiento-cubrimiento»
118,
el olvido de esta cara trágica de la conquista con el que se
logró mantener los mitos del período colonial,
transformado desde la Independencia casi en un
«vacío» histórico, que es el que ha
impedido recuperar la verdadera conciencia del hombre
americano.
Contra esa
versión incompleta o tergiversada de la historia se
rebelaron aquellos escritores que, como el propio Posse, se han
atrevido a abordar en sus obras este momento fundacional de la
realidad americana. En palabras del propio autor, «fueron los poetas y novelistas quienes
lanzarían sus carabelas de papel para des-cubrir la
versión justa [...], los que ajustaron el disparate de la
historia imperial»
119.
Esta tarea exigía una necesaria desmitificación de
los protagonistas de la Historia (rasgo que enlaza, como se
recordará, con los propios orígenes de la novela
histórica en Hispanoamérica y que queda
implícito en la argumentación teórica de
Posse120),
pero sobre todo también un —89→
nuevo manejo del material histórico: «nuestro trabajo necesariamente tenía que
usar la historiografía, para a veces negarla, modificarla,
reinterpretarla»
121.
He aquí las claves, para el autor, de esa nueva forma de
enfrentarse al pasado americano: las obras de Posse van a ofrecer
nuevas visiones del personaje histórico gracias a ese nuevo
tratamiento del documento, de la escritura de la Historia, porque,
si bien, como dirá Álvar Núñez en
El largo atardecer del caminante, «la misma
Historia, con mayúscula, es un hecho
criminal»122,
Posse sabe, como su personaje, que, «para bien o para mal, la
única realidad que queda es la de la historia
escrita»123.
Hay que volver, pues, al texto de la Crónica, pero no con
las limitaciones del historiador, sino con la libertad del autor
literario, que es la que va a permitir, desde diversas
técnicas propiamente postmodernas, corregir, completar,
reinterpretar esta escritura.
Cabe, pues, como una primera línea de acercamiento a las tres novelas que nos ocupan, analizar la forma en que Posse decide realizar este des-cubrimiento del pasado en su propia creación novelística, lo que equivale a mostrar, de acuerdo a las ideas expuestas anteriormente, tanto la peculiar manera en que elige y presenta a sus personajes históricos como el modo en que selecciona y maneja la textualidad de la Crónica, y también de otros discursos —90→ historiográficos, desde una personal reflexión sobre el hecho mismo de la escritura.
La decisión de Abel Posse de ahondar en la historia de América y de reflejar ese proceso lento de lecturas y reflexiones en su producción novelística supone ante todo un cambio en la concepción del personaje literario en relación con la materia histórica. Mientras se había mantenido básicamente como «observador» americano de la realidad histórica contemporánea (la que se muestra en Los bogavantes y en La boca del tigre), Posse había rechazado de forma voluntaria (podríamos decir incluso necesaria) la presencia en sus novelas de personajes históricos más allá de las referencias explícitas realizadas por parte de protagonistas ficticios124. Su interés por América como identidad, y concretamente por el período histórico de la Conquista, le remiten en cambio, de forma imprescindible, a determinados personajes de la historia que exigen una revisión y que, de hecho, están siendo objeto de indagaciones también por parte de otros creadores.
—91→Dado que su acercamiento a la historia del continente se realiza como parte de esa «experiencia americana» que le proporciona su estancia en Perú y que el punto de partida es una casi obligada postura crítica, en el sentido también de denuncia de la fuerte impronta negativa que sin duda es posible encontrar en la conquista española de América, no es de extrañar que Posse centre su atención en un primer momento en el conquistador Lope de Aguirre: por un lado, Aguirre es un personaje muy vinculado a Perú, ya que participó como conquistador (aunque prácticamente anónimo) en casi todos los momentos claves de las dos primeras décadas de conquista y ocupación del territorio incaico, para protagonizar más tarde esa expedición que partió precisamente de tierras peruanas en busca de El Dorado en 1560 y que se convirtió en la más sangrienta de todo el siglo; por otro lado, Posse va a compartir con otros muchos autores la atracción por este hombre que encarna el lado más terrible de la Conquista. En efecto, si Aguirre es probablemente el personaje del período colonial que más interés ha despertado en el ámbito de la creación histórica125 es porque, como explicó el venezolano Arturo Uslar Pietri en su ensayo “El peregrino”,
—92→
No ha habido en toda la extraordinaria historia de la conquista de América por los españoles aventura más temeraria y pavorosa [...]. Ni ha habido entre todos los excepcionales hombres que recorrieron y sojuzgaron las inmensas tierras del Nuevo Mundo, figura más compleja, vigorosa y trágica que la de aquel personaje126. |
La
fascinación de Posse por Lope de Aguirre tiene que ver sobre
todo con uno de los rasgos de ese «traidor»,
«rebelde» y «peregrino» de la
Crónica, que ha sido apuntado también por Uslar
Pietri (y reflejado muy claramente en la novela El camino de El
Dorado, que sin duda Posse debió conocer antes de
iniciar la escritura de su obra): el hecho de que en el
carácter de Aguirre estén «abultados hasta el exceso los rasgos del
conquistador»
, que se vean en él «como en un vidrio de aumento»
, de
manera que —93→
-continúo citando a Uslar- «su locura criminal no altera esos rasgos. Tan
sólo los acentúa hasta lo
monstruoso»
127.
A este propósito, el propio Abel Posse ha explicado:
Cuando yo elegí el personaje de Lope de Aguirre me pareció que era un personaje fascinante, y que yo podía rehabilitar la barbarie de Aguirre, la barbarie maravillosa de España, la barbarie que termina con una aventura desopilante y genial, aunque monstruosa128. |
El acercamiento a
un hombre que llevó su condición de conquistador al
extremo supuso para el autor argentino, por aquella primera mitad
de la década de los 70, un esfuerzo de indagación
sobre el Aguirre histórico129
completado por un despliegue imaginativo que le permitió
concebir a ese complejo personaje caracterizado con adjetivos como
«antiimperialista», «demonista» o
«erotómano» en las palabras preliminares de la
novela, en las que se apunta además una nueva
«cualidad» del Aguirre de Posse que va a determinar
toda la construcción narrativa de la obra: su capacidad para
seguir viviendo «en el Eterno Retorno de
lo Mismo»
130,
que no es más que una consecuencia del —94→
carácter «monstruoso» del protagonista.
Según explica el autor, el personaje le pareció
«tan descomunal»
que
decidió «que tenía que
seguir viviendo, porque esa impronta anárquica y salvaje es
la que permaneció en América»
131.
El conquistador Aguirre se convierte pues, para Abel Posse, en un
daimón y en este sentido, como ha explicado Luis
Sáinz de Medrano, «concentra
todas las acepciones que la palabra contiene en griego; dios, genio
(el que prefería Goethe),
fantasma, espíritu del mal, espíritu de los muertos,
hado, desventura»
132.
Pero aún cabría añadir un rasgo de este Aguirre/daimón que va a ser, junto a la «monstruosidad» del personaje, decisivo tanto en la elección como en la caracterización del mismo: cuando en una nota a Los perros del Paraíso Posse se refiere también a los Reyes Católicos como daimones, se comprende en toda su complejidad el motivo que lleva al autor a elegir el término incluso como título de esta primera novela de su trilogía:
En la angeología musulmana hay una clara referencia a esta categoría de ángeles que invaden la Tierra, en retorno germinativo, devueltos por la ira de un dios acosado por la indiscreta pasión cognoscitiva del humano. El angelos es sustancialmente el mensajero [...]: en su forma menos sofisticada y más «humana», asumen el carácter de daimones y de héroes [...]. Casi unánimemente los —95→ angeologistas convienen en la terribilidad e insolencia de estos seres que moran al margen del código cristiano: no necesitan salvarse. No necesitan ni fe, ni esperanza, desconocen la caridad. Probablemente les repugne la piedad. Sólo se atienen a las leyes de su misión133. |
Lope de Aguirre es
un daimón porque no tiene códigos morales o,
como se advierte también en las palabras preliminares de la
novela, porque es un ser «amoral como un
tigre, como una paloma»
134.
Y es precisamente desde esa perspectiva, unida a una
intención burlesca y desmitificadora, desde la que el
narrador nos presenta al personaje en su recorrido por esos casi
cinco siglos de la historia americana.
Si Aguirre encarna
para Posse (y así lo refleja en su obra) la imagen extrema
del conquistador tal como ésta podría reflejarse en
los deformantes espejos valleinclanescos, Cabeza de Vaca es, por el
contrario, «el gran personaje moral de
la conquista»
, que, sin embargo, «no fue tenido en cuenta en los fastos del
Quinto Centenario»
135.
Aunque iniciada con anterioridad, El largo atardecer del
—96→
caminante pretendió ser precisamente la
contribución de Abel Posse a esos fastos conmemorativos (no
en vano obtuvo el Premio Internacional de Novela V Centenario) a
través de una escritura que, desde su misma
«noticia» introductoria, se muestra como un modo de
reconocimiento a ese hombre que «por
elegancia natural o por una extraña pasión
subversiva, se separó del tipo humano del
"conquistador"»
136.
La elección de Álvar Núñez tiene que
ver, como vemos, con un intento de mostrar la otra cara de la
conquista, emprendido casi quince años después de que
saliera a la luz su versión del «descomunal»
Aguirre: «me pareció -explica el
autor- que después de haberme acercado a su opuesto, a Lope
de Aguirre, fascinante sinvergüenza y conquistador extremo,
era la forma de compensar las visiones y las
interpretaciones»
137.
El propio Posse ha insistido en ese intento de compensación que es posible descubrir en su propuesta de reflexión global sobre el hecho histórico de la Conquista, aspecto sobre el cual llegaba a afirmar en una entrevista publicada en 1996:
Lope de Aguirre fue el peor de los conquistadores y Álvar Núñez Cabeza de Vaca el mejor [...]. Justamente elegí estos dos personajes para dos de mis novelas porque contribuyen a destruir la imagen unilateral que se tiene del conquistador en la verborragia y en el corpus literario que se ha ido creando con los siglos [...]. Lo que hice fue tomar dos polos de esa contradicción para hacerla patente138. |
Es necesario advertir que, planteada en estos términos, la contraposición entre ambos personajes, en realidad, no hace más que alimentar cierta visión maniquea que se inicia con los textos mismos de la Crónica del siglo XVI: sin entrar todavía en el análisis de dichos textos, parece claro que, con sus palabras, Posse reitera una tópica oposición entre la leyenda del Aguirre loco y sanguinario, creada, no lo olvidemos, por los propios participantes en su expedición con una escritura que iba a exculparles del grave cargo de rebelión a la Corona, y la imagen idealizada (e incluso, para algún crítico hagiográfica139) de Cabeza de —98→ Vaca ofrecida por el propio personaje en la crónica de una peregrinación de más de ocho años por tierras americanas de la que no obtuvo ningún beneficio para el Imperio español140. Me parece, además, que la citada explicación de Posse es (tal vez de forma voluntaria) simplificadora por cuanto, afortunadamente para su producción literaria, no da cuenta de la complejidad que ambos personajes adquieren en la construcción narrativa de sus dos novelas, en las que la mirada crítica del autor supera estas posibles polarizaciones.
En cualquier caso,
destaca la manera en que Posse logra efectivamente «compensar visiones»
en su libro sobre
Cabeza de Vaca, en el que nos muestra a un «conquistador conquistado»
, sensible
al otro, cristiano pero crítico con la religiosidad
«oficial»
, que se define a
sí mismo como «un aguafiestas, el
entrometido, el impolítico»
y que es consciente de
que su idea de América entorpecía los planes de su
patria porque «en un imperio que nace,
la libertad y la justicia son siempre planes para el
futuro»
141.
La obra, —99→
además, presenta, a través de la mirada del
propio Álvar Núñez, a otros personajes
destacados de la Conquista que se acercaron al mundo americano con
una comprensión semejante a la suya (como Cieza de
León) o que tuvieron visiones muy distintas del Nuevo Mundo
(como Hernán Cortés, Pánfilo de Narváez
o el «verdadero conquistador»
Hernando de Soto).
No debemos
olvidar, por otro lado, que la voluntad del escritor argentino de
no caer en un posible maniqueísmo a la hora de presentar a
sus personajes históricos se había manifestado ya de
forma clara en ese «retrato ambivalente
de Colón»
(como lo define Seymour
Menton)142
que logra en Los perros del Paraíso, un complejo
retrato del descubridor que, en mi opinión, tiene que ver
tanto con la propia ambigüedad histórica del personaje
como con su utilización en la novela como símbolo de
un momento clave en la historia de Occidente.
En una conferencia
dictada en 1992 con el título «El aventurero
Cristóbal Colón», Abel Posse intentaba trazar
los rasgos de ese personaje que parece huir de cualquier
definición histórica, un hombre que «se nos presenta como un matrioska»
porque «cada indagación sobre su
personalidad nos descubre otra»
143;
en este sentido, Posse señalaba elementos que son
significativos en su novela como la ambigüedad en torno al
origen de Colón, su religión y sus motivaciones o las
contradicciones que muestran —100→
unos diarios en los que descubrimos a un tiempo al redentor
cristiano y al esclavista, al místico y al defensor del
Imperio144.
Sin embargo, en esta conferencia, como en otras intervenciones, el
autor insiste en que la personalidad múltiple del personaje,
que le va a permitir ese enriquecedor acercamiento dialógico
al mismo en su obra, queda subordinada en realidad para él a
otra complejidad sustancial que explica la elección de
Colón como protagonista de esta segunda novela de su
trilogía: «escribí Los
perros del Paraíso sobre el personaje Cristóbal
Colón -explica Posse- y me interesó este protagonista
de la historia por [...] la síntesis cultural que va a
llegar a América; la síntesis de un Occidente
bastante enfermo y, al tiempo, fascinante»
145;
Cristóbal Colón se constituye como esa
síntesis del mundo europeo en el momento en que entra en
contacto con un Nuevo Mundo (y, al hacerlo, debe replantearse a su
vez su propia identidad), de manera que el autor simboliza en la
figura de Colón «todo lo bueno y
lo malo de Europa, esa contradicción que era
Europa»
146.
Abel Posse elige a
Colón fascinado por lo que representa como símbolo
del hombre europeo de fines del siglo XV, así como por lo
«descomunal» de un viaje que tiene incluso una
dimensión metafísica pero que es, sobre todo, el
espacio donde «están las grandes
raíces de nuestra situación —101→
política, cultural y
económica»
147
y, no lo olvidemos, también porque el testimonio de ese
viaje que se desprende de sus diarios manifiesta el
descubrimiento asombrado de lo desconocido, un
descubrimiento con el que se inicia el complejo proceso de
percepción del mundo americano por parte de Occidente que el
autor pretende revelar a través de su escritura148.
Situado entre esos dos polos que encarnan Lope de Aguirre y Cabeza de Vaca, contradictorio en sí mismo, problemático por la carga simbólica que Posse le atribuye, Cristóbal Colón es, de los tres personajes, el que muestra una mayor complejidad y, con ella, como apuntaba Menton, una especial ambivalencia en la construcción narrativa. Su elección es, en cierto modo también, la más ambiciosa, porque implica una profundización en toda una cultura, una manera de concebir el mundo, que desde 1492 va a marcar definitivamente la realidad de América.
Además, la posición central de Cristóbal Colón en la proyectada «Trilogía del Descubrimiento» (y también en la escritura de las tres novelas que nos ocupan) nos remite de nuevo a la búsqueda de una perspectiva múltiple por parte de Abel Posse. Situada entre la crueldad de Aguirre y la moralidad de Álvar Núñez, la buscada ambigüedad de este «héroe» parece acentuar la necesidad de ofrecer una imagen no unívoca de un hecho histórico complejo, la preocupación del autor por mostrar esa semblanza cabal, —102→ esa visión compensada que, como «des-cubridor» de la Historia, se ha propuesto.
Esta multiplicidad
de perspectivas no invalida, sin embargo, la existencia de cierta
unicidad que da a su vez una coherencia interna al tratamiento de
estos personajes y que se logra, en primer lugar, gracias a
determinados rasgos comunes apuntados ya en alguna ocasión
por la crítica y reconocidos por el propio autor en el
conjunto de su narrativa, como es el hecho de que los tres
personajes sean, como otros muchos protagonistas de sus obras y
como el propio Posse, viajeros, con las implicaciones que el viaje
tiene como forma de (auto)conocimiento (aspecto sobre el que
volveré más adelante), o que el autor haya recurrido
una vez más en estas novelas «al
personaje en crisis, al personaje caído, al viejo, al
enfermo, de modo que el personaje evoca su grandeza o su propia
humanidad»
149,
ya que, de alguna forma, tanto el Lope de Aguirre como el
Álvar Núñez o incluso el Colón de Posse
(al igual que Evita, el Ché, o el protagonista de La
reina del Plata) son personajes marcados por esa
«intensidad nostálgica» del héroe
derrotado preferida para sus novelas por el autor argentino.
Pero es posible
señalar asimismo dos rasgos que definen
específicamente a estos tres «héroes» en
relación con el período histórico que
representan: el primero de ellos, vinculado a la propia realidad
americana, es el modo en que los tres manifiestan la
transformación del hombre europeo en contacto con esa nueva
realidad, transformación —103→
que define el verdadero descubrimiento y que lleva
incluso a una toma de conciencia de una forma incipiente de
americanidad. En Daimón el fenómeno tiene
lugar al finalizar esa imaginaria carta que Lope de Aguirre dirige
a Felipe V, en la que, además de reiterar su
rebeldía, advierte al rey sobre la imposibilidad de
conquistar realmente América («...nadie puede ni podrá con esta tierra.
Su alma... huye al fondo de los bosques de espesura inimaginable...
Estos pueblos no están conquistados aunque sí
temporalmente vencidos»
150):
es entonces cuando, según el omnisciente narrador, Aguirre
«por primera vez en sus largas vidas se
sintió americano»
151.
La adánica americanidad de Cristóbal Colón
llega, por su parte, de forma casi natural como consecuencia del
pleno disfrute de ese descubierto Paraíso que transforma sus
percepción de la realidad; es por ello que, hacia el final
de la novela, resulta ya evidente que
...el almirante había sufrido una mutación ya probablemente sin retorno [...]. Sin saberlo, como para apenarse o jactarse vanamente, se había transformado en el primer sudamericano integral. Era el primer mestizo y no había surgido de la unión carnal de dos razas distintas. Un mestizo sin ombligo, como Adán152. |
—104→
Por fin, para
Cabeza de Vaca, el problema de la identidad, que determina de forma
clave toda la novela, se resuelve con una toma de conciencia de la
propia otredad, la imposible adaptación al Viejo
Mundo de quien ha conocido una forma distinta de vida: a su llegada
a México, tras años de convivencia con los
indígenas, el protagonista descubre que «Era otra vez don Álvar
Núñez Cabeza de Vaca, el señor de
Xerés. Pero era otro, por más que yo disimulase. Era
ya, para siempre, un otro»
153.
El segundo de
estos rasgos tiene que ver, en cambio, con la pertenencia de los
tres personajes a la cultura occidental, a esa cultura europea en
la que se privilegia la palabra escrita, que los obliga a entablar
una necesaria relación con la escritura como única
forma de ingresar en la Historia (como dice Colón en Los
perros del Paraíso, «toda
gran aventura -privada o pública- para realmente valer debe
terminar en un gran libro»
154).
Las novelas de Posse insisten tanto en dicha vinculación
como en la problemática diversa que de ella se deriva en los
distintos protagonistas, obligando además al lector a
penetrar en todo un ámbito de reflexión en torno al
proceso mismo de la escritura.
Esta
reflexión se inicia, casi de forma paradójica, en
Daimón con un personaje que carece de voz propia en
la Crónica (recordemos que las palabras de Aguirre son
recogidas por otros, por esos cronistas testigos como
Monguía, Zúñiga o Pedrarias de Almesto, que
son obligados a —105→
evocar al rebelde ya muerto) y que, además, no
habría podido ofrecer por sí mismo una versión
de su historia, pero que se descubre obsesionado por el valor de la
palabra escrita: Abel Posse muestra, desde el comienzo mismo de la
novela, la preocupación por el poder de la escritura de ese
conquistador analfabeto155
cuya acción más famosa es, sin embargo, haber
dirigido a Felipe II una carta de desnaturalización de la
Corona. Cuando el Aguirre de Posse dicta a Blas Gutiérrez un
segundo texto en el que anuncia al rey el inicio de su nueva
jornada, le advierte: «anota con la
mejor letra que encuentres [...]. Pones así como te digo,
sin cambiar ni coma [...]. Debajo de mi nombre pones El Peregrino
El Traidor El Rebelde, todo así como te dije, con
mayúscula»
156;
y, más de siglo y medio después, utiliza semejantes
términos cuando dicta el que informa a Felipe V de la
continuidad de su «jornada en
rebeldía»
: «Todo eso lo
pones con la letra más fina que tengas y, tú,
Carrrión, personalmente dejarás el pliego en la
oficina del Alcalde»
157.
Para el Aguirre de la Crónica, la escritura fue el
testimonio de su rebelión, fue incluso en sí misma
una forma de rebelión; por ello el protagonista de la novela
de —106→
Posse se decide a escribir esta última carta cuando
ve ya sin efecto el valor de la primera:
«¿Pero el Rey, ese Quinto, el francés de la nueva estirpe, me teme?». Nadie responde [...]. «¿Me teme o no me teme? ¿Qué se dijo en la Corte de mi declaración?». Silencio [...]. Y con voz de sus más fuertes decisiones: «¡Vamos! ¡Escribano! ¡Tinta y pergamino!»158. |
Si para Aguirre la
escritura es un instrumento de rebeldía, para Colón,
en cambio, nace, ante todo, de una obligación (la de dar
cuenta a los Reyes Católicos de las tierras que va
descubriendo), pero la relación del personaje con el texto
escrito adquiere pronto una complejidad que se descubre en sus
Diarios tal como éstos han sido conservados y que
Posse no sólo refleja sino que intensifica en su novela. En
este sentido, cabe destacar al menos dos vertientes del
Colón escritor que Posse rescata para su libro: en primer
lugar, la manera en que Colón confirma en la autoridad de
una serie de lecturas previas la particular imagen de
América que muestran sus Diarios, o, como
diría Beatriz Pastor, la forma en que su escritura obedece a
un proceso de «ficcionalización
de la realidad americana por identificación con un modelo
literario predeterminado»
159;
el Colón de Posse, como el de los Diarios, busca
—107→
en las autoridades de la época (en especial en la
Imago mundi de
Pierre D'Ailly) los datos
referentes a ese Paraíso terrenal que cree haber descubierto
en el Golfo de Paria, de manera que su escritura no es sólo
fruto de una experiencia, sino también de la lectura de todo
un corpus textual anterior sobre el
que ironizará a su vez el autor en la novela160.
Una segunda
línea desarrollada por Posse gira en torno a la posible
existencia de un diario «secreto»: la idea guarda
relación con las palabras del propio Colón en la
narración de su primer viaje al referirse a otro cuaderno,
distinto al oficial, en el que anota las leguas navegadas
realmente161,
pero sobre todo con el difícil problema textual de unos
diarios (en concreto los del primer y tercer viaje) que han llegado
a nosotros fundamentalmente a través de la versión
que ofrece de ellos Bartolomé de las Casas en su
Historia de las Indias; Posse aprovecha esta circunstancia
para imaginar aquella parte de lo escrito por Colón (sobre
todo en el viaje previo al descubrimiento) que no ha llegado hasta
nosotros, ese «Diario secreto que su
hijo bastardo, Hernando, dañaría irremediablemente y
del cual el padre Las Casas recogería algunas cenizas,
sólo —108→
pasajes de sensatez»
162.
Más allá de las implicaciones que tiene este recurso
como singular tratamiento del material histórico (sobre las
que volveré en breve), me interesa destacar ahora
cómo, en este «diario secreto», Posse no trata
de imaginar tanto lo que se ha perdido del diario escrito para la
Corona española como lo que pudo haber sido el diario
personal de Colón (en el que expresaría sus
vacilaciones, sus críticas a los marineros, sus miedos...),
insistiendo así en una forma íntima de
relación del personaje con su escritura, en una
dimensión más puramente autobiográfica del
texto163.
Desarrollando
precisamente esa vertiente autobiográfica que en realidad
encontramos en buena parte de la Crónica de Indias, Abel
Posse intensifica en El largo atardecer del caminante su
preocupación en torno a las vinculaciones del
personaje-cronista con la propia escritura, haciendo de dicha
preocupación el núcleo central de esta obra. Como he
apuntado anteriormente, los Naufragios se conciben en su
forma primigenia como una probanza de méritos que el
conquistador presenta ante su rey; ahora bien, como señala
el propio Cabeza de Vaca en su proemio, el texto no puede ofrecer
los esperados servicios —109→
de conquista, por lo que se constituye, en cambio, como
testimonio de lo que «un hombre que
salió desnudo pudo sacar consigo»
164.
Asistimos, pues, en la propia crónica a la
construcción del personaje a través de su escritura,
ya que, como señala Enrique Pupo-Walker,
...[tal vez] sin proponérselo, Núñez alcanzó un proceso de autodescubrimiento que se efectuó en la elaboración misma de sus textos [...]. [Las] aparentes «tomas de conciencia» las posibilitó un complejo proceso de redacción que se efectuó a lo largo de muchos años, pero que, al parecer, no alcanzó una resolución definitiva [...]. No sería desproporcionado concluir que la persona que hoy conocemos de Núñez, y la que él gradualmente discierne en su propia escritura, son dos de las tantas proyecciones que el texto posibilita165. |
Cuando Abel Posse brinda a su personaje la posibilidad de confirmar, corregir o completar lo ya escrito, de enfrentarse de nuevo a sí mismo a través de la revisión de la propia obra, en realidad parte de esa búsqueda de identidad166 y de esa continua insatisfacción de Álvar Núñez ante su escritura que, según Pupo-Walker, quedan reflejadas —110→ en el difícil proceso de redacción de los Naufragios167. El hombre anciano imaginado por el autor argentino que, ya en Sevilla, evoca su pasado «cayendo hacia adentro» de sí mismo, buscándose «de una vez por todas» sólo puede realizar esa evocación enfrentándose de nuevo al texto en una suerte de amplificatio de lo narrado en sus dos crónicas «oficiales».
Podríamos
ir más allá en esta línea y concluir con
Seymour Menton que «en realidad, la revisión o
ampliación de Naufragios y comentarios es
sólo un hilo de la novela, y está subordinado al acto
de escribir que constituye el eje de la estructura de toda la
novela»
168.
En efecto, concebida de forma dialógica, la obra es a un
tiempo una reescritura de crónicas anteriores y la
crónica de un «penúltimo»
naufragio169:
gracias a la escritura, Cabeza de Vaca, como desdoblado, se mira a
sí mismo en el pasado al tiempo que narra su presente, de
manera que el texto es, por partida doble, una forma de
autobiografía que supone además, —111→
en esta crónica final, la justificación
última de la propia existencia (escribir «es hoy -dice el protagonista- mi forma de
vivir, de revivir y de encontrar a alguien por los senderos de las
cuartillas desiertas»
170).
Me parece
importante insistir, en cualquier caso, en ese objetivo
señalado por el propio Abel Posse respecto a este libro que
es «corregir la crónica por el
mismo cronista»
171,
porque con ello el autor lleva al extremo en El largo atardecer
del caminante un aspecto que está presente en las tres
novelas: la vinculación de sus protagonistas con el
corpus textual de la
Crónica de Indias, un corpus
que, completado a su vez por otros tipos de discurso, es trabajado
intensamente por el autor de diversas formas y con distintas
intenciones en el seno de estas obras.
Los comentarios
del propio Abel Posse en torno a esos siete años de silencio
reflexivo, de estudio en torno a la realidad y a la historia
americanas que separan la publicación de La boca del
tigre de la de Daimón permiten deducir la
importancia que tiene para el escritor, en el proceso de
creación de sus novelas históricas (o
«metahistóricas») lo que Noé Jitrik
define como «construcción del
—112→
referente»
: esa necesaria tarea de
selección y análisis de un determinado material
historiográfico que va a permitir a su vez que dicho
material entre a formar parte de la novela como
«referido», esto es, transformado según
determinados procedimientos narrativos172,
en este caso propiamente postmodernos y orientados (según el
autor, recordemos) a negar, modificar o reinterpretar la Historia
oficial.
La parte central
de ese referente histórico que Posse construye para sus
novelas sobre el Descubrimiento y la Conquista la encontramos, sin
duda, en la propia Crónica de Indias, de manera que, en
mayor o menor medida, las tres obras podrían definirse como
formas de reescritura (o, diría Genette, «literatura en segundo grado»
) de
algunos de los textos de ese corpus. Las crónicas
sobre Lope de Aguirre escritas por Vázquez,
Zúñiga, Monguía y otros, los diversos
documentos conservados de Cristóbal Colón y los
Naufragios y Comentarios de Cabeza de Vaca son el
origen de unas novelas que mantienen, además, un constante
juego de relación textual no sólo con dichas fuentes
sino también con un corpus
narrativo mucho más amplio en el que encontramos, junto a
otras crónicas de la época, informaciones de
historiadores posteriores o discursos esenciales del pensamiento
moderno.
Por lo que
respecta en concreto a la relación textual con esas fuentes
«generadoras» del discurso, las tres novelas parten de
un proceso básico de intextextualidad
—113→
entendida, como lo hace Genette, de una forma
restrictiva, esto es, como «la presencia
efectiva de un texto en otro»
173,
ya que el texto de la Crónica entra a formar parte de estas
obras tanto a través de la cita como de la alusión.
Ahora bien, la presencia de las fuentes no se reduce a dicho
proceso, sino que se enriquece de diversos modos (y con distintos
grados de complejidad) en cada una de las narraciones.
En Daimón, aunque la Crónica sobre Aguirre se cita de forma casi literal, lo cierto es que su especial presencia en las primeras páginas nos habla ya de su función en la novela como pretexto, como excusa o punto de partida de un nuevo argumento (recordemos que en la novela de Posse la rebelión narrada por los cronistas es ya un hecho del pasado que Aguirre evoca para justificar la nueva expedición que le va a llevar a recorrer cinco siglos de historia americana), pero también como pre-texto, esto es, como texto originador de una narración que no hubiera sido posible sin esta escritura previa con la que establece un diálogo continuo (manifestado sobre todo a través de sutiles alusiones) y en la que incluso podríamos situar el planteamiento básico de dicha narración, ya que, de ser cierta la sugerente hipótesis de Marina Kaplan, en ella,
Como en tantos ejemplos del llamado realismo mágico, se trata de representar literalmente una frase figurada: en este caso, la oración del mismo Aguirre en su carta —114→ al provincial Montesinos« » «...hazemos quenta que bivimos de Graçia segun el Rio y la mar y la hanbre nos han amenazado con la muerte, y ansí, los que vinieren contra nosotros hagan cuenta que vienen a Pelear contra los espíritus de los hombres muertos» [...]. El retorno a la vida de los personajes de la novela materializa esos «espíritus de los hombres muertos»174. |
La hipótesis de Kaplan (incluso si la aceptamos sólo como bella interpretación metafórica del argumento la novela) permitiría definir Daimón como continuación lógica de la Crónica sobre Aguirre, una continuación prevista de algún modo en el texto del XVI que el escritor argentino convierte en original propuesta para el lector del siglo XX. En este sentido, la novela se presenta como una nueva «crónica» de las hazañas de Aguirre y, con ellas, de otros muchos hechos de la historia del continente.
En Los perros
del Paraíso, el problema de la intertextualidad (no
sólo con los Diarios sino también con otros
muchos tipos de discurso) adquiere una complejidad tal que ha hecho
de esta cuestión una de las más tratadas por la
crítica175.
Aun a riesgo de simplificar la cuestión, creo que dicha
complejidad, al menos en el manejo de los escritos
—115→
colombinos, podría explicarse, a grandes rasgos, a
partir de la combinación en la novela de formas de
intertextualidad propiamente dicha (entendida, recordemos,
como relación de copresencia) con lo que Genette definiría como
hipertextualidad, es decir, transformaciones del texto
original que pueden llegar hasta la parodia del mismo176.
A este propósito, me parecen de gran interés las
reflexiones de Amalia Pulgarín en torno a la doble forma de
aparición de los Diarios (y también de otros
documentos colombinos menos conocidos) en esta segunda novela de la
trilogía: por un lado, el autor se sirve de la cita literal
o la alusión en su trabajo de reescritura del diario
«oficial» de Colón; por otro, como ya se ha
apuntado, inventa ese diario «secreto» donde se recoge,
como expresa Pulgarín, «lo que
Las Casas o incluso Colón dejaron entre
líneas»
177.
Respecto al
primero de los recursos, y centrándome en la cita de
documentos colombinos relativos a los distintos viajes, me resulta
muy significativo que la primera mención del verdadero
diario de Colón, se refiera, a pesar de localizarse en
agosto de 1492, al pasaje de la Carta de Jamaica (el
diario del cuarto viaje) en el que el Almirante narra ese
sueño «bíblico» que le confirma en la
idea de ser un elegido de Dios178.
La cita queda justificada por su pertinencia en la
caracterización inicial de un Colón judío con
esperanzas de redención, pero lo importante de su empleo es
cómo Posse inicia con él una libre
localización temporal de los documentos que supone, en
definitiva, una forma de insistir en la imagen que pretende
transmitirnos de la hazaña colombina como un único y
«descomunal» viaje: «Lo
cierto es que Cristóbal Colón estaba ya en el
castillo popel de la Santa María. 2 de agosto de 1492. Noche
de buena luna. Aquella partida duró diez años (1492 -
9 mayo 1502)»
179.
Por otro lado, un
solo ejemplo de cita literal de algunos textos colombinos poco
conocidos que incluso podrían parecer apócrifos puede
servir para observar cómo Abel Posse se sitúa en una
constante frontera entre verdad y ficción: me refiero a la
aclaración sobre lo que Colón —117→
«escribirá a los gerentes
de la Banca San Giorgio:
"Ningún hombre, desde los tiempos del rey David,
recibirá gracia parecida a la
mía"»
180,
texto escrito efectivamente por el Almirante en Sevilla, el 2 de
abril de 1502 a la Banca de San Jorge181
pero que, por el uso de términos anacrónicos y por su
inserción en un contexto hiperbólico y burlesco (que
nos presenta al protagonista convencido de que «¡Volverá habiendo vencido la
muerte!»
y «Arrojará
eternidad a los pies de la reina Isabel»
182),
entra a formar parte de ese tipo de citas que obliga al lector a
olvidar un posible pacto de lectura inicial respecto a los datos
conocidos sobre el personaje y a aceptar sin reparos ese «fraguado imaginativo de la
Crónica»
que le propone el novelista.
Es precisamente en ese ámbito de idelimitación entre ficción y realidad, en el que se inscribe también la aparición en el texto del diario secreto de Colón, pero desde una diversa perspectiva, ya que, curiosamente, el novelista pretende apropiarse, gracias a este recurso, de las funciones del historiador: al imaginar lo no dicho en los diarios conservados, el escritor argentino asume un papel similar al de Las Casas en el siglo XVI, ya que, como ha explicado Amalia Pulgarín,
—118→
Lo que tanto Posse como Las Casas están transcribiendo es el texto perdido colombino, por lo tanto sus textos quedan igualmente equiparados en este complejo proceso de escritura que delata la novela183. |
En este sentido,
como señala la propia Pulgarín, Posse reivindica su
derecho a inventar la historia en un discurso que puede ser tan
«verdadero» como el histórico184,
un discurso capaz de des-cubrir «la
versión justa»
gracias, como diría el
propio autor, a la capacidad para «moverse en las entrelíneas de la
crónica»
185.
La alusión,
la cita, la invención de un diario secreto o la
imitación, a menudo con una intención
satírica, de los textos colombinos son técnicas
utilizadas a un tiempo, como ha propuesto Sklodowska, para ofrecer
un pasado inventado o para disfrazar con ficción un pasado
documentado; en la novela, como señala esta autora, «el autor deja entrever las huellas de una
investigación historiográfica previa a la escritura,
a la vez que manifiesta su desconfianza respecto a las fuentes tan
apreciadas por los historiadores»
186;
este continuo cuestionamiento de las fuentes convierte la parodia
—119→
en sí misma en «fuerza
estructuradora principal del material
preexistente»
187,
lo que permitiría a su vez definir la novela como
«parodia de novela histórica» o considerar, en
definitiva, que todo intento de reescribir la historia es, en
sí mismo, paródico188.
Aparentemente más sencilla en su construcción narrativa, El largo atardecer del caminante asume, sin embargo, no sólo las fórmulas de intertextualidad presentes en las novelas anteriores sino también nuevos recursos derivados de ese planteamiento inicial que supone imaginar al cronista a un tiempo enfrentado con su escritura anterior y dedicado a la narración de una nueva crónica, recursos que obedecen a su vez a ese tema esencial de la novela que no es otro que el hecho mismo de la escritura.
En esta tercera novela, Posse abandona el elemento satírico que caracterizaba el manejo de la Crónica en las dos anteriores, pero asume de nuevo, aunque desde una distinta perspectiva, el valor de la parodia como elemento estructurador del texto que veíamos ya en Los perros del Paraíso: en el juego narrativo propuesto en esta ocasión por el autor, toda la novela se nos presenta como una última y definitiva crónica escrita y firmada por «Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Caminante». Concebida como continuación de Naufragios y Comentarios, la crónica imaginada por el escritor argentino supera, además, a las crónicas «históricas» en su veracidad por cuanto el narrador-protagonista —120→ alcanza en ella por fin su «voz interior», sintiéndose libre para sacar a la luz un testimonio ocultado, al menos parcialmente, hasta entonces.
En efecto, esta
nueva crónica escrita en el presente de la vejez, ante la
cercanía de la muerte, se concibe como testimonio de ese
«penúltimo naufragio», pero también como
evocación, adquiriendo su verdadero sentido en la medida en
que el protagonista es capaz de reconstruir en ella su propio
pasado. Naufragios y Comentarios se convierten
así en pre-textos, en textos generadores de este
nuevo discurso que surge en relación a ellos. Además,
por ser una relectura y reescritura de lo narrado en ambas
crónicas, dicho discurso implica una continua
utilización de la cita y la alusión como recursos de
copresencia de la Crónica en la novela. Ahora bien, aunque
en principio, Álvar Núñez escribe «más o menos ordenadamente, siguiendo la
letra de lo que ya escribí»
(que, en los
Naufragios abarca desde su arribo a la isla de Malhado
hasta el encuentro con los españoles que le
devolverá, ocho años después, a la pretendida
civilización y en los Comentarios recoge su
accidentado período como Gobernador del Río de la
Plata189),
el nuevo discurso se nutre de continuas correcciones o matizaciones
a las crónicas ya publicadas, de comentarios
—121→
sobre experiencias y personajes descritos o aludidos en esos
textos históricos190,
que, en definitiva, confieren a la novela una clara
dimensión metatextual191.
Por otro lado,
esta reescritura presenta también la narración de lo
no dicho en la crónica oficial, desarrollando, hasta cierto
punto, un recurso ya utilizado en Los perros del
Paraíso (en aquel caso, como hemos visto, en torno al
problema del diario secreto de Colón) y haciendo de
él uno de los elementos esenciales de la narración,
ya que buena parte de la misma se plantea como amplificatio de
—122→
las crónicas anteriores, sobre todo por lo que se
refiere a la familia que Posse imagina para su protagonista durante
los seis años de convivencia con los
indígenas192
y a su posterior encuentro con los tarahumaras, del que
Álvar Núñez dice hablar «apenas elusivamente»
, pero que va a
ser esencial para esa búsqueda de identidad que pretende el
personaje.
Al mover al
protagonista en las entrelíneas de su propia crónica,
Posse lo sitúa en un espacio nuevo de verdadera intimidad
imposible de encontrar en un texto dirigido a la Corona
española como eran los anteriores, un espacio que
sólo es posible crear desde el convencimiento de que
«el mío podría ser un
libro absolutamente secreto»
193.
La última y verdadera crónica de Álvar
Núñez, a pesar de estar construida desde una compleja
relación textual con las crónicas oficiales, parece
huir de lo que éstas significan como parte de la Historia,
por lo que incluso, una vez finalizada, su autor la esconde junto a
la Summa
Theologica194
en una recóndita estantería de la biblioteca; sin
embargo, toda crónica es escrita para ser leída, y el
protagonista reconoce, en las líneas finales de la novela,
su —123→
esperanza de que «esta nave no
naufrague y llegue a buen lector. Al fin de cuentas el peor de
todos los naufragios sería el olvido»
195.
La libertad con la
que Posse maneja la Crónica de Indias le permite ofrecer en
estas tres novelas, como hemos visto, soluciones narrativas muy
diversas a ese proceso de reescritura de la Historia que pretende
el autor. A través de las formas de intertextualidad
mencionadas, Abel Posse equipara el valor de sus nuevas
«crónicas» al que pudieran tener los textos
históricos en los que se apoyan, al tiempo que logra en
estas obras su propósito de desmentir la Historia oficial.
Y, sin embargo, cabría advertir sobre este último
aspecto que, en realidad, las crónicas elegidas como textos
generadores de sus novelas son ya, en cierto sentido, marginales
respecto a la imagen oficial que, según el propio autor, nos
ha llegado del período histórico del Descubrimiento y
la Conquista: por un lado, los textos colombinos representan esa
primera aproximación a América que Tzvetan Todorov ha
definido como «la admiración
intransitiva, la sumisión absoluta a la
belleza»
196,
esa mirada previa a lo que Posse define como el inmediato
cubrimiento de la naturaleza y el hombre americanos, que
es el que prevaleció gracias a la labor encubridora de los
historiadores; por otro lado, las crónicas sobre Aguirre y
los libros de Álvar Núñez constituyen
respectivamente —124→
los más claros ejemplos de esos dos tipos de
discurso, el de la rebelión y el del fracaso, que,
según Beatriz Pastor, corren paralelos al discurso
mitificador de la conquista de América y que pueden situarse
en el origen de una verdadera conciencia
hispanoamericana197.
Como señala Pastor, los Naufragios son la «expresión literaria del proceso de
desmitificación crítica que se ha ido manifestando ya
en las relaciones diversas de todas las expediciones
fracasadas»
198,
mientras que las relaciones sobre la expedición de Aguirre
culminan «el proceso de crisis y
liquidación simbólica de mitos y modelos que se
consuma dentro de los textos del discurso narrativo de la
rebelión»
.
La condición de perdedores, de seres marginados, que comparten Aguirre, Colón y Álvar Núñez guarda relación con esta peculiaridad de sus crónicas, como también la aparición en las novelas, a modo de contrapunto, de otras historias sí propiamente «oficiales» como la de Fernández de Oviedo, sobre la cual explica el protagonista de El largo atardecer del caminante:
—125→
Es evidente que don Gonzalo Fernández de Oviedo está convencido de que la Conquista y el Descubrimiento existen sólo en la medida en que él supo recuperar, organizar y relatar los hechos. Es el dueño de lo que se suele llamar ahora “la Historia”. Lo que él no registre en su chismosa relación, o no existió o es falso...199. |
A la voluntad de
ofrecer esa otra cara de la Crónica obedece además la
incorporación de documentos como la bula Sublimis Deus, escrita por
Paulo III en defensa de los naturales (cuyo fragmento principal se
cita literalmente en esta misma novela200)
y, sobre todo, de las propias crónicas indígenas
sobre la conquista, ese corpus textual
que Miguel León-Portilla acuñó con el
término «visión de los
vencidos»
201:
pasajes del Chilam Balam, los Anales Cakchiqueles
o los Cantares mexicanos son citados textualmente en
Daimón y Los perros del Paraíso
como —126→
testimonio de los abusos y la violencia de la
conquista202.
Incluso hay también lugar en ambas novelas para bellas
muestras de la literatura precolombina como los poemas nahuas del
gran Nezahualcóyotl, que sitúan al lector en un nuevo
espacio de marginalidad (y de cuestionamiento) respecto a la
visión del mundo americano que se difundió durante
siglos y que nos muestran, además, la capacidad del autor
para incorporar a sus obras, además de la Crónica,
otros tipos de discurso.
La tendencia de Abel Posse a manejar todo tipo de discursos en sus novelas se manifiesta tanto en su facilidad para integrar los textos literarios más diversos (recordemos las citas de la Égloga I de Garcilaso203 y «Alturas de Machu Picchu» de Neruda en Daimón, de El arpa y la sombra de Carpentier en Los perros del Paraíso, o de los —127→ versos de Conrado Nalé Roxlo y algunas frases célebres de Borges en El largo atardecer del caminante204) como en la incorporación, casi siempre en tono burlesco, de determinados planteamientos filosóficos a través de autores esenciales del pensamiento moderno desde Descartes hasta Freud, Marx o Nietzsche (estos últimos convertidos respectivamente en Mordecai y Ulrico Nietz en Los perros del Paraíso). No cabe duda, sin embargo, de que la base de ese continuo juego intertextual que revelan estas obras está en el manejo de una amplísima información de carácter histórico que es incorporada a su vez en las tres novelas con la intención crítica y desmitificadora propia de la nueva novela histórica.
En El largo
atardecer del caminante, dicha voluntad crítica se
refleja por medio del protagonista, quien, como hemos visto
respecto al texto de Fernández de Oviedo, emite su juicio
sobre esa Historia oficial tan difícil de desmentir cuando
«el propio Rey termina por creer lo que
dice el historiador en vez de lo que cuenta quien conquistó
el mundo a punta de espada»
205.
En cambio, en Daimón y Los perros del
Paraíso, novelas metahistóricas
según el —128→
autor, no se trata tanto de hacer una crítica abierta
como de desmontar los pilares mismos del discurso
historiográfico gracias a su particular presencia en la
narración, tanto a través de la cita o alusión
como de diversos modos de imitación que pueden llegar hasta
un borgiano apócrifo.
Entre los recursos
utilizados para introducir el dato «histórico»
en la novela se encuentra la alusión a historiadores
ilustres, en especial en Los perros del Paraíso,
donde se cita, entre otros, a Johan Huizinga (El otoño
de la Edad Media) o la «Historia de Prescott y la obra
de los Ballesteros Gaibrois»206
en contextos en los que podríamos dudar de la autenticidad
de dichas citas o se menciona, por ejemplo, de forma burlona, un
supuesto documento sobre la virilidad del rey Enrique que,
según el narrador, «aparece
citado por Gregorio Marañón a quien se ve le
interesaba el tema»
207.
Posse recurre asimismo a la utilización irónica del
dato histórico, muy común especialmente en el
recorrido que se hace en Daimón por el pasado
americano, como muestra la siguiente noticia sobre el ataque de los
bandeirantes a las misiones jesuíticas del Paraguay:
El 10 de febrero de 1756 vencieron en Caybaté un ejército de 1.700 guaraníes, 1.511 de éstos murieron, ¡casi todas las heridas mortales!, lo que demuestra la buena puntería cristiana (no corresponde pensar otra cosa)208. |
Por lo que se refiere a la presencia del elemento paródico en ambas novelas, es necesario notar cómo el autor acude tanto a la imitación de lo que podrían haber sido «fuentes documentales» como a la emulación de las propias técnicas del discurso historiográfico. Respecto al primer tipo de imitación, coincido con Sklodowska cuando afirma que
El desafío paródico con respecto al modelo clásico de «novela histórica» se puede analizar a través del tratamiento de las «fuentes» incorporadas a la novela. Recordemos que en la novela tradicional «la palabra ajena» prestada del archivo servía para corroborar al sentido de univocidad y de veracidad histórica y para reforzar la autoridad del narrador en cuanto «historiador». En la novela posmoderna de Posse el narrador prefiere utilizar las fuentes como intertextos -frecuentemente apócrifos- en un juego irreverente de oposiciones, hipótesis y confrontaciones tanto polémicas como burlonas209. |
—130→
La carta que la
Superiora del convento de Santa Catalina de Arequipa, Sor de las
Amargas Mercedes, escribe sobre Sor Ángela en
Daimón hace de la imitación una
fórmula eficaz para trastocar el sentido de las fuentes
históricas, ya que, aunque obedece al modelo de documentos
relativos a vidas de monjas que estaban en boga (sobre todo en el
siglo XVII) en los virreinatos del Perú y la Nueva
España, en ella los signos de santidad que, como la
levitación, solían mencionarse en este tipo de textos
son citados de forma burlesca a propósito de la supuesta
lascivia del personaje («Dicen que la
encontraron golpeando contra el techo de celda -escribe la
superiora-. Tengo para mí que se hincha de sucios
deseos»
210).
Del mismo modo, la
minuciosa descripción del «papel
delicadamente pintado del Codex Vaticanus C»
que
narra la despedida de las delegaciones inca y azteca en
Tenochtitlán211
(citada también como ejemplo por Sklodowska) o la referencia
al documento del Archivo General de Indias relativo a la princesa
indígena Siboney, del que todavía «se conserva la carátula del sumario
policial "Siboney y otros s/desnudismo en la vía
pública y drogadicción". Documento núm. 5.885.
Estante 72»
212,
obedecen a una voluntad de hacer del apócrifo un desafiante
modo de cuestionar las pretendidas fuentes, aunque desde distintas
perspectivas: en el primero de los pasajes, Posse describe
—131→
con detalle un códice azteca que el lector sabe
necesariamente irreal (aunque, en la lógica de la
ficción, debe su inexistencia a un sistemático
proceso de destrucción que lo llevó, junto a otros
muchos códices prehispánicos, a ser «quemado por el atroz
Zumarraga»
213),
poniendo así en evidencia la facilidad con la que el
historiador puede manipular sus fuentes. Con la utilización
del anacronismo en el epígrafe del supuesto expediente
inquisitorial sobre la princesa indígena (citado ya como
«sumario policial») el autor pretende, en cambio,
llamar la atención sobre la falsedad del documento
apócrifo que ha creado, documento que, sin embargo, alude
con amarga ironía a la atroz realidad de violencia a la que
fueron sometidas las mujeres indígenas a manos de los
españoles: gracias a una ficción que revela sus
propios recursos, el autor accede a una verdad que las fuentes
supuestamente históricas podrían (y de hecho
supieron) enmascarar214.
Pero Posse no se
limita a parodiar las fuentes históricas: el discurso mismo
de los historiadores, la pretendida veracidad que se desprende de
la manera en que es presentado dicho discurso, son también
puestos en entredicho en estas dos novelas. A este objetivo
obedecen las tablas cronológicas con las que se inician cada
una de las cuatro partes de Los perros del Paraíso
(en las que, con el estilo conciso y la pretendida minuciosidad de
la historiografía, se entremezclan datos privados y
públicos, verdaderos y falsos, pertenecientes supuestamente
al calendario europeo y al náhuatl), así como los
resúmenes que, al modo también del discurso
historiográfico, preceden a los capítulos de
Daimón (aunque encabezados irónicamente cada
uno de ellos por una carta del tarot, símbolo del azar, de
lo opuesto a la pretendida cientificidad de la historia); en este
mismo sentido cabe interpretar las diversas notas a pie que
encontramos en ambas novelas con verdaderas o apócrifas
referencias bibliográficas que permiten apoyar ideas tan
delirantes como que a Colón, «en
su relación con Beatriz de Arana, en Córdoba, se le
pegó el famoso ché»
(dato para el
que Posse remite al trabajo de Bromberg sobre «El idioma de
Cristoforo Colon»)215
o que Hitler «llevaba un escapulario de felpa amarilla que
encerraba una espiguita de trigo manchego y un retrato de Isabel
[la Católica]»
(anécdota citada,
según el autor, por Pauwels, Sánchez
Dragó o Bergier entre
otros)216.
Todos estos recursos —133→
deben entenderse como parte de esa parodia burlesca que
socava las bases de un discurso legítimo sólo en su
apariencia, de un discurso que creó «el disparate de la historia
imperial»
217
ocultando los verdaderos mitos americanos, según Posse, para
sustituirlos por mitos ficticios y, sobre todo, ajenos a la
realidad del continente.
Desmentir ese
discurso falseado, ir «exhumando una
realidad oculta»
218
utilizando para ello los recursos del lenguaje literario es, como
vemos, una tarea asumida por Abel Posse y por otros muchos
escritores latinoamericanos como imprescindible y, sin embargo, es
sólo un primer paso para el objetivo esencial que no es otro
que acceder a una imagen cabal del pasado: la imagen que
podrá ayudar a interpretar el presente «de ese maravilloso continente que tiene algo de
inmaduro, algo de eterno adolescente»
219.